—¡Ahora, recordad lo que os he dicho! —gritó Gath a los otros aeronautas. De las barquillas de diez globos flotantes llegaron voces de asentimiento.
Gath se volvió a hizo una señal con el pulgar hacia arriba a Stivyung Sigel, que dirigía el globo principal del contingente sur. El fornido granjero asintió. Se llevó las manos a la boca.
—¡Adelante!
Sonaron dos trompetas.
Unas hachas cortaron las amarras. Las bolsas de arena cayeron. Unas manos extendieron carbones nuevos sobre las ascuas humeantes situadas bajo las bolsas abiertas. Uno a uno, los globos brillantes se alzaron más allá de los altos árboles y subieron al cielo.
Habían esperado mucho tiempo un viento favorable. Por fin llegó uno que soplaba en la dirección adecuada pero que no los forzaría a la batalla demasiado pronto.
Bajo ellos avanzaba un convoy de tropas de apoyo dispuesto a lanzar cuerdas de anclaje cuando llegara el momento de sujetar la flotilla de aeróstatos.
Gath estaba lleno de excitación. Después de toda la espera, estar en el aire y en acción era maravilloso. Era el pago a todo el esfuerzo que Stivyung y él habían hecho con los creadores y practicadores L´Toff.
Flotaron hacia el este llevados por el viento. Parecieron horas, pero pronto estuvieron sobre las cumbres Ruddik, donde el enemigo había hecho su incursión más profunda hasta el momento. El contingente de Stivyung flotó sobre la parte sur, bordeando ese lado del cañón. Allí sus aeronautas lanzaron anclas a los hombres que esperaban. Los soldados L´Toff de debajo se dispersaron por las rocas para coger las anclas y atarlos.
Cuando las fuerzas de Gath se encontraron sobre la estribación norte, repitieron la operación.
Los aeronautas no habían tenido tiempo para practicar la técnica. Por fortuna, sólo un globo del contingente sur flotaba libre, sin anclaje, hacia el este, ganando altura rápidamente. Era una pérdida menor de lo que Gath había esperado. Su plan era enviar un globo al este de todas formas, con un mensaje para el rey de Coylia. Ni siquiera los planeadores de Kremer podrían detener el mensaje si el globo ganaba la suficiente altitud a tiempo.
Si los L´Toff de tierra aplaudieron cuando los globos aparecieron a la vista, el enemigo alzó la cabeza lleno de desazón. Ya se habían extendido los rumores sobre el gran monstruo redondo que había surcado Zuslik una noche, meses antes. Y ahora había diez de aquellos colosos, observándolos con fieros rostros pintados. Los atacantes retrocedieron nerviosos de los altos reductos y murmuraron aterrados mientras los capitanes consultaban sobre la nueva situación.
Allí, en el lugar que los L´Toff habían elegido para resistir, el terreno era extremadamente escarpado. Una sucesión estudiada de aludes mortales podía hacer muy costoso cualquier ataque directo por tierra.
Pero todas esas defensas requerían que los planeadoras de Kremer fueran rechazados para que los luchadores L´Toff de las alturas pudieran trabajar sin ser molestados.
Para ese propósito había sido enviado el destacamento de globos. La prueba no se hizo esperar demasiado.
—¡Allí! —señaló uno de los jóvenes arqueros de 1a barquilla de Gath.
Contra las nubes, altas en el cielo de mediodía, se recortaban al menos dos docenas de formas negras. Los planeadores parecían halcones en la distancia, y se cernieron, de pronto, como grandes aves de presa.
—¡Preparaos! —gritó el capitán de una barquilla vecina.
El enemigo pareció pequeño y distante durante un rato que se les antojó eterno. Entonces, en un momento, los tuvieron encima. Alrededor de Gath, sus arqueros gritaban.
—¡Allí! ¡Dispara!
—¡Vienen demasiado rápido!
—¡Deja de quejarte, chico! ¡Sólo detenlos!
El murmullo de voces era casi tan enervante como las sombrías alas negras que se agitaban sobre ellos.
—¡Hurra! ¡Le di a uno!
—¡Magnífico! ¡Pero que no se lo suba a la cabeza!
—¡Cuidado con esos dardos!
Hubo gritos de dolor y gritos de triunfo, todo en cuestión de segundos.
Luego, casi tan rápidamente como habían venido, los planeadores se retiraron a lo largo de los riscos, buscando corrientes de aire cuidadosamente estudiadas. Detrás, dejaron a tres miembros de su escuadrón destrozados, sus restos esparcidos por el suelo.
Un cuarto planeador, incapaz de recuperarse de un desgarrón en su ala de dragón, chocó directamente contra la pared de un acantilado ante los ojos de Gath. Los defensores, tanto arriba como abajo, vitorearon.
—¡Muy bien! —gritó Gath roncamente en cuanto recuperó el aliento—. ¡Volverán, y no será tan fácil rechazarlos la próxima vez!
»¡Pero hasta que regresen, nos concentraremos en el enemigo de tierra! ¡Fijad vuestros blancos, y haced que esas flechas cuenten!
Costaría mucho conseguir más munición. Recibir nuevos suministros por medio de baldes sería lento y peligroso. Y ahora el comandante de tierra enemigo sin duda lanzaría cuanto tenía a los puntos donde estaban anclados los globos de apoyo. Gath podía ver ya que los invasores preparaban a sus tropas para un asalto a la otra colina del cañón, donde había atracados cuatro globos de Stivyung Sigel.
A partir de entonces, los ataques se sucedieron a intervalos de una hora. Los arqueros se cobraron un precio terrible en los invasores de tierra. Pero cada flecha perdida era preciosa… en la creación, en la práctica perdida y en la dificultad de izar nuevos suministros siendo atacados.
Y también los defensores iban cayendo a medida que la batalla progresaba. Los luchadores L´Toff de tierra combatían por conservar el terreno y defender los puntos de anclaje. Las fuerzas de los barones luchaban con la misma desesperación por tomar esas montañas.
La larga tarde pasó en una lenta agonía, recalcada por momentos de terror puro. En cuestión de unas horas, la táctica empezó a quedar clara.
En la zona norte, la defensa iba bien de momento. Los arqueros de Gath causaban numerosas bajas entre los atacantes que intentaban escalar las pendientes y consiguieron repeler tres oleadas de planeadores.
Pero en la zona sur las cosas habían empezado a ir mal. Antes de que el sol rebasara los picos más altos, dos de los globos de Sigel se perdieron, uno cuando su bolsa fue agujereada. El globo se posó lentamente en el suelo. El otro se perdió sobre las llanuras cuando tomaron su punto de anclaje. Ascendió demasiado despacio y acabó cayendo bajo una lluvia de dardos cuando los planeadores de Kremer convergieron desde todas partes, como lobos alrededor de un cordero herido.
Gath se preguntó si Stivyung podría aguantar hasta el anochecer. Los dos globos restantes de las fuerzas del sur no podrían ofrecerse mucho apoyo mutuo.
Gath contempló indefenso cómo a últimas horas de la tarde llegaban refuerzos enemigos… incluida una docena de planeadores frescos. ¡Kremer parecía tener un suministro infinito de ellos! O quizá sus generales sacrificaban el apoyo aéreo de otros frentes para dominar ese peligroso punto en el centro.
A medida que caía la tarde, Gath contempló cómo la flota entera de planeadores se cernía sobre los dos globos de la montaña solitaria. ¡Y no había nada que pudiera hacer para ayudar!
