La ciudad de Zuslik se encontraba al pie de un amplio valle donde bajas colinas se agrupaban a ambos lados de un río ancho y lento. La tierra estaba densamente arbolada, con campos de cultivo distribuidos regularmente entre tupidas zonas de bosque. La ciudad fluvial se alzaba en la encrucijada de varias carreteras.
Desde una pendiente al oeste de Zuslik, Dennis pudo ver que la ciudad amurallada estaba construida alrededor de una colina que dominaba un recodo del río. En lo alto de esta protuberancia, se alzaba sobre la ciudad una torre oscura y plana, levantada por capas, como un oscuro y acechante pastel de bodas.
A través de su catalejo del Tecnológico Sahariano, Dennis podía distinguir hombres como hormiguitas caminando por los patios que rodeaban la fortaleza. La luz del sol destellaba ocasionalmente en las armas guardadas en estantes. En la alta torre ondeaban estandartes, agitados por la brisa que barría el valle.
La casa del pez gordo local no tenía confusión posible. Dennis esperaba que su búsqueda no requiriera ir allí. Por lo menos no hasta después de haber averiguado algo sobre aquel hombre.
Dos tardes atrás, mientras Dennis se alojaba en el pajar de la granja de los Sigel, el pequeño Tomosh se acercó al granero. En apariencia, era para desear al visitante buenas noches, pero Dennis supo que el niño en realidad iba en busca de compasión y consuelo. No imaginaba que Tomosh recibiera gran cosa de su fría tía.
Tomosh acabó quedándose un par de horas, intercambiando historias con Dennis. Fue un trato justo. Dennis tuvo oportunidad de practicar su acento (familiarizándose con la extraña y pastosa versión del inglés coyliano), y Tomosh, para su deleite, aprendió mucho sobre las costumbres del Conejo de la Suerte y los elefantes voladores.
Dennis no averiguó mucho de la tecnología coyliana; no esperaba hacerlo al hablar con un niño pequeño. Pero escuchó atentamente mientras Tomosh contaba historias «de miedo» sobre «bleckers» y otros hombres del saco, y sobre antiguos y amables dragones que permitían a la gente cabalgar por el cielo. Dennis archivó los relatos en su memoria, pues nunca se sabía qué podía acabar siendo información útil.
Imaginaba que resultarían de más relevancia los chismorreos que Tomosh contó sobre el barón Kremer, cuyo abuelo había dirigido a una tribu de montañeses del norte para tomar Zuslik de manos del viejo duque una generación antes. Según Tomosh, parecía buen consejo mantenerse alejado de Kremer, sobre todo después de lo que aquel tipo le había hecho a la familia del niño.
Aunque ansiaba saber más, Dennis comprendía que el barón Kremer no era el mejor tema de conversación posible. Distrajo al niño de sus preocupaciones con una vieja canción de acampada que pronto lo hizo reír y batir palmas. Para cuando Tomosh se quedó dormido sobre la paja, había olvidado los traumas del día.
Dennis sintió que había hecho una buena obra. Sólo deseaba haber podido hacer más por el pequeño diablillo.
La tía Biss, taciturna hasta el final, dio a Dennis un almuerzo envuelto en tela, consistente en pan y queso, para su partida a primeras horas de la mañana. Tomosh consiguió no llorar cuando se despidió de él. Dennis sólo había tardado un día y medio en llegar desde la granja hasta donde ahora se encontraba.
Por el camino había estado atento a la aparición de una pequeña criatura rosada con brillantes ojos verdes. Pero el cerduende no apareció. Parecía que la criatura le había abandonado realmente esta vez.
Dennis examinó Zuslik desde el acantilado, ante la ciudad. En algún lugar de la ciudadela, el padre del niño estaba prisionero debido a misteriosos crímenes que Dennis todavía no podía comprender… porque tenía la misma constitución que su señor y era bueno con las herramientas… Dennis se sintió aliviado al averiguar que al menos él no se parecía al barón en absoluto.
Decidió que no podría aprender nada más sobre Zuslik estudiándola desde la distancia. Se levantó y empezó a ponerse la mochila.
Justo entonces captó un destello de movimiento por el rabillo del ojo.
