Capítulo 8 LA GRAN PRADERA

Durante la segunda vigilia de Wolff, un cuerpo negro y largo se deslizó velozmente entre dos arbustos, a la luz de la luna. Wolff le disparó una flecha y lo vio erguirse sobre las patas traseras, con un grito sibilante; su altura doblaba la de un caballo. Wolff ruso otra flecha en el arco y la lanzó hacia el vientre blanco. Tampoco ésa lo mató; el animal se alejó, silbando, entre ruido de ramas rotas.

Kickaha apareció con un cuchillo en la mano.

Tuviste suerte — le dijo —. A veces uno no los ve, y en un segundo, ¡pffft!, los tiene sobre la garganta.

Me habría hecho falta un revólver para matar elefantes, y creo que ni siquiera así habría podido detenerlo. A propósito, dime: ¿a qué se debe que los gworl (y tampoco los indios, por lo que me has dicho) usen armas de fuego?

— Está estrictamente prohibido por el Señor. A él no le gustan ciertas cosas. Quiere mantener a su pueblo dentro de ciertos límites de población y de tecnología, y dentro de ciertas estructuras sociales. Maneja este planeta con mano de hierro.

»Por ejemplo, le gustan las cosas limpias. Habrás notado que la gente de Okeanos es perezosa e indiferente. Sin embargo, limpian todo cuanto ensucian. En ninguna parte encontrarás desperdicios. Y lo mismo ocurre en todos los niveles. Los amerindios son también pulcros, y lo mismo los drachelandeses y los atlantes. Así lo quiere el Señor y la desobediencia se castiga con la muerte.

—¿Y cómo hace cumplir sus leyes?

— Principalmente, implantándolas en la personalidad de los habitantes. En un principio mantuvo un estrecho contacto con los sacerdotes y los médicos y utilizó la religión, presentándose como deidad, para formar y afianzar las costumbres del pueblo. No le gustaban las armas de fuego y era amante de la pulcritud. Tal vez era un romántico; no lo sé. Pero las distintas sociedades de este mundo son principalmente conformistas y estáticas.

—¿Y no hay progreso?

—¿Y qué? ¿Por qué debe ser deseable el progreso e indeseable el estatismo? Personalmente, aunque detesto la arrogancia del Señor, su crueldad, su falta de humanidad, apruebo algunas de las cosas que ha hecho aquí. Con ciertas excepciones, este mundo me gusta mucho más que la Tierra.

—¡Tú también eres un romántico!

Tal vez. Este mundo es real, y bastante encarnizado, como has visto, pero está libre de arena y de suciedad, de cualquier enfermedad, de moscas, mosquitos y piojos. La juventud perdura por toda la vida. Todo bien visto, no es un sitio tan malo para vivir. No para mí, al menos.

Cuando Wolff cumplía la última guardia, el sol apareció tras la curva del mundo. Palidecieron las estrellas, y el cielo tomó el aspecto de un vino verde. El aire hizo correr dedos fríos sobre los dos hombres, y lavó sus pulmones con torrentes vigorizantes. Tras desperezarse descendieron de la plataforma para cazar algo. Más tarde, hartos de conejo asado y de jugosas moras, reanudaron el viaje.

Tres días después, mientras el sol estaba a punto de ocultarse tras el monolito, salieron a la llanura. Al frente se alzaba una alta colina, detrás de la cual, según dijo Kickaha, había pequeños bosques; alguno de los árboles más altos les prestaría refugio donde pasar la noche.

De pronto, un grupo de unos cuarenta hombres rodeó la colina. Eran de piel oscura, y llevaban el pelo dividido en dos trenzas. Lucían en el rostro rayas rojas y blancas y cruces negras. Protegían los antebrazos con pequeños escudos circulares, y llevaban lanzas o arcos. Algunos usaban cabezas de oso a modo de cascos; otros lucían plumas sujetas a las gorras, o sombreros con plumas de pájaros.

Los jinetes, al ver a los dos hombres de a pie, incitaron a sus caballos, lanzándolos al galope. Prepararon las lanzas con puntas de acero, arcos y flechas, pesadas hachas de acero y garrotes tachonados con placas de metal.

—¡Manténte firme! — dijo Kickaha sonriente —. Son los Hrowakas, el pueblo del Oso. Mi pueblo.

Se adelantó, levantando el arco por sobre la cabeza, con ambas manos, y habló a quienes se aproximaban en su propia lengua. Era un idioma duro, con muchas pausas glotalizadas, vocales de sonido nasal y una entonación que subía con rapidez para descender lentamente.

—¡ÁngKunga'vas TreKickaha! — gritaron, al reconocerlo.

