Capítulo 16 EL ASALTO

Una hora más tarde se reunió con los otros. Parecía aturdido.

— Abiru vendrá con nuestro grupo. Puede sernos de mucha utilidad. Necesitamos muchas manos y cerebros.

—¿Quieres explicarme eso? — dijo Podarga, con los ojos entornados, recobrando su expresión de locura.

— No, no quiero y no puedo — replicó él —. Pero estoy más seguro que nunca de que ésta es nuestra gran oportunidad. Bien, Podarga, ¿cómo están tus águilas? Si el viaje las ha cansado, será mejor esperar hasta mañana a la noche, así podrán descansar.

Podarga respondió que estaban dispuestas para la tarea que tenían por delante; no deseaba soportar más demoras.

Wolff dio entonces sus órdenes; Kickaha las transmitió a los monos, quienes sólo respondían a su mando, y estos llevaron fuera las grandes barras en cruz y las sogas. Los demás los siguieron.

A la brillante luz de la luna, levantaron aquellos travesaños delgados, pero resistentes. Tanto los humanos como los cincuenta monos se ubicaron después en las plataformas de red que colgaban de los travesaños y se aseguraron con correas. En las cuatro puntas de cada cruz había fuertes sogas, y otra en el centro. Cada una de las águilas agarró una de esas sogas. Wolff dio la señal.

Aunque no habían tenido oportunidad de entrenarse, las aves saltaron simultáneamente hacia el cielo, batieron las alas y empezaron a elevarse. Se había dado a las cuerdas una longitud de quince metros, para que las águilas pudieran ganar altura antes de levantar el peso de la cruz y del hombre sujeto a ella.

Wolff sintió un súbito tirón, y extendió sus piernas para ayudar al impulso. La cruz se inclinó hacia un lado, lanzándolo contra uno de los travesaños. Podarga, que volaba al frente, dio una orden. Las águilas soltaron o recogieron las sogas, y en pocos segundos restablecieron el equilibrio.

Aquel plan no habría sido practicable en la Tierra, donde un águila de tal tamaño no habría podido alzar el vuelo sin lanzarse desde un precipicio. Aun así, su vuelo habría sido muy lento, tal vez demasiado lento como para evitar la caída. Sin embargo, el Señor había dado a las águilas unos músculos cuyo vigor igualaba su tamaño.

Se elevaron más y más. Los costados pálidos del monolito, a un kilómetro y medio de allí, centelleaban bajo la luz de la luna. Wolff, aferrado a las correas de su red, miró hacia los otros. Criseya y Kickaha le respondieron agitando la mano. Abiru permanecía inmóvil.

Las ruinas de la torre de Rhadamanthus fueron haciéndose más y más pequeñas, sin que apareciera ningún cuervo para descubrirlos. Las águilas que no cargaban las cruces volaban en un amplio radio para evitar cualquier sorpresa. Aquel ejército llenaba el espacio. El rumor de sus alas era poderoso, y Wolff temió que se oyera a muchas millas de distancia.

Al fin, toda aquella zona desbastada de Atlantis fue visible de una sola ojeada, bajo la luz de la luna. Después apareció también el borde y parte del nivel inferior. Drachelandia se presentó como un gran semicírculo de oscuridad.

Las horas pasaban lentamente. Apareció la tierra de Amerindia, fue creciendo, y de pronto se interrumpió en el borde. El jardín de Okeanos estaba demasiado bajo y era demasiado angosto como para hacerse visible.

Debido a la relativa delgadez del monolito, la luna y el sol quedaron a la vista al mismo tiempo. Pero las águilas y su carga estaban aún entre las sombras de Idaquizzorhruz. Sin embargo, esa protección no duraría mucho tiempo: pronto caería todo el fulgor del día sobre ese sector, y los cuervos podrían divisarlos desde muchos kilómetros de distancia. El ejército se aproximó en lo posible al monolito; así, sólo desde el borde podrían verlos.

Finalmente, después de cuatro horas, llegaron a la parte superior, precisamente cuando el sol empezaba a descubrirlos. Hacia el costado se abría el jardín del Señor con su deslumbradora belleza. Adelante se elevaban las torres, los alminares, los arbotantes, toda la arquitectura del palacio del Señor, como una inmensa tela de araña. Alcanzaba una altura de sesenta metros, y cubría, según Kickaha; más de ciento veinte hectáreas.

Pero no tuvieron tiempo para apreciar tanta maravilla: los cuervos del jardín empezaban a gritar. Las mascotas de Podarga se lanzaron sobre ellos, a centenares. Mientras los mataban, otras volaron hacia las ventanas para entrar en busca del Señor.

Wolff vio entrar a muchas antes de que las trampas del Señor se activaran. Pocos momentos después, las que intentaron pasar desaparecieron en un estallido de truenos y relámpagos. Cayeron, carbonizadas hasta los huesos, sobre las salientes, los terrenos inferiores y los arbotantes.