Se volvió a mirar… Y vio algo grande, negro y rápido lanzarse hacia él desde la copa de los árboles.
Dennis se arrojó al suelo mientras la cosa gigantesca pasaba por encima de su cabeza. Su sombra era enorme, y un sonido sibilante y aleteante le provocó escalofríos de inminente desastre que recorrieron su espalda mientras se revolcaba por la hierba.
El momento de terror pasó. Cuando nada desastroso pareció suceder, alzó por fin su cabeza y buscó frenéticamente al monstruo a su alrededor. ¡Pero la cosa había desaparecido!
La noche anterior Tomosh había hablado de dragones… grandes y feroces criaturas que supuestamente habían defendido antaño a la humanidad de Tatir contra mortales enemigos. ¡Pero Dennis sacó la impresión de que eran cosa del pasado lejano, al cual pertenecían las criaturas de los cuentos de hadas infantiles!
Escrutó el horizonte y encontró por fin la criatura negra. Se dirigía hacia la ciudad. Dennis todavía tenía la boca seca mientras sacaba el catalejo y conseguía enfocar los terrenos del castillo.
Parpadeó. Tardó un momento en descubrir, para su alivio, que no se tragaba de un «dragón», después de todo. Su monstruo de ébano era una máquina voladora. Pequeñas figuras corrieron hacia el aparato desde una fila de cobertizos situados en el patio del castillo cuando planeó para posarse, ligero como una pluma. Dos figuras pequeñas, presumiblemente los pilotos, desmontaron y se dirigieron rápidamente al interior del castillo sin mirar atrás.
Dennis bajó el catalejo. Se sentía un poco idiota al haber llegado a conclusiones melodramáticas cuando había otra explicación más sencilla. Desde luego, no era tan sorprendente que los lugareños dominaran el vuelo, ¿no? Había muchos signos de alta tecnología.
Con todo, el aparato aéreo apenas había hecho ruido al pasar por encima de él. No había motores rugiendo. Era sorprendente. Tal vez la antigravedad merecía una nueva consideración.
Había una sola manera de averiguar más. Se levantó, se sacudió el polvo, se echó la mochila al hombro y se encaminó hacia la ciudad.
El mercado situado ante la muralla de la ciudad era como cualquier pequeño bazar ribereño de la Tierra. Había gritos y llamadas, y niños corriendo en tropel obviamente por nada bueno. Las tiendas y los almacenes desprendían aromas fuertes, desde el de la rica comida al penetrante olor almizcleño de los animales de tiro.
Entró en el bazar con lo que esperaba que fuera expresión de alguien que se ocupa confiado de sus propios asuntos. Por la variedad de ropas que veía, Dennis no se sintió estrafalario. Botas, camisas y pantalones parecían ser habituales. Algunos incluso llevaban macutos a la espalda, como él.
Pasó ante un grupo de hombres sentado en la terraza de un café. Algunos lo miraron, pero nadie pareció sentir por él algo más que curiosidad pasajera.
Dennis empezó a respirar con más tranquilidad. Tal vez pueda llegar hasta lo que haga las veces de universidad por estos lares, pensó esperanzado. Tenía una idea bien clara del tipo de individuos con los que quería contactar de aquella cultura.
Incluso en las antiguas sociedades feudales de la Tierra había habido zonas más desarrolladas, y aquella gente disfrutaba claramente de más tecnología y cultura. El aparato volador había aumentado las esperanzas de Dennis de encontrar el tipo de ayuda que necesitaba.
Los fuertes olores de pescado reseco y pieles curtidas le golpearon cuando alcanzaba los embarcaderos, que eran estructuras de aspecto sólido construidas con tarugos y clavijas. Parecían casi nuevos, hasta los brillantes pilares. Las superficies superiores estaban cubiertas del mismo material resistente que componía las carreteras coyllanas.
Se detuvo a mirar uno de los barcos. Dennis había navegado lo suficiente para reconocer un diseño, sofisticado cuando lo veía. La quilla era fina, liviana y esbelta— Su mástil se alzaba elegantemente, un poco inclinado sobre el centro de gravedad.
Una vez más, estaba construido de madera laminada, extraordinariamente brillante.
