Capítulo 6 PODARGA

Wolff no tuvo tiempo de responder: una de las águilas, valiéndose de las garras con tanta destreza como si se tratara de manos, abrió la puerta de la jaula. Aquella poderosa cabeza, armada de un duro pico, le indicó que entrara; la puerta se cerró tras él.

— Bueno, ya estás aquí — dijo Kickaha, con su potente voz de barítono —. Queda por resolver qué hacemos ahora. Nuestra estadía aquí puede ser corta y desagradable.

A través de los barrotes, Wolff pudo ver un trono tallado en la roca, ocupado por una mujer. Semi-mujer, a decir verdad, pues tenía alas en vez de brazos, y la parte inferior de su cuerpo correspondía a la de un ave. Las patas, empero, eran mucho más gruesas, en proporción, que las de un águila de tamaño normal. Tal vez eso se debía a que debían soportar un peso mucho mayor. Wolff comprendió que estaba frente a otro de los monstruos de laboratorio creados por el Señor. Debía ser aquella Podarga de quien Ipsewas le hablara.

Desde la cintura hacia arriba era, por cierto, una mujer hermosísima; muy pocos hombres han tenido el privilegio de contemplar belleza igual. Su piel era un ópalo lechoso; los pechos, incomparables; la espalda, un pilar de extremada hermosura. La cabellera, larga y negra, caía lacia a ambos lados de un rostro cuya belleza habría podido competir ventajosamente con la de Criseya, cosa que Wolff consideraba imposible hasta ese momento.

Sin embargo, su belleza tenía algo terrible: la locura. Sus ojos eran feroces como los de un halcón enjaulado al que se provoca más allá de lo soportable.

Wolff apartó de ella su vista para inspeccionar la caverna.

— ¿Dónde está Criseya? — susurró.

—¿Quién? — preguntó Kickaha, en otro susurro.

Wolff la describió con pocas frases, explicándole lo ocurrido.

— Nunca la he visto — respondió Kickaha, meneando la cabeza.

—¿Y los gworl?

— Están divididos en dos bandas. Los que tienen a Criseya y al cuerno deben ser los otros. Pero no te preocupes por ellos. Si no logramos que nos dejen salir de aquí, nos matarán. Y en forma horrible.

Wolff preguntó entonces por el anciano. Kickaha replicó que había sido, en otros tiempos, uno de los amantes de Podarga. Era aborigen, uno de los que el Señor había llevado a ese universo poco después de construirlo. La arpía lo mantenía a su lado para realizar todas aquellas tareas que requerían manos humanas. Ella le había ordenado rescatar a Wolff de las ratas bípedas, enterada de su presencia desde mucho antes, por intermedio de sus mascotas.

Podarga se movió inquieta en su trono, desplegando las alas. Las unió ante el cuerpo con un ruido similar al de un relámpago lejano.

—¡A ver, vosotros dos! — gritó — ¡Dejad de secretear! Kickaha, ¿qué más puedes decir en tu defensa, antes de que suelte a mis mascotas?

Kickaha replicó en voz alta:

— Sólo puedo repetir, a riesgo de parecer cansado, lo que te he dicho anteriormente. Soy tan enemigo del Señor como tú misma, y él me odia; quiere matarme. Sabe que le he robado el cuerno, y represento un peligro para él. Ha enviado a sus Ojos por los cuatro niveles del mundo, para que recorran las montañas en mi busca…

—¿Dónde está el cuerno que dices haber robado al Señor? ¿Por qué no lo tienes en tu poder? ¡Creo que mientes para salvar tu miserable pellejo!

— Te he dicho que abrí una puerta hacia el mundo vecino para arrojárselo a un hombre. Es el mismo que tienes ante ti.

Podarga volvió la cabeza, con el mismo gesto de las águilas, para clavar su mirada sobre Wolff.

— No veo cuerno alguno. Sólo veo un trozo de carne dura fibrosa escondida tras una barba negra.

