Capítulo 15 ATLANTIS

Un mes después llegaron finalmente al pie de Doozvillnavava, el monolito. Estaban seguros de haber seguido el camino correcto, pues habían oído hablar de los gworl, y algunos decían haberlos visto desde cierta distancia.

— No sé por qué razón se han alejado tanto del cuerno — dijo Wolff —. Tal vez piensen esconderse en alguna cueva de la montaña, para volver cuando hayan dejado de buscarlos.

— O quizás hayan recibido del Señor órdenes de volver antes con Kickaha. Ha sido para él, desde hace muchos años, como una mosca en la oreja; debe enloquecer sólo con recordarlo. Tal vez quiera asegurarse de que Kickaha está fuera de combate antes de enviar a los gworl en busca del cuerno.

Wolff estuvo de acuerdo. También era posible que el Señor quisiera bajar de su palacio por medio de las mismas sogas con las que había bajado a los gworl. Sin embargo, no parecía posible; el Señor no quería correr el riesgo de que lo dejaran colgado, y no podía estar seguro de que los gworl volverían a subirlo.

La altura de Doozvillnavava causaba vértigos. Según había dicho Kickaha, era al menos dos veces más alta que el monolito de Abharhploonta, sobre el cual se extendía Drachelandia. Llegaba a los dieciocho mil metros, y los animales que vivían en las salientes y en las cuevas de su cara eran tan hambrientos y temibles como los de otros monolitos. Doozvillnavava era retorcida, lisa, barrida y erizada; su anda superficie presentaba una enorme depresión que recordaba una boca inmensa y oscura; aquel gigante parecía listo para devorar a quien se atreviera contra él.

Criseya se estremeció al contemplar los vertiginosos precipicios de increíbles altura. Pero nada dijo; hacía tiempo que sabía callar sus temores. Tal vez se debía a que ya no se preocupaba por sí misma, según pensaba Wolff, sino por la vida que llevaba en su vientre, pues estaba segura de estar encinta.

La rodeó con los brazos y la besó, diciendo:

— Me gustaria partir ahora mismo, pero debemos hacer los preparativos para varios días. No podemos defendernos de los monstruos si no hemos descansado ni comido lo suficiente.

Tres días después iniciaron el ascenso, vestidos con toscas prendas de piel de venado y provistos de lazos, armas, herramientas para escalar y bolsas con agua y comida. Wolff llevaba el cuerno en un saco de cuero suave, sujeto a su espalda.

A los noventa y un días estaban aproximadamente en la mitad. Cada paso había sido una lucha contra la pulida superficie vertical, las agrietadas rocas y traicioneras o los animales de presa. Entre éstos figuraban la serpiente multípeda que Woll había visto ya en Thayaphayawoed, los lobos de grandes garras adaptadas a la marcha entre las rocas, el antropoide montañés, los pájaros-hacha del tamaño de avestruces, y el salta-abajo, un animal pequeño, pero mortal.

Llevaban ciento ochenta y seis días de ascenso cuando finalmente llegaron a la cima de Doozvillnavava. Ninguno de los dos podía considerarse el mismo, ni física ni mentalmente. Wolff había perdido peso, pero tenía más resistencia y más fortaleza física; las heridas causadas por los salta-abajo, los antropoides montañeses y los pájaros-hacha le cubrían el rostro y el cuerpo. Su odio contra el Señor había aumentado, pues Criseya había perdido el feto antes de llegar a los tres mil metros de altura. Era de esperar que eso ocurriera, pero Wolff no podía olvidar que ese escalamiento no habría sido necesario sin la intervención del Señor.

Criseya se había fortalecido física y espiritualmente, gracias a las experiencias previas al ascenso de Doozvillnavava. Sin embargo, las situaciones vividas al subir el monolito habían sido mucho peores que todo lo anterior. Pero no se dio por vencida, y eso confirmó la creencia de Wolff: estaba hecha de una fibra básicamente fuerte. Los efectos de aquellos milenios de molicie vividos en el Jardín habían desaparecido. La Criseya que conquistara el monolito se parecía mucho a la que habían substraído a la vida salvaje y exigente de los antiguos egeos; pero era mucho más sabia.

