Las señales hechas con linternas destellaban desde el castillo hasta todas las puertas. Los destacamentos de guardia se doblaron, y todas las personas que intentaban dejar la ciudad fueron registradas a conciencia. En el cielo, los miembros de la patrulla aérea del señor escrutaron la zona hasta la llegada de la oscuridad, momento en que tuvieron que aterrizar.
—El barón nunca formó un alboroto como éste cuando se le escapó alguien. No es que se lo tomara a bien, ¿pero por qué la gran caza del hombre esta vez?
El ladrón tuerto, Perth, se asomó a una ventana del primer piso de una de las nuevas construcciones (y por tanto más débiles) de Zuslik. Le preocupaban las luces destellantes y el paso de las tropas de norteños con sus altos cascos de piel de oso.
Arth, el pequeño cabecilla de los bandidos, indicó a su socio que se apartara de la ventana.
—Nunca nos encontrarán aquí. ¿Desde cuándo han detectado los norteños de Kremer uno solo de nuestros escondites? Cierra los postigos y siéntate, Perth.
Perth obedeció, pero dirigió una mirada de reojo a los otros fugitivos, que charlaban en torno a una mesa cerca de la cocina mientras la esposa de Arth preparaba la cena.
—Tú y yo sabemos a quién buscan —le dijo a Arth—. Al barón no le gusta perder a uno de sus mejores practicadores. Y aún peor no le gusta perder a un mago.
Arth no pudo más que estar de acuerdo.
—Apuesto a que el barón Kremer lamenta haber dejado a Denniz en la cárcel tanto tiempo. Probablemente pensó que tenía todo el tiempo del mundo para torturarlo.
Arth acarició los mullidos brazos de su sillón reclinable. Una vez al día, uno de los miembros libres de su banda se había sentado en él para mantener su práctica. Arth estaba satisfecho porque eso demostraba que creían que escaparía tarde o temprano.
—De todas formas —le dijo a Perth—, les debemos nuestra libertad a esos tres, así que no les echemos la culpa de la ira del barón.
Perth asintió, pero distaba mucho de estar contento. Mishwa Qan y la mayoría de los otros ladrones estaban fuera, buscando en la ciudad los artículos que Dennis Nuel había pedido. A Perth no le gustaba que un forastero diera órdenes a los ladrones de Zuslik… fuera mago o no.
Gath miraba de los dibujos de Dennis al terrestre. El muchacho apenas podía contener la excitación.
—¿Así que la bolsa no tendrá ninguna esencia de vuelo hasta que se meta dentro aire caliente? ¿Volará de verdad entonces? ¿Como un pájaro, o una cometa, o uno de los dragones de las leyendas?
—Lo descubriremos en cuanto Dama Aren regrese con la primera bolsa, Gath. Experimentaremos con un modelo y veremos cuánta práctica lo mejora de la mañana a la noche.
Gath sonrió ante la mención de la vieja costurera. Claramente, el joven no tenía un gran concepto de Dama Aren y sus extrañas costumbres. La anciana vivía pasillo abajo, ganándose como podía la vida como costurera. Sin embargo, sus modales eran excelentes e insistía en que la trataran con cortesía, ya que había sido una joven cortesana en los días del antiguo duque.
Ahora mismo todo su plan dependía de la habilidad de una vieja loca.
Stivyung Sigel estaba sentado junto a Gath, chupando lentamente una pipa, contentándose con escuchar y formular de vez en cuando alguna pregunta. Parecía completamente recuperado de los efectos de su trance felthesh. De hecho, había pospuesto su idea original (tratar de escalar las murallas de la ciudad) sólo cuando Dennis le aseguró que había una forma mejor de salir de allí y buscar a su esposa.
Arth y Perth se unieron a los tres en la mesa. Dennis y Gath recogieron los dibujos mientras la esposa de Arth, Maggin, traía un pollo asado y jarras de cerveza.
Arth arrancó un muslo y procedió a mancharse con él la barba, alimentándose aparentemente sólo como efecto secundario y accidental. Los otros apuñalaron el ave por turnos después de su anfitrión, como demandaba la cortesía. Maggin trajo un humeante cuenco de verduras cocidas y se unió a ellos.
Arth habló con la boca llena.
—Recibimos un mensaje de los muchachos mientras estabas tan atareado haciendo esos dibujos, Denniz.
Dennis alzó la cabeza, esperanzado.
—¿Encontraron mi mochila?
Arth sacudió la cabeza, mordisqueando su comida.
—No fuiste demasiado concreto, Denniz. Me refiero a que hay un montón de edificios cerca de la puerta oeste, y algunos de sus parapetos se usan como balconadas y jardines, en cuyo caso lo mochila ya ha sido recogida.
—¿Ninguna pista? ¿Ningún rumor?
Arth dio un sorbo, dejando que la cerveza roja y espumosa desbordara la jarra y le cayera por la barba. Obviamente, apreciaba la comida casera después de haber estado en la cárcel. Se limpió la boca con la manga. Dennis notó que todas las camisas de Arth parecían haber desarrollado gradualmente una esponja en la manga izquierda.
—Bueno, lo diré, Denniz, que corren extraños rumores. Dicen que alguien ha visto a una bestia krenegee por la ciudad. También comentan que han visto al fantasma del viejo duque venir a vengarse del barón Kremer.
»Hay incluso una historia sobre una extraña criatura que no come, sino que espía a la gente por las ventanas y se mueve más rápido que el rayo … algo nunca visto, con cinco ojos.
Arth se llevó la mano abierta a la cabeza, con los dedos hacia arriba, y la hizo girar, acompañada de un sonido sibilante. Perth se atragantó con la cerveza. Maggin y Gath se echaron a reír.
—¿Pero mi mochila…?
Arth extendió las manos para indicar que no sabía nada de ella.
Dennis asintió, sombrío. Había albergado la esperanza de que los ladrones recuperaran la mochila intacta. O de que al menos oyeran noticias sobre sus «extrañas» pertenencias en el mundillo de los bajos fondos. Tal vez algún que otro artículo apareciera a la venta en el bazar.
Lo más probable era que la mochila estuviera ya en manos del barón Kremer. Dennis se preguntó si en aquel mismo momento Kremer no estaría agitando su hornillo de campamento o sus útiles de afeitar ante la nariz de la princesa L´Toff, Linnora, exigiendo que le explicara para qué servían.
