La compuerta se hallaba en una suave loma de hierba seca y amarilla. El prado se extendía hasta un riachuelo verde, situado a medio kilómetro de distancia. Más allá, filas de largas y estrechas colinas se alzaban hacia las montañas coronadas de blanco. Manojos de amarillo salpicaban de forma irregular alfombras de diversos tonos de verde.
Árboles.
Sí, parecían árboles de verdad, y el cielo era azul. Cirros blancos se entrelazaban en la cúpula celeste.
Durante un largo instante todo estuvo extraño, sobrenaturalmente silencioso. Dennis cayó en la cuenta de que había estado conteniendo la respiración desde la apertura de la puerta. Eso hizo que se sintiera mareado.
Al inhalar, saboreó el aire límpido y fresco. La brisa trajo sonidos del roce de la hierba y el crujir de las ramas. También trajo olores… el inconfundible aroma de la clorofila y el humus, de la hierba seca y de algo que parecía roble.
Dennis permaneció en el umbral de la compuerta y contempló los árboles. Desde luego, parecían robles. El paisaje le recordaba el norte de California.
¿Podía ser este lugar la Tierra?, se preguntó. ¿Les había gastado otra mala pasada el efecto ziev y les había proporcionado teletransportación en vez de un impulso interestelar?
Sería divertido hacer autostop hasta una cabina de teléfonos y llamar a Flaster con la noticia. A cobro revertido, por supuesto.
Dennis sintió una brusca puñalada cuando unas garras diminutas se clavaron en su hombro. Las alas membranosas del cerduende se abrieron con un sonido parecido a un disparo y la criatura revoloteó sobre el prado, hacia el grupito de árboles.
—¡Eh… Duen! ¿Dónde vas a…?
A Dennis se le ahogó la voz en la garganta cuando se dio cuenta de que aquello no podía ser la Tierra. Duen procedía de allí.
Empezó a advertir pequeños detalles: la forma de las hojas de hierba, una enorme planta parecida a un helecho junto al río, una curiosa sensación en el aire.
Dennis se aseguró de que la funda de su arma estuviera abierta y las perneras de sus pantalones bien cubiertas por sus botas. La hierba seca crujió bajo sus pies cuando echó a andar. Diminutos insectos zumbones llenaban el aire.
—¡Duen! —llamó, pero la pequeña criatura se había perdido de vista.
Dennis se movió cautelosamente, todos los sentidos alerta. Suponía que los primeros momentos en un mundo alienígena podían ser los más peligrosos.
Tratando de contemplar el cielo, el bosque y los insectos cercanos a la vez, ni siquiera advirtió el pequeño robot achaparrado hasta que tropezó con él y cayó de bruces al suelo.
Dennis rodó instintivamente hasta agazaparse, el arma en la mano, el pulso redoblando en sus oídos.
Suspiró al reconocer al pequeño robot explorador del Tecnológico Sahariano.
Las cámaras del robot lo siguieron con un zumbido apenas perceptible. Su torreta de observación giro lentamente. Dennis bajó la pistola de agujas.
—Ven aquí —ordenó.
El robot pareció considerar la orden por un momento. Luego se acercó caminando sobre sus patas de araña hasta detenerse a un metro de distancia.
—¿Qué tienes ahí? —señaló Dennis.
El robot sostenía algo en una de sus tenazas manipuladoras. Era un trozo de metal brillante, con una pinza en un extremo.
—¿No es una pieza de otro robot? —preguntó Dennis, esperando estar equivocado.
Comparado con algunas de las máquinas sofisticadas con las que Dennis había trabajado, el robot de exploración no era muy inteligente. Pero comprendía un vocabulario básico. Una luz verde destelló en su torreta, en señal de asentimiento.
—¿De dónde la has sacado?
La pequeña máquina se detuvo, luego giró y señaló con uno de sus otros brazos.
Dennis se incorporó y miró, pero no vio nada en esa dirección. Se movió cautelosamente por entre la alta hierba hasta que por fin llegó a una zona plana parcialmente oculta por los matorrales. Entonces se detuvo y echó un vistazo.
El claro parecía una tienda al aire libre, un taller de reparaciones a lo Grizzly Adams, un rústico basurero electrónico.
Uno… no, dos robots del I.T.S. habían sido desmontados torpemente; sus componentes yacían en filas ordenadas entre los manojos de hierba, aparentemente clasificados según su forma y tamaño.
Dennis se arrodilló y recogió una torreta cámara. La habían sacado de su sitio, y las piezas habían sido depositadas sobre el suelo, como mercancía para la venta.
El lodo pisoteado estaba cubierto de trozos de paja, alambre y cristal. Dennis miró con más atención. Aquí y allá, mezcladas entre las huellas y las piezas rotas de maquinaria plástica, había leves pero inconfundibles pisadas.