Hombres y monos fueron depositados precisamente ante una puerta de mármol rosado, tachonada de rubíes. Las águilas soltaron las cuerdas y se reunieron junto a Podarga para aguardar sus órdenes.

Wolff soltó las correas de los anillos metálicos sujetos a los travesaños, y levantó la cruz por sobre su cabeza. Después corrió hasta acercarse a la puerta, que tenía forma de diamante, y lanzó contra ella la cruz de acero. Uno de los travesaños pasó por la entrada; los dos que formaban ángulos rectos con él golpearon los costados de la puerta.

Se produjo una sucesión de llamas y de truenos ensordecedores. Lenguas ardientes, de alto voltaje saltaron hacia él. De pronto se vio salir humo del interior del palacio, y los relampagueos cesaron, ya fuera porque el artefacto se había quemado o porque estaba temporalmente descargado.

Wolff echó una mirada a su alrededor. También de las otras entradas brotaban lenguas de fuego, cuando las defensas no se habían agotado. Las águilas habían recogido varias de las cruces para arrojarlas en dirección inclinada contra las ventanas superiores. La suya estaba reducida a un líquido blanco y ardiente; Wolff saltó por sobre ella para cruzar la puerta. Criseya y Kickaha se le reunieron desde otra entrada. Detrás de Kickaha entró la horda de simios gigantescos, cada uno armado con una espada o un hacha de guerra.

—¿Recuerdas ahora? — preguntó Kickaha.

Wolff asintió, diciendo:

— No del todo, pero espero que alcance. ¿Dónde está Abiru?

— Bajo la vigilancia de Podarga y de un par de monos. Podría intentar algo por su propia cuenta.

Con Wolff adelante, cruzaron una sala cuyas paredes lucían murales capaces de sobrecoger y deleitar al más exigente de los terráqueos. En el otro extremo se abría un portón de brillante y azulado metal labrado con suma delicadeza. Se dirigieron hacia él. De pronto, un cuervo, perseguido por un águila, pasó por sobre ellos.

Al atravesar el portón, el cuervo pareció cruzar una pantalla invisible. Al momento siguiente estaba convertido en menudos trozos de carne, hueso y plumas. El águila que venía tras él soltó un grito al ver esto, y trató de frenar— su vuelo. Era demasiado tarde, y pereció de la misma manera.

Wolff atrajo hacia sí la parte izquierda del portón, en vez de empujarla, como habría hecho normalmente.

— Ahora no habrá problemas — dijo —. Pero me alegro de que el cuervo haya pasado antes que nosotros. No me acordaba de esto.

De cualquier modo, probó el efecto con la punta de su espada. Enseguida recordó que sólo la materia viva activaba la trampa. No podía hacer otra cosa que confiar en su memoria. Se adelantó, sin percibir resistencia, y los otros lo siguieron.

— El Señor debe estar oculto en el centro del palacio, donde está el control de defensa — dijo —. Algunas de las defensas son automáticas, pero a las demás tendrá que operarlas él mismo; eso, siempre que haya descubierto la forma correcta de hacerlo. Ha tenido tiempo suficiente.

Recorrieron más de un kilómetro de corredores y salas, cada una de las cuales habría podido detener durante días enteros a cualquier persona con sentido de la belleza. De vez en cuando, un estallido o un grito anunciaban que otra trampa se había puesto en funcionamiento.

Wolff los detuvo diez o doce veces; en cada oportunidad permanecía con el ceño fruncido, pensando, hasta que de pronto esbozaba una sonrisa. Movía un cuadro, o tocaba cierto punto en los murales: el ojo de un personaje, el cuerno de un búfalo en una escena de las llanuras amerindias, la empuñadura de una espada en algún cuadro teutónico. Y luego seguía caminando.

Finalmente ordenó a un águila:

— Ve a traer a Podarga y a las otras. No tiene sentido que sigan sacrificándose. Yo les indicaré el camino.

Y volviéndose hacia Kickaha, explicó:

— La sensación de algo deja' vu es cada vez más fuerte. Pero no lo recuerdo todo; sólo algunos detalles.

— Es bastante por el momento — observó Kickaha —, siempre que sean los detalles necesarios.

Marchaba con una amplia sonrisa, iluminado el rostro por el deleite de la lucha.

— Ahora comprenderás — agregó — por qué no me atreví a regresar solo. Tenía valor suficiente, pero no los conocimientos necesarios.

— No comprendo — dijo Criseya.

Wolff extendió una mano para pellizcarla.

— Pronto comprenderás. Es decir, si triunfamos. Tengo muchas cosas que explicarte, y tú tendrás mucho que perdonar.

Frente a ellos, una puerta se deslizó dentro de la pared, dando paso a un hombre de armadura; llevaba un hacha enorme en una mano, y la balanceaba como si fuera una pluma.