Pero si disponían de la tecnología para construir barcos como aquél, ¿por qué usaban velas? ¿Tenía la gente de Coylia algún tipo de tabú, algo contra los motores? Tal vez su única maquinaria se encontraba en las fábricas donde producían aquellas cosas maravillosas.
Dennis ansiaba encontrar una de esas fábricas y hablar con 1a gente que las dirigía.
No muy lejos, una cuadrilla de trabajadores cargaba pesados sacos, transportándolos desde un almacén a la bodega de un barco a la espera. Los sacos debían de pesar unos cuarenta kilos cada uno. Los hombres fornidos y gruesos tarareaban mientras trajinaban por el embarcadero, inclinados bajo su pesada carga.
Dennis sacudió la cabeza. ¿Podría ir contra su religión utilizar carretillas?
Cada estibador, después de depositar su saco en la bodega, no regresaba por la estrecha rampa sino que saltaba por la borda del barco. Al compás de la canción de sus camaradas, entonaba un breve verso, y luego se zambullía en el agua para hacer sitio al siguiente hombre.
Parecía buena idea darse un chapuzón antes de regresar nadando al embarcadero para coger otra pesada carga. Dennis se abrió paso entre balas do cargamento pasta colocarse lo bastante cerca para oír la, canción. Parecía ser una variante repetitiva de la frase «¡Ah-hee-hum!»
Los trabajadores caminaban a su compás regular. Dennis se acercó mientras un gigante con bigote negroazulado dejaba caer su carga en la bodega v luego saltaba ágilmente por la borda. Con una mano en el mostacho, se dio un golpe en el pecho perlado de sudor mientras los hombres cantaban: « ¡Ah hee hum! »
El gigante cantó:
El alcalde es sabio pero todos lo sabemos,
el hecho es que…
¿Ah Wee Hoom?
Compensa a base de corpulencia
Su falta de sabiduría
¡Ah Hee Hum!
Solo dos partes suyas tienen
práctica seguro
¿Ah Wee Hoom?
Una parte n su boca y la otra es su…
La última parte quedó ahogada por un apresurado «¡Ah Hee Hum!» del grupo. El grandullón se dejó caer al agua con una gran salpicadura. Mientras nadaba hacia la escalerilla, su lugar en la amura fue ocupado por un tipo alto con una fina mata de pelo. Su voz era curiosamente grave.
Oh, la esposa está en casa, delante
del espejo…
¿Ah Wee Hoom?
¡Debe creerse un gorro, o una escoba,
o un perro!
¡Ah Hee Hum!
Las cosas mejoran con la práctica, pero la gente
es menos maleable…
¿Ah Wee Hoom?
Ella se arregla, pero sigue pareciendo
una…
¡Ah! Hee-e-e ¡Hoom!
Dennis sonrió débilmente, como la persona que se da cuenta de que se está contando un chiste pero no puede comprender la gracia.
Una pequeña caravana pasó lentamente a través de la puerta principal hacia la ciudad. Había hombres a pie cargando bultos, en fila para ser inspeccionados en lo que parecía un puesto de aduanas.
Unos cuantos hombres montados en ponis velludos atravesaron la puerta, sin ser molestados por los guardias. Al parecer eran oficiales que cumplían diversas misiones.
Grupos de enormes cuadrúpedos parecidos a rinocerontes esperaban pacientemente ante la puerta. Sus arneses los unían a gigantescos trineos, parecidos a los que Dennis había entrevisto aquella noche en la carretera.
¡Ahora veremos si es antigravedad después de todo!
Dennis se adelantó, ansioso. ¡El misterio estaba a punto de ser resuelto!
Unos cuantos de los peatones que esperaban se quejaron sin fuerzas mientras él avanzaba hacia los trineos de carga, pero nadie lo detuvo. Su excitación aumentó mientras se acercaba a uno de los brillantes vehículos de alto costado.
Como sospechaba, no había ruedas de ningún tipo. La carga estaba atada a una plataforma inclinada cuyas cuatro esquinas terminaban en pequeños patines. Estos encajaban a la perfección en las dos perfectas muescas que corrían por todas las carreteras que Dennis había encontrado en Coylia.