Dennis contempló las ordenadas filas de tornillos, tuercas, y tableros de circuitos, las leves marcas en el barro, y lo único que se le ocurrió fue un epitafio que había leído una vez en un cementerio de Nueva Inglaterra.
Sabía que esto tenía que pasar algún día.
Dennis siempre había sentido que estaba de algún modo destinado a encontrar algo verdaderamente inusitado durante su vida. Bueno, pues aquí lo tenía: pruebas tangibles de una inteligencia alienígena.
La confortable Gestalt terrícola acabó de evaporarse a su alrededor. Miró la «hierba» y vio que no se parecía a hierba ninguna que hubiera visto jamás. La fila de árboles era ahora un bosque oscuro y desconocido lleno de fuerzas malignas. Dennis sintió un cosquilleo en el cuello.
Un sonido chasqueante le hizo volverse, con la pistola de agujas en la mano. Pero era tan sólo el robot superviviente de nuevo, que hurgaba entre las piezas de sus compañeros desmontados.
Dennis recogió un tablero electrónico del suelo. Había sido arrancado a la fuerza de su sitio. Podría haber sido separado fácilmente tan sólo haciéndolo girar un poco, pero habían tirado de él, como si la entidad que hizo la disección nunca hubiera oído hablar de tornillos o tuercas.
¿Era entonces obra de seres primitivos? ¿O de alguien de una raza tan avanzada que había olvidado cosas tan sencillas como un tornillo?
Una cosa era segura. El ser o seres responsables no tenían mucha consideración con las propiedades de otra gente.
Los robots eran de plástico en su mayor parte. Advirtió que la mayoría de las piezas de metal más grandes parecían faltar por completo.
Dennis tuvo de repente una idea muy desagradable.
—Oh, no —murmuró—. ¡Por favor, que no sea así!
Se levantó con una sensación de oscura amenaza en la boca del estómago.
Dennis regresó a la compuerta. La rodeó y se detuvo de repente. Dejó escapar un gemido.
El panel de acceso al mecanismo de regreso del zievatrón estaba entreabierto. La caja electrónica estaba vacía; sus delicados componentes yacían en el suelo, como piezas de exposición en un estante. La mayoría estaban claramente rotas sin posibilidad de reparación.
Con una elocuencia nacida de la ironía, Dennis dijo simplemente « ¡Jo! » y se desplomó contra la pared de la compuerta.
Otro epigrama flotó en la desesperación que parecía llenar su cerebro; algo que un amigo le había dicho una vez sobre la fenomenología de la vida: Pienso, luego grito.
El robot «trinó» y repitió la secuencia otra vez. Dennis se concentró en las imágenes de hacía tres días, mostradas en la diminuta videopantalla de la máquina. Allí estaba sucediendo algo muy extraño.
La pequeña pantalla mostraba formas que parecían difusas figuras humanoides moviéndose alrededor de la compuerta del zievatrón. Los seres caminaban sobre dos patas y parecían acompañados por al menos dos clases de cuadrúpedos. Aparte de eso, Dennis apenas pudo distinguir detalle alguno en la ampliación.
El milagro era que pudiera ver algo. Según su inerte grabador, el robot se hallaba en un risco lejano, a varios kilómetros de distancia, cuando detectó actividad junto a la compuerta y regresó para fotografiar las formas reunidas alrededor del portal del zievatrón. A esa distancia, el robot no debería haber podido ver nada. Dennis sospechaba que algo iba mal en el rastreador interno del robot. Debía de haberse encontrado más cerca de lo que creía.
Por desgracia, aquella grabación era su única fuente de información. Los registros de los otros robots se habían estropeado cuando fueron desmontados de forma tan ruda.
Repasó el registro del robot hasta un punto situado unos tres días antes, cuando todo parecía haber empezado.
Primero llegó a la compuerta una pequeña figura de blanco. Cabalgaba a lomos de algo que parecía un pony, o un perro pastor muy grande. Dennis no podía decidir qué símil era más apropiado. Lo único que podía distinguir del humanoide era su delgadez y que se movía graciosamente mientras inspeccionaba el zievatrón desde todos los ángulos, sin apenas tocarlo.
La figura de blanco se sentó ante la compuerta y pareció iniciar un largo periodo de meditación. Transcurrieron varias horas. Dennis pasó la grabación a alta velocidad.
De repente, del borde del bosque, salió una tropa de nativos que cargaron hacia la compuerta montados sobre sus bestias peludas. A pesar de lo borroso de la imagen, Dennis pudo notar el pánico del primer intruso cuando éste se puso en pie, montó rápidamente y se largó, apenas a unos metros de sus perseguidores.