— No es humano — dijo Wolff —. Es uno de los taloses del Señor.

—¡Un robot! — exclamó Kickaha.

«No exactamente en el sentido que le da Kickaha», pensó Wolff. No era sólo acero, plástico y cables eléctricos. También estaba compuesto por proteínas formadas en los bancos biológicos del Señor, y, por lo tanto, gozaba de una voluntad de sobrevivir que ninguna máquina podía igualar. Tal era su fuerza, y también su debilidad.

Por indicación suya, Kickaha ordenó a los simios que obedecieran a Wolff. Diez de ellos se adelantaron, uno junto al otro, y lanzaron simultáneamente sus hachas. El tálos no pudo esquivarías todas, y recibió golpes tan fuertes y tan precisos que habrían acabado con él, de no contar con la protección de su armadura. Cayó hacia atrás, rodó un trecho, y volvió a ponerse de pie. Antes de que lo hiciera, Wolff se aproximó corriendo y golpeó con su cimitarra entre el hombro y el cuello del tálos. La hoja se partió sin haber dañado el metal, pero la fuerza del impacto volvió a derribarlo.

Wolff dejó caer sus armas, tomó al tálos por la cintura y lo levantó. El robot pataleó, tratando de aferrarlo; toda su lucha era silenciosa, pues carecía de voz. Wolff lo arrojó contra la pared. En tanto volvía a levantarse, él extrajo su daga y la clavó en uno de los ojos. El plástico cedió con un crujido, pero la punta de la hoja se rompió, y Wolff recibió un puñetazo que lo echó hacia atrás. Tomó entonces el puño extendido, se volvió y lanzó al tálos por sobre su hombro. Antes de que pudiera levantarse volvió a alzarlo en vilo y lo arrojó por la ventana.

Giró sobre sí mismo varias veces, hasta estrellarse contra el suelo, cuatro pisos más abajo. Por un momento permaneció inmóvil, como si se hubiese roto, pero enseguida empezó a levantarse. Wolff llamó a algunas águilas que estaban posadas sobre un arbotante; éstas se lanzaron en picada y tomaron al tálos por los brazos. Trataron de elevarse, pero el robot era demasiado pesado. De cualquier modo, lograron llevarlo suspendido a pocos centímetros del suelo. Pasaron volando por entre los arbotantes y las columnas de curiosas tallas. Iban hacia el borde del monolito, desde donde arrojarían al tálos. Ni siquiera una armadura como aquélla podría resistir una caída de nueve mil metros.

Dondequiera que estuviese escondido el Señor, debió ver el fin de aquel tálos. Un panel retrocedió en cierta pared, y veinte taloses salieron de ella, cada uno con un hacha en la mano. Wolff volvió a hablar con los simios, y éstos volvieron a arrojar sus hachas, derribando a varios de los robots. Los antropoides se lanzaron hacia ellos y se reunieron en pequeños grupos para levantarlos. Aunque la fuerza mecánica de cada androide era mayor que la de los simios, tomados individualmente, éstos podían someterlos si actuaban en parejas. Uno de ellos luchaba con el tálos mientras el otro le retorcía la cabeza; se oía un crujido metálico, y el mecanismo del cuello se rompía; la cabeza rodaba por el suelo, dejando escapar un líquido espeso. Otros taloses pasaron de mano en mano hasta la ventana, por donde fueron arrojados para que las águilas se encargaran de llevarlos hasta el precipicio.

Aun así, siete simios cayeron bajo las hachas o estrangulados a su vez. Los cerebros proteicos aprendían rápidamente, e imitaban los actos de sus enemigos, siempre que lograran ventaja de ello.

Un trecho más adelante, dos hojas de metal se deslizaron ante ellos, cortándoles todo avance y toda retirada posibles. Wolff había olvidado esa trampa, y sólo la recordó un segundo antes de que bajaran las láminas. Aunque descendían con mucha rapidez, tuvo tiempo de derribar un pedestal de mármol que sostenía una estatua. Uno de los extremos de la columna quedó bajo la lámina, evitando que se cerrara por completo. Sin embargo, la energía que impulsaba a aquella hoja era tan poderosa que el metal comenzó a perforar el mármol. Todo el grupo debió pasar a rastras por aquel espacio, cada vez más pequeño. Al mismo tiempo, toda aquella área quedó inundada por el agua; si no hubiera logrado demorar el cierre de la hoja por medio de la columna, todos habrían perecido ahogados.

Con el agua a los tobillos, prosiguieron por el salón y subieron un tramo de escaleras. Al llegar junto a una ventana, Wolff los detuvo y arrojó un hacha a través de ella. No hubo relámpago alguno; Wolff se asomó y llamó a Podarga y a sus águilas. Estas habían quedado bloqueadas por las hojas metálicas, y buscaban otro paso por el exterior.