— Dice que otra banda de gworls se lo quitó — replicó Kickaha —. Iba en su persecución, para recuperar el cuerno, cuando las ratas bípedas lo capturaron y tú, haciendo gala de tu magnanimidad, lo rescataste. Libéranos, graciosa y bella Podarga, y recobraremos el cuerno. Con él estaremos en condiciones de librar batalla contra el Señor. ¡Podemos derrotarlo! ¡Es poderoso, pero no todopoderoso! Si lo fuera, nos habría encontrado hace tiempo, y también al cuerno.

Podarga, levantándose, se atildó las alas y bajó los escalones del trono, en dirección a la jaula. Caminaba sin los meneos de las aves, con pasos largos, tiesas las patas.

— Ojalá pudiera creerte — dijo en voz baja, pero profunda —. ¡Ojalá pudiera! He esperado años, siglos, milenios. ¡Oh, he esperado tanto que el corazón me duele al pensar en el paso del tiempo! Si creyera que las armas de mi venganza están al fin en mis manos…

Los miró fijamente y echó las alas hacia adelante.

—¡Ved mis manos! No tengo manos, ni el cuerpo que era mío. Ese…

Y estalló en una andanada de insultos que hizo retroceder a Wolff, aterrorizado, no ya por las palabras, sino por la furia con que las decía, rayana en la inconsciencia o en la divinidad.

— Si logramos destronar al Señor (y yo lo creo posible), recuperarás la forma humana — dijo Kickaha, una vez que ella hubo terminado.

Podarga, jadeante de ira, les clavó los ojos sedientos de asesinato. Wolff pensó que todo estaba perdido. Pero las palabras siguientes le demostraron que aquella cólera no estaba dirigida contra ellos.

— Dicen los rumores que el Señor ha desaparecido, hace ya un tiempo. Envié a una de mis mascotas para que investigara, y ella regresó con una extraña historia. Dice que hay allí un nuevo Señor, pero no puede asegurar que no se trata del mismo, encarnado en otro cuerpo. La envié nuevamente a él para rogarle que me devolviera el cuerpo humano, y se rehusó a hacerlo. No importa, por lo tanto, que sea otro o el mismo. Es tan malévolo y odioso como el primero, si no es él. ¡De cualquier modo, quiero saberlo! En primer lugar, el Señor debe morir, sea quien fuere. Entonces podré descubrir si tenía o no un nuevo cuerpo. Y si el antiguo Señor ha abandonado este universo, ¡lo seguiré por todos los mundos hasta encontrarlo!

— No puedes hacerlo sino con el cuerno. Es la única forma de abrir la entrada al otro mundo sin tener allá un dispositivo paralelo.

—¿Qué puedo perder? — dijo Podarga —. Si me mientes, si me traicionas, finalmente te atraparé, y será divertido. Si eres sincero, veremos qué pasa.

Dio una orden y el águila que estaba a su flanco abrió la jaula. Kickaha y Wolff acompañaron a la arpía hasta una gran mesa rodeada de sillas. Sólo en ese momento notó Wolff que la cámara estaba dedicada a contener tesoros; en ella se encontraba acumulado el botín de un mundo entero. Grandes cofres abiertos dejaban ver joyas relucientes, collares de perlas, copas de oro y de plata de formas exquisitas. Había pequeñas estatuillas de marfil, y otras de una madera negra y brillante. Pinturas magníficas. Armas y corazas de distintas clases, con excepción de las armas de fuego.

Podarga les ordenó sentarse en unas sillas de complicada talla, cuyas patas simulaban garras de león. Ante una seña de sus alas, un joven salió de entre las sombras. Llevaba una pesada bandeja de oro con tres copas de cristal de roca, finamente talladas; tenían la forma de un pez en salto con la boca abierta, y la concavidad estaba llena de un sabroso vino rojo.

— Uno de sus amantes — susurró Kickaha, respondiendo a la curiosa mirada de Wolff —. Sus águilas lo trajeron desde el nivel conocido como Drachelandia o Teutonia. ¡Pobre muchacho! Pero eso es mejor que perecer devorado por sus mascotas, y siempre queda la esperanza de escapar.