Dennis no vio más a la figura de blanco. Pero cuando un destacamento de los recién llegados fue en su persecución, el resto se detuvo junto a la compuerta.
La mayoría de estos humanoides parecía tener una gran cabeza peluda, erguida sobre los hombros. Entre ellos desmontó un bípedo más pequeño y orondo vestido de rojo, que se acercó decididamente a la compuerta.
Por mucho que lo intentara, Dennis no podía conseguir que las imágenes fueran más nítidas.
A estas alturas, el robot al parecer había decidido que toda esta actividad merecía atención más de cerca. Empezó a descender la colina para regresar a la base y echar un vistazo. Al cabo de un momento estaba por debajo del nivel de los árboles y la acción en el zievatrón se perdió de vista.
Por desgracia (o quizá por fortuna) el pequeño robot se movía despacio por el terreno irregular. Para cuando reapareció las criaturas ya habían terminado su disección de las máquinas terrestres y se habían marchado.
Quizá tenían prisa para ayudar a perseguir a la figura de blanco.
Dennis dejó que la grabación se apagara sola. Suspiró, lleno de frustración.
Había sido tentador, al contemplar aquellas formas borrosas, interpretarlas como humanas. Sin embargo, sabía que lo mejor era no abordar nada con ideas preconcebidas. Tenían que ser criaturas alienígenas, más relacionadas con el cerduende que con él mismo.
Sacó el disco de grabación del robot y lo sustituyó por uno en blanco.
—Vas a tener que ser mi explorador —dijo en voz alta ante el pequeño robot—. Supongo que querré que vayas por delante para averiguar por mí cómo son los habitantes de este mundo. Sólo que esta vez quiero que sitúes en máxima prioridad el sigilo y lo propia supervivencia. ¿Me oyes? ¡No quiero que te hagan trizas como a tus hermanos!
La lucecita verde de asentimiento sobre la torreta de la sonda se iluminó. Por supuesto, el robot no podía haber entendido todo eso. Dennis casi hablaba para sí, por concentrar sus propios pensamientos. Tendría que dar las instrucciones con cuidadosas frases en inglés robótico más tarde, cuando hubiera decidido exactamente lo que quería que hiciera la pequeña máquina.
Se enfrentaba a un problema real, y seguía sin estar seguro de qué podía hacer al respecto.
Cierto, Brady le había proporcionado «casi suficiente material para construir otro maldito zievatrón». Pero eso era otro asunto. ¡Nadie había imaginado que necesitaría llevar cables de repuesto, por el amor de Dios! Los dos hilos de cobre de alto voltaje habían sido arrancados de raíz, junto con la mayor parte del metal extraíble de la caja electrónica.
Aunque intentara construir y calibrar otro mecanismo de regreso, ¿mantendría Flaster el zievatrón conectado el tiempo suficiente para dejarle terminar? A Dennis le parecía comprender muy bien al jefe del I.T.S. El tipo ansiaba un éxito que asegurara sus ambiciones. ¡Dennis incluso podría ser declarado perdido para que el Laboratorio Uno se pusiera a trabajar en busca de otro mundo anómalo!
Y aunque intentara volver a montar el aparato, ¿lo dejarían en paz los nativos el tiempo suficiente para acabarlo?
Dennis recogió el único artefacto alienígena que había encontrado: un afilado cuchillo de hoja curva que uno de los vándalos había perdido en la hierba y al parecer había dejado olvidado.
La larga hoja pulida tenía el suave filo de una cuchilla, aunque era casi tan flexible como la goma dura. El mango estaba diseñado para una mano más pequeña que la suya, pero obviamente eso era para que resultara cómodo y proporcionara un agarre firme.
El mango estaba tallado con lo que parecía ser la forma de una cabeza de dragón. Dennis esperó que no fuera ése el aspecto de los nativos.
No podía distinguir de qué estaba hecho. Era dudoso que pudiera fabricarse un cuchillo mejor en la Tierra. Aquello parecía desmentir la idea de que los nativos eran primitivos.
Tal vez los vándalos eran el equivalente local de criminales o niños descuidados. (¿Podía ser la caza que había observado algún tipo de juego; como el escondite?)
Lo que había sucedido allí podría ser atípico de su sociedad como conjunto. Dennis trató de ser optimista. Lo único que en realidad necesitaba era un poco de metal y un par de días en un buen taller para arreglar y calibrar algunas de las partes estropeadas más grandes. El cuchillo parecía indicar que los nativos tenían tecnología suficientemente avanzada.
Puede que incluso conocieran muchas cosas que ignoraban los hombres de la Tierra. Trató de ser optimista, a imaginó que era el primer terrestre en entablar contacto amistoso con una cultura extraterrestre avanzada.