A pesar de su misteriosa reputación, los L´Toff estarían tan perplejos con los artículos de Dennis como cualquier otra persona de Tatir. Linnora no podría ayudar a Kremer.
Dennis esperaba no haber empeorado todavía más la situación de la muchacha poniendo furioso a su captor.
Llamaron suavemente a la puerta. Los hombres se tensaron hasta que oyeron repetirse la llamada cinco veces, luego dos, según lo previsto.
Perth fue a descorrer el cerrojo, y entró una anciana ataviada con un vestido muy elegante. Soltó un gran saco mientras los hombres se levantaban y la saludaban cortésmente.
—Señores —dijo la vieja dama, a hizo una reverencia—. El tapiz global que pedisteis está terminado. Como solicitasteis, he bordado solamente leves contornos de nubes y aves en los lados. Podéis practicar la escena a la perfección por vuestra cuenta. Si este pequeño globo os satisface, comenzaré la versión más grande en cuanto me traigáis los materiales.
Arth recogió el paño de frágiles sábanas de terciopelo y fingió inspeccionarlo brevemente. Luego se lo tendió a Dennis, que lo cogió ansiosamente. Arth hizo una inclinación de cabeza a Dama Aren.
—Su excelencia es muy amable —dijo; su forma de hablar se volvió de pronto casi aristocrática—. No ensuciaremos vuestras manos con dinero de papel o ámbar. Pero nuestra gratitud no podrá negarse. ¿Podremos contribuir al mantenimiento de vuestra mansión, como hemos hecho en el pasado?
La anciana hizo una mueca de fingido disgusto.
—No sería indecoroso si así se acordara.
Al día siguiente, una cesta de comida aparecería ante su puerta, como por arte de magia. Se mantendrían las apariencias.
Dennis no fue testigo de la transacción. Estaba maravillado con el «tapiz global».
Los coylianos poseían unas cuantas tecnologías respetables. Había ciertas cosas que tenían que ser utilizables desde el día en que eran «creadas» y no podían ser practicadas sin que se estropearan. El papel, por ejemplo. Un trozo de papel podía tener que esperar en un cajón durante semanas o meses hasta que fuera necesario para escribir una nota o una carta. Entonces necesitaba todas sus cualidades como papel para ser utilizado instantáneamente. Una vez escrito, podía permanecer guardado durante años sin que fuese necesario consultarlo. No se degradaría, como sucedía con las cosas abandonadas cuyas cualidades existían puramente a fuerza de práctica.
No era extraño que allí utilizaran papel moneda y nadie se quejara. El material tenía un valor intrínseco casi tan grande como el ámbar o el metal.
La fabricación de papel y la de fieltro iban unidas. Dennis había pedido a los ladrones que «adquirieran» una docena de metros cuadrados del mejor fieltro que pudieran encontrar. Si el experimento funcionaba, querrían continuar robando fieltro hasta acabar prácticamente con todo el suministro de la pequeña metrópoli.
A Dennis apenas le sorprendía sentirse tan poco culpable por formar parte de una banda. Todo era parte de su reacción general a ese mundo, comprendió con un leve toque de amargura. Los terrestres tuvieron que esforzarse y experimentar durante miles de años para llegar a un grado de comodidad que aquella gente conseguía casi sin pensar. Podía asumir fácilmente el hecho de coger de ellos lo que necesitaba.
En cualquier caso, el principal mercader de papel de Zuslik era amigo íntimo del barón. Su monopolio y la procedencia de su riqueza aseguraban que pocos en la parte baja de la ciudad sintieran lástima por él.
El «tapiz global» era una esfera cosida de tela tan liviana como el papel, abierta por un extremo. Sus lados estaban ligeramente bordados con nubes y aves. Las puntadas eran bastante irregulares, aunque era indudable que Dama Aren se consideraba una artista.
Con el tiempo, si ojos apreciativos practicaban lo suficiente, las figuras parecerían cobrar vida. Dennis comprendió que, como la ciencia, también el arte se beneficiaba del Efecto Práctica.
Dennis, Sigel y Gath esperaron mientras Dama Aren chismorreaba con Arth y Maggin. Sigel dirigió a Gath una dura mirada cuando el muchacho empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa. La espera se haría interminable. Y Arth no daba muestras de tener ninguna prisa por terminar. ¡El pequeño ladrón parecía estar pasándoselo bien!
Dennis se obligó a relajarse. Probablemente también él disfrutaría con un poco de chismorreo si acabara de regresar a casa después de un largo encarcelamiento. Descubrió que anhelaba saber qué había estado pasando en el Tecnológico Sahariano.
Se preguntó si Bernald Brady habría tenido suerte para ganarse el corazón de la hermosa Gabriella. Alzó su copa y brindó por la suerte de Brady en la aventura.
Finalmente, la vieja dama se marchó.
—Muy bien —dijo Dennis—, terminémoslo.
Extendió el globo sobre la mesa. Gath y Sigel cogieron varias velas de sebo y empezaron a frotarlas cuidadosamente contra el papel de fieltro, extendiendo una fina capa de cera. Mientras tanto, Dennis amarró cuidadosamente una pequeña góndola de cuerda y corteza al extremo abierto.
Para cuando fijó una vela a la diminuta cesta, los otros anunciaron que ya habían terminado. Arth, Perth y Maggin observaban, el asombro pintado en el rostro.
Dennis y Gath llevaron el artilugio a un rincón, donde habían preparado un burdo armazón de madera.
—Se llama globo —explicó Dennis, mientras tendía el tejido sobre el armazón.
—Eso ya nos lo has dicho —replicó Perth, con un cierto retintín—. Y dijiste que volaría. Una cosa creada que volaría… y bajo techo, donde no hay viento…
Obviamente, no se lo creía. De momento sólo había una forma de volar: construyendo, y practicando lentamente, una gran cometa sujeta a tierra.
Mucho tiempo antes, algún genio coyliano que odiaba mojarse había inventado un paraguas… ahora un artículo común que todos empleaban. Más tarde, después de que una tormenta imprevista hiciera que un paraguas se alzara con el viento, llevando a su propietario a un breve y peligroso paseo, alguien dió un segundo salto conceptual. Fue el nacimiento de las cometas en Tatir. Furiosas prácticas condujeron al desarrollo de alas con cabos que llevaban a los hombres por encima de la superficie, para mirar el terreno de debajo.
