Philip José Farmer El hacedor de universos

Capítulo I EL CUERNO DE PLATA

Del otro lado de las puertas gimió el fantasma de una trompeta. Fueron siete notas desmayadas y lejanas, el tejido ectoplasmático de un espíritu plateado, si acaso las sombras están hechas de sonido.

Era imposible que hubiera tras las puertas corredizas una trompeta ni un hombre que la hiciera sonar, y Robert Wolff lo sabía. Un minuto antes había inspeccionado el sótano. Allí no había sino el piso de cemento, las paredes blancas de yeso, el soporte con sus perchas, un estante y una bombilla eléctrica.

Sin embargo, había oído notas de trompeta, muy apagadas, como si llegaran desde algún sitio tras el muro del mundo. Estaba solo y no tenía, por lo tanto, quien le confirmara la realidad de aquello que no podía ser real. Ese cuarto no era un sitio adecuado para semejante experiencia. Pero tal vez él era la persona adecuada para ello. En los últimos tiempos lo perturbaban sueños misteriosos. Durante el día pasaban por su mente pensamientos extraños y súbitas visiones, fugaces, pero vívidas y sorprendentes. No las deseaba, no las esperaba, y no podía resistirías.

Se sentía preocupado. No era justo caer en el agotamiento mental, precisamente cuando estaba a punto de jubilarse, sin embargo, lo que había pasado con otros podía ocurrirle a él. Lo mejor sería hacerse reconocer por un médico. Pero no podía decidirse a hacer lo que el sentido común indicaba. Y seguía esperando, sin decir nada a nadie, y menos que a nadie, a su mujer.

En ese momento contemplaba fijamente las puertas del sótano; estaba en el cuarto de recreo de una casa nueva, construida por Hohokam. Si el cuerno volvía a sonar, abriría las puertas para asegurarse de que no había nada allí dentro. Entonces, una vez seguro de que aquellas notas eran sólo producto de su mente enferma, descartaría la idea de comprar esa casa. No prestaría atención a las histéricas protestas de su esposa; consultaría en primer lugar a un médico, y después a un psicoterapeuta.

—¡Robert! — llamó su esposa —. ¿Hasta cuándo piensas quedarte allí? Sube. Quiero hablar contigo y con el señor Bresson.

Un momento, querida — pidió.

Ella volvió a llamarlo, esa vez desde muy cerca. Él se volvió Brenda Wolff estaba en lo alto de la escalerilla que bajaba hasta el cuarto de recreo. Tenía su misma edad: sesenta y seis años. La belleza de su juventud había quedado enterrada bajo la grasa, el maquillaje espeso y las, arrugas empolvadas, los gruesos anteojos y el cabello teñido de azul acerado. Al verla hizo una mueca de dolor, como lo hacía cada vez que veía en el espejo su propia cabeza calva, las líneas que le surcaban las mejillas desde la nariz a la boca y las estrellas de piel ajada que se abrían en la comisura de los ojos enrojecidos. ¿Acaso era ése su problema, el no poder ajustarse a lo que todos los hombres debían padecer, lo quisieran o no? ¿O acaso no era el deterioro físico lo que le disgustaba, sino el hecho de que ni Brenda ni él hubiesen realizado sus sueños juveniles? No había modo de evitar las señales que el tiempo dejaba en la carne, pero la vida había sido generosa con él, al permitirle llegar hasta esa edad. No podía alegar falta de tiempo como excusa por no haber plasmado en belleza sus proyectos. Tampoco podía echarle las culpas al mundo. Él, y sólo él, era el responsable; al menos tenía la suficiente energía como para reconocerlo. No reprochaba al universo ni a esa pequeña parte de él que era su esposa. No chillaba, no gruñía ni sollozaba, como Brenda.

A veces le habría sido fácil gemir y sollozar. No había muchas personas en sus condiciones, incapaces de recordar absolutamente nada sobre sus primeros veinte años. Es decir, él calculaba que eran veinte, basándose en la opinión de los Wolff; ellos decían que aparentaba unos veinte años cuando lo adoptaron.

El viejo Wolff le encontró vagando por las colinas de Kentucky, cerca de la frontera con Indiana. No sabía quién era ni cómo había llegado hasta allí. Nada representaban para él Kentucky, ni los Estados Unidos de América, ni tampoco el idioma inglés.