Wolff hizo una pausa de varios días para descansar, cazar, reparar los arcos y fabricar flechas nuevas. También se mantuvo alerta para descubrir la posible presencia de las águilas. No había tenido contacto con ninguna desde que hablaron con Ftie en aquella ciudad en ruinas, junto al río Guzirit. Como no apareciera ninguna, decidió, a disgusto, entrar en la selva. Tal como Drachelandia, todo el borde del monolito estaba cubierto por u ncinturón selvático de dos mil quinientos kilómetros de ancho. Dentro de él se encontraba la tierra de Atlantis, que cubría, exceptuando el monolito ubicado en el centro, una superficie igual a la de Francia y Alemania juntas.

Wolff trató de divisar la columna sobre la cual se levantaba el palacio del Señor, pues Kickaha le había dicho que podía verse desde el borde, aunque era mucho más angosto que cualquiera de los otros. Sólo pudo ver un continente vasto y oscuro, hecho de nubes, mellado y barrido por los relámpagos. Idaquizzoorhuz estaba oculto. Tampoco era visible desde la copa de los árboles ni desde la cima de las colinas altas. Una semana después, las nubes de tormenta seguían ocultando el pilar de piedra. Esto le preocupó, pues llevaba tres años y medio en ese planeta' sin haber jamás visto una tormenta igual.

Pasaron quince días. Al decimosexto, mientras recorrían un angosto sendero cerrado por el follaje, descubrieron un cadáver decapitado; un metro más allá, entre los arbustos, yacía la cabeza de un khamshem, con su turbante.

— También Abíru puede seguir a los gworl — dijo Wolff —. Tal vez ellos se llevaron sus joyas al huir del castillo de von Elgers. O quizá piensa que ellos tienen el cuerno; eso es lo más probable.

Tres kilómetros más allá dieron con otro khamshem; aquél tenía el vientre abierto y los intestinos fuera. Wolff trató de interrogarlo, pero el hombre estaba en agonía, y optó por cortar sus sufrimientos; no dejó de observar que Criseya no apartó siquiera la vista cuando lo hacía. Después envainó el cuchillo y tomó la cimitarra del khamshem en la mano derecha, pensando que pronto la necesitaría.

Media hora después escucharon gritos y alaridos hacia el final del sendero, y se ocultaron entre el follaje, al costado del camino. Abiru y dos khamshem venían corriendo por él; la muerte los perseguía bajo la forma de tres robustos negroides de cara pintada y larga barba teñida de escarlata. Uno de ellos arrojó su espada, que fue a clavarse en la espalda de un khamshem; éste cayó hacia adelante, silenciosamente, y resbaló en la tierra suave y húmeda, como un velero lanzado hacia la eternidad, con la espada como mástil. Abiru y el otro khamshem se volvieron para presentar batalla.

Wolff se vio forzado a admirar a Abiru, quien luchó con habilidad y coraje. Su compañero cayó muy pronto, con una espada clavada en el plexo solar, pero él continuó blandiendo la cimitarra, hasta que dos de los salvajes cayeron y el tercero emprendió la retirada. Una vez que el negroide hubo desaparecido, Wolff se acercó silenciosamente a Abiru, por detrás. Un golpe asestado con el canto de la mano bastó para que la cimitarra cayera del brazo paralizado.

Abiru quedó mudo por la sorpresa y el miedo. Cuando Criseya salió de entre los matorrales, los ojos del khamshem se dilataron aún más. Wolff le preguntó qué ocurría. Con algún esfuerzo, Abiru recuperó el habla y respondió.