Esas cometas habían ayudado al padre del barón Kremer, un noble menor de las montañas, a derrotar al antiguo duque y obligar al rey de Coylia a otorgarle el dominio sobre la parte superior del valle del Fingal.
Sólo en los últimos años se había dado el paso hacia los auténticos planeadores… esta vez gracias al propio Kremer. Aunque otras fuerzas armadas ya tenían cometas, de momento él, y sólo él, poseía una auténtica fuerza aérea.
Era una importante ventaja táctica en su presente conflicto con la autoridad real.
Dennis se preguntaba por qué nadie más había desarrollado planeadores. Tal vez tuviese algo que ver con la imaginería personal de quien practicaba un objeto. Había que tener en mente una idea de lo que se quería. Tal vez nadie podía concebir una cometa sin cabo que no fuera fatal para su jinete, y por eso las cosas permanecieron sin cambios hasta que Kremer dió el salto.
Dennis colocó la vela directamente bajo la abertura al fondo del globo de prueba.
Sonrió con seguridad.
—Ya verás, Perth. Pero asegúrate de que esos cubos de agua estén a mano por si tenemos un accidente.
Actuaba con confianza, pero no las tenía todas consigo. En un relato de ciencia ficción que había leído siendo niño, un terrestre, como él, había sido transportado a otro mundo donde las leyes físicas también eran diferentes. ¡En el relato, la magia funcionaba, pero la pólvora y las cerillas del héroe fallaban!
Dennis sospechaba que el Efecto Práctica de Tatir simplemente complementaba la física que conocía, en vez de suplantarla. Desde luego, eso esperaba.
Un humo claro surgió de la vela y entró en el globo por el agujero del fondo.
Arth ofreció a Dennis y Stivyung sus mejores sillones y sacó unas cuantas sillas de palo y mimbre que «todavía necesitaban un montón de trabajo», según insistió. Dio a Dennis y Stivyung dos hermosas pipas y fumó felizmente con una formada por una rama hueca y una tusa de maíz, trabajándola lentamente hacia la perfección, o al menos evitando su declive hacia la falta de utilidad.
Dennis sacudió la cabeza. Hacía falta mucho tiempo para acostumbrarse al Efecto Práctica.
—¿Puede alguien explicarme qué intenta hacer el barón Kremer? —preguntó Dennis mientras esperaban a que la bolsa se llenara—. ¿He de entender que está desafiando a la autoridad central… al rey?
Stivyung Sigel chupó lentamente su pipa antes de responder.
—Estuve en los Exploradores Reales, Dennis, hasta que me casé y me retiré. El barón nos puso las cosas difíciles en la frontera occidental. No quiere tenernos cerca a mí y a los míos, porque no puede contar con nuestra lealtad.
»El barón cuenta con el apoyo de los gremios de creadores. A los gremios no les gusta que los colonos se asienten demasiado lejos de las ciudades. Nosotros creamos nuestros propios comenzadores: cortamos nuestro pedernal, curtimos nuestras pieles y cuerdas, tejemos nuestra ropa. Últimamente, la verdad sea dicha, hemos empezado a hacer nuestro propio papel.
Arth y Perth alzaron la cabeza, picada su curiosidad. Gath parpadeó sorprendido.
—¡Pero el papel de los gremios es el secreto mejor guardado de todos! ¿Cómo aprendisteis…? —Chasqueó los dedos—. ¡Claro! ¡Los L´Toff!
Sigel simplemente siguió fumando su pipa. No dijo nada hasta que notó que todos le estaban mirando y que esperaban que continuase.
—El barón ya lo sabe —dijo, encogiéndose de hombros—. Y también los gremios. La gente corriente puede que también lo averigüe. Lo que está sucediendo aquí es el filo cortante de algo grande que está sacudiendo las ciudades y estados del este. La gente empieza a cansarse de los gremios, los clérigos y los barones que 1a oprimen. La popularidad del rey ha aumentado desde que redujo los requisitos para votar a los concejales y desde que convoca una Asamblea cada primavera en vez de un año de cada diez.
Dennis asintió.
—Déjame adivinar. Kremer es un líder que defiende la causa de los barones. —La historia no era nueva para él.
Sigel asintió.
—Y parece que tienen más fuerza. Los guardias y exploradores del rey son las mejores tropas, desde luego, pero las levas feudales las superan seis o siete a uno.
»Y ahora Kremer tiene esas cometas de vuelo libre para llevar a sus exploradores allí donde quiera. Aterrorizan a la oposición, y las iglesias están difundiendo la idea de que son los antiguos dragones que han regresado a Tatir… prueba de que Kremer cuenta con el favor de los dioses.
»En eso tengo que creer a Kremer. Nadie tuvo jamás la idea de los planeadores. Ni siquiera los L´Toff.
Una mención más a los L´Toff hizo que los pensamientos de Dennis volvieran a la princesa Linnora, prisionera del barón Kremer allá en el castillo. Había empezado a aparecer en sus sueños. Le debía la libertad, y no le gustaba pensar que estaba todavía atrapada, en poder del tirano.
Si hubiera alguna manera de poder ayudarla también, pensó.
—Globo está casi lleno. —Gath usaba la palabra como si fuera un nombre propio.
La bolsa empezaba a estirarse por la presión del aire caliente en su interior. No formaba una esfera muy regular. Pero allí no se prestaba demasiada atención a los artículos «creados», siempre que empezaran siendo lo bastante útiles para ser practicados.
La vela estaba a medio consumir. El globo se agitaba dentro de su armazón, estirando las cuerdas de la pequeña góndola. La cesta rebotó en el suelo, luego se alzó por completo.
Se produjo un silencio absoluto, luego Maggin se echó a reír en voz alta y Arth dio una palmada a Dennis en la espalda. Gath se agachó por debajo del globo, como para memorizarlo desde todos los ángulos. Stivyung Sigel permaneció sentado, pero su pipa desprendió un humo aromático, y sus ojos negros brillaban.
—¡Pero esta cosa no levantará a un hombre! —se quejó Perth.
Arth se volvió hacia su subordinado.
—¿Cómo sabes que con el tiempo no podrá hacerlo? ¡Ni siquiera ha sido practicada todavía! ¿No eras tú el que despreciaba las cosas «hechas nuevas»?