Y galoparon a su alrededor, agitando las espadas tan cerca como era posible sin tocarlo, haciendo silbar sobre su cabeza los garrotes y las hachas; una lluvia de flechas se clavó junto a sus pies, e incluso entre ellos.

Wolff soportó el mismo tratamiento sin pestañear, con la misma sonrisa de Kickaha, aunque mucho menos tranquila.

Los Hrowakas hicieron girar sus caballos y volvieron a la carga; esta vez llevaron sus cabalgaduras al galope corto, entre relinchos y coces. Kickaha saltó hacia adelante y arrancó de la montura a un joven que llevaba sombrero de plumas. Los dos rodaron por el suelo, riendo y jadeando, hasta que Kickaha hubo dominado al Hrowaka. Entonces se levantó y presentó al perdedor ante Wolff:

NgashuTangis, uno de mis cuñados.

Dos amerindios desmontaron para saludar a Kickaha, con muchos discursos y abrazos. Kickaha esperó a que se calmaran, y después inició un discurso largo y severo. Con frecuencia agitaba el índice hacia Wolff. Quince minutos después, sólo interrumpido de tanto en tanto por alguna breve pregunta, se volvió hacia su compañero con una sonrisa.

Estamos de suerte. Van a guerrear contra los Tsenakwa, que viven cerca de los Arboles de Muchas Sombras. Les he explicado lo que hacíamos aquí, al menos en parte. No saben que nos hemos alzado contra el Señor y no pienso decírselo. Pero saben que vamos en busca de Criseya y de los gworl. Te he presentado como un amigo. Saben también que Podarga está de nuestro lado. Sienten un gran respeto por ella y por sus águilas, y les gustaría ayudarla en lo posible.

»Disponen de muchos caballos de remonta; puedes elegir a gusto. El único inconveniente es que no podrás visitar las viviendas del pueblo del Oso, y yo no visitaré a mis dos mujeres, Giushowei y Angwanat. Pero nada es perfecto.


El grupo de guerreros cabalgó esforzadamente durante aquel día y el siguiente, cambiando caballos cada media hora. La manta que hacia las veces de silla acabó por llagar la piel de Wolff. Pero hacia la tercera mañana estaba tan entrenado como cualquiera de los Osos; podía cabalgar durante el día entero sin sentir calambres en todos los músculos y hasta en algunos huesos.

Al cuarto día, el grupo debió detenerse durante ocho horas. Una manada de bisontes gigantescos se había cruzado en el camino. Los animales formaban una columna de dos millas de ancho y diez de longitud; nadie, hombre o animal, habría podido cruzar indemne esa barrera. Wolff se mostró impaciente, pero los demás aceptaron la demora sin mucho disgusto; jinetes y caballos necesitaban un descanso. Detrás de los bisontes venia una centena de Shanikotsa, con intención de cazar a lanzazos y tiros de flecha a los bisontes de la retaguardia. Los Hrowakas se habrían lanzado contra ellos en una masacre completa, y sólo el largo discurso de Kickaha logró detenerlos. Más tarde, el jefe contó a Wolff que, según la creencia de los Hrowakas, cada uno de ellos valía por diez hombres de cualquier otra tribu.

Son grandes guerreros, pero demasiado confiados y arrogantes. ¡Si supieras cuántas veces he tenido que detenerlos para que no se pusieran en situaciones de las que no podían salir con vida!

Continuaron la marcha. Una hora después los detuvo NgashuTangis, uno de los guías de esa jornada, quien empezó a chillar y a hacer grandes ademanes. Kickaha lo interrogó.

Dice que una de las mascotas de Podarga está a unos tres kilómetros de aquí — explicó a Wolff —. Está posada en un árbol, y pidió a NgashuTangis que me lleve hacia ella. No puede volar más; fue atacada por una bandada de cuervos y está en mal estado. ¡Rápido!

El águila estaba posada en la rama inferior de un árbol solitario, con las garras apretadas al débil tronco, que se curvaba ante su peso. Sus plumas verdes estaban cubiertas de sangre seca, y tenía un ojo vaciado. El otro se fijó duramente en el pueblo del Oso, que se mantuvo a respetuosa distancia. El ave se dirigió a Kickaha y a Wolff, hablando en idioma micénico.

Soy Aglaia. Te conozco desde hace mucho, Kickaha el Embustero. Y a ti, oh Wolff, te vi cuando eras huésped de Podarga, la alada, mi reina y hermana. Fue ella quien me envió, junto con otras, para buscar a la dríada Criseya, a los gworl y al cuerno del Señor. Pero yo, sólo yo los vi entrar en los Arboles de muchas sombras, del otro lado de la llanura.