El conductor le gritó a su bestia y tiró de las riendas. La criatura, parecida a un búfalo, se debatió contra su arnés y el trineo se deslizó suavemente hacia delante. Dennis lo siguió, agachado para ver mejor.
¿Era levitación magnética? ¿Corrían los diminutos patines sobre un cojín de fuerza eléctrica? Había aparatos así en la Tierra, pero nada de tamaño semejante. El sistema era de una elegante simplicidad, aunque increíblemente sofisticado.
Fue apenas consciente de que a sus espaldas la gente hacía curiosas observaciones sobre su conducta. Hubo risas y algunos comentarios obscenos en el extraño dialecto local. Pero a Dennis no le importó. Su mente estaba llena de esquemas y ecuaciones matemáticas mientras probaba y descartaba explicación tras explicación para la maravillosa combinación de trineo y carretera.
¡Era lo más divertido que le sucedía en semanas!
Una parte despegada de él se daba cuenta de que había conectado con un extraño estado mental. La tensión de las pasadas semanas había estallado, y la persona más capaz de enfrentarse a la situación (el científico ansioso) había asumido el mando, excluyendo casi todo lo demás. Para bien o para mal, era su forma de comportarse ante un exceso de extrañeza hallada de sopetón.
Dennis se puso a cuatro patas y se acercó al pequeño deslizador y su canalillo. Mientras el trineo avanzaba lentamente, emitió un gritito de sorpresa. Un líquido claro manaba de debajo del esquí mientras éste se deslizaba. El fluido desaparecía rápidamente, empapando casi al instante el fondo del canal.
Tocó la perla de humedad que seguía al patín, y la frotó entre sus dedos. Casi de inmediato se extendió sobre ellos formando una pátina brillante. Descubrió que podía presionar los dedos sin que resbalasen. Apenas se sentían uno al otro.
¡El fluido era el lubricante perfecto! Tras un momento de deleitada estupefacción, Dennis rebuscó en uno de sus bolsillos del muslo un vial de muestras. Se vio obligado a sujetar el tubito con la mano izquierda. mientras trataba en vano de limpiarse la derecha para deshacerse de la capa resbaladiza. Abrió el tapón con los dientes.
Arrastrándose tras el lento trineo, colocó el vial tras el esquí, hasta capturar parte del resbaladizo y escurridizo fluido. Pronto tuvo unos veinte milímetros, casi suficiente para analizar…
Su cabeza chocó contra el trineo cuando éste se detuvo bruscamente. Una pequeña lluvia de frutas parecidas a cerezas le cayó encima desde la carreta abarrotada.
Hubo nuevas voces desde arriba. Alguien habló fuerte, y la multitud empezó a retroceder.
En su estado de excitación, Dennis se negó a dejarse distraer. Embriagado por el deleite del descubrimiento, permaneció agachado, esperando que el trineo empezara a moverse otra vez para poder recoger un poco más de lubricante.
Una mano se posó sobre su hombro. Dennis la apartó.
—Sólo un segundo —Instó—. Estaré con usted en un momento.
La mano apretó con fuerza, hasta hacerle volverse. Dennis alzó la cabeza, parpadeando.
Un hombre muy grande se alzaba ante él, vestido inconfundiblemente con algún tipo de uniforme. En la cara del tipo había una expresión que combinaba de modo extraño el asombro con la ira incipiente.
Había otros tres soldados cerca, sonriendo. Uno se echó a reír.
—Eso es, Gil´m. ¡Déjalo estar! ¿No ves que está ocupado?
Otro guardia, que había estado bebiendo una jarra de cerveza, tosió y escupió al atragantarse.
«Gil´m» se puso hecho una furia. Cogió a Dennis por las solapas de chaqueta y lo alzó hasta ponerlo en pie. En la mano derecha el guardia sostenía algo parecido a un bastón de dos metros con una brillante hoja de alabarda en un extremo. Parecía lo bastante afilada para cortar papel o hueso con igual facilidad.
Gil´m llamó a uno de los bromistas sin volverse ni apartar los ojos de Dennis.
—Fed'r —rugió—. Ven y sujeta mi thenner. No quiero estropear su práctica matando algo que sangre demasiado. Me encargaré de éste a mano.
