Pasó esa noche escondido entre las ramas de un árbol enorme, a cierta distancia de la ciudad. Sus propósitos eran seguir a los traficantes de esclavos para rescatar a Criseya y apoderarse del cuerno a la primera oportunidad. Los traficantes deberían tomar el camino junto al cual esperaba, puesto que era el único sendero hacia el interior de Teutonia. La aurora lo encontró esperando, sediento y con hambre. Hacia mediodía estaba impaciente. Ya no lo buscarían sin duda. Al caer la tarde decidió bajar para conseguir siquiera un sorbo de agua. Cuando se dirigía al arroyo cercano, un gruñido lo obligó a trepar a otro árbol. Una familia de leopardos salió de entre la maleza y se acercó a beber. Cuando al fin se fueron, el sol estaba ya muy próximo al borde del monolito.
Volvió al camino, seguro de que nadie habría podido pasar por allí sin que él lo viese, pues no se había alejado mucho. Sin embargo, nadie se aproximaba.
Aquella noche se deslizó por entre las ruinas, cerca del edificio del cual escapara. No había nadie a la vista. Seguro ya de que habían partido, rondó por las calles y los pastizales, hasta encontrar un hombre recostado contra un árbol. El hombre estaba semi-inconsciente a causa del dhiz, pero Wolff lo despertó con fuertes bofetadas, le apretó la hoja del cuchillo contra la garganta y comenzó a interrogarlo. Aunque ni él ni el dholinz dominaban el idioma Khamshem, logró entender que Abiru y su gente habían partido por la mañana en tres grandes canoas guerreras, tripuladas por remeros dholinz.
Wolff desmayó al hombre de un golpe y volvió hacia el malecón. Estaba desierto. Tuvo, por lo tanto, la oportunidad de apoderarse de un angosto y liviano bote, impulsado por una vela, y soltó amarras.
Tras recorrer tres mil kilómetros, llegó a la frontera entre Teutonia y la zona civilizada de Khamshem. La pista lo había conducido por el río Gizirit, corriente abajo, a lo largo de cuatrocientos cincuenta interminables kilómetros. Después debió cruzar el campo abierto. La caravana viajaba mucho más despacio, y Wolff pudo haberla alcanzado mucho antes, pero la había perdido de vista tres veces, demorado por los tigres y por los pájaros-hacha.
El terreno se elevó gradualmente. De pronto, una meseta apareció en mitad de la selva. Por dos veces, Wolff había escalado seis mil metros; aquellos mil ochocientos no le hicieron mella. Una vez en lo alto, se encontró en un terreno diferente. El clima no era más fresco que abajo, pero allí crecían hayas, sicomoros, cedros, nogales y tilos. Sin embargo, la fauna era distinta. Tras caminar unos tres kilómetros en la penumbra de un bosque de hayas, se vio forzado a buscar un escondrijo.
Un dragón pasó lentamente a su lado; le echó una mirada, dejó escapar un siseo, y siguió de largo. Se parecía a las representaciones orientales comunes; medía unos doce metros de longitud y tres de altura, y estaba cubierto por grandes escamas; pero no exhalaba fuego. En realidad, se detuvo a treinta metros de Wolff y empezó a comer pasto. Por lo tanto, debía haber más de una especie de dragones. Wolff descendió del árbol, preguntándose cómo podría distinguir a los carnívoros de los herbívoros. El dragón continuó masticando; el vientre emitía un trueno apagado, iniciando la digestión.
Con más cautela, Wolff siguió andando bajo los árboles gigantescos; el musgo formaba cascadas verdes que colgaban de las ramas.
Al amanecer del día siguiente estaba ya en el borde de la jungla. Hacia adelante, el terreno descendía en suave declive, exponiendo varios kilómetros a la vista. Hacia la derecha, un río corría por el fondo de un valle. Del lado opuesto había un diminuto castillo, en la cima de una montaña de roca irregular, a cuyo pie se extendía una aldea en miniatura. El humo que surgía de aquellas chimeneas le hizo un nudo en la garganta. Nada podía ser mejor que sentarse a la mesa del desayuno, ante una taza de café caliente y un grupo de amigos, después de haber pasado la noche en una cama suave, y charlar de naderías. ¡Dios! ¡Cuánto extrañaba los rostros y las voces de los seres humanos, un sitio donde cada mano, al levantarse, no lo hiciera contra él!
Unas cuantas lágrimas le surcaron las mejillas. Las secó, y continuó su camino. Había elegido, para bien y para mal, y debía aceptar las cosas como lo habría hecho en la Tierra. De cualquier modo, ese mundo no era tan malo. Era verde y fresco, sin líneas telefónicas, carteleras, papeles y latas cubriendo el campo, sin neblinas de hollín ni amenazas de bombas. Tenía mucho a su favor, por muy mala que fuera su situación actual. Y tenía aquello por lo que muchos hombres habrían vendido el alma: juventud, combinada con la experiencia de la avanzada edad.