Kickaha bebió, y soltó un suspiro de satisfacción por aquel sabor áspero que azuzaba la sangre. Wolff tuvo la impresión de que el vino se retorcía como si estuviera vivo. Podarga sujetó la copa entre las puntas de sus dos alas y la llevó a sus labios.

— Por la muerte y la condenación del Señor. Y, por lo tanto, ¡por vuestro éxito!

Los dos volvieron a beber. Podarga bajó la copa y azotó suavemente el rostro de Wolff con las plumas del ala.

— Cuéntame tu historia — dijo.

Wolff habló por largo rato. Mientras tanto, comió rodajas de cierta cabracerdo, asada, un pan negro liviano y fruta, y bebió más vino. La cabeza empezaba a darle vueltas, pero seguía hablando, y sólo se detenía para responder a las preguntas de Podarga. Antorchas nuevas reemplazaron a las viejas, mientras él seguía hablando.


Despertó bruscamente. Desde otra cueva le llegaba la luz del sol, iluminando la copa vacía y la mesa sobre la que tenía la cabeza apoyada. Kickaha estaba ante él, con una amplia sonrisa.

— Vamos — le dijo —. Podarga quiere que salgamos lo antes posible. Está hambrienta de venganza. Y yo prefiero que nos vayamos antes de que ella cambie de idea. No puedes imaginar la suerte que hemos tenido; somos los únicos prisioneros que se ha liberado hasta ahora.

Wolff se sentó, gruñendo, doloridos los hombros y el cuello. Todavía se sentía mareado y algo confundido, pero había padecido resacas peores.

—¿Qué hiciste cuando me dormí? — preguntó a Kickaha.

Este respondió con una sonrisa satisfecha.

— Pagué el último precio. Pero no estuvo mal, en absoluto. Al principio resulta un poco extraño, pero yo soy muy adaptable.

Pasaron a la caverna siguiente, y de allí a la ancha saliente de piedra que coronaba el acantilado. Wolff se volvió para echar una última mirada; varias águilas guardaban la entrada a la caverna interior, como verdes monolitos. En un relámpago de piel blanca y alas negras, Podarga cruzó ante ellas, tiesas las patas.

— Vamos — dijo Kickaha —. Podarga y sus mascotas tienen hambre. Tú no la viste cuando intentó obligar a los gworl a pedir merced. Debo reconocerles una cosa: no lloraron ni gimieron; se limitaron a escupirle.

Un grito escalofriante surgió de la caverna. Kickaha tomó a Wolff por el brazo y le obligó a emplear un paso más rápido. Las águilas volvieron a gritar terriblemente, mientras otros seres aullaban de miedo o en el dolor de la muerte.

— Nosotros estaríamos entre ellos — dijo Kickaha —, si no tuviéramos algo que ofrecer a cambio de nuestras vidas.


Empezaron a trepar. Cuando cerró la noche habían subido ya novecientos metros. Kickaha abrió su bolsa y sacó de ella, entre otras cosas, una caja de fósforos con la que encendió una hoguera. Sacó también carne, pan, y una pequeña botella de aquel vino adamantino. La bolsa y su contenido eran presentes de Podarga.

— Tendremos que subir durante cuatro días, más o menos, hasta llegar al próximo nivel — dijo el joven —. Después, nos hallaremos en el fabuloso mundo de Amerindia.

Wolff intentó hacerle varias preguntas, pero Kickaha indicó que, en primer lugar, debía explicarle la estructura física del planeta. Wolff escuchó atentamente y sin mofarse; por cierto, cuanto Kickaha decía correspondía a lo que él viera hasta entonces. Pero vio frustradas sus intenciones de averiguar cómo había llegado Kickaha hasta allí, siendo, según toda evidencia, nativo de la Tierra. El joven se quejó de que llevaba mucho tiempo sin dormir, y de que la noche anterior, especialmente, había sido agotadora. Y se quedó dormido.

Wolff contempló largamente las llamas del fuego moribundo. Había visto y experimentado muchas cosas en poco tiempo, pero aún le quedaban muchas por delante. Eso, en el caso de que sobreviviera. Un grito salvaje surgió desde las profundidades. Desde el aire llegó el chillido de una gran águila verde.