—¡Frena! ¡Frena!
Dennis advirtió que tanto Arth como Linnora habían imitado su cántico. La resonancia de práctica se había apoderado de ellos.
Un fuego plateado parecía danzar alrededor del cuerpo del carro, y su aceleración pendiente abajo, en efecto, se redujo. Pero eso no impidió que avanzaran inexorablemente hacia el barranco, que se abría a diez metros, cinco metros, dos metros por delante.
En el último instante las ruedas del robot se aferraron al suelo y los detuvo en medio de una nube de polvo. Quedaron tambaleándose al borde del precipicio.
Arth se agarró al estrecho tronco de árbol que había roto en parte el impulso del carro. El ladronzuelo se agarró por su vida.
Dennis se limpió la arena de los ojos y evitó mirar hacia abajo. Trató de despejarse la garganta de polvo para pedir amablemente al robot que redoblara sus esfuerzos para sacarlos del borde del acantilado. Pero el carro eligió ese momento para avanzar unos cuantos centímetros más. Cayó con un golpe, dejando las patas del robot colgando sobre el abismo.
—Muy bien —entonó Dennis, un poquito preocupado a esas alturas—. ¿Linnora? ¿Arth? ¿Estáis bien? Tengo una idea. Coloquémonos detrás, despacio y con cuidado.
Sintió que Linnora empezaba a aflojarse el cinturón. Obviamente, tenía la misma idea. Era hora de salir de allí.
Algo pasó zumbando junto a la cabeza de Dennis. Al principio pensó que se trataba de algún insecto grande, pero al volverse alcanzó a ver una segunda flecha que atravesaba el lugar que su oreja había ocupado un instante antes.
—¡Eh! —aulló Arth. Una flecha temblaba en el tronco del árbol, a pocos centímetros de sus dedos.
En lo alto de la pendiente Dennis vio al menos a una docena de arqueros del barón Kremer, con sus uniformes grises, que bajaban con cautela hacia ellos, situándose en posición para asestar el golpe de gracia. Al parecer, capturarlos ya no era para ellos una opción válida llegados a ese punto.
Dennis comprendió que, en realidad, no tenían ni que molestarse en matarlos. Arth se debilitaba a ojos vistas y pronto tendría que soltar o bien el árbol o el planeador. Linnora y él nunca podrían llegar hasta la parte trasera del carro lo bastante rápido.
Era así? Dennis buscó alrededor alguna manera de salir, mientras las flechas silbaban junto a ellos o se clavaban, zumbando, en los costados del carro.
Linnora buscaba su cuchillo. Dennis se preguntó qué intentaba hacer. Entonces lo comprendió.
¡El planeador! ¡Si podemos soltarlo del carro a tiempo, tal vez podamos escapar en él!
Pero primero habría que atender las alas. Ahora estaban en vertical, como las velas de un barco, sujetas por una recia cuerda. Linnora se dirigía hacia ella con su cuchillo.
Dennis casi tardó medio segundo en recordar lo tenso que estaba en ese cable.
—¡No! ¡Linnora, no!
Demasiado tarde. Ella cortó la cuerda. Las alas chasquearon violentamente, derribando dos flechas mortales en pleno vuelo.
Quizá fuera una decisión racional, pero Arth nunca pudo explicar por qué soltó el árbol y no el carro. Pero cuando la pequeña carreta corcoveó de repente, como un corcel loco, Arth se lanzó a la parte trasera del carro, tras las grandes alas. Dennis y Linnora cayeron hacia delante mientras el extraño vehículo se inclinaba peligrosamente, meciéndose inestable en el borde del precipicio.
El cerduende saltó al hombro de Dennis. La pequeña criatura tenía la expresión de quien ya ha aguantado demasiado. Aquel viaje ya no era divertido.
¿Dispuesto a abandonarnos otra vez?, pensó Dennis, incapaz de hacer otra cosa.
El krenegee se encogió de hombros, como si comprendiera. Flexionó sus alas membranosas, preparándose para partir. Entonces, por primera vez, echó un buen vistazo por encima del borde del carro al cañón que había debajo.
—¡…! —trinó en voz alta, y se estremeció. Sus pequeñas alas membranosas nunca habían sido diseñadas para volar de verdad. ¡No impedirían que quedara aplastado y reducido a melaza después de una caída como ésa! Dennis casi se echó a reír cuando la sibilina criatura dio por fin señas de consternación.
Todo esto duró apenas un segundo mientras el carro se mecía y luego empezaba a deslizarse. Una andanada de flechas falló el blanco por milímetros mientras la máquina caía hacia el precipicio. El cerduende gimió. Arth gritó. Dennis se agarró con fuerza mientras el cañón se abría bajo ellos.
En ese momento, Linnora los salvó.
Empezó a cantar.
La primera nota aguda fue de una claridad tan sorprendente que apartó su atención de la hipnotizante visión del fondo del barranco. Como equipo de práctica, habían trabajado juntos durante mucho tiempo. Su llamada sirvió de foco. Por hábito, más que por deseo, el trance felthesh se formó a su alrededor.
Dennis sintió la mente de Linnora entrar en contacto con la suya propia. Luego captó a Arth, a incluso a la bestia krenegee, que se tomaba todo aquello en serio por primera vez desde que la conocía. El espacio a su alrededor pareció destellar y arder de energía. El poder estaba allí, y la desesperada voluntad de cambiar la realidad.
Por desgracia, no había foco. ¡Había que estar usando algo para que el Efecto Práctica funcionara!
La mente consciente de Dennis no se hallaba en estado de proporcionar una respuesta. Fue buena cosa, pues, que su inconsciente lo dominara y tomara la iniciativa.
En ese instante, con el suelo corriendo hacia ellos, Dennis sintió como si el tiempo se contrajera a su alrededor. En una bruma de caótica energía que se parecía extrañamente al campo que rodeaba el zievatrón, parpadeó una, dos veces, y luego cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, se encontró sentado junto a un joven de pelo oscuro con un grueso bigote engominado. El tipo llevaba una casaca de cuero blanco que se agitaba con el viento, y un par de anticuadas gafas de batalla sobre los ojos.
Estaban sentados juntos en un extraño armatoste de lienzo blanco y armazón de maderos unidos por cuerdas de piano. Aunque el aire zumbaba junto a ellos, la brumosa realidad que los rodeaba parecía totalmente gris e inmóvil.
—Lo pasamos fatal buscando la manera adecuada de alabear las alas —explicó el tipo por encima del rugido. Tenía que gritar para hacerse oír—. Langley nunca llegó a comprenderlo, ¿sabe? Se lanzó sin probar sus diseños en un túnel de viento artificial adecuado, como hicimos Wilbur y yo…
Dennis parpadeó sorprendido. Y en el tiempo que tardó en cerrar los ojos y volver a abrirlos, su entorno cambió.
—… así que tuve que probar el X-10 personalmente, ¿sabe? ¡El motor ocupaba más de la mitad de la longitud del maldito trasto! ¡Los primeros prototipos que hicimos acabaron reducidos a cenizas! ¡Lo llamaron bomba volante! No le podía pedir a nadie que se encargara de ello, ¿entiende?
El hombre de la casaca y las gafas había desaparecido, sustituido por un tipo de bigote fino, expresión sardónica y sombrero ancho de fieltro. Sacudió la cabeza y se echó a reír.