Un guardia sonriente se acercó y cogió la larga arma de Gil´m. El gigante dobló unos dedos como salchichas y apretó su tenaza sobre la chaqueta de Dennis.
Uh-oh. Dennis salió por fin parcialmente de su trance. Empezó a reconocer el daño que podría haberse hecho a sí mismo.
Para empezar, podría haber perdido su oportunidad de recitar el discurso que había preparado cuidadosamente para su primer encuentro con las autoridades. Rápidamente, se dispuso a corregir su error.
—¡Usted perdone, estimado señor! ¡No tenía ni idea de que estaba ya a las puertas de su hermosa ciudad! Verá, soy forastero y vengo de una tierra lejana. He venido a conocer a los filósofos de su país, con la esperanza de discutir con ellos muchas cosas de gran importancia. Este maravilloso lubricante suyo, por ejemplo. ¿Sabía que…? ¡Adiós!
La cara del soldado había empezado a volverse de un extraño color púrpura mientras Dennis hablaba. Sin duda eso significaba que ésta no era la forma adecuada de abordarlo después de todo. Dennis apenas pudo agacharse bajo un carnoso puño que pasó por donde antes estaba su nariz.
La cara del guardia apenas estaba a un palmo de la suya. El aliento del tipo era algo para escribir odas enteras.
—¡Hala, venga, Gil´m! ¿No puedes darle a un pequeño zuslikerano?
Casi todos los guardias se habían acercado a ver la diversión, alejándose una docena de metros de sus puestos ante la puerta. Empezaron a reír, y Dennis oyó a un hombre apostar hasta dónde llegaría la cabeza del gremmie cuando Gil´m corrigiera su puntería.
Los civiles de la caravana retrocedieron, con aspecto temeroso.
—Prepárate, gremmie —rugió Gil´m. Echó atrás el puño; esta vez apuntó con cuidado, saboreando el momento. Su rostro adquirió una paciente, casi beatífica expresión de expectación.
Esto puede ser serio, pensó Dennis.
Miró al guardia… a la manaza que le agarraba la chaqueta. No había tiempo de coger la pistola de agujas… como si fuera a servir de algo empezar su visita masacrando a los miembros de la guardia local.
Pero Dennis advirtió que sostenía un frasquito de muestras en la mano izquierda.
Sin apenas pensarlo, vertió el contenido sobre la zarpa que sujetaba su chaqueta.
El gigante se detuvo y lo miró, sorprendido por la ofensa sin precedentes. Tras pensarlo un instante, Gil´m decidió que no le gustaba mucho. Gruñó de nuevo y golpeó… mientras Dennis resbalaba de su mano como una barra de mantequilla. El puño del norteño silbó sobre su cabeza, rozando el pelo de Dennis con su estela.
Gil´m se contempló la mano izquierda, ahora vacía y reluciente, cubierta con una fina capa de fluido brillante.
—¡Eh! —se quejó. Se volvió justo a tiempo de ver al gremmie desaparecer a través de la puerta de entrada a la ciudad.
Decididamente, Dennis habría preferido una primera visita más tranquila a una ciudad coyliana.
En la puerta había una gran confusión. La hilaridad inicial de la gente de la caravana se disolvió en gritos y chillidos cuando los guardias avanzaron con sus garrotes.
Dennis no se entretuvo a ver la refriega. Cruzó un hermoso puente ornamentado que se alzaba sobre un canal. Los peatones se le quedaron mirando mientras se abría paso entre los puestos del mercado, alegremente pintados, esquivando a vendedores y clientes. Los avisos de los guardias se repetían a su espalda mientras corría. Por suerte, la mayoría de los ciudadanos se apartó rápidamente para no verse involucrada en nada.
Dennis dejó atrás a un malabarista callejero y esquivó los bolos que caían para zambullirse en un callejón situado detrás de un puesto de dulces.
Oyó el sonido de las botas resonando en el puente, no demasiado lejos, detrás. Hubo gritos cuando los guardias arrollaron al infausto malabarista y sus bolos.
Dennis continuó corriendo por las serpenteantes callejas.