Tal como Wolff lo supusiera, el khamshem había perseguido a los gworl con ayuda de sus hombres y de algunos sholkin. A varias millas de allí había logrado alcanzarlos. Es decir, fueron ellos quienes lo atraparon. La emboscada fue bastante fructífera, pues mataron o hirieron a la tercera parte de los khamshem sin pérdida para ellos, que permanecieron a resguardo entre los árboles, arrojando sus puñales desde allí.

Los khamshem echaron a correr, confiando en poder presentar batalla en un lugar más ventajoso, si lograban encontrarlo. Pero cazadores y cazados dieron con una horda de salvajes negros.

— Y pronto habrá muchos más detrás de vos — dijo Wolff —. ¿Qué pasó con Kickaha y funem Laksfalk?

— Sobre Kickaha, nada sé. No estaba con los gworl. En cambio, el caballero Yiddish estaba con ellos.

Por un momento, Wolff pensó en matar a Abiru. Pero le disgustaba hacerlo a sangre fría, y, además, deseaba haccrle otras preguntas. Tenía la impresión de que aquel hombre era mucho más de lo que aparentaba ser. Por lo tanto, le indicó que caminara con un ademán de la cimitarra, y echó a andar camino abajo. Abiru protestó que los matarían, pero Wolff le ordenó callar. Pocos minutos después pudieron oír los gritos de quienes luchaban. Tras cruzar un arroyo poco profundo se encontraron al pie de una colina escarpada y alta.

El suelo era tan rocoso que crecía en él poca vegetación. La colina estaba sembrada de muertos y heridos: gworl, khamshem, sholkin y salvajes. Cerca de la cima, tres personas rechazaban a los negros, apoyando la espalda contra una pared en forma de V, bajo una especie de techo formado por dos enormes rocas. El grupo estaba formado por un gworl, un khamshem y el barón Yiddish. En el momento en que Wolff y Criseya empezaban a subir, el khamshem cayó, atravesado por varias de aquellas puntas de lanza, del tamaño de palas. Wolff indicó a la muchacha que retrocediera. Por toda respuesta, ella puso una flecha en su arco y disparó. Uno de los salvajes cayó hacia atrás, con el asta asomándole por la espalda.

Wolff sonrió, aunque ceñudo, y tomó su propio arco. La pareja escogió como víctimas sólo a aquellos que formaban la retaguardia, confiando en que les sería posible matar a unos cuantos antes de que los demás se dieran cuenta. Así cayeron doce salvajes, hasta que uno de ellos, por mera casualidad, echó una mirada hacia atrás en el momento en que uno de sus compañeros caía. Soltó un grito y llamó la atención de los demás, que inmediatamente blandieron sus espadas y se lanzaron colina abajo para atacar a la pareja, mientras la mayoría se encargaba del gworl y de Yiddish. Antes de que hubieran cubierto la mitad del camino habían caído otros cuatro.

Cuando cayeron otros tres, los seis restantes perdieron las ganas de entablar batalla cuerpo a cuerpo. Se detuvieron y arrojaron sus espadas, desde tanta distancia que los arqueros las esquivaron sin dificultad. Wolff y Criseya actuaban con la destreza y la frialdad que dan la práctica y la experiencia. Mataron a otros cuatro, y los dos sobrevivientes corrieron a unirse al grupo principal, gritando. Ninguno de los dos logró llegar, aunque uno solo estaba herido en una pierna.

Pero el gworl había caído también, y sólo quedaba en pie funem Laksfalk contra cuarenta enemigos. Su única ventaja consistía en que las paredes de roca y los cadáveres diseminados sólo daban paso a dos a la vez. El caballero cantaba en voz alta un himno de guerra judío, sin dejar de blandir su cimitarra ensangrentada.

Wolff y Criseya se cubrieron tras un par de rocas y renovaron el ataque a la retaguardia. Cayeron otros cinco salvajes antes de que sus aljabas quedaran vacías. Entonces Wolff indicó:

— Recupera algunas de entre los cadáveres y vuelve a utilizarlas. Yo voy en su ayuda.