—Puede que incluso pueda cambiar mi reloj-cortaúñas por un auténtico gompwristzt o un K'k'kglamtring —murmuró—. ¡Podría hacerme rico en un santiamén!… El embajador Nuel. ¡El empresario Nuel!
Su moral se animó un poco. ¿Quién podía decirlo?
El sol se ponía en una dirección que Dennis decidió llamar oeste. Una alta cordillera de montañas cubría ese horizonte, extendiéndose hacia el sur y luego hacia el este alrededor de aquel valle elevado. La luz del sol destellaba en numerosos glaciares pequeños. Se veían los reflejos brillantes de un río que serpenteaba entre las montañas del sureste.
Dennis contempló los reflejos del río lejano. La belleza de aquel crepúsculo alienígena apagó parte del resquemor que sentía por hallarse aislado en un mundo extraño.
Entonces frunció el ceño.
Había algo extraño en la forma en que el río serpenteaba entre las montañas. Parecía alzarse y caer… alzarse y caer…
No es un río, comprendió por fin.
Es una carretera.
Nada podía hacer comprender mejor lo tangible de un mundo que tratar de excavar un agujero en él. Ejercicio, el chasquido del metal contra la tierra, el olor a sudor y el polvo reseco de los nidos de insecto abandonados; todo aquello verificaba la realidad del lugar como ninguna otra cosa pudiera hacerlo.
Dennis se apoyó en su pala y se secó el sudor. El trabajo duro había roto su aturdida reacción a las sorpresas del día pasado. Era bueno ponerse en acción, hacer algo respecto a su situación.
Dispersó arena sobre el montón plano, la aplastó, y luego cubrió el promontorio como un poco de hierba.
No podía llevar consigo en aquel viaje la mayor parte de sus suministros. Pero meterlos tras la compuerta tampoco serviría. Dejar aunque fuera un gramo dentro impediría a la gente del Laboratorio Uno enviar a nadie más.
Había usado cinta aislante para escribir un mensaje en la compuerta, diciendo dónde estaba enterrado, junto con el equipo, un informe detallado.
De todas formas, si conocía a Flaster y Brady, se tomarían su tiempo antes de decidir enviar otra misión. Realista, Dennis sabía que si alguien iba a arreglar el mecanismo de regreso sería el mismo. No podía permitirse más patinazos.
Ya había cometido un gran error. Aquella mañana, cuando abrió la compuerta y salió al brumoso amanecer, descubrió que el robot había desaparecido. Tras una hora de preocupada búsqueda, comprendió que se había marchado durante la noche. Encontró sus huellas en dirección este.
Debía de haber partido tras la pista de los humanoides, al parecer para averiguar cuanto fuera posible sobre ellos, fiel a sus instrucciones.
Dennis se maldijo por haber pensado en voz alta en presencia del robot el día anterior. Pero sinceramente, ¿quién iba a esperar que la máquina aceptara órdenes que no estuvieran en un primoroso inglés robótico?¡Tendría que haber rechazado las órdenes como demasiado flexibles a inconcretas! Ni siquiera le había dado al robot un límite de tiempo. ¡Probablemente estaría fuera hasta llenar sus cintas!
El robot debía de tener un cable suelto en alguna parte. Brady no bromeaba cuando dijo que algo sucedía con las máquinas que habían enviado allí.
Dennis ya había perdido dos compañeros desde su llegada a aquel mundo. Se preguntó qué habría sido del cerduende.
Probablemente había vuelto a su propio elemento, contento de haber perdido de vista a los locos alienígenas que lo habían capturado.
Mientras el sol blanquidorado se alzaba por encima de los árboles del este, Dennis se preparó para marchar. Tendría que hacerlo solo.
Tuvo que anudar las correas de su mochila para impedir que resbalaran. Al parecer, Brady había comprado el equipo más barato posible. Dennis murmuró algo sobre la probable parentela de su rival mientras se cargaba la mochila y se dirigió hacia el sur, hacia la carretera que había visto el día anterior.
Dennis caminó por estrechos senderos, siempre al acecho de posibles peligros. Pero el bosque era tranquilo. A pesar de los sonidos chirriantes de su molesta mochila, pronto disfrutó del sol y el aire fresco. Se guió lo mejor que pudo con la brújula barata que le había proporcionado Brady. Cuando se detenía junto a la ribera de los riachuelos apuntaba en una libreta las formas en que aquel mundo difería de casa. Hasta ahora la lista era breve.
Esta vegetación era muy parecida a la terrestre. Por ejemplo, el árbol predominante en esa zona parecía ser el haya.
Podía ser un signo de evolución paralela. O el zievatrón se abría a versiones alternativas de la propia Tierra. Dennis sabía tanto del efecto ziev como cualquiera allá en casa. Pero admitía que no era mucho. Se trataba de un campo muy nuevo.