Los Wolff, tras recogerlo, notificaron a la policía. Ninguna investigación oficial logró identificarlo. En otros tiempos, una historia como ésa podría haber concitado la atención de todo el país, pero en ese momento la nación salía de una guerra contra el Káiser, y tenía cosas más importantes en que pensar. Robert, así llamado en memoria del hijo de Wolff, ya fallecido, ayudó a cultivar la granja. Fue también a la escuela, puesto que no recordaba haber recibido educación alguna.

Hubo algo peor que la falta de conocimientos formales: su ignorancia acerca de cómo debía comportarse. Con cierta frecuencia ofendía o turbaba a los demás. La gente de las colinas lo hizo blanco de sus desprecios, y a veces de sus reacciones airadas. Pero aprendió con rapidez, y se ganó el respeto de todos con su férrea voluntad de trabajo y con la fuerza que empleaba para defenderse.

Le llevó muy poco tiempo cursar los distintos niveles escolares; era como si estuviese recordando en vez de aprender. Aunque le faltaban muchos años de asistencia a clase, dio sin dificultad el examen de ingreso a la universidad. Allí comenzó su eterno amor por las lenguas muertas. Amaba especialmente el griego; despertaba ecos en su alma, y lo sentía como su propio idioma.

Tras graduarse en la universidad de Chicago, dictó cátedra en varias universidades del este y del medio oeste. Se casó con Brenda, una muchacha hermosa y adorable. Al menos, eso pensó al principio; después llegó la desilusión, pero todavía podía considerarse un hombre feliz.

El misterio de su amnesia y su origen lo habían preocupado. Por un largo tiempo no reparó en ello, pero ahora, al llegar el retiro…

Robert — dijo Brenda en voz alta —, ¡ven ahora mismo! El señor Bresson es un hombre muy ocupado.

El señor Bresson, sin duda, debe saber que a muchos clientes les gusta examinar la casa con tiempo. ¿Es que ya no la quieres?

Brenda le echó una mirada furiosa y se marchó, indignada. Él suspiró; más tarde lo acusaría de hacerla quedar como una tonta frente al agente de la inmobiliaria.

Se volvió otra vez hacia el sótano. ¿Por qué no se atrevía a abrir las puertas? Era absurdo quedarse así, paralizado, en un estado de indecisión psicotica. Pero cuando la trompeta volvió a emitir las siete notas, sonando a todo volumen tras una gruesa barricada, no pudo sino dar un respingo.

El corazón le golpeaba sordamente contra las costillas, como un puño interior. Se obligó a dar un paso hacia las puertas; puso la mano en la ranura enchapada de bronce y deslizó la puerta hacia un lado. El suave rumor de los rodillos apagó el sonido del cuerno.

Los paneles blancos de la pared habían desaparecido. Eran la entrada a una escena que jamás habría podido imaginar, aunque debía ser un producto de su imaginación.

La luz del sol brotaba de aquella abertura, bastante amplia como para permitirle el paso. La escena estaba parcialmente cubierta por una vegetación con aspecto arbóreo, aunque no parecían árboles terráqueos. A través de las ramas y del follaje pudo ver un cielo verde y brillante. Bajó la mirada, hacia la escena que se desarrollaba bajo los árboles. Seis o siete criaturas de pesadilla estaban reunidas en la base de un gigantesco canto rodado. Este era de roca rojiza, impregnada de cuarzo, y tenía la tosca forma de un hongo venenoso. Aquellos seres deformes, cubiertos de pelaje negro, estaban de espaldas a él, pero uno recortaba su perfil contra el cielo verde. Tenía una cabeza brutal, inhumana, y una expresión malévola. El rostro y el cuerpo estaban cubiertos de protuberancias, en forma de grumos de carne que le daban la apariencia de algo inconcluso, como si su creador lo hubiese dejado sin pulir. Las dos piernas cortas recordaban las patas traseras de un perro. Tenía los brazos extendidos hacia el joven que ocupaba la parte plana de la roca.

Este vestía sólo un taparrabos de piel de ante y calzaba mocasines. Era alto, musculoso y de anchas espaldas; tenía la piel tostada por el sol, y su cabello, largo y grueso, era rojizo como el cobre; el rostro, anguloso y fuerte, presentaba un labio superior muy largo. Era él quien tenía el instrumento cuyas notas escuchara Wolff.

Uno de aquellos seres deformes trepó hacia el hombre; éste lo apartó de un puntapié y se llevó a los labios la trompeta de plata. En ese momento vio a Wolff, de pie ante la abertura. Le dirigió una amplia sonrisa, descubriendo los dientes blancos y brillantes, y exclamó:

— ¡Así que al fin has venido!