— Bajé en picada sobre ellos, esperando sorprenderlos y arrebatarles el cuerno. Pero me vieron a tiempo, y formaron un muro de cuchillos contra el cual me habría ensartado. Por lo tanto, volví a elevarme a tal altura que me perdieron de vista. Pero yo, con los ojos más agudos de los cielos, seguía observándolos.

Son arrogantes hasta cuando están muriendo — dijo Kickaha a Wolff, en inglés —. Hasta el fin.

El águila bebió un poco de agua que le ofrecía Kickaha, y continuó:

Cuando cayó la noche, acamparon junto a un montecillo de árboles. Yo me posé en el árbol bajo el cual dormía la dríada, cubierta por una piel de venado manchada de sangre seca. Supongo que sería del hombre que habían matado los gworl. Lo estaban trozando para cocerlo sobre las hogueras.

«Bajé hasta el suelo por el otro lado del árbol, esperando hablar con la dríada, y tal vez ayudarla a escapar. Pero un gworl, que se había sentado cerca, oyó el batir de mis alas. Su error fue dar la vuelta al árbol: le clavé las garras en los ojos. Lanzó el cuchillo al suelo y trató de liberarse de mí. Lo consiguió, pero gran parte de su cara y ambos ojos quedaron prendidos a mis garras. Propuse a la dríada que aprovechara para huir, pero se puso de pie, y dejó caer su túnica. Entonces pude ver que estaba atada de pies y manos.

«Huí entonces, abandonando al gworl, que lloraba por sus ojos. Y por su muerte, también, pues sus compañeros no cargarían con un guerrero ciego. Escapé a través de los bosques, hasta llegar a las llanuras, donde podría elevarme nuevamente. Iba hacia los nidos de los Osos para advertiros, oh Kickaha, oh Wolff, amados de la dríada. Volé durante toda la noche, hasta que rompió el día.

«Pero una bandada de los Ojos del Señor, que estaba de cacería, me vio primero. Volaban a gran altura, delante de mí, en dirección al sol. Y aquellos miserables cuervos bajaron sobre mí, tomándome por sorpresa. Caí, arrastrada por el impacto y por el peso de la bandada que me clavaba sus garras. Caí dando vueltas y vueltas, sangrando por las heridas que me abrían aquellos afilados picos.

«A pesar de todo, yo, Aglaia, hermana de Podarga, reuní fuerzas y recobré los sentidos. Me erguí contra los cuervos aterrorizados, y los degollé a picotazos o les rompí alas y piernas. Maté a los diez o doce que tenía sobre mí, sólo para sufrir el ataque del resto de la bandada. Luché contra ellos, y la historia se repitió. Murieron, pero al morir causaron mi muerte, sólo debido al gran número de mis atacantes.

Hubo una pausa. Ella los miraba fijamente con el ojo sano, pero la vida se le escapaba a toda velocidad, y en él pintaba ya el blanco de la muerte. Los Osos estaban muy quietos, y hasta los caballos habían de dejado de resoplar. Sólo se oía el susurro del viento en los cielos.

De pronto, Aglaia habló, con voz débil, pero aún dura y arrogante.

Decid a Podarga que no necesita avergonzarse de mí. Y prométeme, oh Kickaha, prométeme sin embustes que le darás mi mensaje.

Lo prometo, oh Aglaia — dijo Kickaha —. Tus hermanas vendrán aquí, para llevar tu cuerpo lejos de estos acantilados, hacía los cielos verdes; desde allí te lanzarán al abismo para que vueles, libre en la vida como en la muerte, hasta que caigas en el sol o halles reposo en la luna.

Tomo tu palabra — dijo ella.

Dejó caer la cabeza y se precipitó hacia delante. Pero sus garras de hierro estaban cerradas de modo tal que quedó balanceándose, en posición invertida. Las alas se desplegaron, y sus puntas barrieron las briznas de hierba.

Kickaha irrumpió en órdenes. Despachó a dos hombres con el encargo de buscar algunas águilas a quienes pudieran transmitir el informe de Aglaia. Naturalmente, nada debían decir con respecto al cuerno, y perdió algún tiempo enseñando a sus mensajeros un pequeño discurso en micénico. Cuando lo hubieron memorizado satisfactoriamente, los dejó marchar. El resto del grupo debió demorarse aún, para acomodar el cuerpo de Aglaia a mayor altura, donde estuviera fuera del alcance de los animales carnívoros, con excepción del puma y de las aves de presa.

Fue necesario hachar la rama de la cual colgaba, y levantar el pesado cadáver hasta otro gajo. Allí lo ataron con cuero crudo al tronco, en posición erguida.

—¡Listo! — exclamó Kickaha, cuando el trabajo estuvo realizado — Ningún animal se atreverá a acercarse en tanto parezca viva. Todos temen a las águilas de Podarga.