— Estamos próximos al corazón del palacio; en ese cuarto debe estar el Señor — dijo Wolff —. Desde este punto en adelante, cada corredor esconde entre sus paredes varios proyectos de rayos láser. Esos rayos pueden formar una red a través de la cual es imposible pasar con vida.

Tras una pausa, agrego.

— El Señor podría quedarse allí eternamente. El combustible para esos proyectores es infinito, y tiene alimentos y bebida para resistir cualquier encerrona. Sin embargo, un viejo axioma militar sostiene que toda defensa, no importa lo formidable que sea, puede ser anulada si se encuentra el ataque correspondiente.

E inquirió, volviéndose hacia Kickaha:

— Cuando pasaste por la entrada al nivel de Atlantis, dejaste la medialuna tras de ti. ¿Recuerdas dónde fue?

—¡Sí! — respondió su compañero, con una sonrisa — La escondí tras una estatua, en un cuarto cercano a la piscina. Pero ¿y si la encontraron los gworl?

— Tendremos que pensar otra cosa. Veamos si es posible encontrarla.

—¿Qué es lo que se te ha ocurrido? — preguntó Kickaha, en voz baja.

Wolff explicó que Arwoor debía contar con una vía de escape desde el cuarto de control. Creía recordar que había en el suelo un círculo de medialunas y otras varias sueltas. Cada una de ellas, al ponerse en contacto con la medialuna inmóvil, podía abrir un portón hacia el universo con el cual la suelta estuviera en consonancia. Ninguna de ellas daba acceso a los otros niveles de ese mismo planeta; sólo el cuerno proporcionaba esos pasos.

— Claro — dijo Kickaha —. Pero ¿para qué nos servirá la medialuna, si la encontramos? Es necesario ponerla en contacto con otra, y ¿dónde está la otra? De cualquier modo, quien la use sólo podrá pasar a la Tierra.

Wolff señaló la bolsa de cuero que llevaba colgada a la espalda por una correa.

— Yo tengo el cuerno — dijo.

Empezaron a bajar por un corredor. Podarga los siguió a grandes pasos.

—¿Qué estáis planeando? — preguntó, furiosa.

Wolff respondió que buscaban el medio de llegar al cuarto de control, y le indicó permanecer en la retaguardia para solucionar cualquier emergencia. Ella se negó: puesto que estaban cerca del Señor, quería tenerlos a la vista. Por otra parte, si lograban llegar a él, tendrían que llevarla consigo. Y recordó a Wolff su promesa de que el Señor le pertenecía, para hacer con él según su voluntad. Él se encogió de hombros y continuó avanzando.

Lograron ubicar el cuarto donde estaba la estatua tras la cual Kickaha había ocultado la medialuna, pero estaba completamente devastado por la batalla entre los simios y los gworl. Los cadáveres yacían esparcidos por el suelo. Wolff se detuvo, sorprendido. No había visto un solo gworl desde que entraran al palacio, y había dado por sentado que no quedaba ninguno desde la batalla— contra los salvajes. Por lo visto, el Señor no los había enviado a todos tras Kickaha.

—¡La medialuna ha desaparecido! — gritó Kickaha.

— O la encontraron hace mucho tiempo — dijo Wolff —, o la encontraron ahora, al caer la estatua. Creo que sé quién se apoderó de ella. ¿Dónde está Abiru?

Nadie lo había visto desde el comienzo de la invasión. La arpía, encargada de custodiarlo, lo había perdido de vista.

Wolff corrió hacia los laboratorios, seguido por Kickaha y por Podarga, que llevaba las alas a medio desplegar. Llegó sin aliento tras la carrera de novecientos metros, y se detuvo en la puerta, jadeando.

— Quizá Vannax haya pasado ya al cuarto de control — dijo —. Pero si está todavía aquí, componiendo la medialuna, será mejor que entremos en silencio para tratar de sorprenderlo.

—¿Vannax? — inquirió Podarga.

Wolff lanzó una maldición para sus adentros. Tanto él como Kickaha deseaban mantener en secreto la identidad de Abiru hasta más adelante. Podarga odiaba tanto a la raza de los señores que lo habría matado de inmediato. Y Wolff quería vivo a Vannax, pues, a menos que los traicionara, podía serles de utilidad para invadir el palacio. Le había prometido que lo dejaría pasar a cualquier otro mundo para probar suerte allí, siempre que los ayudara contra Arwoor. Y Vannax le había explicado en qué forma logró regresar a aquel planeta.

Cuando Kickaha-Finnegan llegó allí por accidente, llevando consigo una de las medialunas, Vannax siguió buscando otra. Finalmente encontró una en Peoria, precisamente en el estado de Illinois. Jamás se sabría cómo había llegado hasta allí, ni qué Señor la había perdido en la Tierra. Sin duda, existirían otras medialunas perdidas en otros rincones del planeta. Sin embargo, la medialuna allí encontrada lo llevó a través de una entrada abierta hacia las tierras amerindias. Vannax escaló Thayaphayawoed hasta llegar a Khamshem, donde tuvo la suerte de capturar a Criseya, y a los gworl para apoderarse del cuerno. Desde allí había avanzado hacia el palacio, con la esperanza de entrar en él.