Levantó una espada y corrió hacia arriba, en ángulo, confiando en que sus enemigos estarían demasiado ocupados como para descubrirlo. Al llegar, se encontró con que dos salvajes esperaban, agazapados sobre los cantos rodados, el momento en el que Yiddish se aventuraba fuera del techo para saltar sobre él.

Wolff blandió rápido su espada y golpeó a uno en las nalgas. El hombre cayó con un grito, aplastando probablemente a algunos de los compañeros que luchaban abajo. El otro se dio vuelta y recibió el cuchillo de Wolff en el vientre.

Wolff levantó una piedra, la ubicó sobre una de las rocas grandes y trepó a ella. Una vez allí, volvió a levantar la piedra por sobre su cabeza y, adelantándose, la arrojó sobre la turba. Los atacantes levantaron la vista a tiempo para verla caer sobre ellos. Aplastó al menos a tres y cayó rodando por la colina. Ante eso, los sobrevivientes huyeron, presas del pánico. Tal vez pensaron que Wolff no estaba solo; o quizá estaban enervados, como salvajes indisciplinados que eran, por las muchas pérdidas sufridas. Al descubrir que toda la retaguardia había caído también, el pánico se hizo mayor.

Para que no regresaran, Wolff decidió avivar ese miedo. Saltó hacia abajo, volvió a levantar la piedra y la envió rodando colina abajo, hacia los fugitivos. El canto rodado saltó y rebotó como un lobo detrás de una liebre, y cobró una nueva víctima antes de llegar al fondo.

Criseya, desde su resguardo, lanzó otras dos flechas hacia los salvajes.

Wolff se volvió hacia el barón, que yacía en el suelo; estaba lívido, y la sangre manaba en abundancia de una herida sufrida en el pecho.

—¡Vos! — dijo, débilmente —. El hombre de otros mundos. ¿Me habéis visto luchar?

— Os vi — respondió Wolff, inclinándose para examinar la herida —. Habéis luchado como uno de los guerreros de Josué, amigo mío. Luchasteis como nunca he visto luchar. Debéis haber matado al menos veinte.

Funem Laksfalk logró sonreír un poco.

— Fueron veinticinco. Los conté.

Y en seguida agregó, ensanchando su sonrisa:

— Ambos estamos exagerando un poco la verdad, como diría nuestro amigo Kickaha. No mucho, de cualquier modo. Fue una gran pelea. Sólo lamento haber tenido que luchar sin amigos, sin armadura, y en un sitio tan solitario que nadie sabrá cuánto honor agregó funem Laksfalk al apellido de su estirpe. Aunque sólo fuera ante un puñado de salvajes desnudos y aullantes.

— Se sabrá — dijo Wolff —. Algún día he de contarlo.

No intentó pronunciar falsas palabras de consuelo. Tanto el Yiddish como él sabían que la muerte estaba llegando, olfateando ansiosa el final del sendero.

—¿Sabéis qué ha sido de Kickaha? — preguntó.

—¡Ah, ese embustero! Una noche se deshizo de sus cadenas. Trató de cortar también las mías, pero no pudo. Se marchó con la promesa de volver para liberarme. Y lo hará, pero ha de llegar muy tarde.

Wolff miró hacia el pie de la colina. Criseya iba subiendo hacia él, con varias flechas que había recobrado de entre los cadáveres. Los negros se habían reagrupado en el valle y hablaban animadamente entre ellos. Otros se les unieron desde la selva. Con los nuevos, el número se elevaba a cuarenta. Éstos respondían a las órdenes de un hombre adornado con plumas, que llevaba una horrible máscara de madera; saltaba constantemente, y parecía arengar a los suyos.

El Yiddish preguntó qué ocurría, y Wolff se lo dijo. Para escuchar su respuesta fue necesario acercarle el oído a la boca.