¿Dónde estaría Criseya? ¿Estaría viva? Y en ese caso, ¿cómo estaba? ¿Y dónde se encontraría el cuerno? Kickaha había dicho que el éxito dependía de que encontraran el cuerno. Sin él, nada podrían hacer.

Y pensando en todo eso, también él se quedó dormido.

Cuatro días después, cuando el sol había recorrido ya la mitad de su curso en torno al planeta, franquearon el borde. Ante ellos se extendía una planicie que se hundía en el horizonte, unos doscientos cuarenta kilómetros más allá. A ambos lados, a unos ciento cincuenta kilometros, se elevaban cadenas montañosas comparables con el Himalaya. Pero resultaban apenas ratones en comparación con el monolito, Abharhploonta, que dominaba esa zona del planeta escalonado. Según afirmaba Kickaha, Abharhploonta estaba a dos mil doscientos kilómetros del borde; sin embargo, parecía estar a unos setenta y cinco. Se elevaba a tanta altura como la montaña que acababan de escalar.

— Ahora puedes formarte una idea — dijo Kickaha —. Este mundo no tiene la forma de una pera. Es una Torre de Babilonia planetaria. Una serie de columnas escalonadas, cada una más pequeña que la inferior. En el vértice mismo está el palacio del Señor. Como ves, nos queda mucho camino por recorrer. Pero mientras tanto, será una vida maravillosa. Si el Señor me mata en este momento, no he de quejarme. Aunque debería hacerlo, naturalmente, puesto que a ningún humano le gusta morir en la flor de la juventud. ¡Y debes creerme, amigo, yo estoy en lo mejor de la vida!

Wolff no pudo dejar de sonreírle. Parecía alegre y desafiante, como una estatua de bronce súbitamente animada, desbordante de felicidad por el solo hecho de encontrarse viva.

—¡Bien! — gritó Kickaha —. ¡Ante todo, debemos conseguir ropas adecuadas para ti! La desnudez es muy elegante en el círculo inferior, pero aquí no. Debes ponerte siquiera un taparrabos y una pluma en la cabeza; de otro modo causarás disgusto a los nativos. Y eso significa, aquí, la esclavitud o la muerte.

Echó a andar por el borde, seguido por Wolff.

— Observa el pasto; es verde y espeso, y te llega a las rodillas, Bob. Ofrece bastante alimento a las bestias herbívoras, pero también es lo bastante alto como para ocultar a las fieras que se alimentan de ellas. ¡Ten cuidado! El puma de las praderas, el lobo feroz, el perro cazador listado, la comadreja gigante: todos ellos pululan entre estos pastos. Y también el Felis Atrox, a quien llamo el león atroz. Una vez asoló las praderas del sudoeste norteamericano, donde se extinguió hace diez mil años. Aquí está bien vivo; es un tercio más grande que el león africano, y dos veces más peligroso.

—¡Eh, mira! ¡Mamuts!

Wolff quiso detenerse a ver aquellas grandes bestias grises, que estaban a unos setecientos metros, pero Kickaha lo obligó a seguir.

— Abundan por estos lados y llegará un momento en que preferirías que no los hubiese. No dejes de observar el pasto. Si se mueve en dirección contraria al viento, no dejes de avisarme.

Recorrieron otros tres kilómetros a bastante velocidad. En cierto momento se aproximaron a una tropilla de caballos salvajes. Los potros, relinchando, corrieron a investigarlos; después permanecieron allí, resoplando y golpeando la tierra, hasta que los dos hubieron pasado. Eran magníficos animales, altos, esbeltos, de pelaje negro, rojo o con manchas blancas y negras.

— Aquí no hay caballitos indios — dijo Kickaha —. Creo que el Señor ha importado sólo lo mejor de cada cosa.

Al fin, Kickaha se detuvo ante un montículo de rocas.

— Esta es mi marca — dijo.