— Dice el viejo refrán — murmuró Wolff — que no se puede confiar en los Señores.

—¿Qué dijiste? — preguntó Podarga — Y vuelvo a preguntar: ¿quién es Vannax?

Wolff notó con alivio que ella desconocía aquel nombre. Respondió entonces que Abiru había tomado algunas veces ese seudónimo. Por no contestar a otras preguntas, y consciente de que cada segundo era de vital importancia, entró al laboratorio.

Era una habitación lo bastante amplia y alta como para albergar a diez aviones. Con todo, había en ella tantos gabinetes y consolas, tantos aparatos de distinta especie, que parecía atestada. Cien metros más allá, Vannax inclinado sobre una consola, trabajaba con botones y manivelas.

Los tres avanzaron en silencio hacia él. Pronto estuvieron lo bastante cerca como para ver que las dos medialunas estaban sujetas a la consola. En una pantalla, por sobre la cabeza de Vannax, se veía la fantasmal imagen de una tercera medialuna, cruzada por ondas luminosas.

De pronto, apareció otra junto a la de la pantalla. Vannax soltó un ¡ah! de satisfacción y siguió manipulando los diales hasta lograr que se confundieran en una sola.

Wolff comprendió que la máquina emitía una onda de frecuencia, y que Vannax la hacía coincidir con la onda de la medialuna ubicada en el cuarto de control. Enseguida operaría con las dos medialunas sujetas a la consola, sometiéndolas a un tratamiento que cambiara su resonancia, para hacerlas coincidir con la del cuarto de control. Wolff se preguntó dónde habría obtenido aquellos dos dispositivos; enseguida comprendió que una de ellas debió acompañarlo en el paso entre la Tierra y la llanura amerindia. De algún modo se había ingeniado para recobrarla antes de su fuga. Debió esconderla entre las ruinas antes de que los simios lo capturaran.

Vannax levantó la vista y descubrió a sus tres enemigos. Echó una mirada a la pantalla y soltó las dos medialunas que estaban sujetas a la consola. Mientras Wolff y sus compañeros se lanzaban hacia él, colocó una de las medialunas en el piso, y agregó la otra. Con una carcajada y un ademán obsceno, exhibió la daga que tenía en la mano y dio un paso dentro del círculo.

Wolff lanzó un grito de desesperación, pues estaban demasiado lejos como para detenerlo. Enseguida se detuvo, llevándose una mano a los ojos, pero no alcanzó a evitarles aquel relámpago cegador. Oyó los gritos de Kickaha y de Podarga, también ciegos. Oyó el alarido de Vannax y percibió el olor de la carne quemada.

Avanzó a ciegas, hasta que sus pies tropezaron con el cuerpo caliente.

—¿Qué diablos ha pasado? — preguntó Kickaha — ¡Dios, espero que no quedemos ciegos para siempre!

Wolff explicó:

— Vannax creyó que podría deslizarse en el cuarto de control por la entrada de Arwoor. Pero éste había dispuesto una trampa. Pudo haberse contentado con destrozar el ajustador, pero le pareció más divertido matar a quien hiciera el intento.

Y se dispuso a esperar. Cada segundo que pasaba era valiosísimo, y debían tener paciencia con su ceguera. No podían hacer nada más que dejar que el tiempo hiciera su trabajo, pues no podían hacer otra cosa. Al fin, después de un lapso que pareció muy largo, comenzaron a recobrar la vista.

Vannax yacía de espaldas, carbonizado, irreconocible. Las dos medialunas seguían en el piso, intactas. Un momento después, Wolff las separó con una palanca que tomó de la consola.

— Era un traidor — dijo a Kickaha, en un susurro —. Pero nos hizo un gran servicio. Yo quería emplear la misma treta, pero iba a usar el cuerno para avivar la medialuna que tú escondiste, después de cambiar su resonancia.

Los dos fingieron inspeccionar las consolas en busca de nuevas trampas, a fin de alejarse de Podarga para hablar sin que ella los oyera.

— Me veré obligado a hacer lo que no quería — dijo Wolff —. Si queremos lograr que Arwoor salga del cuarto de control o apresarlo antes de que use sus medialunas para escapar, tendremos que usar el cuerno.

— No comprendo.

— Cuando se construyó el palacio, hice poner una sustancia térmica en la cobertura plástica del cuarto de control. Sólo puede ser activada mediante una cierta combinación de notas del cuerno, con el agregado de otro pequeño truco. Pero no quiero activarlo, porque se perdería también el cuarto de control, y el palacio carecería de defensas contra los otros Señores.