Los edificios de Zuslik eran altos zigurats, algunos de más de una docena de pisos. Todos seguían el mismo diseño tipo pastel de bodas. Los estrechos callejones eran tan retorcidos como la política interdepartamental del Tecnológico Sahariano.
En un callejón desierto se detuvo para calmar el dolor que sentía en el costado. Tanta carrera no era sencilla con una bolsa pesada a la espalda. Estaba a punto de continuar cuando de repente, justo delante, oyó una voz conocida maldiciendo.
—¡… quemar esta maldita ciudad hasta los cimientos! ¿Queréis decir que ninguno de vosotros ha visto a ese gremmie? ¿O a esos ladrones que se colaron en nuestra caseta mientras no estábamos mirando? ¿Nadie ha visto nada? ¡Malditos zuslikeranos! ¡Todos sois un hatajo de ladrones! ¡Es curioso cómo un azote o dos pueden despertar la memoria!
Dennis retrocedió hacia el callejón. Una cosa era segura, tendría que soltar la mochila. Encontró un rincón oscuro, desabrochó la correa y la dejó caer al suelo. Se arrodilló y sacó la bolsa de emergencia, que sujetó a su cinturón Sam Browne. Luego buscó a su alrededor un lugar donde esconder la mochila.
Había basura en el callejón, pero por desgracia no había ningún verdadero escondite.
La planta baja del edificio que tenía al lado apenas alcanzaba el metro ochenta de altura. El piso siguiente estaba retirado un metro o dos, de manera que el tejado formaba un parapeto justo encima. Dennis retrocedió y lanzó la mochila a la repisa. Luego volvió a retroceder y saltó para agarrarse.
Pasó la pierna derecha para auparse, pero justo entonces sintió que su tenaza empezaba a resbalar. Había olvidado la capa resbaladiza que cubría su mano derecha. Cayó al suelo dándose un doloroso golpetazo.
Por mucho que le hubiera gustado quedarse allí gimiendo un ratito, no tenía tiempo. Tembloroso, se levantó para intentarlo otra vez.
Entonces oyó pasos tras él.
Se volvió y vio a Gil´m y los guardias entrar en el callejón; estaban a unos diez metros de distancia, sonriendo felices y blandiendo sus armas. La hoja de la alabarda destelló amenazante.
Dennis notó que Gil´m no empleaba la mano izquierda y supuso que todavía debía tenerla cubierta del viscoso aceite. La sustancia era terrible.
Dennis abrió la solapa de su cartuchera y sacó la pistola de agujas. Apuntó al guardia.
—Muy bien —dijo—, quédate dónde estás. No quiero tener que hacerte daño, Gil´m.
El soldado siguió avanzando, sonriendo felizmente ante la idea de cortar a Dennis en dos.
Dennis frunció el ceño. Aunque nadie allí hubiera visto un arma como la pistola de agujas, su propia determinación tendría que haber hecho que el tipo se detuviese.
Tal vez Gil´m carecía de imaginación.
—Creo que no sabes a lo que te enfrentas —le dijo al guardia.
Gil´m avanzó, sujetando su arma con una mano. Dennis decidió que no tenía más remedio que continuar con su farol. Sintió una punzada de pánico cuando su pulgar engrasado se deslizó dos veces sobre el seguro. Luego éste chasqueó. Apuntó la pistola de agujas y disparó.
Hubo un tableteo, y varias cosas sucedieron a la vez.
La madera pulida del mango de la alabarda se hizo añicos cuando un rayo de agujas de metal de alta velocidad se clavó en el arma. Gil´m se hizo a un lado cuando la brillante hoja cayó. El guardia contempló aturdido el muñón cercenado de su arma.
Pero Dennis no pudo evitar que el retroceso arrancara la pistola de agujas de su mano resbaladiza. El arma rebotó en su pecho, y luego cayó al suelo ante él.
Gil´m y Dennis quedaron súbitamente en tablas, los dos desarmados. La cara del guardia era inexpresiva y el blanco de sus ojos brillaba. No se movió.
Dennis empezó a avanzar, esperando que el aturdimiento del tipo fuera suficiente para darle tiempo a recuperar su arma. La pistola de agujas había caído contra la hoja de la alabarda, a medio camino entre el gigante y él.