Desde aquel mojón caminaron en línea recta, adentrándose en la llanura. Después de andar un kilómetro y medio llegaron a un árbol muy alto. Kickaha saltó, alcanzando la rama inferior, y empezó a trepar. Al llegar a la mitad, metió la mano en un hueco y extrajo una bolsa grande. Una vez en tierra, sacó de ella dos arcos, dos manojos de flechas, un taparrabos de piel de ante y un cinturón con vaina de piel, que contenía un largo cuchillo de acero.

Wolff vistió el taparrabo y el cinturón; enseguida tomó el arco y las flechas.

—¿Sabes usarlos? — preguntó Kickaha.

— He practicado toda mi vida.

— Bien. Tendrás muchas oportunidades para jugar el pellejo a tu habilidad. Vamos. Debemos recorrer varios kilómetros más.

Siguieron adelante, con la marcha del lobo: corrían cien pasos y caminaban otros tantos. Kickaha señaló la cordillera que se elevaba a su derecha.

— Allá vive mi tribu, los Krowakas, el pueblo del Oso. Están a ciento veinte kilómetros. Una vez lleguemos allí, podremos descansar un tiempo y prepararnos para el largo viaje que nos espera.

— No pareces indio — dijo Wolff.

— Y tú, amigo mío, no pareces un viejo de sesenta y seis años. Pero aquí estamos. Bien. Hasta ahora no te he contado mi historia porque deseaba oír la tuya en primer lugar. Esta noche te la contaré.

Por el resto del día no hablaron mucho. Wolff soltaba exclamaciones de admiración ante los animales que iba descubriendo. Grandes manadas de bisontes, oscuros, barbados y mucho más grandes que sus parientes de la Tierra. Otras tropillas de caballos, y una criatura que parecía un antepasado del camello. Mamuts, y una familia de mastodontes esteparios. Una manada de seis lobos feroces los acompañaron corriendo por unos cien metros. Tenían la altura de un niño de doce años.

Kickaha, al ver la alarma de Wolff, se echó a reír.

— No nos atacarán a menos que estén hambrientos. Y no creo que lo estén, con toda la caza que hay por aquí. Sienten curiosidad, eso es todo.

Al fin, los lobos gigantescos se alejaron, cada vez a mayor velocidad, pues unos antílopes listados acababan de salir de entre un macizo de árboles.

— Así era Norteamérica mucho antes de que llegara el hombre blanco — dijo Kickaha —. Fresca, amplia, con muchos animales y unas pocas tribus.

Una bandada de patos pasó por el cielo, graznando. Un aguilucho se lanzó en picada desde el cielo verde, golpeó en seco la bandada, y ésta se alejó con un camarada menos.

—¡La Feliz Tierra de Caza! — gritó Kickaha —. ¡Oh, a veces no es tan feliz!

Varias horas antes de que el sol se ocultada tras la montaña, se detuvieron a la orilla de un pequeño lago. Kickaha buscó el árbol en el cual había construido una plataforma.

— Esta noche dormiremos aquí, y nos turnaremos para montar guardia. El único animal que puede atacarnos allá arriba es la comadreja gigante, pero no es muy peligrosa. Además, para peor, puede haber tribus en guerra.

Kickaha partió solo, armado con su arco, y volvió a los quince minutos con un gran conejo. Wolff había hecho una pequeña hoguera que humeaba poco, y allí asaron el conejo. Mientras comían, Kickaha le explicó la topografía de la zona.

— Del Señor podrás decir cuanto quieras, pero no puedes negar que hizo un buen trabajo al diseñar este mundo. Fíjate en este nivel, Amerindia. En realidad, no es plano. Tiene una serie de ligeras curvas, cada una de unos doscientos cincuenta kilómetros de longitud. Eso permite que el agua corra, formando riachuelos y lagos. En ningún lugar del planeta encontrarás nieve, pues tiene un clima uniforme y carece de estaciones. Pero llueve todos los días. Las nubes llegan de algún rincón del espacio.

Cuando acabaron de comer, cubrieron la hoguera. Wolff tomó la primera guardia, y Kickaha habló durante todo su tiempo de descanso. A su vez, Wolff permaneció despierto, escuchando, cuando cambiaron puestos.