Perth retrocedió nerviosamente.
Se lamió los labios mientras contemplaba supersticioso el lento ascenso del globo.
—De hecho, Perth tiene razón —dijo Dennis—. Con la práctica, este globo probablemente se alzará algo mejor que cualquier globo similar de… de mi tierra natal. Pero para alzar a varios hombres tendremos que construir un globo mucho más grande en ese almacén vacío del que me hablaste, Arth. Lo practicaremos allí; luego Gath, Stivyung y yo lo utilizaremos para escapar de noche, cuando el cuerpo volante del barón esté en sus cobertizos.
Los ojos de Arth tenían un brillo interesado.
—Gath, Stivyung y tú no olvidaréis el mensaje para los L´Toff, ¿verdad?
—Por supuesto que no.
Los tres tenían buenos motivos para dirigirse a la misteriosa tribu de las montañas cuando salieran de la ciudad. Dennis pretendía hablarles sobre su princesa cautiva y ofrecer sugerencias sobre cómo rescatarla.
Arth esperaba tanto conseguir una buena recompensa de los L´Toff por su participación en todo aquello como darse el gusto de ¡robar de paso al barón!
El globo rebotó contra el techo.
—Muy bien —dijo Dennis—, todos ibais a contarme cómo concentrarse para conseguir la mejor práctica. ¿Por qué no empezamos?
Se sentaron. Stivyung Sigel estaba reconocido como el practicador mejor, así que tomó la palabra.
—Primero, Dennis, no tienes necesariamente que concentrarte. Simplemente con el use una herramienta ya mejora. Pero si mantienes tu atención centrada tanto en la cosa en sí como en lo que consigues usándola, la práctica va más rápida. Le das a la herramienta trabajos más y más duros de hacer, a lo largo de semanas, meses, y piensas en cómo podrá ser cuando sea perfecta.
—¿Qué hay del trance en el que entraste en el patio de la prisión? ¡Practicaste la sierra a la perfección en cuestión de minutos!
Stivyung reflexionó.
—Había visto el felthesh antes, durante el tiempo que viví con los L´Toff. Incluso entre ellos es raro. Se produce después de años de entrenamiento, o bajo circunstancias aún más raras. Nunca imaginé que entraría en ese estado.
»Tal vez fue debido a la magia del momento y a lo desesperado de nuestra situación.
Stivyung pareció pensativo un buen rato. Por fin, se recuperó y miró a Dennis.
—En cualquier caso, no podemos contar con que el hacha caiga dos veces sobre el mismo punto exacto. Debemos basarnos en medios más normales mientras practicamos tu «globo». ¿Por qué no nos dices otra vez lo que está haciendo esta muestra y cómo hacerla gradualmente mejor? No avances demasiado sobre lo que es, o no funcionará. Sólo intenta describir el siguiente paso.
A Dennis le parecía un juego infantil. Pero sabía que allí «desear y conseguir» era algo muy serio. Entornó los ojos mientras contemplaba el globo, tratando de ver un ideal. Luego empezó a describir lo que ninguno de ellos había imaginado jamás.
Dos días después, la búsqueda de los fugados finalmente remitió. Los guardias apostados en las puertas de la ciudad seguían comportándose de manera diligente, pero las patrullas callejeras volvieron a la normalidad. Dennis pudo por fin dar un paseo por la ciudad de Tuslik.
En su primer intento, a su llegada, casi dos semanas antes, estaba lleno de vagas ideas sobre cómo comportarse en una ciudad desconocida.
(Una vez establecido el contacto con la asociación local de su profesión, imaginaba, sólo había que esperar a que un colega insistiera en que se alojara en su casa… y le ofreciera a su encantadora hija como guía, tal vez. ¿No eran ésas las circunstancias que había imaginado hacía bien poco?)
Sus planes se habían torcido antes de atravesar las puertas de la ciudad. Con todo, probablemente había adquirido un conocimiento más íntimo de las estructuras de poder locales de lo que habría conseguido como turista… y sin las típicas lacras del viajero boquiabierto: mendigos, timadores y asaltantes.
Arth y él almorzaron en una cafetería al aire libre que daba a un bullicioso mercadillo callejero. Dennis apuró su último bocado de filete de rickel con un ansioso trago de la oscura cerveza local. Después de un largo día practicando el globo, se le había abierto el apetito.
—Más —eructó, soltando la jarra de cerveza con un golpe sobre la mesa.
Su compañero se le quedó mirando un momento, luego chasqueó los dedos para llamar al camarero. Dennis era un poco más grande que el varón coyliano medio, pero su apetito lo estaba convirtiendo en una especie de sensación.
—Tómatelo con calma —sugirió Arth—. ¡Después de lo que he pagado por todo esto, no podré permitirme llevarte a un médico que te cure el estómago!
Dennis sonrió y cogió un burdo palillo de dientes de un vaso de la barra. Vio cómo un pesado trineo de carga pasaba ante el restaurante, casi silencioso sobre una de las carreteras autolubricantes, tirado por una paciente bestia.
—¿Han conseguido tus muchachos recoger más aceite deslizante? —le preguntó al ladrón.
Arth se encogió de hombros.
—No demasiado. Usamos a golfillos callejeros para recogerlo, pero los conductores les tiran piedras. Y los chicos malgastan un montón jugando al «cerdo engrasado». Por ahora sólo tenemos un cuarto de bote o así.
¡Sólo un cuarto de bote! ¡Eso era casi un litro del mejor lubricante que Dennis había visto en su vida! Desde luego, Arth no había actuado con aquella indiferencia cuando Dennis le demostró lo que podía hacer con el material. Casi se había vuelto loco de excitación.
Resultaría un producto comercial útil, por supuesto. También facilitaría enormemente los robos… hasta que los propietarios de las tiendas empezaran a practicar las puertas para que fuesen resistentes a la sustancia. El cargamento de papel de la noche anterior se había conseguido contando por completo con el use por sorpresa del aceite deslizante.
Dennis se preguntó por qué aquella gente nunca había descubierto la sustancia que hacía funcionar sus carreteras. ¿Se debía a la falta de curiosidad, o al hecho de actuar basándose en un conjunto de suposiciones completamente diferentes sobre el funcionamiento del universo?