—Fue un trabajo duro. Cierto, había heredado dinero e iba encaramado sobre el hombro de gigantes. ¡Lo admito! Pero sudé sangre con cada uno de mis diseños.
El espacio que los rodeaba seguía siendo aquel brumoso titilar a medias real, como los límites de un sueño. Pero el débil conjunto de madera y tela había sido sustituido por una ruidosa crisálida de metal remachado y cristal que vibraba con la potencia de un millar de caballos.
—Y no crea que no intuyo ya a veces los pasos de inventores posteriores —el piloto del monoplano sonrió—, aquí mismo. —Palmeó su hombro y se echó a reír.
El tipo le resultaba familiar, aunque Dennis no podía situarlo… como si se tratara de alguien sobre quien había leído en algún libro de historia. Dennis parpadeó, y cuando volvió a abrir los ojos la escena había vuelto a cambiar. El hombre de pelo oscuro y la cabina habían desaparecido.
Esta vez sólo fue un leve atisbo. El rugido del motor había enmudecido un poco. Olía a crisantemos, y durante el momento en que sus ojos permanecieron abiertos vio a una mujer con un sombrero de paja y un vistoso pañuelo rosa. Ella le sonrió desde sus controles, y le hizo un guiño. A través de la ventanilla de la carlinga vio agua, hasta donde alcanzaba el horizonte. Luego volvió a producirse un salto.
Ahora estaba sentado en el lugar del copiloto, en un enorme bimotor… un bombardero, a juzgar por su aspecto. Olía a gasolina y goma. En sus manos, un volante vibraba con ritmo poderoso. Un hombre calvo con uniforme caqui le sonrió desde el otro grupo de controles.
—El progreso. —El tipo delgaducho sonrió—. Caray, tú sí que lo tienes fácil. ¡A los abueletes nos costó años de sudor llegar tan lejos, te lo aseguro!
Por primera vez en ese loco sueño, a Dennis le pareció comprender de qué hablaban. Reconoció la cara del hombre.
—Sí, lo sé. Supongo que le habría venido bien utilizar el Efecto Práctica en sus tiempos, coronel.
El oficial sacudió la cabeza.
—No. Fue mucho más divertido hacerlo nosotros mismos, aunque fuera más lento. Sólo pido que el universo sea justo, no que me haga favores especiales.
—Comprendo.
El coronel asintió.
—Bueno, cada uno de nosotros hace lo que tiene que hacer. Diga, ¿quiere quedarse por aquí un rato? Acabamos de despegar del Hornet, y vamos camino de divertirnos.
—Bueno, creo que será mejor que vuelva con mis amigos, señor. Pero gracias de todas formas. Fue un placer conocerle a usted y a los otros.
—No hay de qué. Es una lástima que no pueda quedarse para conocer a algunos pilotos de jets y astronautas. ¡Eso sí que son pilotos! —El coronel silbó—. Ah, bueno. Tan sólo recuerde una cosa, muchacho. ¡Nada sustituye al trabajo duro!
Dennis asintió. Cerró los ojos una vez más mientras el viento rugía y el sueño se deslizó a su alrededor como la bruma que se deshace con el amanecer.
¡Segundos que parecían haber sido proyectados en años se evaporaron, y cuando la niebla cristalina se disipó por fin, Dennis se encontró volando!
No estaba exactamente seguro de cuánto tiempo había pasado, pero muchísimos cambios se habían producido en la combinación carro-planeador, como evidenciaba el hecho de que estuvieran todavía vivos.
Mientras miraba a su alrededor, una luz pálida y titilante dejaba el armazón y la tela de las velas… ahora ancladas firmemente al carro-fuselaje, moviéndose rápidamente hacia afuera y hacia atrás como las de un vencejo. El carro en sí parecía haberse estilizado y desarrollado una cola. Su estrecho morro apuntaba orgullosamente hacia arriba, hacia la corriente termal en la que ascendían lentamente.
Debía de haber sido uno de los más poderosos trances felthesh habidos en Tatir. El cerduende se desplomó exhausto en su regazo, respirando con dificultad y mirando incrédulo a su alrededor. Dennis estaba todavía lo bastante inseguro en su posición al mando del planeador para no volverse, pero hubiese apostado a que Arth y Linnora se encontraban en un estado similar.
El sueño aún asomaba en los bordes de la mente de Dennis. Casi pudo sentir, otra vez, la gasolina, el aceite y el zumbido del metal.
Si e1 sueño hubiera continuado, sin duda habría conocido a más héroes de la aviación, invocados por su inconsciente para proporcionar un enfoque al intenso trance de practica. Pero había durado lo suficiente, y le dejó con una vaga sensación de orgullo. Esos hombres y mujeres eran la herencia de la Tierra. Por medio de valor e ingenuidad habían producido milagros en la realidad… a las duras.
Dennis se inclinó hacia un lado para echar un vistazo. La corriente de aire se agotaba. No los llevaría de vuelta al nivel de la carretera de montaña por la que habían caído. Tendría que encontrar otro lugar donde aterrizar.
Había una llanura cercana, un estribo al este de las montañas. Con cautela, Dennis se inclinó hacia la izquierda y dirigió el aparato para que girara suavemente. Había visto un lugar plano en la meseta. Tendría que valer. Mas allá sólo había una llanura irregular de peñascos hasta donde alcanzaba la vista.
De todas formas, no podían permanecer en el aire eternamente.
Dennis deseó que hubiera algún medio de hacer que el robot subiera con ellos a la cabina. No quería que resultara dañado en el aterrizaje. Pero tendría que correr el riesgo. Habló con la máquina para que se preparara lo mejor que pudiese.
Cayó en la cuenta de que la precaución era probablemente innecesaria. La pequeña máquina bien podría ser el único de ellos en sobrevivir a su encuentro con el suelo.
Aprovechó la altura para planear sobre la llanura. Tardó un rato en alcanzar la posición desde la que esperaba seguir el rumbo adecuado, luego giró e inició su maniobra. Tenía que salir bien, porque no iban a tener otra oportunidad.
Mientras se preparaba, aprovechó un momento para mirar a los otros. Arth estaba empapado en sudor, pero le hizo una señal afirmativa con los pulgares hacia arriba. Linnora parecía simplemente exaltada, como si no pudiera pedir más que haber experimentado lo que acababan de dejar atrás. Se inclinó un poco hacia delante y apretó su mejilla contra la de él. Dennis sonrió esperanzado y se volvió para preparar e1 aterrizaje.
—Muy bien, todo el mundo. ¡Allá vamos!
El «lugar plano» que se abalanzaba hacia ellos era en realidad un banco de arena con una pendiente de al menos diez grados de izquierda a derecha, sólo a una docena de metros del borde norte de la llanura. Llegó una ráfaga de viento, unos veinte grados a la izquierda del morro. Dennis mantuvo el equilibrio para que las velas la compensaran lo mejor posible. Sintió los brazos de Linnora agarrarse con fuerza alrededor de su pecho. En el último momento, alzó las rodillas y se preparó.
Las alas de tela orzaron levemente mientras el planeador se cernía como un albatros y se posaba suavemente sobre la blanca arena. La punta de una de las alas tocó e1 suelo, haciéndolos girar un poco mientras rebotaban por el suelo. La grava voló tras ellos cuando Arth se apoyó con todo su peso en los frenos mientras las ruedas del robot giraban furiosamente.
¡Había polvo por todas partes! Cegado, Dennis conducía completamente por instinto.