En el principio, mucho tiempo antes, hacía más de veinte mil años, los Señores moraban en un universo paralelo al de la Tierra. En aquella época no recibían ese título; tampoco eran muchos, pues constituían los únicos sobrevivientes de una batalla contra otra especie, que había durado milenios. En total, no llegaban a ser diez mil.

— Pero compensaban con su calidad lo que les faltaba en número — dijo Kickaha —. Poseían una ciencia y una tecnología tan desarrolladas que las nuestras, las terrestres, eran, en comparación, como la sabiduría de los aborígenes de Tasmania. Fueron capaces de construir estos universos privados, como el que ves.

»Al principio, cada universo era una especie de campo de juegos, un club microcósmico para grupos selectos. Pero acabaron en disputas; era inevitable, puesto que, a pesar de sus poderes divinos, eran seres humanos. Tenían, tienen, un sentido de la propiedad privada tan fuerte como el nuestro. Hubo una lucha entre ellos, y supongo que algunos murieron por accidentes o por suicidios. El aislamiento y la soledad los volvieron también megalomaníacos, cosa natural, si uno considera que jugaban el papel de un pequeño dios, y acababan por tomarlo en serio.

»Para resumir una historia de miles de siglos en unas pocas palabras: el Señor que construyó este universo acabó por encontrarse solo. Jadawin (así se llamaba) no tenía siquiera una compañera de su misma especie; tampoco la quería. ¿Por qué compartir su mundo con un igual, si podía ser un Zeus con un millón de Europas, con las más adorables Ledas?

»Pobló este mundo con seres raptados en otros universos, principalmente de la Tierra, o creados en los laboratorios del palacio que tenía en la última grada. Creó divinas bellezas o monstruos exóticos, a voluntad.

»Pero los Señores no estaban satisfechos con regir sobre un solo universo, y comenzaron a codiciar los mundos de los otros. Así continuó la batalla. Erigieron defensas casi inexpugnables, y concibieron ataques casi irreprimibles. La batalla se convirtió en un juego mortal, cosa inevitable, puesto que el aburrimiento era el único enemigo que no podían vencer. Cuando uno es casi omnipotente, cuando sus criaturas son demasiado tontas y débiles como para interesarlo para siempre, ¿qué emoción queda, sino arriesgar la propia inmortalidad contra otro inmortal?

— Pero ¿cómo entraste tú en todo esto? — preguntó Wolff.

—¿Yo? En la Tierra me llamaba Paul Janus Finnegan. Mi segundo nombre es el apellido de soltera de mi madre. Como sabes, también es el dios romano de las puertas, del año nuevo y del año viejo; un dios de dos caras, una que mira hacia adelante y otra que mira hacia atrás.

Y Kickaha sonrió, al continuar:

— Janus es un nombre muy apropiado, ¿no crees? Soy hombre de dos mundos, y vine a través de una puerta. Pero nunca he vuelto a la Tierra, ni tengo interés en hacerlo. Aquí he vivido aventuras y he ganado una posición que jamás habría conseguido en aquel viejo planeta mugriento. Tengo otros nombres, además de Kickaha; soy el jefe de este nivel, y un tipo de importancia en otros. Ya lo verás.

Wolff empezaba a encontrarlo misterioso. Tantas evasivas le hacían sospechar que Kickaha tenía otra identidad sobre la que no deseaba hablar.

— Adivino lo que estás pensando — dijo Kickaha —, pero no lo creas. Soy embustero, pero no contigo. Y a propósito, ¿sabes cómo gané mi nombre entre los míos? En su idioma, un kickaha es un personaje mitológico, un tramposo semidivino. Algo así como el Viejo Coyote de los indios de la pradera o el Nanabozho de los Ojibway o el Wakdjunkaga de los Winnebago. Algún día te diré cómo gané ese nombre, y cómo me convertí en consejero de los Hrowakas. Pero ahora tengo cosas más importantes que contarte.

Загрузка...