— Mi sueño más preciado, barón Wolff, era luchar algún día a vuestro lado. Ah, qué noble pareja de caballeros habríamos formado, con nuestras armaduras, blandiendo nuestras… S'iz kalt.

Los labios enmudecieron y quedaron lívidos. Wolff se levantó para volver a mirar hacia abajo. Los salvajes empezaban a subir, abriéndose en abanico para cerrar cualquier huida. Optó por amontonar los cadáveres, a fin de formar un parapeto. Su única esperanza era no dejar paso sino para uno o dos hombres a la vez. Quizá se descorazonaran si perdían unos cuantos hombres. No parecía probable; aquellos salvajes daban muestras de una notable persistencia, a pesar de las cuantiosas pérdidas sufridas. Además, siempre les quedaba el recurso de retroceder y esperar a que Wolff y Criseya salieran del refugio, impulsados por la sed y el hambre.

Los salvajes se detuvieron a mitad de camino, y aguardaron que quienes habían rodeado la montaña establecieran sus posiciones. Por último, ante un grito del hombre de la máscara, treparon a toda prisa. Los dos defensores no se movieron hasta que las espadas, arrojadas desde lejos, comenzaron a golpear los costados rocosos y a clavarse en la barricada de cadáveres. Wolff disparó dos flechas; Criseya, tres. Ninguna falló.

Wolff soltó su última flecha. El proyectil fue a golpear contra la máscara del jefe, quien cayó rodando por la montaña. Un momento después lo vieron arrojar la máscara e incorporarse, con el rostro ensangrentado, para dirigir la segunda carga.

Un alarido misterioso brotó de la selva. Los salvajes se detuvieron en seco y se volvieron a mirar el verdor que rodeaba la colina. Una vez más, el grito ululante se elevó de entre los árboles.

De pronto, un hombre de cabellos cobrizos, vestido sólo con un taparrabos de leopardo, salió de la selva a la carrera. Llevaba una espada en una mano y un largo cuchillo en la otra y un lazo enrollado al hombro; del otro pendían un arco y una aljaba. Detrás de él apareció un grupo de antropoides de brazos largos y pecho ancho, robustos, salientes los colmillos.

Ante aquella aparición, los salvajes soltaron un grito y, trataron de bajar por el otro lado de la colina. Se vieron frente a un nuevo grupo de antropoides, y las dos columnas se cerraron sobre ellos como velludas mandíbulas.

La lucha fue breve. Algunos monos cayeron con el vientre atravesado por las espadas, pero casi todos los negros soltaron las armas y trataron de escapar; otros se acurrucaron, paralizados y temblando. Sólo doce lograron escapar.

Wolff, aliviado, sonrió, dirigiéndose al hombre de la piel de leopardo.

—¿Cómo te llamas en este nivel? — le preguntó. Kickaha respondió, con otra sonrisa:

— Trata de adivinarlo. Tienes una oportunidad. Su sonrisa se borró al ver al barón.

Maldición! Me llevó demasiado tiempo reunir a los monos y encontraros. Era una buena persona, este Yiddish; me gustaba su forma de ser. ¡Maldición! De cualquier modo, le prometí que, en caso de que muriera, llevaría sus restos al castillo ancestral, y mantendré mi promesa. Pero no en este momento. Tenemos ciertos asuntos que atender.

Y llamó a algunos de los antropoides para presentárselos.

— Como verás — dijo a Wolff —, se parecen más a tu amigo Ipsewas que a los verdaderos monos. Las piernas son más largas y los brazos más cortos. Al igual que Ipsewas, y a diferencia de los grandes monos que describía mi autor favorito de la infancia, tienen cerebros humanos. Odian al Señor por lo que les ha hecho. No sólo quieren venganza, sino también una oportunidad de recuperar sus cuerpos de hombre.

Recién entonces, Wolff recordó a Abiru, pero no pudieron encontrarlo. Por lo visto se había marchado cuando Wolff fue en ayuda de Laksfalk.