Por fin, se detuvieron. Cuando la arena se posó y las lágrimas limpiaron parte del polvo que le cubría los ojos, Dennis vio que el planeador se había detenido cerca del borde de la meseta. Otra caída de cincuenta metros se abría a sólo dos metros de distancia.
Uno a uno (primero Arth, luego Linnora y por fin Dennis), soltaron sus correas y bajaron del aparato. Apenas capaces de mantenerse en pie, se acercaron dando tumbos a una pequeña extensión de hierba bajo los escasos árboles.
Luego Arth y Linnora cayeron al suelo, mareados, y se echaron a reír. Esta vez Dennis se desplomó con ellos y se unió a sus carcajadas.
Varios minutos después, el cerduende alzó la cabeza del fondo del aparato. Todavía temblaba y se retorcía, por efecto del miedo y del poder del trance del que había sido obligado a formar parte. Durante un buen rato, simplemente miró a los locos humanos.
Por fin, mientras el sol se ponía al oeste entre las montañas, hizo una mueca de disgusto y se tumbó junto al robot para caer dormido al instante.
A pesar de que iban a paso tranquilo, Bernald Brady se sintió agotado mucho antes de que el grueso personaje vestido de rojo anunciara un alto para pasar la noche.
Era la primera vez que Brady montaba a caballo. Si alguna vez tenía oportunidad de declinar nuevas invitaciones, estaba seguro de que también sería la última. Desmontó torpemente. Un guardia se acercó y le soltó las manos, indicándole que se sentara junto a un árbol alto, junto al campamento.
Pronto encendieron una hoguera, y el olor de la comida al calentarse llenó el aire.
Uno de los soldados cogió un plato de guiso y se acercó a Brady para entregarle un maravilloso y liviano cuenco de cerámica. El terrestre comió mientras estudiaba el cuenco con asombro. Nunca había visto nada similar. Parecía justificar la teoría que había elaborado.
Aunque sus «captores» hacían muy bien eso de actuar como primitivos, no podían ocultar su auténtica naturaleza. Cosas como ese precioso cuenco de alta tecnología los delataba.
Esta gente pertenecía sin duda a una cultura avanzada. Una mirada a la carretera, y a sus maravillosos patines autolubricados, así se lo indicaba. Sólo había una explicación para lo que estaba sucediendo.
Obviamente, Nuel había pasado los tres últimos meses viviendo entre los nativos. Y todo ese tiempo había estado planeándolo, sabiendo que si esperaba lo suficiente Flaster sin duda le enviaría a él, Brady, para intentar una vez más arreglar el zievatrón. ¡En todo este tiempo Nuel sin duda se había congraciado con esa gente, quizá prometiéndoles pingües derechos de comercio con la Tierra! ¡A cambio, todo lo que tendrían que hacer era ayudarle a gastar un bromazo!
¡Parecía la forma típica de Nuel de establecer prioridades!
Sin duda los miembros de una civilización avanzada disponían de mucho tiempo libre. Brady había conocido a «medievalistas» en la Tierra que gustaban de cabalgar y jugar con armas anticuadas. ¡Nuel debía de haber contratado a una panda de locos por la historia para ayudarle a burlarse del próximo tipo que atravesara el zievatrón!
Estos tipos actuaban muy bien. Habían llegado a asustarlo durante un rato, sobre todo cuando el gordo empezó a interrogarlo sobre cada una de las piezas de su equipo.
Brady arrugó la nariz. ¡Aquello había ido demasiado lejos! ¡Imagínate, personas capaces de crear espadas con gemas quedándose perplejas al ver su rifle y su microondas portátil!
Oh, esta gente conocía a Nuel, desde luego. Cada vez que mencionaba su nombre, el «sacerdote» ponía cara rara. Los «soldados» sabían exactamente a quién se refería, aunque nunca admitían ni una palabra.
Sí, asintió Brady, convencido ya. Todos estaban en el ajo. Nuel se estaba vengando de él por haber cambiado aquellos chips de los tableros de circuitos de repuesto.
¡Bien, ya era más que suficiente! ¡Se acabó! El juego había llegado demasiado lejos. Las manos se le hinchaban y le habían golpeado y magullado… Brady decidió que era hora de reclamar sus derechos. Con mandíbula firme, soltó el cuenco ahora vacío y empezó a levantarse.
En ese momento uno de los «soldados» gritó.
Brady parpadeó al ver a uno de los hombres tambalearse por todo el campamento con una flecha clavada en la garganta. ¡De repente, todo el mundo corrió a cubierto!
¡Aquello era llevar el realismo un poco demasiado lejos! Brady vio cómo el soldado herido moría con un gorgoteo, ahogado en su propia sangre. Tragó saliva y tuvo la incómoda sensación de que tal vez su teoría necesitara alguna corrección.
—¡Guerrilleros! —oyó gritar a alguien—. ¡Infiltrados tras nuestras líneas!
Uno de los «oficiales» ladró una orden. Un destacamento de hombres corrió hacia los árboles que bordeaban el camino. Hubo una larga espera, seguida por una serie de ruidos fuertes: golpes y gritos agudos. Luego, al cabo de poco, un mensajero llegó corriendo al campamento.
El correo se dirigió al gordinflón vestido de rojo, que no corría ningún riesgo, agazapado tras un árbol cercano.
Brady se acercó hasta el borde de su propio árbol, desde donde pudo escuchar.
—… emboscada en una curva de la carretera. Supongo que uno de ellos debió de impacientarse esperándonos, y soltó antes de tiempo la trampa. Fue una suerte para nosotros. Pero seguimos atascados aquí hasta que podamos contactar con nuestro ejército.
El gordinflón de rojo, el llamado Hoss´k, se lamió los labios, nervioso.
—¡Usamos nuestra última paloma mensajera para informar a mi señor Kremer de que habíamos capturado a otro mago extranjero! ¿Cómo vamos a hacer llegar un mensaje ahora?
El oficial se encogió de hombros.
—Enviaré a una docena de hombres en diferentes direcciones después de anochecer. Lo único que necesitamos es que uno de ellos llegue…
Brady volvió a su refugio tras el árbol y permaneció allí sentado un buen rato, parpadeando. Sus cómodas teorías se disolvieron a su alrededor, y se quedó sumido en una realidad confusa y peligrosa.
«¡Yo no quise venir aquí!», se quejó silenciosamente al universo.
Suspiró. ¡Nunca debí haber dejado que Gabbie me convenciera para ofrecerme voluntario!
—Mi señor, hemos recibido un mensaje del diácono Hoss´k. Va de camino al Paso Norte. Dice haber encontrado…
El barón Kremer se volvió y rugió.
—¡Ahora no! ¡Enviadle a ese idiota la orden de quedarse donde está y no interferir con las fuerzas del norte!
El mensajero se inclinó rápidamente y salió de la tienda. Kremer regresó con sus oficiales.
—Continuemos. Decidme qué se está haciendo para despejar el valle del Ruddik de monstruos flotadores.
Kremer acababa de llegar, al amanecer, en un planeador de tres plazas. Le dolía la cabeza y se sentía un poco mareado. Sus subordinados comprendieron que tenía poco aguante, y se apresuraron a acceder a sus demandas.
—Mi señor, fueron detenidos ayer a la caída de la noche. Pero las fuerzas del conde Feif-dei se cierran ahora sobre los dos monstruos que quedan sobre el borde sur del cañón. Vamos a proporcionar un buen apoyo aéreo, ayudados por los refuerzos que ordenasteis enviar de los otros frentes.