Sin embargo, una hora más tarde se preguntaba ya si le sería posible disfrutar de aquel don. Había llegado a un angosto camino de tierra. Un caballero de armadura dobló el recodo, seguido por dos hombres de armas. Montaba un caballo negro, enorme, protegido en parte por una armadura. La cota del caballero parecía ser de las que se usaban en Alemania en el siglo XVIII. Tenía la visera levantada, dejando al descubierto un rostro ceñudo y aguileño, de grandes ojos azules.
El caballero refrenó su caballo y llamó a Wolff, en el idioma que éste había aprendido junto a Kickaha, y también durante sus estudios, en la Tierra. El vocabulario, naturalmente, era algo distinto, pues había sufrido la influencia del Khamshem y de los idiomas aborígenes. Pero Wolff logró comprender la mayor parte de lo que el hombre decía.
—¡Detente, patán! — gritó — ¿Qué haces con ese arco?
— Si place a vuestra merced — replicó Wolff, sarcástico —, soy cazador, y llevo licencia del rey para portar arco.
—¡Eres un embustero! Conozco a todos los cazadores legales de varias millas a la redonda. Tu piel es oscura; me pareces sarraceno o Yiddish. ¡Arroja tu arco y ríndete, o te cortaré en rebanadas como a cerdo que eres!
— Venid a tomarlo — dijo Wolff, ardiendo de cólera.
El caballero puso la lanza en ristre y lanzó su caballo al galope. Wolff resistió la tentación de echarse a un lado para esquivar la punta de la lanza. Se lanzó hacia adelante en el momento preciso, según su cálculo. La lanza bajó para atravesarlo, pasó a dos centímetros de su carne y se clavó en el suelo. El caballero, como si estuviera practicando salto con garrocha, se elevó en el aire, perdiendo el apoyo de la silla, y describió un arco completo sin soltar la lanza. Cayó con la cabeza hacia adelante, golpeándose el yelmo contra el suelo; el impacto debió quebrarle el cuello, o al menos desmayarlo, pues no se movió.
Wolff no perdió tiempo. Quitó al caballero espada y vaina, y las sujetó a su cintura. El caballo del muerto, un magnífico ruano, se acercó a su antiguo amo. Wolff lo montó y se alejó del sitio.
Teutonia debía su nombre al hecho de haber sido conquistada por un grupo de caballeros de la Orden Teutónica del Hospital de Santa María de Jerusalén. Esta orden se originó durante la Tercera Cruzada, pero más tarde se desvió de su propósito original. En 1229, der Deutsche Orden comenzó la conquista de Prusia, para convertir a los paganos del Báltico y para preparar la colonización, que correría por cuenta de los alemanes. Un grupo había entrado al planeta del Señor, por aquel nivel, ya fuera por accidente (lo que no parecía probable) o porque el Señor les había abierto una puerta, quizá forzándolos a entrar.
Cualquiera fuera el motivo, los caballeros de la Orden Teutónica habían conquistado a los aborígenes; después establecieron una sociedad basada en el modelo de la que habían dejado allá en la Tierra. Naturalmente, ésta cambió, por evolución natural y por disposiciones del Señor, que la amoldó a sus propios deseos. El típico reino original, o Gran Comisariato, había degenerado en varios reinos independientes. Estos, a su vez, consistían en feudos menores de límites imprecisos y en multitud de feudos ilegales.
Otro detalle interesante en la vida de la meseta era la condición de Yiddish. Sus fundadores habían entrado por una puerta coetánea a la que dio paso a los Caballeros Teutónicos. Tampoco era claro si habían llegado por accidente o por designio del Señor. Pero varios alemanes de habla judía se habían establecido en el borde oriental de la meseta. Aunque en un comienzo fueron sólo mercaderes, se habían adueñado de las poblaciones nativas. También adoptaron el sistema de caballería feudal impuesto por los Caballeros Teutónicos, probablemente como medio de sobrevivir. Y a esa condición se había referido el primer caballero al acusar a Wolff de ser un Yiddish.
Al pensar en aquel detalle, Wolff soltó una risita. También podía ser meramente accidental el hecho de que los alemanes hubiesen entrado por ese nivel, donde ya existían los khamshem, arcaicos semitas, y donde convivirían con los despreciados judíos. Pero tras esa situación se adivinaba la irónica sonrisa del Señor.