Esa noche, en torno al fuego donde se asaba un venado, Wolff y Criseya supieron del cataclismo que asolaba Atíantis. Todo había comenzado con el nuevo templo que el Rhadamanthus de Atíantis queria construir. El propósito visible de la torre era testimoniar la gloria del Señor. Debía alcanzar mayor aktura que ningún otro edificio del planeta, y el Rhadamanthus reclutó a todos sus siervos para erigir el templo. Agregó piso sobre piso hasta que pareció querer alcanzar el cielo.

Los hombres se preguntaban cuándo terminaría aquel trabajo. Todos eran esclavos, con un solo propósito por delante: construir. Pero nadie se atrevía a hablar abier tamente, pues los soldados del Rhadamanthus mataban a quien presentaba objeciones o a los que no trabajaban. Pronto comprendieron que el Rhadamanthus abrigaba otras ideas en su mente transtornada: pretendía construir un medio para asaltar los mismos cielos, el palacio del Señor.

—¿Un edificio de nueve mil metros? — preguntó Wolff.

— Sí. Naturalmente, no era posible con la tecnología de que disponían en Atlantis. Pero el Rhadamanthus estaba loco, y seguía adelante. Tal vez lo alentaba el hecho de que el Señor no hubiese aparecido durante tantos años, y daba por ciertos los rumores de que había desaparecido. Naturalmente, los cuervos le habrán dicho otra cosa, pero debe haber considerado que mentían para protegerse.

El meteoro que ahora destruía a Atlantis era una prueba de que el Señor tomaba venganza contra la audacia del Rhadamantus. Aquel Señor habría descubierto finalmente cómo operar los mecanismos secretos del palacio.

— El Señor que desapareció debió tomar sus precauciones, para que ningún ocupante manipulara sus poderes; pero éste ha aprendido al fin a desatar las tormentas.

Y así, huracanes gigantescos barrían la zona, seguidos por tornados y lluvias constantes. El Señor tenía intenciones de barrer toda la vida de ese nivel.

Antes de llegar al borde de la jungla se toparon con la marea de refugiados. Estos contaban historias de casas y grandes edificios desaparecidos, de personas arrebatadas por el viento, de inundaciones que iban dejando la tierra desprovista de árboles, de toda vida, que ya estaban barriendo hasta las colinas.

El grupo de Kickaha ya debía encorvarse para avanzar contra el viento. Las nubes se cerraron en torno a ellos; la lluvia los castigó, mientras los relámpagos estallaban por los cuatro lados.

Aun así, había períodos en los que cesaban la lluvia y los rayos. Las fuerzas liberadas por Arwoor se agotaban, y era necesario reponerlas. En esos momentos de relativa calma, el grupo avanzaba lentamente. Debían cruzar ríos crecidos, que arrastraban las ruinas de una civilización: casas, árboles, muebles, carruajes, cadáveres de hombres, mujeres y niños, de perros, caballos, pájaros y animales silvestres. Los bosques presentaban las raíces descubiertas y grandes quemazones causadas por los rayos. Cada valle estaba inundado; cada depresión había sido cubierta. Y un hedor insoportable lo invadía todo.

Al fin, las nubes empezaron a abrirse. El sol volvió a salir, pero iluminó una tierra sumida en el silencio y en la muerte. Sólo se oía el bramar de las aguas y el grito de algún pájaro que había logrado sobrevivir. A veces, el aullido de algún hombre enloquecido les erizaba la piel. Pero esto ocurría pocas veces.

Las últimas nubes se alejaron, y el monolito blanco de Idaquizzoorhruz brilló ante ellos, a quinientos kilometros de distancia, en la llanura carente de horizontes. La ciudad de Atlantis (o lo que quedara de ella), estaba a trescientos kilómetros. Demoraron veinte días en llegar a los suburbios, debido a las inundaciones y a los escombros.

—¿Crees que el Señor puede vernos? — preguntó Wolff.