Dennis extendía la mano para recogerla cuando otros dos soldados con gorros altos de piel de oso aparecieron en la boca del callejón. Gritaron sorprendidos.
Dennis agarró la pistola de agujas y la alzó. Pero en ese momento crucial descubrió que no era capaz de matar. Advirtió que era un defecto de su personalidad, pero no había nada que pudiera hacer al respecto.
Se volvió para echar a correr pero sólo dio una docena de pasos antes de que el mango de un cuchillo arrojado le alcanzara en la sien, derribándolo hacia las oscuras sombras.
—… muy bien. Tranquilo. ¡Tendrás un chichón como una bengala dentro de un día o así! ¡Vaya si brillará!
La voz procedía de algún lugar cercano. Unos dedos huesudos sujetaron su brazo cuando Dennis se levantó torpemente, la cabeza latiéndole.
—Sí, todo un brillante. ¡Practícalo bien y podrás ver con él en la oscuridad! —La voz se echó a reír ante su propia gracia.
Dennis apenas podía concentrarse en la persona. Trató de frotarse los ojos y casi se desmayó al tocar la magulladura del lado izquierdo de su cara.
Difusamente, vio a un hombre mayor que le sonreía con sólo la mitad de los dientes. Dennis casi se cayó de lado en una oleada de mareo, pero el viejo lo sostuvo.
—Te he dicho que tranquilo, ¿vale? Espera un minuto y tendrás mucho mejor aspecto. Toma, bebe esto.
Dennis sacudió la cabeza, luego tosió y se atragantó cuando su enfermero lo agarró por el pelo y le metió en la boca un líquido tibio. Sabía a rayos, pero Dennis sostuvo la burda jarra con ambas manos y bebió ansiosamente hasta tragarlo.
—Es suficiente por ahora. Quédate sentado y recupera tus sentidos. No tienes que empezar a trabajar hasta el segundo día, no si te han traído en este estado. —El hombre se colocó una basta almohada bajo la cabeza.
—Me llamo Dennis. —Su voz era un croar apenas audible—. ¿Qué sitio es éste?
—Yo soy Teth, y estás en la cárcel, atontado. ¿No reconoces una cárcel en cuanto la ves?
Dennis miró a derecha a izquierda, capaz por fin de enfocar. Su cama formaba parte de una larga hilera de jergones toscos, cubiertos por un dosel de madera. Tras él, una pared sucia y húmeda sostenía el techo. La parte delantera del cobertizo se abría a un gran patio, rodeado por una empalizada alta de madera.
A la derecha se alzaba una pared mucho más impresionante que brillaba sin fisuras al sol. Era la más baja y la más amplia de una serie de capas que formaban una docena de pisos o más. En el centro de la brillante pared había una pequeña caseta. Dos guardias aburridos controlaban desde sus bancos.
Los hombres del patio, presumiblemente prisioneros como él, realizaban tareas que Dennis no pudo determinar.
—¿De qué clase de trabajo hablas? —preguntó Dennis. Se sentía un poco mareado, no acababa de librarse de aquel extraño desapego de la realidad—. ¿Hacéis matrículas personalizadas?
No le importó cuando el anciano lo miró con cara rara.
—Nos hacen trabajar duro, pero no hacemos nada. La mayoría somos pillastres de poca monta, ladronzuelos y demás. Casi ninguno sabe hacer nada.
»Naturalmente, algunos están aquí por meterse en líos con los gremios. Otros sirvieron al viejo duque mucho antes de que el padre de Kremer se apoderara de estas tierras. Algunos de ellos tal vez sepan algo de hacer cosas, supongo…
Dennis sacudió la cabeza. Teth y él no parecían hablar en la misma longitud de onda. O tal vez no oía bien al tipo. Le dolía la cabeza, y estaba confundido.
—Cultivamos parte de nuestra comida —continuo el anciano—. Yo me encargo de los nuevos gremmies como tú. Pero principalmente practicamos para el barón. ¿Cómo si no podríamos ganarnos el sustento?