— Será mejor que lo hagas — dijo Kickaha —. Pero además, ¿cómo podrás impedir que Arwoor huya por medio de las medialunas?

Wolff, sonriendo, señaló la consola:

— Arwoor habría hecho mejor destruyendo aquello, en vez de hacer funcionar su imaginación de sádico. Como todas las armas, eso tiene dos filos.

Activó los controles. En la pantalla volvió a aparecer la imagen de la medialuna, cruzada por líneas luminosas. Wolff se dirigió a otra consola, donde abrió una puertecita; detrás había un panel de control, pero sin indicaciones. Oprimió dos teclas y un botón, y la pantalla quedó en blanco.

— He cambiado la resonancia de la medialuna — dijo —. Cuando intente utilizarla con cualquiera de las otras se llevará una terrible sorpresa. Pero no como la de Vannax. Descubrirá tan sólo que no tiene por dónde escapar.

— Vosotros, los Señores, sois un grupo de gente dura, ingeniosa y traicionera. Pero me gusta vuestro estilo, de cualquier modo.

Kickaha se marchó. Un momento después lo oyeron gritar en el corredor. Podarga hizo ademán de ir en su busca, pero se volvió para echar sobre Wolff una mirada suspicaz. Éste echó a correr, y la arpía, satisfecha, tomó la delantera.

Ante eso, Wolff se detuvo y extrajo el cuerno. Introdujo un dedo en la única abertura que presentaba la tela de araña del interior y la sacó de un tirón. Después de invertirla, volvió a colocarla en el cuerno, con la parte frontal hacia dentro. Finalmente volvió a colocar el cuerno en su funda y corrió tras Podarga.

La encontró junto a Kickaha; éste explicó que había creído ver un gworl, pero se trataba de un águila. Wolff dijo entonces que era mejor reunirse con los otros, sin explicar la verdad: el cuerno debía estar a cierta distancia del cuarto de control. Cuando llegaron nuevamente a la sala, Wolff abrió la funda. Kickaha se ubicó detrás de Podarga, listo para desmayarla de un golpe en caso de que causara problemas. Poco podrían hacer con las águilas, en cambio, aparte de lanzar los simios contra ellas.

Al ver el cuerno, Podarga lanzó una pequeña exclamación, pero no dio señales de hostilidad. Wolff se llevó el cuerno a los labios, tratando de recordar la combinación debida. Desde su charla con Vannax había recobrado gran parte de sus recuerdos; pero aún quedaban muchas cosas en tinieblas.

En el momento en que sus labios rozaron el cuerno, una voz se elevó en un rugido. Parecía provenir del techo, de las paredes y el piso, de todos lados. Habló en el idioma de los Señores, cosa que Wolff agradeció interiormente, puesto que Podarga no podría comprender.

—¡Jadawin! ¡No te reconocí hasta verte con el cuerno! Me resultabas conocido; debí descubrirte mucho antes. ¡Pero ha pasado tanto tiempo! ¿Cuánto?

— Siglos, o milenios, según la medida que utilicemos. Y ahora volvemos a enfrentarnos, mi viejo enemigo. Sin embargo, esta vez no tienes salida. Morirás, como Vannax.

—¿De qué modo? — rugió la voz de Arwoor.

— Tu fortaleza parece inexpugnable, pero derretiré sus paredes. Si te quedas allí, morirás quemado; si sales, morirás en otra forma. No creo que escojas quedarte.

De pronto lo asaltó una sensación de injusticia. Si Podarga mataba a Arwoor, no se habría vengado del hombre que la había reducido a su estado actual. Importaba poco que Arwoor fuera capaz de cosas semejantes o peores.

Por otra parte, tampoco podía culpárselo a él, Wolff. Ya no era el mismo Señor Jadawin que había construido ese universo, el que se mostrara tan sucio con sus propias criaturas, el que raptara a tantos terráqueos. El ataque de amnesia había sido total, hasta el punto de borrar a Jadawin, dejando una página en blanco. De esa página había surgido un hombre nuevo, Wolff, incapaz de actuar como Jadawin o como los otros Señores.

Todavía era Wolff, con una sola diferencia: ahora sabía lo que había sido y el recuerdo lo llenaba de asco y arrepentimiento; se sentía ansioso por reparar en lo posible todas sus culpas. ¿Y era ésa la forma de empezar? ¿Permitiendo que Arwoor muriera por un crimen que no había cometido?

—¡Jadawin! — bramó Arwoor — ¡Tal vez creas que has ganado esta partida, pero he vuelto a burlarte! Todavía me queda una carta para echar sobre la mesa, y su valor es mucho mayor que el de tu cuerno.

—¿Cuál es? — preguntó Wolff, con el horrible presentimiento de que Arwoor no mentía.