Siguió recordándose avanzar con cautela. Con todo, a medida que el bosque se hacía más familiar, se encontró pasando el tiempo jugando mentalmente con las ecuaciones anómalas, tratando de encontrar alguna explicación.
Los animales del bosque, a cubierto, observaban recelosos cómo el preocupado terrestre recorría sus estrechos senderos a medida que avanzaba la mañana.
Cuando finalmente cayó la tarde, Dennis acampó bajo los árboles, junto a un arroyuelo. Como no quería encender una hoguera, se las apañó con el hornillo de gas barato que Brady le había proporcionado. Una débil llama chisporroteó al cobrar vida y pudo prepararse una ración tibia de estofado congelado.
Tendría que empezar a cazar pronto, se dijo. A pesar del informe bioquímico favorable, Dennis seguía sintiéndose incómodo con la idea de matar criaturas autóctonas. ¿Y si los «conejos» eran filósofos? ¿Podía estar seguro de que cualquier cosa a la que le disparara no fuera inteligente?
Cuando acabó la comida tibia, Dennis activó su alarma de campamento. No era mayor que una baraja de cartas, con una pequeña pantalla y una diminuta antena giratoria. Tuvo que darle varios golpecitos para ponerla en marcha.
Al parecer, Brady volvía a ahorrar dinero para el Tecnológico Sahariano.
—Puede que me dé una alarma de dos segundos si algo del tamaño de un elefante viene a fisgonear en mi mochila —suspiró Dennis.
Con la pistola de agujas a su lado, se tumbó en el saco de dormir y contempló por las aberturas entre las ramas cómo salían las constelaciones. Las configuraciones eran completamente extrañas.
Eso acababa con la teoría de la Tierra paralela de una vez por todas. Dennis borró tres líneas de ecuaciones de su pizarra mental.
Mientras esperaba a que llegara el sueño, contempló el cielo y dió nombre a las constelaciones.
Hacia las montañas del sur, Alfresco el Poderoso luchaba con la gran serpiente, Estetoscopio. Los penetrantes ojos del héroe brillaban de forma desigual: uno rojo y parpadeante, el otro verde brillante y firme. El ojo verde podía ser un planeta, decidió Dennis. Si se movía a lo largo de las noches siguientes, le daría nombre propio.
Sobre Alfresco y Estetoscopio, el Coro de Doce Vírgenes acompañaba a Cosell el Locuaz, que entonaba una monótona descripción de la poderosa lucha de Alfresco. No importaba que los combatientes no se hubieran movido en milenios. El locutor encontraba con qué llenar el tiempo.
Encima, el Robot avanzaba, pequeño a imperturbable, hacia una autopista compuesta de miles de millones de números diminutos, persiguiendo al Hombre de Hierba… el Alienígena.
Dennis se agitó. Quiso mirar el destino que perseguía tan tenazmente el Hombre de Hierba. Quiso volver la cabeza. Pero finalmente comprendió, con la complacencia que viene con los sueños, que llevaba dormido algún tiempo.
Llegó a la carretera a últimas horas de la tarde del cuarto día.
Su diario rebosaba de notas sobre todo, desde árboles hasta insectos, de las formaciones rocosas a las variedades locales de aves y serpientes. Incluso había intentado tirar rocas desde un acantilado para cronometrar su caída y medir la fuerza de la gravedad. Todo parecía apoyar la idea de que aquel lugar no era la Tierra pero se le asemejaba muchísimo.
Aproximadamente la mitad de los animales parecía tener primos cercanos en casa. La otra mitad no se parecía a nada que él hubiera visto.
Dennis sentía que ya se estaba convirtiendo en un explorador experto como Darwin o Wallace o Goodall. Y lo mejor de todo: las botas empezaban a resultarle cómodas.
Las había odiado al principio. Pero después de las dolorosas ampollas iniciales, le parecieron más cómodas a cada día que pasaba. El resto de su equipo todavía le causaba molestias, pero se acostumbraba gradualmente.
La alarma de campamento seguía despertándolo varias veces cada noche, pero empezaba a cogerle el tranquillo a sus diminutos controles. Ya no saltaba cada vez que una hoja atravesaba volando su campamento.
La noche anterior, sin embargo, se despertó de golpe para ver a una tropa de cuadrúpedos de cascos peludos bordeando su campamento. Se quedaron mirando el haz de su linterna mientras su corazón redoblaba. Luego se marcharon.
Pensándolo bien, parecían bastante inofensivos, ¿pero por qué no le había despertado la alarma?
Las preocupaciones de Dennis por el equipo se borraron de su mente mientras recorría ansiosamente la última pendiente de grava hasta la autopista. Soltó la mochila y se acercó a arrodillarse junto a la curva.