Naturalmente, la historia mostraba que la mayoría de las culturas de la Tierra se había estructurado en castas, y había mejorado lentamente la forma de hacer las cosas a lo largo de siglos. En Tatir, donde la innovación era menos necesaria, la gente no había desarrollado una tradición innovadora hasta muy recientemente. La guerra entre el barón Kremer y el rey parecía haber contribuido a ese cambio.
Aquella mañana Arth y él habían alquilado un almacén. El creciente terror a la guerra había repercutido desfavorablemente en el comercio fluvial, y el casero estaba desesperado por conseguir un inquilino. Alguien tenía que ocupar el lugar y mantenerlo en forma hasta que los tiempos mejoraran. Las paredes mostraban ya grietas, y empezaban a parecer otra vez troncos de madera.
Arth era un regateador consumado. ¡El casero acabó pagando una pequeña suma para que se mudaran una temporada!
La noche anterior tuvo lugar el robo del fieltro. Los ladrones de Arth llegaron furtivamente al almacén llevando rollos de fino paño. Dama Aren y varias costureras ayudantes, todas de familias que habían sido despojadas de su clase por el padre del barón Kremer, se pusieron inmediatamente a trabajar. Y el joven Gath estaba en aquel mismo momento construyendo la barquilla para el globo grande. El joven estaba entusiasmado por la posibilidad de crear algo nuevo, algo que sería útil incluso antes de su primera práctica.
Arth pagó la cuenta, rezongando por el importe.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
Dennis hizo un gesto que lo abarcaba todo con las manos.
—¿Qué más? ¡Muéstramelo todo!
Arth suspiró, resignado.
Su primera parada fue en el bazar de los mercaderes y practicadores.
A diferencia de otros mercados al aire libre donde se vendían artículos para practicar por cuenta del cliente, en aquella plaza se ofrecían materiales de buena calidad. Los edificios en forma de zigurat eran brillantes y de buen gusto. Sus plantas bajas, abiertas a la calle, estaban sostenidas por columnas arqueadas y estriadas. Hombres y mujeres bien vestidos pregonaban mercancías colocadas en largas mesas ante las aberturas.
Dennis examinó navajas y cinceles afilados, sogas de una resistencia y una ligereza extraordinarias, así como arcos y flechas practicados centenares de veces contra blancos y que en la Tierra se habrían vendido a un precio muy elevado.
No había ni rastro de tornillos o clavos, y apenas metal alguno. Por ninguna parte había nada parecido a una rueda.
En un extremo estaban los artículos más baratos: hachas burdas, armaduras de tiras de cuero curtido cosidas. Bajo cada mesa estaba el sello de la cofradía creadora adecuada: un signo de que el «comenzador» estaba aprobado por la ley.
Dennis se sobresaltó al oír unos golpes. Dos hombres con aspecto de lacayos caminaban por el parapeto del segundo piso, golpeando las paredes con unos bastones.
—Mejoran los bastones con los golpes y las paredes para repeler a los ladrones —explicó Arth. Le hizo un guiño a Dennis—. Gente como nosotros.
Allí los robos solían producirse atravesando las paredes de una casa cuando el inquilino estaba fuera. A veces la gente olvidaba que vivir en una casa la practicaba bien para que se mantuviera en pie y resguardarla de la lluvia, pero poco más.
Estaba claro que los propietarios de aquel edificio no lo habían olvidado.
La plaza se encontraba repleta de aristócratas de la parte alta de la ciudad y de mansiones situadas fuera de las murallas de Zuslik. Iban acompañados por sus siervos.
Amo y lacayo a menudo vestían de forma idéntica, y habitualmente eran de la misma talla e igual constitución. Sólo podían distinguirse por los imperiosos modales de los nobles, sus peinados y los trocitos de joyas de metal que llevaban.
En la Tierra, los ricos hacían ostentación de su posición social adquiriendo grandes cantidades de propiedades que apenas eran utilizadas. En Tatir, esas propiedades se deteriorarían rápidamente hasta su burdo estado original. Así que, para mantener su apariencia, hacían falta sirvientes que no sólo se encargaran de las tareas de la casa, el cuidado de los jardines y otros trabajos, sino que mantuvieran también las propiedades de sus amos practicadas por ellos.
Dennis percibió algunas de las implicaciones sociales de aquello.
Cuando estaban tan ocupados llevando las ropas de sus amos, los criados no tenían tiempo de practicar las suyas. Podían ir muy elegantes todo el tiempo, pero los finos tejidos no eran suyos. ¡Si dejaban a sus patronos, no tendrían nada propio!
Naturalmente, sería un símbolo de distinción entre los ricos no ser vistos nunca llevando o usando nada que necesitara realmente ser practicado.
Además de la comida y la tierra, el metal y el papel, el principal valor era la dedicación humana. Incluso cuando estaba agotado por un duro día de trabajo en los campos, el tiempo de un siervo no era suyo propio. Al relajarse practicaba la silla de su amo; al comer, practicaba la vajilla de repuesto de su ama. ¡No podía ahorrar para comprar su libertad, porque cualquier cosa ahorrada tenía que ser mantenida, o se enfrentaría al deterioro!
¡No era de extrañar que se estuvieran cociendo problemas en el este! La combinación de gremios, iglesias y aristocracia aseguraba que el cambio fuera difícil, si no imposible.
El Practicorium de Fixxel, situado en el extremo norte de la plaza, era un edificio alto que le recordó a Dennis los de la Tierra.
Para empezar, sus murallas eran en gran parte transparentes y brillantes, como hechas del más puro cristal, levemente teñido para tamizar la luz de la tarde.
Arth explicó que las láminas habían empezado siendo hojas de papel cosido, practicadas duramente en las estaciones secas, hasta que fueron transparentes a inmunes al clima. Después de muchos años de práctica, eran probablemente mejores que ninguna ventana de la Tierra.
Frente al bulevar había conjuntos de ropa de hombre y mujer, herramientas, ollas y alfombras. «¡Nada nuevo! ¡Todo usado!», rezaba orgullosamente un cartel.
Los escaparates cambiaban constantemente. Los trabajadores quitaban los artículos y los sustituían mientras Dennis observaba.
Los muebles en exhibición eran sorprendentes. Maniquíes realistas estaban envueltos en lo que parecían ser exquisitas sedas y brocados. Algunas de las prendas sin duda habrían valido miles de dólares en cualquier establecimiento terrestre especializado.