— He instalado aquí una de las bombas que traje conmigo, cuando me expulsaron de Chifanir. Está bajo este palacio. Cuando yo lo desee, estallará, y hará volar toda la parte superior del monolito. Yo he de morir también, por cierto, pero me llevaré la vida de mi viejo enemigo. Y también morirán tu mujer y tus amigos. ¡Piensa en ellos!

Wolff, atormentado, pensó en ellos.

—¿Cuáles son tus condiciones? — preguntó —. Sé que no quieres morir. Eres tan miserable que deberías preferirlo, pero llevas diez mil años aferrado a tu vida inútil.

—¡Basta de insultos! ¿Aceptas o no? Tengo el dedo a un centímetro del botón.

Y Arwoor continuó, con una risita sofocada:

— Aunque estuviera bromeando (y no es así), no puedes correr el riesgo.

Wolff se volvió hacia sus compañeros, que habían escuchado sin comprender, aunque conscientes de que estaba ocurriendo algo drástico. Les explicó lo que pudo, omitiendo su propia conexión con los Señores.

Podarga, con el rostro transformado en la imagen misma de la frustración y la locura, ordenó:

— Pregúntale cuáles son sus condiciones. Pero cuando esto termine, tendrás que explicarme muchas cosas, oh Wolff.

Arwoor replicó:

— Debes darme el cuerno de plata, la obra genial y preciosa del maestro, Ilmarvvolkin. Lo utilizaré para abrir la entrada de la piscina, y pasaré a Atlantis. Eso es todo lo que quiero, con excepción de vuestra promesa de que nadie me seguirá mientras la entrada no se haya cerrado.

Wolff lo pensó durante unos segundos. Después dijo:

— Muy bien. Puedes salir. Juro por mi honor como Wolff, y por la Mano de Detiuw que te daré el cuerno y que no enviaré a nadie en tu persecución mientras la entrada no se haya cerrado.

— Ya salgo — respondió Arwoor, riendo.

Wolff esperó a que la puerta del salón se abriera. En ese momento, Arwoor no podía oírlo.

— Arwoor cree tenernos en sus manos — dijo a Podarga —, y bien puede sentirse confiado. Saldrá a través de la entrada, y aparecerá a sesenta kilómetros de aquí, cerca de Ikwekwa, un suburbio de la ciudad de Atlantis. Pero aún estaría a tu merced, si no tuviera otro punto de resonancia a quince kilómetros de allí. Ese punto se abrirá al sonido del cuerno, y le dará entrada a otro universo. Te indicaré dónde está una vez que Arwoor haya pasado a través de la piscina.

Arwoor avanzaba, confiado. Era un hombre alto, buen mozo, de anchas espaldas, pelo rubio y ojos azules. Tomó el cuerno que le tendía Wolff, se inclinó irónicamente y salió del salón. Podarga lo miró con una furia incontenible, y Wolff temió que se lanzara sobre él. Pero le había dicho que había de mantener sus dos promesas: la que le hiciera a ella y la que acababa de hacer a Arwoor.

El Señor pasó junto a las filas enemigas, silenciosas y amenazantes, como si no fueran más que un montón de estatuas de piedra. Wolff, sin esperar a que entrara en la piscina, se dirigió de inmediato al cuarto de control. Un rápido examen le demostró que Arwoor había dejado instalado un pequeño artefacto para hacer estallar la bomba. Sin duda habría calculado un período más que suficiente para ponerse a salvo. De cualquier modo, Wolff sudó profusamente hasta que hubo retirado el artefacto. En ese momento entró Kickaha, que había estado observando a Arwoor.

— Se marchó, sí — dijo —. Pero no fue tan fácil como él creía. La salida estaba inundada por el agua que él mismo soltó para ahogarnos. Tuvo que echarse al agua y nadar hacia ella. Todavía estaba nadando cuando la entrada se cerró.

Wolff llevó a Podarga hasta un enorme cuarto de mapas y le indicó la ciudad junto a la cual estaba la entrada. Enseguida le proyectó una imagen de la puerta, en primer plano. Podarga estudió durante un minuto el mapa y la pantalla. Después dio una orden a sus águilas y se marchó, seguida por ellas. Llevaba en los ojos un brillo de muerte que asustó a los propios simios.

Arwoor estaba a sesenta kilómetros del monolito, pero debía andar quince más. Y Podarga, en compañía de sus mascotas, se lanzaba ya desde un punto, a nueve mil metros de altura. Dado el ángulo que llevaban y la altura del monolito, podrían alcanzar gran velocidad. La carrera seria reñida.

Wolff tuvo tiempo de pensar mucho en tanto esperaba frente a la pantalla. A su debido tiempo explicaría a Criseya quién era él, y cómo había llegado a convertirse en Wolff.