Era una carretera extraña, apenas lo bastante ancha para que pasara un vehículo terrestre. Irregular y retorcida, seguía los contornos del terreno en vez de cortar a través de él, como habría hecho una carretera en la Tierra. Y sus bordes eran también irregulares, como si nadie se hubiera molestado en recortarlos cuando se depositó la capa.
El brillante pavimento era suave y a la vez duro. Dennis lo rozó y caminó unos pasos. Trató de arañarlo con una hebilla de metal y le echó agua de la cantimplora. Parecía a prueba de roces y de agua, y ofrecía un firme agarre.
Dos estrechos arroyuelos (separados por una distancia de exactamente uno coma cuarenta y dos metros) corrían por su centro, siguiendo cada giro y cada vuelta. Dennis se arrodilló para mirar de cerca uno de los diminutos canales; su sección transversal era un semicírculo casi perfecto y la superficie interior tan suave al tacto que resultaba casi resbaladiza.
Dennis se sentó en un promontorio cercano, silbando suavemente para sí.
Esta carretera era algo muy avanzado. Dudaba que una superficie como aquélla pudiera construirse en la Tierra.
¿Pero por qué los bordes irregulares? ¿Por qué los arroyuelos, o el sendero retorcido a ineficaz?
Era intrigante, como la manera ilógica en que habían sido destrozados los robots y el mecanismo de regreso. Los habitantes del lugar parecían pensar de forma distinta a los hombres.
En la compuerta, Dennis había descubierto que habían arrancando casi todo el metal del zievatrón. Creyó que eso podía significar que había llegado a un mundo pobre en metales. Pero en los últimos días había visto al menos tres zonas donde eran claramente visibles yacimientos de hierro y cobre.
Era un misterio.
Y sólo había una forma de averiguar más.
Al oeste, la carretera ascendía aún más entre las montañas. Al este, parecía descender hasta un ancho lecho de agua. Dennis recogió su mochila y siguió por la carretera, apartándose del sol de la tarde, dirigiéndose hacia lo que esperaba que fuera la civilización.
No era fácil acostumbrarse a la idea, pero Dennis estaba llegando a la conclusión de que había juzgado mal a Bernald Brady.
La noche después de encontrar la carretera, Dennis flexionó sobre el tema mientras removía una lata de sopa sobre el hornillo. Quizás había sido injusto al juzgar al I.T.S. Durante sus primeros días en este nuevo mundo, se había quejado continuamente de la calidad de su equipo, haciendo responsable a Brady de sus ampollas, sus hombros doloridos y sus comidas tibias. Pero esos problemas habían desaparecido progresivamente. Obviamente, había necesitado tiempo para adaptarse. Brady y el equipo habían sido quizá tan sólo un conveniente conjunto de chivos expiatorios para su miseria inicial.
Ahora que al parecer le había cogido el truco, el pequeño hornillo funcionaba de maravilla. Su primera lata de combustible se había agotado en un día. Pero la segunda había durado mucho más y calentó mejor su comida. Lo único que hacía falta al parecer era un poco de práctica.
Eso, confesó con un poco de inmodestia, y cierta aptitud mecánica.
Mientras la sopa se calentaba, Dennis examinó la pequeña alarma de campamento con nuevo respeto. Había tardado días, pero por fin descubrió que los colores de las lucecitas en su pantalla se correspondían burdamente con la cualidad carnívora de las criaturas cercanas. La correlación quedó clara cuando vio un par de criaturas parecidas a zorros acechando un grupito de aves y vio sus contrapartidas en la pantalla. Tal vez tuviera relación con la temperatura corporal, pero de algún modo la alarma había distinguido claramente los dos grupos con puntos rojos y amarillos en la pantalla.
A Dennis le molestaba un poco haber tardado tanto tiempo en darse cuenta. Tal vez había pasado demasiado tiempo de viaje jugando mentalmente con sus ecuaciones.
De todas formas, el viaje acabaría pronto. Durante todo el día había pasado ante signos de explotación en las colinas cercanas. Y la carretera se había ensanchado un poco. Sabía que pronto, tal vez al día siguiente, encontraría a las criaturas que gobernaban aquel mundo.
La alarma de campamento zumbaba en sus manos, y su pequeña antena giró de pronto para apuntar al oeste. La pálida pantalla cobró vida y una alarma avisó suavemente.
Dennis desconectó el sonido y extendió la mano para sacar la pistola de agujas de su funda. Apagó el hornillo. Cuando su débil suspiro se consumió, Dennis sólo pudo oír el viento suave entre las ramas.