»En cuanto los dos monstruos del sur queden eliminados, podremos asaltar la montaña. Será costoso, pero los L´Toff no podrán mantener sus posiciones. Tendrán que replegarse, y los cuatro monstruos restantes de la pendiente norte serán rodeados entonces. No podrán hacer nada.
—¿Y cuántos planeadores habremos perdido para entonces? —preguntó el barón.
—Oh, no muchos, mi señor. Quizá quince o veinte.
Kremer se desplomó en una silla.
—No muchos… —suspiró—. Mis valientes y afortunados pilotos… tantos. Una cuarta parte perdida, casi un tercio, y ninguno para apoyar las tropas del norte.
—Pero majestad, los monstruos habrán desaparecido. Y los L´Toff y los exploradores están luchando ya en todos los frentes. ¡Una brecha en cualquier parte, y los tendremos! Eso es especialmente cierto aquí. ¡Si logramos atravesar hacia el oeste hoy, partiremos al enemigo por la mitad!
Kremer alzó la cabeza. Vio entusiasmo en la cara de sus oficiales, y empezó a sentirse él mismo una vez más.
—¡Sí! —dijo—. Que traigan refuerzos. ¡Vayamos al Ruddik y seamos testigos de esta histórica victoria!
Cuando amaneció, Dennis y Linnora estaban tendidos uno al lado del otro, envueltos en una de las mantas de Surah Sigel en el banco de arena, contemplando el sol alzarse sobre las nubes del este.
Dennis se notaba los músculos como si fueran harapos fláccidos usados al máximo. Sólo que allí, en Tatir, un harapo que hubieran usado tanto no estaría en tan mal estado como él. Sólo mejoraría con cada lavado.
Cerca, oyó a Arth preparar el mejor desayuno posible con lo que quedaba de la cesta de Surah.
Linnora suspiró, la cabeza apoyada sobre el hombro de Dennis. Él se contentaba con vagar, sólo a medias consciente, en el suave y dulce aroma de su cabello. Sabía que pronto tendrían que empezar a pensar en un modo de salir de esa altiplanicie. Pero en ese momento no deseaba romper aquella sensación de paz.
Arth tosió. Dennis oyó al hombrecito acercarse al borde del precipicio, murmurar tristemente un momento, y luego volver a los árboles.
—¿Denniz?
Dennis no se quitó el brazo de la cara.
—¿Qué pasa, Arth?
—Denniz creo que será mejor que eches un vistazo a algo.
Dennis se destapó los ojos. Vio que Arth señalaba al oeste.
—¿Quieres dejar de hacer eso? —dijo Dennis mientras Linnora y él se incorporaban. No podía reprimir la irritación por la costumbre de Arth de traer malas noticias.
Arth señalaba el montículo del que habían caído el anochecer anterior, rodeados de flechas que hendían el aire.
Según el ordenador de muñeca de Dennis, habían pasado menos de diez horas desde que se lanzaron por aquel barranco, directos al corazón del Efecto Práctica.
Dennis oyó leves sonidos de lucha procedentes de esa dirección. Una columna de polvo de la batalla se alzaba entre las montañas. La nube parecía moverse lenta, inexorablemente hacia el sur.
Los L´Toff estaban siendo obligados a replegarse.
Pero no era eso lo que preocupaba a Arth. Señalaba un lugar situado por debajo y por detrás del polvo de la batalla. Dennis observó cuidadosamente la cara de la montaña, iluminada por el sol naciente. Entonces los vio.
Un pequeño destacamento de hombres se había separado de la lucha en las cumbres. Bajaban por la pendiente que una cascada había abierto gradualmente. Descendían con cuidado, ayudándose con cuerdas en los tramos más empinados.
Así que las tropas de Kremer no se rendían todavía. Sabían cuánto quería su señor a los fugitivos y habían enviado un contingente a perseguirlos incluso por esa altiplanicie solitaria.
Dennis calculó que tardarían poco más de dos horas, quizá tres, en llegar.
Linnora le tocó el hombro. ¡Dennis se giró, y dio un respingo cuando vio que ella estaba señalando a su vez!
¿Tú también? La miró acusador antes de seguir su gesto. Allá al sur, donde ella señalaba, algo brillante se movía contra el cielo. Varias cosas. Envidió la prodigiosa capacidad visual de Linnora.
—¿Qué…?
Entonces lo supo. El objeto más grande era un globo que flotaba en la luz matutina. Su gran bolsa de gas estaba en llamas, y varios objetos oscuros y malignos zumbaban a su alrededor, preparándose para matar.
Se acabó. En vez de un breve, pacífico respiro, la batalla ardía alrededor de ellos en muchos frentes. Sería mejor salir de aquella meseta antes de que los exploradores de Kremer llegaran. También sería deseable ver qué podía hacer su pequeña banda de aventureros para ayudar a los buenos.
Y a Dennis le pareció que tal vez tuvieran un medio.
Sacó el afilado cuchillo centenario que Surah Sigel le había dado, y se volvió hacia Linnora y Arth.
—Quiero que me busquéis un trozo de madera dura, aproximadamente de este grosor y esta longitud —indicó con las manos.
Cuando Arth empezó a hacer preguntas, Dennis se limitó a encogerse de hombros.
—Quiero tallar un poco —fue todo lo que dijo.
Linnora y Arth se miraron. Más magia, pensaron, asintiendo. Se volvieron sin decir nada más, y corrieron a los matorrales a buscar lo que quería el mago.
Cuando regresaron encontraron al terrestre enfrascado en una conversación… en parte consigo mismo y en parte con su demonio de metal. Había arrastrado el planeador hasta unos cuantos palmos del borde del precipicio con el robot instalado debajo una vez más. Había un montón de cosas en la arena, junto al aparato.
—Hemos encontrado un palo —anunció Arth.
—Y parece lo que querías —terminó Linnora.
Dennis asintió. Cogió la rama de un metro y empezó inmediatamente a descortezarla y a tallarla en arcos largos y curvos. Murmuraba para sí, distraído. Ni Linnora ni Arth se atrevieron a interrumpirlo.
El cerduende despertó de su sueño dentro del carro-planeador y se encaramó al parabrisas para observar.
Linnora frunció el ceño, consternada.
—Creo que quiere despegar otra vez —le susurró a Arth. Se dio cuenta, por ejemplo, de que había empezado a vaciar el aparato para aligerarlo—. Ven y ayúdame —le dijo al ladrón, y empezó a tirar de la silla y el banco para arrancarlos del planeador.
Sólo de vez en cuando alzaban la cabeza para valorar sus progresos. Los exploradores de Kremer habían avanzado en su descenso por la pendiente. Se acercaban cada vez más.
Arth y Linnora acababan de completar su tarea cuando Dennis terminó la suya.
Linnora pensaba que ya no podría sorprenderse por nada de lo que hiciera el mago. Pero entonces Dennis dejó de tallar, observó su labor durante un segundo, ¡y metió la mano bajo el planeador para darle el palo al robot!
—Toma —le dijo—. Cógelo firmemente por la mitad con el brazo manipulador central. Sí. Ahora gíralo en el sentido de las aguas del reloj. No, quiero un movimiento giratorio a lo largo del eje de ese brazo. ¡Eso es!
»No lo esfuerces al principio, pero hazlo girar lo más rápido que puedas —recalcó—. Tu misión es generar una brisa que vuelva hacia nosotros, y conducir el ascenso hacia delante.