— Supongo que sí, con alguna especie de telescopio. Pero me alegra que lo hayas preguntado, porque será mejor que empecemos a viajar de noche. Aún así, aquéllos nos verán.

Y señaló un cuervo que pasaba volando.

Al pasar por las ruinas de la ciudad capital descubrieron el zoológico de Rhadamanthus. Aún quedaban varias fuertes jaulas en pie, y en una de ellas había un águila. El sucio piso estaba cubierto de huesos, plumas y picos. Las águilas enjauladas habían escapado a la muerte por inanición comiéndose unas a otras. Quedaba una sola sobreviviente, flaca, debilitada y miserable en la percha más alta.

Wolff abrió la jaula, y Kickaha se aproximó para hablar con el águila, que se llamaba Armonide. Al principio, la enorme ave sólo pensó en atacarlos, a pesar de lo débil que estaba. Wolff le arrojó varios pedazos de carne, y ambos continuaron con la narración. Armo nide los trató de mentirosos; dijo que perseguían, seguramente, algún fin humano, es decir, malvado. Wolff le hizo ver que ellos no tenían por qué liberarla y terminó con su historia; recién entonces el ave comenzó a creerle. Al oír que Wolff tenía un plan para vengarse del Señor, la opacidad de sus ojos dio paso a un brillo agudo. La idea de atacar al Señor, y quizá de lograr el éxito, era mejor que el alimento mismo. Permaneció junto a los hombres durante tres días, que empleó en comer, en fortalecerse y en memorizar exactamente lo que diría a Podarga.

— Aún has de presenciar la muerte del Señor — le dijo Wolff —, y tendrás un hermoso y juvenil cuerpo de doncella. Pero sólo si Podarga obra como le pedimos.

Armonide se lanzó en picada desde un precipicio, batió las alas desplegadas y empezó a ascender. Por último, las plumas verdes de su cuerpo se confundieron con el verde del cielo, la cabeza roja se convirtió en un punto negro, y desapareció.

Wolff y su grupo permanecieron ocultos entre los árboles caídos hasta la noche. Para ese entonces, por algún proceso sutil y misterioso, Wolff había pasado a ser el jefe nominal. Antes era Kickaha quien llevaba las riendas, con la aprobación de todos. Pero algo hizo que el poder de las decisiones pasara a manos de Wolff, sin que nadie supiera por qué, pues Kickaha seguía siendo tan arriesgado y vigoroso como siempre. Esa transmisión de mando no se debió a ningún esfuerzo excepcional de Wolff. Fue como si Kickaha hubiese estado esperando a que su amigo aprendiese cuanto él podía enseñarle para entregarle la batuta.

Caminaban solamente durante las horas de la noche, y en ese período veían muy pocos cuervos. Parecía no haber mayor necesidad de ellos en esa zona, pues estaba bajo la vigilancia directa del Señor. Además, ¿quién podía atreverse a incursionar allí, después de tales muestras de cólera?

Al llegar a las grandes ruinas de la torre erigida por Rhadamanthus, se refugiaron entre los restos. Había allí una buena cantidad de metal, necesario para llevar a cabo los planes de Wolff. Los únicos problemas consistían en conseguir suficiente cantidad de comida y en disimular el ruido de martillos y sierras y el resplandor de sus pequeñas fraguas. Solucionaron el primer punto al descubrir un depósito de cereales y carne seca. La mayor parte de la mercadería había sido destruida por el fuego y el agua, pero quedaba bastante como para alimentar al grupo durante varias semanas. En cuanto al segundo problema, resolvieron trabajar en las cámaras subterráneas. Tardaron varios días en despejar los túneles, pero eso no afligió a Wolff: de cualquier modo, Armonide demoraría algún tiempo en llevar el mensaje a Podarga; eso, si lograba llegar con él, pues podían ocurrirle muchos percances en el camino, especialmente el ser atacada por los cuervos.