El bosque nocturno era un denso laberinto de sombras. Sólo unas cuantas estrellas parpadeaban en las alturas a través de las nubes.
Un pequeño grupo de puntitos apareció en la esquina inferior izquierda de la pantalla de la alarma. Formaban una banda serpenteante que avanzaba hacia el centro de la pantalla.
Finalmente oyó leves crujidos, y suaves bufidos en la distancia.
Los puntos de la pantalla se dividieron en colores. Más de una docena de grandes puntos amarillos avanzaba en procesión, al parecer siguiendo la carretera.
Amarillo era el color que había aprendido a aplicar a los herbívoros. Intercalados entre los puntos amarillos, un gran número de puntos brillaba en rosa, a incluso en rojo fuerte. Y en el centro de la procesión había dos pequeñas luces verdes. Dennis no tenía ni idea de lo que significaban.
A cierta distancia de la procesión, seguía otro pequeño punto verde.
Su campamento estaba un poco apartado de la carretera, colina arriba. Dejó a un lado la alarma y bajó cuidadosamente la pendiente. La noche parecía amplificar el chasquido de cada ramita mientras trataba de moverse en silencio hasta un punto de observación más favorable.
Tras una breve espera, un brillo leve apareció a su izquierda. Se intensificó, y después se convirtió en una dolorosa y taladrante luz blanca que se colaba entre los árboles situados junto a la carretera.
¡Faros! Dennis parpadeó. «Bueno, ¿por qué me sorprende? ¿Pensaba que los fabricantes de una carretera como ésta no podrían iluminarla?»
Oculto por los matorrales, contempló de nuevo el brillante haz. Vagas figuras marchaban tras él, bípedas, moviendo los brazos.
La procesión pasó ante su escondite. Dennis oyó los graves bufidos de las bestias. Cubriéndose los ojos, distinguió gigantes cuadrúpedos que tiraban de enormes vehículos que se deslizaban sin sonido por la carretera. Cada vehículo enviaba un brillante rayo a la oscuridad.
Tras cada uno de ellos venía una formación de bípedos. Dennis entrevió gruesos ropajes con capucha y lo que parecían ser armas afiladas y centelleantes, sostenidas en alto.
Pero cada vez que su visión nocturna empezaba a normalizarse, otro gigantesco trineo doblaba la esquina por el oeste, su brillante rayo lo envolvía y lo hacía aplastarse de nuevo contra el suelo. ¡Resultaba frustrante, pero no parecía haber ninguna manera de conseguir ver mejor!
Pasaron más figuras bamboleantes y encapuchadas, luego más cuadrúpedos, tirando de las enormes y silenciosas carretas. Dennis trató de dilucidar cómo se movían. Ni oía ni veía ninguna rueda. Sin embargo, los hovercraft producirían estallidos de aire comprimido, ¿no?
¿Antigravedad? Ninguna otra cosa parecía encajar. Pero si era así, ¿por qué el use de tracción animal?
¿Podía tratarse de descendientes de alguna civilización caída que reemprendía el comercio con rudos fragmentos de la tecnología de sus antepasados? Eso parecía encajar con lo que observaba.
La idea de la antigravedad le excitaba. ¿Podría ser ésa la diferencia en las leyes físicas que había mencionado Brady durante aquellos últimos momentos en la Tierra?
Una última tropa de «guerreros» encapuchados pasó por debajo de él. Iban cabalgando. Sus monturas meneaban las tupidas crines y resoplaban, y le parecían tanto pequeños ponis velludos que Dennis desconfió de su observación. Sería demasiado tentador interpretar lo que veía en términos terrestres.
Se frotó los ojos y observó. Pero sólo pudo distinguir siluetas.
Un animal entre los jinetes llevaba una figura más pequeña cubierta con una ajada capa blanca; destacaba en la penumbra más allá de los faros. Algo en su porte le dijo que se trataba de un prisionero. No llevaba armas brillantes, y sus brazos yacían inmóviles sobre el cuello del animal. La cabeza encapuchada caía hacia delante, abatida.
Mientras los jinetes pasaban por debajo, la cabeza del prisionero de blanco se alzó, y luego empezó a girar como para mirar entre los matorrales hacia el lugar donde Dennis estaba escondido. Dennis se agachó, sintiendo que la garganta se le quedaba de pronto seca.
Una de las oscuras siluetas de delante giró en su silla y tiró de una cuerda. La montura del prisionero avanzó, y el grupo terminó de pasar.
Dennis parpadeó y sacudió la cabeza para despejarla. Por un momento, en medio del resplandor y la confusión, había experimentado una extraña ilusión. Le había parecido que la capa blanca del prisionero se abría (durante un breve, atemporal instante) y la luz de las estrellas le mostraba el triste y abatido rostro de una hermosa muchacha.