Wolff no respondió ni hizo el menor movimiento. Sólo pudo pensar: «¡Ahora me he vuelto loco! ¡No sólo tengo alucinaciones auditivas, sino también visuales! ¿Qué he de hacer? ¿Debo salir corriendo, a los gritos? ¿O ir tranquilamente a decirle a Brenda que necesito ver ya mismo a un médico? ¡Ya mismo! Sin demoras ni explicaciones. Calla, Brenda; me voy.

Retrocedió. La abertura comenzaba a cerrarse; las paredes blancas iban recobrando su solidez. Mejor dicho: él empezaba a recuperar la realidad.

—¡Toma esto! — gritó el joven, desde lo alto de la roca —. ¡Atájalo!

Y le arrojó el cuerno. El instrumento voló, girando por los aires en dirección a la abertura; la luz que se filtraba por entre el follaje arrancó a la plata reflejos de sol. En el preciso momento en que las paredes se cerraban, el cuerno pasó por la grieta y golpeó a Wolff en las rodillas.

Wolff lanzó una exclamación de dolor: el fuerte impacto no tenía nada de ectoplásmico. A través de la angosta abertura pudo ver que el joven pelirrojo levantaba una mano, formando un círculo con el pulgar y el índice, y sonreía ampliamente, gritando:

—¡Buena suerte! ¡Espero verte pronto! ¡Me llamo Kickaha!

Como un ojo que se cierra con el sueño, la abertura de la pared se contrajo. La luz se borró, y los objetos comenzaron a esfumarse. Pero Wolff alcanzó a echar un último vistazo. En ese momento, una muchacha apoyaba la cabeza contra el tronco de un árbol.

Sus ojos eran inhumanamente grandes en relación con el rostro, como los de un gato. Tenía los labios gruesos y rojos, y la piel dorada. La cabellera, espesa y ondulada, le colgaba suelta a los costados de la cara y era listada como el pelaje del tigre, y su largura, llegaba casi hasta el suelo, se acentuaba al estar recostada contra el árbol.

Las paredes se tornaron blancas como el ojo de un cadáver. Todo quedó como en un principio; pero allí estaba el dolor en sus rodillas y la dureza del cuerno contra su tobillo.

Lo levantó, para examinarlo a la luz del cuarto. Aunque estaba atónito, ya no se creía demente. Había visto una escena de otro universo, y de allí se le había entregado un objeto. Por qué o cómo, no lo sabia.

El cuerno media casi setenta y cinco centímetros, y pesaba poco más de cien gramos. Tenía la forma de un cuerno de búfalo africano, salvo en la base, donde se ensanchaba considerablemente. La punta terminaba en una boquilla de cierto material suave y dorado. El resto era de plata, o de algún metal semejante. Aunque no tenía válvulas, notó en la parte inferior siete botoncitos en hilera. Por dentro, a muy poca distancia de la boca, tenía una telaraña de hilos plateados. Al sostener el instrumento en cierto ángulo con respecto a la luz proveniente de las bombillas del cIelorraso, la telaraña parecía seguir hacia el interior del cuerno.

En ese momento, la luz tocó la superficie del instrumento, revelando algo que él no había notado en el primer examen. Era un jeroglífico inscrito en la mitad. Nunca había visto nada parecido, a pesar de ser experto en todo tipo de escrituras alfabéticas, ideográficas o pictográficas.

—¡Robert! — gritó su esposa.

—¡Ya subo, querida!

Puso el cuerno en la esquina derecha del sótano, y cerró la puerta. No podía hacer otra cosa, a menos que escapara de la casa con el cuerno. Si aparecía con él, tanto su esposa como Bresson lo interrogarían al respecto. Y puesto que no lo tenía al entrar, no podría decir que era suyo. Bresson sabría que lo había encontrado allí, en la propiedad de la agencia, y querría tomarlo bajo su custodia.

Wolff sintió la agonía de la incertidumbre. ¿Cómo sacar el cuerno de la casa? ¿Cómo impedir que Bresson mostrara la propiedad a otros interesados, tal vez ese mismo día? De ser así, descubrirían el cuerno en cuanto abrieran la puerta del sótano, y cualquier cliente llamaría la atención de Bresson sobre él.