—Vamos —dijo Arth, dando un codazo a Dennis—. No le des trabajo gratis al viejo Fixxel.
Dennis parpadeó. Había quedado admirado por la belleza de las cosas. Entonces, de repente, comprendió lo que había querido decir Arth. Se rió con ganas. ¡Menudo truco! Sólo con mirar la mercancía, y apreciando su belleza, había contribuido un poquito a mejorarla. No era extraño que los maniquíes parecieran vivos. ¡Habían sido practicados por generaciones de transeúntes!
¡Qué negocio!
Con todo, Dennis no podía evitar desear que su cámara no se hubiera perdido con su mochila. Sólo con los diseños de las prendas habría hecho fortuna en la Tierra.
A insistencia de Dennis, fueron a la parte trasera del edificio, a curiosear por la gran zona de prácticas. Era un escenario de actividad frenética.
Equipos de hombres y mujeres servían agua en filas enormes de jarras, copas y vasos que luego variaban. Otros se entretenían cavando agujeros con palas que después volvían a llenar, o convertían grandes troncos en leña, practicando sus brillantes herramientas en el proceso.
Había una gran zona descubierta donde hombres ataviados con capas de ropa estaban sentados en sillas a medio terminar y lanzaban armas contra unos blancos. Cuchillos de lo más burdo eran arrojados contra armaduras casi terminadas de cuero reluciente.
¡No era extraño que la tecnología nunca se hubiera desarrollado allí! Valía más no especializarse. Donde una persona podía practicar tres o cuatro artículos a la vez la especialización no era provechosa. La precisión obtenida al concentrarse en una sola cosa era menos importante que mantener tantas cosas como fuera posíble ocupadas continuamente.
Aunque aquello equivalía a una factoría terrestre, Dennis lo consideró enormemente fútil. Todo aquel duro trabajo sería para nada si el mantenimiento constante se detenía sólo unas cuantas semanas o algunos meses. Si se los dejaba en paz el tiempo suficiente, cada uno de esos productos se deterioraría hasta alcanzar su estado original.
Sin embargo, pensó Dennis, tampoco había allí montañas de basura, ni ninguna gran extensión de terreno amontonado con cosas gastadas o no queridas. Casi todo lo que esta gente creaba era reciclado por la naturaleza.
Parecía que en ningún mundo existía una cosa parecida a un almuerzo gratis.
Más tarde, en otra parte de la ciudad, Dennis y Arth contemplaron el paso de una procesión por una de las plazas principales. Un trío de sacerdotes con túnicas amarillas y sus seguidores llevaban una plataforma con cojín donde reposaba una brillante espada. En las cuatro esquinas del palanquin había cabezas humanas recién cortadas.
—Sacerdotes de Mlikkin —le aclaró Arth—. Asesinos sangrientos. Atraen a los ciudadanos más indeseables de Zuslik con sus costumbres asesinas. —Escupió.
Dennis se obligó a mirar, aunque se le revolvía el estómago ante la sangrienta visión. Por lo que había podido saber durante las últimas semanas, los sacerdotes estaban enzarzados en una campaña para acostumbrar a la gente de la ciudad a la idea de la muerte y la guerra.
Naturalmente, cuando la procesión se detuvo ante una plataforma emplazada en un extremo de la plaza, el sacerdote principal alzó la espada (un claro producto de generaciones de práctica diaria a cargo de los acólitos de Mlikkin) y soltó una arenga a la multitud que se había congregado. Dennis no pudo entender gran cosa, pero el tipo no tenía en gran estima a la «escoria del este». Cuando empezó a hablar mal del rey Hymiel, algunos parroquianos se miraron nerviosamente unos a otros, pero nadie alzó la voz para manifestar su desacuerdo.
Sin embargo, varios zuslikeranos, con el ceño fruncido en gesto de disgusto, se marcharon rápidamente, dejando la plaza para los creyentes.
Con una excepción. Dennis advirtió a una anciana arrodillada en un extremo lejano de la plaza, ante un nicho donde había una estatua polvorienta. Con sus manos ajadas por la edad, despejó las capas de suciedad y puso flores nuevas en el pedestal retorcido y helicoidal.
Algo en la forma del altar hizo que a Dennis se le pusieran los pelos de punta. Avanzó hacia allí, con Arth siguiéndole nervioso y quejándose de que aquél no era un lugar seguro para ninguno de los dos.
—¿Qué es eso? —le preguntó Dennis a su compañero, señalando el altar.
—Es un lugar de la Antigua Fe. Algunos dicen que estaba aquí incluso antes de que Zuslik fuera fundada. Las iglesias trataron de derribarlo, pero ha sido practicado durante tanto tiempo que es imposible arañarlo siquiera. Así que le echan basura encima y hacen que grupos de matones espanten a la gente que intenta rezar aqui.
No era extraño que la anciana mirara a su alrededor nerviosamente mientras seguía con sus devociones.
—¿Pero por qué se molestan…?
Dennis se detuvo, todavía a veinte metros de distancia. Reconoció la figura que ocupaba el pedestal. Era un dragón. Había visto uno igual en la empuñadura del cuchillo nativo que había encontrado junto al zievatrón.
En la boca sonriente del dragón había una figura malévola y demoníaca: un «blecker», según Arth. Aunque cubierto de suciedad y pintadas, el dragón le hacía un guiño al transeúnte. Su ojo abierto brillaba como una joya.
Pero era el pedestal que sostenía a la bestia mítica lo que había llamado la atención de Dennis. La columna acanalada era una delicada hélice doble, sostenida por raíles delicadamente entrelazados, como los peldaños de una escala retorcida.
¡Era una cadena de ADN, o Dennis era primo hermano del cerduende!
Dennis sintió nuevamente la nerviosa sensación de irrealidad que le había asaltado desde su llegada a aquel mundo. Se acercó lentamente al altar, preguntándose cómo podía haber aprendido esa gente sobre genes sin disponer de las herramientas o las disciplinas mentales necesarias.
—¡Chitón! —Arth le dio un codazo—. ¡Soldados!
Señaló la calle principal, por donde un pelotón avanzaba en dirección a ellos.
Dennis miró anhelante la estatua, pero asintió y siguió rápidamente a Arth hacia un callejón. Vieron desde las sombras cómo pasaba una patrulla. El pelotón marchaba orgullosamente, sus «thenners» en alto. El gigantesco sargento, Gil´m, caminaba junto a ellos, insultando a los civiles que no se apartaban rápidamente del camino.