Había ido a otro universo para visitar a uno de sus pocos amigos entre los Señores. Los Vaernirn se sentían solitarios, a pesar de sus grandes poderes, y deseaban alternar de vez en cuando con sus pares. Al regresar a su universo, cayó en una trampa tendida por Vannax, un Señor desposeído. Jadawin huyó hacia el universo terráqueo, pero logró llevar al sorprendido Vannax consigo. Tras una lucha salvaje en la ladera de una colina, Vannax logró escapar con una de las medialunas. Qué pasó con la otra, Wolff no lo sabía. Pero su enemigo no se la había llevado, de eso estaba seguro.

Entonces sobrevino la amnesia, y Jadawin perdió todos sus recuerdos. Mentalmente se convirtió en un bebé, en una tabula rasa. Luego lo encontraron los Wolff, y comenzó su educación en la Tierra.

Wolff no sabía el porqué de la amnesia. Tal vez la causara algún golpe en la cabeza durante la lucha con Vannax, o el terror de verse extraviado e indefenso en un planeta extraño. Los Señores llevaban tanto tiempo dependiendo de la ciencia heredada que, una vez desprovistos de ella, eran menos que un hombre.

La pérdida de su memoria pudo deberse también a la prolongada lucha con su conciencia. Años antes de encontrarse, de grado o por fuerza, en aquel mundo extraño, había comenzado a sentirse insatisfecho consigo, disgustado con su forma de obrar, entristecido por su soledad. Nadie era más poderoso que un Señor, pero nadie padecía más la soledad o la sensación de que cada minuto podía ser el último. Otros Señores conspiraban contra él, y era imposible bajar la guardia.

Cualquiera fuera la causa, se había convertido en Wolff. Pero, tal como lo señalaba Kickaha, había cierta afinidad entre él, el cuerno y los puntos de resonancia. No había sido por mera casualidad que estuviera en el sótano de aquella casa de Arizona en el momento en que Kickaha hizo sonar el cuerno. Kickaha sospechó desde el primer instante que Wolff era un Señor desposeído y privado de la memoria.

Ahora, Wolff comprendía por qué pudo aprender todos los idiomas de ese mundo con tan extraordinaria rapidez. Sólo necesitaba recordarlos. Y la atracción poderosa e inmediata de Criseya tenía una explicación similar: ella había sido su favorita entre todas las mujeres de sus dominios, hasta inspirarle la idea de llevarla a su palacio para hacerla su Señora.

Criseya no pudo reconocerlo cuando lo encontró bajo la personalidad de Wolff, porque nunca había visto su rostro, oculto siempre por aquel truco barato del esplendor. En cuanto a su voz, solía utilizar un dispositivo que le permitía aumentarla o distorsionaría a gusto, con el solo fin de infundir respeto a sus súbditos. Tampoco su fuerza poderosa era natural, pues el bioprocesamiento lo proveía de músculos extraordinarios.

Enmendaría en lo posible la crueldad y la arrogancia de Jadawin, que ya no era sino una parte minúscula de sí. Crearía nuevos cuerpos humanos en los biocilindros para los cerebros de Podarga y sus hermanas, para los simios de Kickaha, para Ipsewas y cuantos lo desearan. Permitiría que el pueblo de Atlantis volviera a construir sus ciudades, y dejaría de ser un tirano. No volvería a interferir en los asuntos de cada nivel, a menos que fuera absolutamente necesario.

Kickaha llamó su atención hacia la pantalla. Arwoor se las había ingeniado para encontrar un caballo en aquella tierra de desolación, y galopaba furiosamente.

—¡Qué suerte tiene ese demonio! — gruñó Kickaha.

— Creo que la fatalidad espera a sus espaldas — dijo Wolff.

Arwoor levantó la vista y miró hacia atrás. De inmediato castigó a su caballo con una varilla.

—¡Conseguirá escapar! — dijo Kickaha —. ¡A setecientos kilómetros de allí hay un Templo del Señor!

Wolff contempló la gran estructura de piedra blanca que coronaba una colina. En su interior estaba la cámara secreta que él mismo había usado bajo la personalidad de Jadawin. Meneó la cabeza, exclamando:

—¡No!

Podarga apareció en la pantalla. Venía a gran velocidad, batiendo las alas, con el rostro proyectado en blanco sobre el verdor del cielo. Sus águilas venían tras ella.

Arwoor dirigió su caballo hacia la colina. Las patas de la yegua cedieron, y rodó por el suelo. Arwoor cayó de pie y emprendió la huida.

Podarga se lanzó en picada sobre él. El Señor esquivó su ataque, como un conejo que huyera del halcón. Pero la arpía lo siguió en su zigzag. Logró adelantarse a uno de sus desvíos y cayó sobre él. Sus garras se clavaron en la espalda.

Lo vieron alzar las manos; su boca se convirtió en un círculo, en un grito sin voz para quienes lo observaban detrás de la pantalla.

Arwoor cayó, con Podarga aferrada a él. Las otras águilas se posaron en el suelo para observar mejor.


FIN
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