Se volvió hacia los otros y sonrió. Como ellos se le quedaron mirando, trató de explicarse. Pero lo único que pudieron entender fue el nombre de la nueva herramienta: una hélice, la llamó.
El palo giró más y más rápido. Pronto fue sólo un borrón, y empezaron a notar un fuerte viento.
Dennis pidió a Arth que se quedara en tierra sujetando la parte trasera del aparato, para impedir que se moviera. Linnora subió a bordo y ocupó su lugar acostumbrado.
Dennis recogió al krenegee, que gimió agotado.
—Vamos, Duen. Sigues teniendo un trabajo que hacer. —Se sentó delante de Linnora y le hizo un gesto con la cabeza para que iniciara el trance de práctica.
—Hélice. —Linnora pronunció la nueva palabra para memorizarla. Cogió el klasmodion y tañó.
En Tatir, a veces incluso la gente se beneficiaba con la práctica. Los cuatro se sumieron en otro trance felthesh como si hubieran nacido para ello. No fue tan intenso como la potente tormenta de cambio que habían forjado tan desesperadamente el día anterior. Pero pronto hubo un titilar familiar en el aire ante el planeador, y supieron que las alteraciones empezaban a tener lugar.
Ahora había que jugar contra el tiempo.
El último de los globos del enclave sur se marchó flotando poco después de salir el sol, cuando los defensores de su punto de anclaje sucumbieron al asalto del amanecer. Al menos estos aeronautas habían aprendido de desastres anteriores. Lanzaron inmediatamente por la borda sus sacos de arena, armas, ropa, todo el lastre que pudiera soltarse. El globo saltó al cielo, dejando atrás los planeadores parecidos a buitres a la espera. El aerostato cogió una rápida corriente de aire y se dirigió hacia el este y la seguridad relativa.
Gath vio lo que sucedía y deseó que el globo fuera el que ocupaba su amigo Stivyung.
Bueno, al menos habían conseguido retrasar lo inevitable un día entero. Durante la noche, las ascuas de las fauces de los globos habían sido un recordatorio para las tropas de abajo de que no todas las cosas salían como quería Kremer.
—Los planeadores podrán atacar ahora a nuestras fuerzas en esa montaña —dijo un arquero L´Toff que compartía con él la barquilla—. Barrerán la zona sur, permitiendo a las tropas invasoras perseguir y acosar a nuestras fuerzas en el valle.
Gath tuvo que estar de acuerdo.
—¡Necesitamos refuerzos!
—Ay, nuestras reservas se han replegado para oponerse al ataque del frente norte.
Gath maldijo. Si hubieran podido idear una forma de conducir los globos contra el viento… podrían haber sido también útiles en la lucha del norte. ¡No habrían sido como patos a la espera de los disparos de aquellos malditos planeadores!
—¡Ahí vienen otra vez! —gritó un hombre.
Gath alzó la cabeza. Otra horda de malditos demonios con alas de dragón se acercaba. ¿De dónde habían salido?
Kremer debía de haber traído todos los que tenía para acabar con ellos.
Cogió su arco y se preparó.
Arth se esforzó por sujetar la cola del carro-planeador. Le resbalaron los talones en la arena polvorienta. El aire estaba lleno de partículas flotantes.
—¡No puedo sujetarlo!
—¡Aguanta un poco más! —instó Dennis por encima del alboroto. El viento del palo giratorio era ahora un rugido que les revolvía salvajemente el pelo. El carro seguía rebotando y sacudiéndose mientras el aire hacía que las alas se agitaran y zumbaran.
Linnora se inclinó hacia los frenos, su largo cabello dorado ondeando tras ella.
Arth volvió a gritar.
—¡Noto que se desliza!
—He hecho que el robot gire las ruedas a la inversa —gritó Dennis—. ¡Dentro de un momento podrás saltar a bordo, Linnora soltará los frenos, y le diré al robot que despegue!
—¿Le dirás que haga qué? —Arth se esforzaba cuanto podía.
—¡He dicho… he dicho que le diré al robot que adelante! —gritó Dennis—. Entonces podrás…
Nunca terminó la frase. Hubo un súbito cambio en el zumbido, bajo ellos, cuando las ruedas dejaron de girar a la inversa y salieron inmediatamente disparados hacia delante.
—¡No! ¡No me refería a ahora! —Dennis fue lanzado contra Linnora mientras el aparato se abalanzaba como un caballo de carreras en la parrilla de salida.
Pillado en un vendaval de arena, Arth se soltó justo a tiempo. Cayó boca abajo en el suelo, a escasos centímetros del borde del acantilado.
—¡Eh! —Tosió y escupió y se enderezó, quejándose—. ¡Eh! ¡Esperadme!
Pero el «carro» ya estaba demasiado lejos para que pudieran oírle. Estaba más allá del cañón, haciendo piruetas en el aire.
Arth se quedó mirando, embelesado, cómo la máquina voladora ganaba altura, se atascaba, caía en picado, luego se recuperaba en una serie de bucles.
Las maniobras eran ciertamente sorprendentes, pensó Arth. El mago debía de estar alardeando para su amada. ¿Y quién podía reprochárselo? El corazón de Arth surcaba los cielos con la salvaje danza del aeroplano.
Sin embargo, por un instante le pareció oír una imprecación cuando la máquina pasó volando por encima de altiplanicie.
Se quedó mirando, sorprendido, hasta que un ruido le recordó que los soldados de Kremer estaban cerca. Una apresurada mirada a un pequeño promontorio le dijo que el grupo de exploradores había llegado. Arth decidió que sería mejor que fuera a buscarse un buen escondite.
Linnora volvía a reírse. Y una vez más, eso resultó de muy poca ayuda.
El pulso de Dennis redoblaba mientras jadeaba buscando aire. ¡La princesa se agarraba a él con tanta fuerza que apenas podía respirar!
Tiró de una de las cuerdas que había atado al robot para poder controlar el burdo avión con las manos y no tener que gritar todas sus órdenes. Tiró suavemente, para no desequilibrar la máquina, pues había aprendido la lección por la tremenda. Varias veces casi había hecho que el pequeño aparato se calara, o se pusiera a dar vueltas de manera incontrolable.
Por fin, la maldita cosa se estabilizó. El robot hacía girar la hélice a ritmo regular, y Dennis hizo que el aparato volara suavemente alejándose de los promontorios, las paredes de roca y las corrientes de aire adversas. Hizo que el avión ascendiera lentamente, luego se desplomó contra el suave y fuerte abrazo de Linnora, esperando no marearse.
Linnora se reía, y le abrazaba de puro júbilo.
—¡Oh, mi mago! —suspiró—. ¡Ha sido maravilloso! Qué gran señor debes de ser en tu tierra. ¡Y qué tierra de maravillas debe de ser!
Dennis sintió que recuperaba la respiración. A pesar de aquel período de pánico y casi desastre, las cosas habían salido esta vez como planeaba. ¡Parecía que le cogía el tranquillo al Efecto Práctica!
No podía evitar sentirse feliz, mientras ella le frotaba los músculos del cuello y jugaba felizmente mordisqueándole la oreja. Controlaba el avión con suaves tirones, dejando que ganara práctica con el uso.
El cerduende se asomaba por un lado, los ojos brillantes de diversión, mientras surcaban placenteramente el cielo.