Subió los escalones hacia la gran sala. Brenda echaba chispas por los ojos. En cuanto a Bresson, un hombrecillo gordinflón y con gafas, de unos treinta y cinco años, parecía incómodo a pesar de su sonrisa.

— Bueno, ¿qué le parece? — preguntó.

— Magnífica — replicó Wolff —. Me recuerda al tipo de casas que se construyen allá donde vivíamos.

Son muy bonitas — dijo Bresson —. Yo también soy del medio oeste, y comprendo que no quieran ustedes vivir en una casa al estilo de los ranchos. No es que las desprecie; en realidad, la mía es de ese tipo.

Wolff se llegó hasta la ventana para mirar hacia fuera. El sol primaveral de la tarde brillaba esplendoroso en el cielo azul de Arizona. El prado estaba cubierto por fresco césped de Bermuda, plantado tres semanas antes, tan nuevo como las casas construidas en ese proyecto de urbanización de Casas Hohokam.

Casi todas las casas están construidas al nivel del suelo. Cuesta mucho excavar este caliche duro, pero las casas no son caras, considerando su calidad.

«Si no hubiesen excavado el caliche para construir el cuarto de recreo, pensó Wolff, «¿qué habría visto el hombre del otro lado al abrirse la entrada? Indudablemente, habría visto sólo tierra, y por lo tanto no habría podido deshacerse del cuerno.

— Tal vez usted llevó en los diarios que debimos demorar esta urbanización — dijo Bresson —. Mientras cavábamos descubrimos una ciudad primitiva de los Hohokam.

—¿Hohokam? — preguntó la señora Wolff —. ¿Quiénes eran?

— Mucha gente que viene a Arizona no los ha oído nombrar — replicó Bresson —. Pero no se puede vivir en la zona de Phoenix sin saber de ellos, tarde o temprano. Eran los indios que habitaron hace mucho tiempo el Valle del Sol. Deben haber llegado aquí hace al menos mil doscientos anos. Cavaron canales de riego, construyeron ciudades y desarrollaron una alegre civilización. Pero algo les ocurrió, y nadie sabe qué fue. Desaparecieron de pronto, hace algunos siglos. Algunos arqueólogos sostienen que los papagos, los pimas y los diaspares son sus descendientes.

— Yo los he visto — observó la señora Wolff, con un resoplido —. No parecen capaces de construir nada, salvo esas míseras chozas de adobe de la reserva.

Wolff, casi furioso, se volvió para replicar:

— Tampoco los mayas modernos parecen capaces de haber construido sus templos ni de inventar el concepto del cero. Pero lo hicieron.

Brenda bufó. El señor Bresson, con una sonrisa cada vez más mecánica, continuó:

— De cualquier modo, tuvimos que suspender las excavaciones hasta que los arqueólogos acabaron. Eso demoró las operaciones en tres meses, pero no podíamos hacer nada; el estado nos ató de pies y manos. En realidad, es una suerte para ustedes. Si no nos hubieran demorado, a esta altura todas las casas estarían vendidas. Todo es para bien, ¿verdad?

Y los miró a los dos, con una sonrisa brillante.

Wolff hizo una pausa para tomar aliento; sabía lo que le esperaba por parte de Brenda.

— La compramos — dijo —. Firmaremos los papeles ahora mismo.

—¡Robert! — chilló la señora —. ¡Ni siquiera me has consultado!

— Lo siento, querida, pero ya he tomado mi decisión.

—¡Bien, pero yo no!

— Bueno, bueno, señores — intervino Bresson, con una sonrisa desesperada —, no hay necesidad de precipitarse. Tómense tiempo y convérsenlo. Aunque alguien viniera a comprar esta misma casa (y puede ocurrir antes de la noche, pues se venden como pan caliente), hay muchas otras como ésta.

— Quiero esta casa.

— Robert, ¿estás loco? — gimió Brenda —. Nunca te he visto así.

— Te he dado el gusto casi en todo — dijo él —. Quería que fueras feliz. Esta vez, deja que yo me dé el gusto. No es mucho pedir. Además, esta mañana dijiste que querías una casa de este tipo, y las de Hohokam son las únicas que podemos pagar. Firmemos los papeles ahora. Puedo darle un cheque como sena.

— Yo no firmaré, Robert.

—¿Por qué no lo discuten tranquilamente? — sugirió Bresson —. Cuando lleguen a una decisión, estaré a las órdenes de ustedes.

—¿No basta con mi firma? — preguntó Robert.