Durante un buen rato la imagen permaneció grabada en su cerebro. Tanto, en realidad, que Dennis apenas se dio cuenta de que la procesión había terminado.
Se sentía un poco marcado. Sí, eso debía ser. Demasiada excitación le había hecho ver cosas.
Dennis contempló el último destello de la caravana remontar la lejana curva al este. Seguía sin saber nada de la tecnología y la cultura de los lugareños. Lo único que había aprendido era que los nativos compartían algunos de los menos agradables hábitos humanos… como la forma en que se trataban mutuamente.
Un momento después un murmullo diminuto llegó desde la carretera.
Dennis recordó de pronto la imagen de la pantalla de la alarma. Había otro puntito verde siguiendo la caravana. Con toda la excitación del momento, lo había olvidado.
Avanzó arrastrándose para poder ver mejor. No había luces brillantes y cegadoras. ¡Ahora sí que podría echar un buen vistazo!
Se deslizó en silencio hasta el borde de la carretera misma. Al principio no vio nada. Entonces un ruidito le hizo mirar hacia la derecha.
Un destello de cristal y plástico reflejó el leve brillo de la procesión en la distancia. Un diminuto brazo articulado se agitó a la tenue luz de las estrellas. Sobre sus silenciosos engranajes, el robot de exploración del Tecnológico Sahariano seguía la carretera alienígena hacia el este… cumpliendo las instrucciones de Dennis al pie de la letra …
… averiguando datos sobre los nativos.
Dennis reprimió con esfuerzo un grito. ¡Máquina idiota! Corrió hacia la carretera, tropezó con una raíz e hizo rodando el resto del camino. Se puso en pie a tiempo de ver al robot, uno de sus brazos agitándose como en gesto de despedida, remontar la curva y perderse de vista.
Dennis maldijo en voz baja, pero con toda el alma. Las cintas del robot contenían sin duda toda la información que necesitaba. Pero no podía perseguirlo o llamarlo sin atraer la atención de los guardias de la caravana.
Todavía murmuraba en voz baja, allí de pie en medio de la carretera oscura, cuando algo vivo cayó sobre su cabeza desde una rama cercana. Dennis boqueó alarmado mientras la cosa se agarraba con fuerza cubriéndole los ojos y le hacía retroceder, dando tumbos, entre los árboles.
—¿Cuál era la gran idea, darme un susto de muerte? —protestó Dennis roncamente—. ¡Podría haber tropezado con algo y habernos hecho daño los dos!
El objeto de su ira lo contemplaba desde una roca a unos pocos palmos de distancia, los ojos verdes brillando a la luz del hornillo del campamento.
El cerduende bostezó complacido, al parecer con la opinión de que Dennis hacía una montaña de un granito de arena.
—¡Malditos sean todos los nativos y las máquinas! ¿Y dónde has estado estos últimos cuatro días, por cierto? Te rescato de un destino peor que el aburrimiento a manos de Bernald Brady, y a cambio todo lo que pido es un amigo que conozca el vecindario. ¿Qué ocurre? ¡Ese «amigo» se marcha y me deja solo, hasta que el aislamiento acaba por hacer que hable solo… o peor, a un cerdito volador que no puede comprender una palabra de lo que digo…!
Dennis descubrió que las manos habían dejado de temblarle. Se sirvió una taza de sopa. Tras soplarla, murmuró mientras se calmaba lentamente:
—Estúpidos etés bromistas… malditos alienígenas…
Miró por encima de la taza al diminuto animal nativo. Había sacado la lengua. Sus ojos se encontraron con los suyos.
Dennis dejó escapar un suspiro de rendición. Sirvió más sopa en la tapa de la olla. El cerduende saltó y la lamió delicadamente, mirándolo de vez en cuando.
Cuando ambos hubieron terminado, Dennis lavó los utensilios y volvió a su saco de dormir. Recogió la alarma y la manipuló. Duen saltó a su lado y lo observó.
Dennis trató de ignorarlo pero no pudo mantener su ira por mucho tiempo, no con el animal mirándolo de esa forma, ronroneando, observando con aparente fascinación los ajustes que hacía a la delicada máquina.
Dennis se encogió de hombros y cogió en brazos a la pequeña criatura.
—¿Qué hay entre tú y las máquinas? No puedes utilizarlas. ¿Ves? —Indicó sus pequeñas zarpas—. ¡No tienes manos!
Con el hornillo apagado, la noche se aposentó en el bosque. En una pequeña isla en el silencio, Dennis pronto se encontró hablándole al cerduende de las constelaciones y todas las otras cosas que había descubierto.
Y se dio cuenta de que era bueno tener compañía, aunque fuera la de una criatura alienígena que no entendía ni una sola palabra de lo que decía.