Aunque se sentía feliz de descansar en brazos de Linnora por el momento, Dennis comprendió que tendría que dejar una cosa clara bien pronto. Ella confiaba demasiado en él. No había duda. ¡Tenía la costumbre de dar por hecho que él sabía lo que iba a hacer, cuando lo único que hacía era improvisar para sobrevivir!
Los bosques y llanuras de Coylia se extendían bajo ellos: un mar de ocres verdes y azules. Suaves nubes blancas formaban columnas hasta donde alcanzaba la vista.
Dennis pasó la mano por el laminado costado del aparato en el que volaban… ¡algo que él había creado, ayudado por sus camaradas, en dos días! Se maravilló por las magníficas adaptaciones que habían convertido un pobre carro de mano en una estilizada máquina voladora.
Cierto, eso normalmente no habría sido posible, ni siquiera allí. Habían hecho falta su propia inventiva y la rara resonancia práctica… derivada de la unión de hombre, L´Toff, y krenegee. Pero con todo…
Duen saltó sobre su regazo. Al parecer, había decidido perdonarlo. La criatura se aposentó y emitió un largo ronroneo. Dennis acarició su piel suave. Miró a Linnora, recordando sus últimas observaciones, y sonrió.
—No, amor. Mi mundo no es más maravilloso que éste, donde la naturaleza es tan amable. La vida suele ser dura allí. Y en las últimas generaciones se ha convertido en menos brutal y fútil gracias al sudor y al trabajo duro de millones de seres. Si tuviera la oportunidad, cualquier hombre o mujer de la Tierra elegiría vivir aquí.
Contempló las llanuras y se dio cuenta de que había tomado una decisión sorprendente. Permanecería allí, en Tatir.
Oh, podría regresar temporalmente a la Tierra. Le debía a su lugar de nacimiento toda la ayuda que pudiera prestarle a partir de lo que había aprendido en Tatir pero Coylia sería su hogar. Para empezar, Linnora era de allí. Y sus amigos.
—¡Arth! —Dennis se enderezó de pronto. El avión osciló.
—¡Cielos! —gritó Linnora—. ¡Debemos volver!
Dennis asintió mientras hacía virar suavemente el avión.
Y luego estaba la guerra. Había que encargarse de esa locura antes de seguir pensando en instalarse en esa tierra y vivir feliz para siempre jamás.
Desde su escondite bajo un árbol caído, Arth oyó los gritos de los soldados. Durante un buen rato se quedaron en la altiplanicie mientras él escuchaba sus exclamaciones. de sorpresa. Estaban más que sorprendidos por lo que habían visto. Oyó murmullos supersticiosos y la palabra «dragón» en la Antigua Lengua, repetida una y otra vez.
Pasaron los minutos. Luego hubo más gritos excitados. Arth oyó un rugido aterrador, seguido por sonidos de huida y pánico. La secuencia se repitió varias veces. El rugido parecía hacerse más fuerte y los alaridos de miedo más lejanos.
Finalmente, Arth salió de su escondite con cuidado para echar un vistazo.
Vio a los exploradores de Kremer corriendo hacia las cuerdas, tratando desesperadamente de escapar de la altiplanicie como si los persiguiera el mismísimo diablo.
Incluso él dio un respingo cuando la gran forma rugiente bajó hacia él desde las nubes. Luego vio dos pequeñas formas que lo saludaban desde la cabina del avión.
Arth pudo comprender la huida de los soldados. ¡Su propio corazón corría desbocado mientras veía la cosa, y eso que sabía qué era!
Arth comprendió que sería peligroso intentar otro aterrizaje en la pendiente arenosa. No merecía la pena correr el riesgo mientras hubiera una guerra que ganar. Agradecía a Dennis y Linnora que se hubieran tomado la molestia de espantar a los exploradores antes de continuar para tratar asuntos más importantes.
Arth saludó a sus amigos con un gesto de despedida, y vio cómo la máquina voladora aceleraba hacia el sur. Se cubrió los ojos y la siguió en su avance hacia el frente de batalla, hacia la hilera de montañas. Finalmente, cuando se convirtió en un simple punto en el horizonte, se acercó al montón de suministros que Linnora había vaciado en el banco de grava. También encontró varias mochilas, que los aterrados soldados habían dejado atrás en su huida.
Suspiró mientras rebuscaba entre los restos. Había suficiente para vivir durante algún tiempo.
Les daré un par de días para ganar la guerra y volver a por mí, pensó. ¡Si no han vuelto para entonces, tal vez tenga que construir una de las cosas voladoras yo mismo!
Tarareó en voz baja mientras se preparaba la comida y se imaginó surcando el cielo sin ser esclavo de los vientos.
La batalla iba mal. Alrededor de mediodía, Gath ordenó que se arrojara por la borda todo el lastre posible en preparación para una huida a la desesperada.
Sirvió de poco. El siguiente escuadrón de planeadores al ataque envió una lluvia de dardos que rasgó el globo. Menos flechas que nunca se alzaron al encuentro de las formas negras. La gran bolsa de gas empezó a desplomarse mientras el aire caliente escapaba.
Otro de los arqueros murió en el asalto. El cuerpo tuvo que ser lanzado por la borda sin más ceremonias. No había tiempo para hacer otra cosa.
Abajo, los hombres que protegían los anclajes estaban siendo duramente presionados. Todos sabían que era cuestión de tiempo hasta que las fuerzas que sostenían el extremo sur sucumbieran a la presión aérea, dejando su flanco sin protección.
Kremer había visto con claridad la oportunidad que le brindaba su situación de dominio en el Ruddik. Había traído refuerzos del frente norte, donde los Exploradores Reales de Demsen oponían una fuerte resistencia.
Gath había visto llegar varios contingentes de mercenarios, junto con compañías de norteños de Kremer, sólo minutos antes de la última retirada. El ataque final sobre el saliente no se haría esperar. Y cuando las tropas se abrieran paso, el corazón de la tierra de los L´Toff quedaría a merced de los invasores.
El globo perdía aire visiblemente. Ni siquiera Gath podía calcular cuánto tiempo permanecería flotando, a pesar de la práctica.
Luego, como si todo eso no fuera suficiente, uno de sus hombres lo agarró por el hombro y señaló, preguntando:
—¿Qué es eso?
Gath entornó los ojos. A1 principio pensó que era otro maldito planeador. En la brillante luz de la tarde algo nuevo pareció unirse a la batalla aérea… una gran cosa alada, mayor que el más grande de los planeadores de Kremer.
Esta cosa rugía, y volaba como ningún planeador que hubiera visto jamás. Había algo poderoso en la forma en que surcaba el cielo.
Los hombres de Gath murmuraron temerosos. Si Kremer había añadido otro elemento a la batalla…
¡Pero no! Mientras observaban, la máquina rugiente se alzó, luego se lanzó en picado por la boca del cañón para atacar la columna de planeadores que se alzaba allí lentamente.
Garth se quedó mirando, aturdido. El intruso revoloteó entre los planeadores, perturbando el aire tranquilo del que dependían. La turbulencia de su paso les hizo perder el control. ¡Una tras otra, las negras formas se estremecieron, voltearon y cayeron!
La mayoría de los pilotos recuperó el control de sus aparatos, pero no a tiempo de alcanzar otra corriente ascendente.
Los experimentados pilotos buscaron desesperadamente zonas planas y tuvieron que disponerse a hacer aterrizajes de emergencia en las pendientes empinadas.
Los furiosos pilotos salieron dando tumbos o cojeando de sus máquinas siniestradas para mirar el aparato zumbante que los había derribado como una mano que aplasta moscas.