— Lo siento — dijo Bresson, sin perder su trabajosa sonrisa —, pero necesitamos también la de la señora.

Brenda adquirió una expresión de triunfo.

— Prométame que no se la mostrará a ningún otro interesado — dijo Wolff —. Al menos, hasta mañana. Si teme perder una venta, le dejaré una señal.

— Oh, no es necesario — concedió Bresson, dirigiéndose hacia la puerta, con una prisa que denunciaba el deseo de salir de aquella embarazosa situación —. No la mostraré a nadie hasta tener su respuesta, por la mañana.

Ninguno de los dos abrió la boca, ya en el camino de regreso al motel Sands, en Tempe. Brenda permanecía rígidamente sentada, con la vista fija hacia delante. Wolff, que le echaba una mirada de tanto en tanto, notó que su nariz parecía cada vez más aguda, y los labios más delgados; si eso continuaba así, terminaría por parecer un gordo papagayo.

Y cuando por fin soltara la lengua y empezara a hablar, seria un verdadero papagayo gordo. Estallaría en el mismo torrente de reproches y amenazas, ya viejo y gastado, pero aún poderoso. Le reprocharía su abandono de todos esos años, le recordaría por enésima vez que no sacaba la nariz de sus libros, o que se dedicaba a deportes tales como el tiro con arco, la esgrima o el alpinismo, en los que ella no podía participar debido a su artritis. Y desplegaría los años de infelicidad, o supuesta infelicidad, para terminar con violentos y amargos sollozos.

¿Por qué seguía con ella? Sólo sabía que en su juventud la había amado profundamente, y también que sus acusaciones no eran del todo injustas. Más aún, la idea de una separación le resultaba dolorosa, más dolorosa aún que la idea de permanecer a su lado.

Sin embargo, tenía derecho a recoger los frutos de sus esfuerzos como profesor de inglés y de idiomas clásicos. Gozaba de suficiente dinero y tiempo libre como para llevar a cabo los estudios que sus tareas le habían obligado a postergar. Hasta podría viajar, con esa casa de Arizona como base. O tal vez no. Brenda no se negaría a acompañarlo (por el contrario, insistiría en hacerlo). Pero se aburriría tanto que acabaría por amargarle la vida. Era imposible culparía por ello, ya que no compartían los mismos intereses. Pero ¿hasta qué punto era justo que él abandonara todo cuanto enriquecía su vida por hacerla feliz? Sobre todo, teniendo en cuenta que, de cualquier manera, ella jamás sería feliz.

Tal como esperaba, Brenda quebró el silencio después de cenar. La escuchó, trató de manifestarle una serena oposición y de señalar la falta de lógica, la injusticia y el poco fundamento de sus recriminaciones. No sirvió de nada. Ella acabó con los sollozos de costumbre, amenazándolo con abandonarlo o con suicidarse.

Esta vez él no cedió.

— Quiero esa casa — dijo, con firmeza —; quiero disfrutar de la vida como lo he planeado. Eso es todo.

Poniéndose el sobretodo, caminó a grandes pasos hacia la puerta.

— Volveré más tarde — agregó…, tal vez.

Brenda lanzó un alarido y le arrojó un cenicero. Wolff agachó la cabeza, y el objeto rebotó contra la puerta, arrancando un trozo de madera. Por fortuna, en esa oportunidad ella no lo siguió para hacerle una escena fuera del cuarto, como otras veces.

Ya era de noche; la luna no había surgido aún, y la única luz provenía de las ventanas del motel, de las farolas que iluminaban las calles y del tránsito en boulevard Apache. Wolff condujo el coche basta el boulevard y se dirigió hacia el este, para tomar después hacia el sur. En pocos minutos estaba en la ruta hacia las Casas Hohokam. Con sólo pensar en lo que iba a hacer, el corazón aceleraba sus latidos y la piel se le erizaba. Por primera vez en su vida consideraba seriamente la posibilidad de cometer un acto delictivo.

El barrio estaba profusamente iluminado: se oían música ruidosa y voces de niños que jugaban en las calles, mientras los padres vigilaban desde las ventanas.

Continuó por Mesa y regresó por Tempe, bajando por Van Buren, hasta llegar al corazón de Phoenix. Tomó hacia el norte y luego hacia el este, hasta encontrarse en la ciudad de Scottsdale. Allí se detuvo por una hora y media en un pequeño bar. Se permitió el lujo de cuatro medidas de Vat 69, pero no más. En realidad, tenía miedo de sentirse borracho cuando llevara a cabo su proyecto.