Una tarde, seis días después de la muerte de Aglaia, el grupo se detuvo por largo rato junto a un charco; aquella hierba larga y verde, Kickaha y Wolff se alejaron juntos hacia la cima de una pequeña colina para comer un bistec de antílope. Wolff contempló interesado una pequeña manada de mastodontes que se hallaba a unos cuatrocientos metros. A poca distancia, un león macho de piel listada permanecía agazapado entre la hierba; era un ejemplar de Felix Atrox, de unos cuatrocientos kilos de peso. Parecía alimentar esperanzas de clavar el diente en alguna de las crías. En ese momento, Kickaha dijo:

Los gworl han tenido mucha suerte al poder cruzar la selva sin sufrir daños, especialmente si consideras que van a pie. Desde aquí hasta los Arboles de Muchas sombras hay que cruzarse con los Tsenakwa y otras tribus. Y también con los KhingGatawriT.

—¿Los Medio-caballos? — preguntó Wolff.

Llevaba pocos días entre los Hrowakas, pero ya había adquirido un vocabulario sorprendente, y comenzaba a captar parte de su complicada sintaxis.

Los Medio-caballos. Hoy Kentauroi. Centauros. Los creó el Señor, junto con los otros monstruos de este mundo. Están divididos en varias tribus, y habitan las praderas de Amerindia. Algunos hablan el idioma de Sarmania o de los escitas, pues el Señor tomó parte del material para crear los centauros de esos antiguos habitantes de la estepa. Pero otros han adoptado el lenguaje de sus vecinos humanos. Todos se han plegado a la cultura de las tribus de la llanura, con ciertas variantes.

El grupo de guerreros llegó al Gran Sendero del Comercio. Este camino se distinguía del resto de la llanura por los postes clavados en la tierra a intervalos de un kilómetro y medio, coronados por imágenes talladas en ébano, que representaban a Ishquetlammu, el dios del comercio de los Tishquetmoac. Al acercarse, Kickaha hizo que el grupo tomara un galope sostenido; sólo disminuyó la marcha cuando el sendero estuvo muy atrás.

— Si el Gran Sendero del Comercio fuera hacia la selva, en vez de correr paralelo a ella — dijo Kickaha —, podríamos haberlo seguido. Mientras lo pisáramos, nadie nos habría perturbado, pues el Sendero es sagrado, y hasta los salvajes Medio-caballos lo respetan. Todas las tribus comercian con los Tishquetmoac, el único pueblo civilizado de este nivel, que proveen armas de acero, telas, joyas, chocolate, tabaco fino, etc. Si pasé por él a toda prisa fue para evitar que los Hrowakas se demoraran durante varios días, comerciando con cualquier caravana. Habrás notado que nuestros guerreros llevan sobre las monturas más pieles de las necesarias. Por las dudas. Pero ya ha pasado el problema.

Durante seis días no vieron señales de tribus enemigas, con excepción de los tepis de los Irennussoik, rayados en negro y rojo. Pasaron a cierta distancia, y ningún guerrero salió a desafiarlos; de cualquier modo, Kickaha no se tranquilizó mientras no dejaron aquella población muchos kilómetros atrás.

Al día siguiente, la pradera mostró algunos cambios; la hierba verde brillante en la que se hundían hasta la rodilla se mezcló con un césped bajo, de tonos azulados, y pronto el grupo se encontró cabalgando sobre una llanura azul.

Los terrenos privados de los Medio-caballos — observó Kickaha, y envió a los guías a mayor distancia del grupo principal.

Después advirtió a Wolff:

No dejes que te capturen vivo, y los Medio-caballos menos que nadie. Una tribu humana puede adoptarte en vez de darte muerte, si tienes el coraje suficiente como para escupirles en la cara mientras te están asando a fuego lento. Pero los Medio-caballos no tienen siquiera esclavos humanos. Te mantienen vivo y a los gritos durante semanas enteras.

Cuatro días después de esa advertencia, al llegar a la parte más alta de una cuesta, divisaron hacía adelante una banda oscura.

Son los árboles que crecen junto al río Winnkaknaw — dijo Kickaha —. Estamos a mitad de camino de los Arboles de Muchas Sombras. Azucemos a los caballos hasta llegar al río. Tengo el presentimiento de que se nos ha acabado la buena fortuna.

En ese momento vieron hacia la derecha, a varios kilómetros de distancia, un relámpago de sol blanco; Kickaha guardó silencio. El caballo blanco de Cuchillo Perverso, uno de los guías, desapareció en una depresión entre dos elevaciones. Pocos segundos después una mancha negra apareció detrás de él.

—¡Los Medio-caballos! — gritó Kickaha —. ¡Vamos! ¡Al río! Si llegamos allí, podremos resistir entre los árboles.

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