Unos cuantos planeadores de Kremer consiguieron permanecer en el aire. Escaparon a la primera pasada del monstruo rugiente, ganaron altura y luego se abalanzaron contra el intruso.
Pero la forma parecida a un halcón maniobró fácilmente para ponerse fuera del alcance de los dardos mortales. Luego dio la vuelta limpiamente y persiguió a sus perseguidores, cazándolos sobre la árida llanura. El resultado inevitable, cada una de las veces, fue otro planeador destrozado o siniestrado en la irregular pradera.
¡En cuestión de minutos, el aire quedó despejado! Los L´Toff se quedaron mirando, incapaces de creer lo sucedido. Entonces un aplauso brotó de las líneas de los defensores. Los atacantes, incluso los profesionales uniformados de gris, retrocedieron llenos de terror cuando la cosa zumbante revoloteó sobre el cañón.
Por si eso fuera poco, en ese momento unos cuernos resonaron por todo el valle rocoso. En las alturas que dominaban el cañón, apareció un destacamento de hombres con armadura. Cuando se levantó viento, desplegaron el pendón real de Coylia. Un gran dragón, sus amplias alas batientes recortadas sobre verde brillante ondeaba al viento v sonreía a los combatientes.
Gath sabía que apenas una docena de Exploradores Reales se escondían en los riscos superiores, para hacer una gran demostración en el momento adecuado. Los tácticos contaban con la reputación de los exploradores para frenar al enemigo en el momento crucial.
El efecto superó con creces lo que habían esperado Demsen y el príncipe Linsee. La asociación entre la desconocida cosa voladora y los dragones de las leyendas fue inconfundible. En los ejércitos del valle hubo, sin duda, súbitas conversiones instantáneas a la Antigua Fe.
Fue entonces cuando el gran monstruo rugiente revoloteó sobre el ejército de la llanura.
No se alzó ninguna flecha para recibirlo, pues aunque no lanzó nada fatal, su ronco rugido llenó de terror los corazones de los invasores. Soltaron las armas y abandonaron sus posiciones sin mirar atrás.
Gath respiró con tranquilidad por primera vez en días. Tenía muy pocas dudas sobre la identidad del piloto de aquel ruidoso planeador en forma de dragón.
—¡Majestad! ¡Todo está perdido! —El jinete gris desvió su montura delante de su señor.
Kremer tiró de las riendas de su caballo.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando? ¡Me han dicho que estaban en nuestras manos!
Entonces alzó la mirada y vio la derrota en curso. Como una riada inexorable los uniformes verdes, rojos y grises bajaban en tropel cañón abajo, sólo un poco por detrás del mensajero a caballo. El señor de la guerra y sus ayudantes quedaron atrapados en la riada de soldados llenos de pánico. Rápidamente quedó claro que gritar y golpear a los hombres con la espada no los detendría. Lo único que Kremer y sus oficiales pudieron hacer fue espolear sus nerviosos animales para situarse en terreno elevado, al borde del cañón, fuera de la marea de soldados a la desbandada.
Algo había salido desesperadamente mal, eso estaba claro. Kremer alzó la cabeza, buscando su principal arma, ¡pero en el cielo no había ninguno de los planeadores!
¡Entonces se volvió en respuesta a un leve ruido y vio una forma desconocida sobrevolar el cañón, persiguiendo a sus hombres! Por experiencia, sabía que ningún planeador podía volar de esa forma, ignorando las peligrosas corrientes de aire y el ritmo de caída. Gritaba como una gran ave de presa enfurecida, y a su alrededor titilaba la leve luminosidad del felthesh.
Las tropas que huían ya habían tenido suficientes sorpresas durante aquella campaña. Primero los desagradables y monstruosos «globos» flotantes… ¡y ahora eso!
El señor de la guerra despotricó furioso. Mientras la cosa se acercaba, Kremer acarició la culata de la pistola de agujas que llevaba en la cadera. Si se acercaba lo suficiente… ¡Si pudiera derribarla, podría devolver el valor a sus hombres!
Pero el monstruo no cooperó. Cumplida su misión, se alzó y dio la vuelta, dirigiéndose al norte. Kremer no tenía duda de que su destino era la batalla en los pasos septentrionales.
Mentalmente lo vio todo… el mago extranjero había hecho eso, y no había forma de detenerlo.
No podía combatir esa nueva cosa. Al menos no por ahora. Su plan de batalla se basaba demasiado en sus planeadores, que no podían enfrentarse al monstruo.
Naturalmente, cuando la noticia de aquel desastre llegara al este, los grandes señores volverían al redil del rey Hymiel. En cuestión de días habría ejércitos dirigiéndose al oeste, compitiendo por su cabeza puesta a precio.
Kremer se volvió hacia sus auxiliares.
—Corred al puesto de señales. Ordenad una retirada general, tanto aquí como en el norte. Que mis hombres se reúnan en el Valle de los Altos Árboles, en nuestra tierra ancestral de Flemming. Las antiguas fortificaciones de ese lugar son inexpugnables. No tendremos nada que temer de ningún ejército ni de los monstruos voladores del mago.
—¿Majestad? —Los oficiales le miraron incrédulos. Un momento antes estaban sirviendo al indudable futuro gobernante de todas las tierras, desde las montañas al mar. ¡Ahora les estaba diciendo que tendrían que vivir como habían hecho sus abuelos, en el duro norte!
Kremer sabía que pocos hombres eran capaces de calibrar globalmente la situación tan rápida y claramente como él. No podía reprocharles que estuvieran aturdidos. Pero tampoco estaba dispuesto a permitir que obedecieran con lentitud.
—¡Moveos! —gritó. Tocó la pistola de agujas enfundada que llevaba al cinto y los vio temblar—. Quiero que la noticia se difunda de inmediato. Cuando eso se cumpla, enviaremos un mensaje a nuestra guarnición de Zuslik. Despojarán la ciudad de comida y riquezas… Lo necesitaremos durante los meses y años que nos esperan.
Era ya tarde, incluso para un día de verano en Tatir, cuando el milagroso «dragón» regresó a la tierra de los L´Toff. El grupo de bienvenida de tierra tuvo que seguirlo zigzagueando hasta que ellos y el piloto de la máquina voladora encontraron un claro lo bastante grande. Parecía que para entonces la mitad de la población (todos los que no estaban todavía acosando a los ejércitos en retirada) se había congregado para recibir a sus salvadores.
El aparato descendió, una forma brillante que resplandecía en el dorado crepúsculo. Se posó ligeramente y finalmente rodó hasta detenerse no lejos de un bosquecillo de robles altos.
La multitud estalló virtualmente de alegría cuando vieron la esbelta forma de su princesa salir del cuerpo del aparato aéreo. Se congregaron, vitoreando, y algunos incluso trataron de auparla a hombros.
Pero ella no lo permitió. Los hizo retroceder y se volvió para ayudar a levantarse a otra persona. Era un hombre alto para ser forastero, moreno y barbudo, y parecía muy cansado.
Pero la mayor sorpresa se produjo cuando vieron la cosa encaramada sobre el hombro del desconocido… una pequeña criatura con dos ojos verdes relucientes y una sonrisa maliciosa. El krenegee ronroneó mientras la gente retrocedía y se sumía en un reverente silencio.
Luego los L´Toff suspiraron, casi al unísono, cuando el mago extranjero abrazó a su princesa y la besó largamente.