En realidad, en Drachelandia no había cristianos ni judíos. Ambos credos seguían utilizando los títulos primitivos, pero habían degenerado. El Señor había tomado el lugar de Yahweh y de Gott, y se lo adoraba bajo esos nombres. Se veían otros cambios en la teología: los ritos, las ceremonias, los sacramentos y la literatura sagrada estaban sutilmente alterados. Las religiones originales habrían renegado de aquellas descendientes que rozaban la herejía.
Wolff se dirigió hacia los dominios de von Elgers. No podía avanzar con mucha rapidez, pues debía evitar las rutas y las aldeas. Tras haberse visto obligado a matar a aquel caballero, no se atrevió siquiera a pasar por el feudo de von Laurentius, como había pensado en un primer momento. Tal vez el país entero estaba tras él, por todas partes, buscándolo con perros. Por lo tanto, utilizó como ruta las toscas colinas que separaban una propiedad de otra.
Dos días después, llegó a un sitio donde podría descender sin encontrarse bajo la soberanía de von Laurentius. Después de bajar por una colina de mediana altura, aunque no particularmente difícil, tomó por un recodo. A su vista se abrió una extensa pradera, cruzada por un arroyo. Dos campamentos ocupaban los extremos opuestos. En el centro de cada uno se erguía un pabellón adornado con banderas; a su alrededor, tiendas más pequeñas, hogueras destinadas a cocinar, caballos. La mayor parte de los hombres formaban dos grupos, y contemplaban cada uno a su campeón y al contrincante, quienes cargaban uno contra el otro, con las lanzas en ristre. En el momento en que Wolff los vio, se encontraron en mitad del campo con terrible estruendo. Uno de los caballeros retrocedió cuando la lanza del otro se estrelló contra su escudo. Sin embargo, también el otro cayó varios segundos después, con gran ruido de armadura.
Wolff estudió la escena. No se trataba de una justa ordinaria. No había allí campesinos ni aldeanos junto a las tribunas, pobladas de nobles y señoras ricamente vestidos. Era sólo un lugar solitario, junto a la ruta, donde los campeones habían levantado campamento para luchar contra cualquier transeúnte calificado.
Wolff siguió bajando la colina, a la vista de quienes estaban reunidos allá abajo. De cualquier modo, era difícil que un caminante solitario les llamara la atención en tal momento. En efecto, nadie salió a su encuentro para interrogarlo, y pudo caminar hasta el borde de la pradera para inspeccionar aquello desde más cerca.
Sobre el pabellón de la izquierda flameaba una bandera amarilla con un sello de Salomón. Wolff dedujo que el campamento correspondía a un campeón Yiddish; bajo la bandera nacional había una enseña verde con un pez y un halcón plateados. El otro campamento lucía varios símbolos personales. Uno de ellos llamó la atención de Wolff, quien soltó un grito de sorpresa. Era un campo blanco, con la cabeza de un asno dibujada en rojo, y debajo una mano cerrada, con excepción del dedo medio. Kickaha se lo había descrito una vez, y Wolff había, reído largamente. Era muy propio de Kickaha elegir semejante escudo de armas.
Pronto se calmó, comprendiendo que, más probablemente, aquel escudo pertenecería al hombre que se hubiere hecho cargo del territorio de Kickaha, en ausencia de éste. Descartó su primera decisión de no entrar en el campamento: debía averiguar por sí mismo si el portador de aquel escudo no era Kickaha, aun sabiendo que el cuerpo de su amigo debía estar pudriéndose en el fondo de un pozo, entre las ruinas de una ciudad perdida en la selva.
Cruzó el campo, sin que nadie lo detuviera, y entró al campamento del lado occidental. Los hombres de armas y los criados lo miraron pasar, sin interés. Alguien murmuró: «¡Perro judío!», pero nadie se hizo responsable por el comentario cuando él se volvió. Pasó junto a una hilera de caballos sujetos a un poste, Y llegó hasta el caballero que buscaba. Este vestía una armadura de color rojo brillante, con la visera baja, y sostenía una lanza enorme, a la espera de su turno. La lanza lucía, cerca de la punta, un pendón con la cabeza del asno rojo y la mano humana.
Wolff se ubicó cerca del caballo, impacientándolo más aún, y gritó, en alemán:
—¡Barón von Horstmann!
Hubo una exclamación ahogada, una pausa, y el caballero levantó su visera. Wolff estuvo a punto de sollozar de pura alegría. Bajo el yelmo sonreía la cara alegre de Finnegan-Kickaha-von Horstmann.
— No digas nada — le advirtió Kickaha —. No sé cómo diablos me encontraste, pero me alegra mucho. Te veré dentro de un momento. Es decir, siempre que salga vivo de ésta. Este funem Laksfalk es un hombre rudo.