—¿Qué pasará si ella no llega a Podarga? — preguntó Criseya.

— Tendremos que estudiar otro plan — replicó Wolff, acariciando el cuerno y presionando los siete botones —. Kickaha conoce la entrada por la cuál abandonó el palacio. Podríamos utilizarla, pero sería tonto. El Señor actual no será tan estúpido como para no tener allí una fuerte guardia.

Pasaron tres semanas. Las reservas de comida comenzaron a escasear sensiblemente, y fue necesario enviar a un grupo de cazadores para conseguir más. Esto era peligroso aun durante la noche, pues no había forma de saber si había algún cuervo por los alrededores. Más aún, Wolff pensaba que el Señor podía tener también artefactos para ver de noche con tanta claridad como durante el día.

Al concluir la cuarta semana, Wolff dejó de contar con la ayuda de Podarga. o Armonide no había llegado a destino, o Podarga se había negado a colaborar.

Esa misma noche, mientras contemplaba la luna, sentado bajo un inmenso palio de acero curvado, Wolff oyó un susurro de alas. Miró hacía la oscuridad. De pronto, la luna iluminó algo negro y ambarino: Podarga estaba ante él. La seguían muchas formas aladas, y los rayos de luna se reflejaban sobre los picos amarillos y ojos brillantes rojizos.

Wolff las condujo a través de los túneles, hasta una gran cámara. Junto a las pequeñas hogueras volvió a contemplar la trágica belleza de la arpía. Pero ahora se la veía casi feliz ante la perspectiva de poder vengarse. La bandada había llevado alimentos, y, mientras comían, Wolff le explicó sus planes. Mientras discutían los detalles, uno de los monos, que estaba de guardia, trajo a un hombre que había sorprendido acechando entre las ruinas. Era Abiru, el khamshem.

— Para ti, esto es mala suerte; para mí, algo muy triste — dijo Wolff —. No puedo dejarte atado aquí. Si escapas y te comunicas con un cuervo, el Señor estará sobre aviso. Debo matarte, a menos de que logres disuadirme.

Abiru miró a su alrededor, y no vio sino la muerte.

— Está bien — dijo —. No quería hablar, y no lo haré delante de todos, si puedo evitarlo. Créeme, debo hablar contigo a solas, tanto por tu vida como por la mía.

— No hay nada que no puedas decir frente a todos nosotros — replicó Wolff —. Habla.

Pero Kickaha, acercando los labios al oído de Wolff, susurró:

— Será mejor que hagas lo que él propone.

Wolff quedó atónito. Volvieron a asaltarlo las viejas dudas con respecto a la identidad de Kickaha. Ambas solicitudes eran tan extrañas, tan inesperadas, que por un momento se sintió desconcertado. Parecía flotar muy lejos de todos ellos.

— Si nadie se opone, lo escucharé a solas — dijo.

Podarga frunció el ceño y abrió la boca, pero Kickaha la interrumpió:

— Gran Señora, éste es el momento de confiar. Debes creer en nosotros y tenernos confianza. ¿O prefieres perder tu única oportunidad de venganza y de recuperar tu cuerpo humano? Es necesario que nos sigas en todo. Si interfieres, todo se habrá perdido.

— No sé a qué viene todo esto — respondió Podarga —, y presiento que se me está traicionando. Pero haré como tú dices, Kickaha, porque te conozco y sé que eres un amargo enemigo del Señor. Pero no pongáis demasiado a prueba mi paciencia.

Entonces, Kickaha confió a Wolff algo aún más extraño:

— Ahora reconozco a Abiru. Me engañaron la barba y el color dé la piel. Además, hacía veinte años que no escuchaba su voz.

El corazón de Wolff latió más de prisa, con una aprensión indefinida. Tomó su cimitarra y condujo a Abiru, que tenía las manos atadas a la espalda, hasta un cuarto pequeño. Y allí escuchó lo que el khamshem debía decirle.

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