Por la forma en que los ciudadanos se disgregaban, Dennis supuso que los montañeses de Kremer seguían sin considerarse zuslikeranos, a pesar de que la ciudad era la capital del barón desde hacía una generación.
Cuando Dennis volvió a mirar el pequeño nicho-altar, la anciana se había marchado, sin duda a toda velocidad. También había desaparecido su mejor oportunidad de aprender más sobre la Antigua Fe.
La patrulla de soldados precedía a casi una docena de jóvenes civiles, cabizbajos y atados unos a otros por las muñecas.
—¡Leva forzosa! —susurró Arth roncamente—. Kremer está reclutando la milicia. ¡La guerra no puede estar muy lejos!
Eso recordó a Dennis que seguía siendo un hombre perseguido. Alzó la cabeza y vio, en el cielo, unas alas negras planeando en una corriente de aire. Un par de pequeñas figuras humanas se sentaban en un ligero armazón de caña bajo el planeador, mirando perezosamente hacia una terma situada al sur de la ciudad. La parte inferior del aparato estaba pintada para que sus alas parecieran correosas y aprovechar así la tradicional superstición referente a los dragones que aparecía en la mayoría de los cuentos de hadas coylianos.
Por fortuna, aquella gente nunca había inventado el telescopio. No era probable que esos vigías los detectaran en las atestadas calles de Zuslik. Arth y él sólo tenían que preocuparse por las patrullas de a pie.
No obstante, cuando hicieran su intento con el globo, sería muy diferente. Aquellos planeadores podrían representar un problema.
Parecía aconsejable ser discretos. Dejó que Arth lo sacara de la plaza, pero decidió regresar más tarde para estudiar la estatua con más detalle.
El Salón del Gremio de Creadores de Sillas estaba repleto de niños.
Era el gremio más pobre de las castas de creadores. A diferencia del de los picapedreros, el de los constructores de puertas y bisagras, y el de los papeleros, no tenía ningún secreto que proteger. Cualquier podía hacer un «comenzador» de silla o de mesa con palos y cuerdas. Sólo la ley mantenía el monopolio del gremio.
Los jóvenes corrían por todo el lugar. El suelo estaba cubierto de restos de cuerdas y corteza. Arth explicó que gremios abiertos como los de los creadores de sillas contrataban principalmente a niños y gente mayor, no adecuados para el gran volumen de práctica que tenía lugar en salones como el de Fixxel.
Bajo la supervisión de unos cuantos maestros, los niños y niñas unían comenzadores de muebles para las casas de los necesitados. Después de utilizar durante aproximadamente un año esas mesas y sillas, los pobres venderían los modelos practicados a gente algo mejor situada y comprarían otro conjunto de rudos comenzadores con parte de los beneficios. Los muebles ascenderían lentamente en la escala socioeconómica a medida que se fueran haciendo más viejos y mejores… ascenso social para las cosas, no para la gente.
Un sacerdote vestido de rojo se movía entre los niños, acompañado por dos maestros silleros, bendiciendo los comenzadores terminados. Dennis no pudo determinar a qué deidad representaba el hábito rojo, pero el color estuvo a punto de recordarle algo.
—Otra patrulla, Denniz. —Arth señaló un pelotón de guardias que pasaba una calle más adelante—. Tal vez sea mejor que volvamos.
Dennis asintió, reluctante.
—Muy bien —le dijo a Arth—, vamos.
Todavía faltaba al menos una semana para el intento de huida, y habría otras oportunidades para explorar la ciudad.
Atravesaron un callejón lateral y salieron a la avenida de los Pasteles. Arth compró dulces, y Dennis trató de encontrar el sentido del caótico pero aparentemente eficiente sistema de tráfico deslizante mientras caminaban.
Con todo, no podía librarse de la imagen del sacerdote de rojo. De algún modo, eso le hacía sentirse al mismo tiempo furioso y frustrado.
Arth agarró a Dennis por el brazo cuando se acercaban al barrio del pequeño ladrón. Contempló la calle arriba y abajo, receloso.
—Tomaremos por un atajo —dijo, y condujo a Dennis por entre un par de puestos hasta otro callejón.
—¿Qué pasa?
Arth sacudió la cabeza.
—Tal vez sea sólo que estoy nervioso. Pero si hueles una trampa cinco veces, y te equivocas cuatro de ellas, no haces mal si evitas el olor.
Dennis decidió aceptar la palabra de Arth como experto. Vio un puñado de cajas apoyadas contra la pared de uno de los edificios en forma de pastel de bodas.
—Vamos —dijo—. Tengo una herramienta que es absolutamente magnífica detectando trampas. Podemos usarla desde el techo.
Escalaron hasta el primer parapeto, luego subieron otro piso por una enredadera. Dennis rebuscó bajo la túnica que Arth le había prestado y sacó la pequeña alarma de campamento de uno de los bolsillos del mono.
Arth contempló fascinado las luces destellantes. Parecía confiar totalmente en la magia del terrestre y estar convencido de que Dennis podría decir si era seguro o no caminar por Ias calles.
Dennis hizo girar los diminutos diales. Pero la pantalla continuó siendo un caos de basura ilegible. La alarma, sin practicar desde hacía más de una semana, seguía intentando desconectarse no importaba lo que hiciera.
Dennis suspiró y buscó en otro bolsillo. El fino catalejo plegable estaba en el paquete que Lennora le había arrojado. Por fortuna, los fútiles intentos de Kremer por abrirlo sólo lo habían arañado.
Dennis lo empleó para escrutar las calles de abajo.
Había gente por todo el paseo principal: granjeros que iban a la ciudad a vender sus productos y comprar comenzadores; aristócratas con su séquito de gente parecida a clones; algún guardia o sacerdote ocasional. Dennis buscó signos de actividad sospechosa.
Enfocó a un grupo de hombres que había al otro extremo de la calle. Se hallaban delante de una taberna, al parecer haraganeando.
Pero el catalejo desmentía tal cosa. Los hombres iban armados, y estudiaban con atención a los transeúntes. Tenían los altos pómulos de los norteños de Kremer.