Cuando regresó a las Casas Hohokam, las luces se habían apagado, y el silencio volvía a reinar en el desierto. Estacionó el coche tras la casa que había visitado esa tarde. Con el puño derecho enguantado, rompió la ventana del cuarto de recreo.

Pronto estuvo dentro, jadeante; el corazón le latía como si hubiese corrido varias calles. Sonrió para sí, a pesar del miedo. Puesto que era muy imaginativo, se había concebido algunas veces como ladrón; no como un ladrón común, por supuesto, sino como un Raffles. Acababa de descubrir que respetaba demasiado la ley como para convertirse en un gran criminal, o siquiera en un raterillo. Aquel acto insignificante le remordía la conciencia, a pesar de considerarlo ampliamente justificado. Más aún, el temor a caer preso estaba a punto de hacerle abandonar el proyecto. Tras llevar una vida tranquila, decente y respetable, todo estaría arruinado si lo detenían. ¿Valía acaso la pena?

Decidió que sí. Si se echaba atrás en ese momento, lamentaría lo perdido por el resto de su vida. Lo esperaba la mayor de todas las aventuras, una aventura como ningún hombre la habría vivido anteriormente. Mostrarse cobarde en ese momento equivaldría a suicidarse, pues no sería capaz de soportar la pérdida del cuerno ni las posteriores auto-recriminaciones por su falta de coraje.

El cuarto de recreo estaba completamente oscuro; tuvo que buscar a tientas el camino hasta el sótano. Ubicó las puertas corredizas y abrió la izquierda, como lo habría hecho esa tarde. Lo hizo con mucha suavidad, para evitar el ruido, y se detuvo a escuchar durante varios segundos lo que ocurría en el interior de la casa.

Con la puerta totalmente corrida hacia un lado, retrocedió unos cuantos pasos. Se llevó el cuerno a la boca y sopló con suavidad. El trompetazo fue tan poderoso que le tomó desprevenido y le hizo soltar el cuerno. Finalmente logró encontrarlo, a tientas, en un rincón de la habitación.

La segunda vez sopló con fuerza y sin embargo la nota que surgió no fue más alta que la vez anterior. Algo regulaba los decibeles, tal vez la telaraña plateada que estaba en el interior del instrumento. Durante varios minutos permaneció inmóvil, con el cuerno levantado a la altura de la boca, tratando de reconstruir mentalmente la serie exacta de las siete notas que escuchara anteriormente. Sin duda, los siete botoncitos de la parte inferior determinaban las notas, pero era imposible descubrir cuál sin pruebas que llamaran la atención.

— Qué diablos — murmuró, encogiéndose de hombros.

Y volvió a soplar, probando en esa oportunidad el primero de los botones, para seguir con los demás. Surgieron siete notas potentes. Los valores eran los que él recordaba, pero no en la misma secuencia.

Al apagarse el último sonido se oyó un grito a la distancia y una luz atravesó la ventana de la habitación. Wolff se sintió presa del pánico. Con un juramento, volvió a levantar el cuerno hasta sus labios y oprimió los botones en un orden que, era de esperar, reproduciría el sésamoábrete, la clave musical para entrar en el otro mundo. El tercer intento pareció reproducir la serie emitida por el joven sentado en el hongo de piedra.

En ese momento, por la ventana rota asomó una linterna. Una voz profunda amenazó:

—¡A ver, usted! ¡Salga de allí! ¡Salga o disparo!

Simultáneamente, una luz verdosa apareció sobre la pared, se abrió paso y se fundió formando una abertura.

A través de ella brilló la luz de la luna. Los árboles y la roca eran sólo siluetas contra un resplandor verde-plateado; éste surgía de un gran globo, del que sólo se veían los bordes.

No se demoró. Habría vacilado de no estar sobre aviso, pero sabia bien que era necesario correr. El otro mundo le ofrecía incertidumbres y peligros, pero en éste le esperaban, definitiva e inevitablemente, la ignominia y la vergüenza. En tanto el guardián repetía sus órdenes, Wolff lo dejó atrás con todo su mundo. Se vio obligado a realizar un difícil movimiento para pasar por la reducida abertura. Una vez que se encontró del otro lado, se volvió para echar una mirada final al mundo que abandonaba; la entrada se había reducido al tamaño de un ojo de buey; en pocos segundos había desaparecido.

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