Dennis ajustó la lente. Un hombre alto y armado, con aspecto de aristócrata, salió de un edificio situado tras los matones. Le seguía un hombre bajito y enjuto con un parche en un ojo. Conversaban con aspecto agitado. El tuerto señalaba con insistencia en dirección al muelle. El aristócrata, con la misma decisión, parecía indicar que esperarían donde estaban.
—Uf, Arth. —Dennis se notó la boca seca—. Creo que será mejor que le eches un vistazo a esto.
—¿A qué, a esa cajita? ¿Miras a través de ella o algo de dentro?
—A través. Es una especie de tubo mágico que hace que las cosas que están lejos parezcan más grandes. Puede que tardes un minuto en acostumbrarte, pero cuando lo hagas, quiero que mires las tabernas del fondo de la calle.
Arth se inclinó hacia delante y cogió el catalejo. Dennis tuvo que mostrarle cómo sujetarlo. Arth se entusiasmó.
—¡Eh! ¡Es magnífico! ¡Puedo ver como el águila proverbial de Crydee! Puedo contar las manchas de esa mesa de allí… ¡Gran Palmi! ¡Ése es Perth! ¡Y está hablando con el mismísimo lord Hern!
Dennis asintió. Un hueco crecía en su pecho, como si la frágil esperanza se hubiera convertido de pronto en algo pesado y duro.
—¡Esa escoria! —maldijo Arth—. ¡Nos está traicionando! ¡Su padre incluso sirvió con el mío a las órdenes del antiguo duque! ¡Le arrancaré los intestinos y los practicaré hasta convertirlos en cables! Le…
Dennis se desplomó contra la pared que tenían detrás.
Estaba vacío de ideas. No parecía haber ninguna forma de advertir a sus amigos, ni a los que estaban en el apartamento de Arth ni a los del almacén del muelle donde la construcción del globo de escape acababa de comenzar.
Se sintió tan desesperado que, una vez más, el extraño despegue de la realidad pareció caer sobre él. No podía evitarlo.
Arth soltó una retahíla de maldiciones. Tenía todo un repertorio de insultos.
Durante un rato eso le mantuvo ocupado mientras el terrestre se sentía simplemente miserable.
Entonces Dennis parpadeó. Un breve reflejo había llamado su atención desde uno de los tejados vecinos, no muy lejos.
Se enderezó y miró. Algo pequeño se movía por los tejados.
—¡Tienen a alguien! —declaró Arth, todavía mirando a través del catalejo la escena del café—. Lo están sacando a rastras de mi casa… —gimió—. ¡Pero sólo tienen a uno! ¡Los demás deben de haber escapado! ¡Perth no parece nada feliz! Tira del brazo de lord Hern, señala hacia el muelle.
» ¡Ja! ¡Para cuando lleguen allí, toda nuestra gente se habrá ido! ¡Así aprenderán!
Dennis apenas oía a Arth. Se levantó lentamente, observando la forma que andaba por los tejados a varias manzanas de distancia; brillaba y corría de un escondite a otro.
—¡Han capturado a Mishwa! —exclamó Arth—. ¡Y… y se ha liberado y amenaza con abalanzarse contra Perth! ¡A por él, Mishwa! ¡Intentan detenerlo antes de que… eh, Dennis, dame eso!
Dennis le había quitado el catalejo de las manos. Ignorando las protestas de Arth, trató de no temblar mientras lo enfocaba en un tejado situado a un centenar de metros de distancia. Algo rápido y borroso pasó ante su línea de visión.
Tardó unos instantes en encontrar el punto exacto. Luego, durante unos segundos, lo único que pudo ver fue el ala del tejado donde se había ocultado la cosa.
Por fin, algo sobresalió de detrás: un ojo al final de un fino tallo que giraba a izquierda y derecha, escrutando.
—Bueno, que me zurzan si…
—¡Denniz! ¡Dame la caja! ¡Tengo que ver si Mish se la dio a esa rata de Perth!
Arth tiraba de su pernera izquierda. Dennis se soltó, enfocando el catalejo.
La cosa que finalmente salió de detrás del respiradero había cambiado sutilmente desde la última vez que Dennis la había visto, en una carretera, una noche oscura. Se había convertido en una sombra más pálida, que se confundía bien con el color de los edificios. Sus brazos y cámaras de muestra escrutaban la multitud de debajo mientras se movía.
En su espalda llevaba un pasajero.
—¡Duen! —maldijo Dennis.
El curioso animalito había encontrado al cómplice perfecto para su actividad favorita: espiar desde las aceras. ¡Y cabalgaba el robot de exploración del Tecnológico Sahariano como si fuera su montura personal!
Las múltiples coincidencias y la ironía eran abrumadoras. Lo único que Dennis sabía era que el robot era la clave de todo: para el rescate de sus amigos y la princesa, para salir de Zuslik, para reparar el zievatrón… ¡para todo!
¿Qué no podría conseguir un hombre con sus conocimientos simplemente aplicando el Efecto Práctica a una máquina tan sofisticada como aquélla? ¡Podría ayudarle a construir más máquinas, incluso un nuevo mecanismo de regreso!
¡Necesitaba aquel robot!
—¡Duen! —gritó Dennis—. ¡Robot! ¡Ven a mí a informar ¡De inmediato! ¿Me oyes? ¡Ahora mismo!
Arth le tiró furiosamente del brazo. En la calle, la gente alzaba la cabeza con curiosidad.
La extraña pareja del tejado lejano pareció detenerse brevemente y volverse hacia él.
—¡Las órdenes anteriores quedan anuladas! —gritó de nuevo—. ¡Ven aquí ahora mismo!
Habría seguido gritando, pero cayó al suelo cuando Arth lo golpeó detrás de las rodillas. El pequeño ladrón era huesudo y fuerte. Cuando Dennis consiguió zafarse para volver a mirar, el robot y el cerduende habían desaparecido de la vista.
Arth le maldecía con todas sus fuerzas. Dennis sacudió la cabeza mientras se sentaba, frotándose las sienes. Su ataque de visión túnel se había evaporado, casi tan súbitamente como se había producido. Pero quizá fuese ya demasiado tarde.
Oh, caray, advirtió. La que he armado.
—Muy bien —le dijo a Arth—. ¡Suéltame! Salgamos de aquí ahora que podemos hacerlo.
Pero momentos después, cuando los soldados subieron al tejado, Dennis comprendió que había vuelto a equivocarse.