Allí estaba otra vez esa palabra… practicar. Dennis empezaba a hartarse. Lo roía algo cada vez que la oía, como si su subconsciente tratara insistentemente de decirle que había llegado a una conclusión que otra parte de sí mismo rechazaba con igual frenesí.
Con cierta dificultad, se sentó y bajó los pies del jergón.
—¡Eh! No deberías de hacer eso hasta dentro de unas cuantas horas. ¡Tiéndete!
Dennis sacudió la cabeza.
—¡No! ¡Ya estoy harto! —Se volvió hacia el anciano, que lo miró con evidente preocupación—. Se acabó ser paciente con este loco planeta vuestro, ¿me oyes? ¡Quiero saber qué está pasando ahora mismo!
—Tranquilo —empezó a decir Teth, pero soltó un chillido cuando Dennis lo agarró por la camisa y tiró de él. Sus caras quedaron a unos centímetros de distancia.
—Vayamos a lo básico —susurró Dennis entre dientes—. Esta camisa, por ejemplo. ¿De dónde la has sacado?
Teth parpadeó como si estuviera en manos de un lunático.
—Es nueva. ¡Me la dieron para que la use! ¡Llevarla es uno de mis trabajos!
Dennis agarró la camisa con más fuerza.
—¿Ésta? ¿Nueva? ¡Es poco más que un harapo! ¡Está tan mal cosida que va a caerse en pedazos!
El anciano tragó saliva y asintió.
—¿Y bien?
Dennis agarró una pieza de color que el hombre llevaba en la cintura. Le arrancó un cuadrado de tejido fino y brillante. Tenía un dibujo delicado y el tacto de la buena seda.
—¡Eh! ¡Eso es mío!
Dennis agitó la hermosa tela bajo la nariz de Teth.
—¿Te visten de harapos y lo dejan conservar algo como esto?
—¡Sí! Nos permiten conservar algunas de nuestras prendas personales, para que no se estropeen dejándolas sin trabajar. ¡Puede que sean malos, pero no tanto!
—Y este trozo no es nuevo, supongo. —El pañuelo parecía recién salido de una tienda cara.
—¡Palmi, no! —Teth parecía aturdido—. ¡Lleva cinco generaciones en mi familia! —protestó orgullosamente—. ¡Y lo hemos estado utilizando ininterrumpidamente todo el tiempo! ¡Lo miro y me sueno la nariz con él montones de veces cada día!
Era una protesta tan inusitada que la tenaza de Dennis se aflojó. Teth se deslizó hasta el suelo, sin dejar de mirarlo.
Sacudiendo la cabeza aturdido, Dennis se levantó y se acercó al exterior, parpadeando debido al brillo. Caminó inseguro entre grupos de hombres que trabajaban… todos vestidos con el traje de los prisioneros, hasta que alcanzó un punto donde la empalizada exterior entraba en contacto con la brillante muralla del castillo.
Con la mano izquierda tocó los burdos troncos de árboles rudamente cortados y encolados que formaban la empalizada. Con la mano derecha acarició la muralla del castillo, una superficie lisa y dura como el metal que brillaba transparente como una enorme piedra semipreciosa marrón claro… o como el tronco pulido de un gigantesco árbol petrificado.
Oyó a alguien acercarse por detrás. Miró y vio que era Teth, ahora acompañado por dos prisioneros, que miraban al recién llegado con curiosidad.
—¿Cuándo fue la guerra? —preguntó Dennis en voz baja, sin volverse.
Ellos se miraron mutuamente. Un hombre alto y fornido respondió.
—Uf, ¿de qué guerra hablas, grem? Hay guerras a montones continuamente. ¿La del padre del barón, cuando expulsó al duque? ¿O este problema que Kremer tiene con el rey?
Dennis se volvió y gritó.
—¡La Gran Guerra, idiotas! ¡La que destruyó a vuestros antepasados! ¡La que os hizo vivir de las sobras de vuestros ancestros… de sus carreteras autolubricantes, de sus pañuelos indestructibles!
Se llevó la mano a la cabeza dolorida cuando se sintió asaltado por una oleada de náuseas. Los otros susurraron entre sí.
Finalmente, un hombre bajo y cetrino de barba muy negra se encogió de hombros y dijo:
—No sé de qué hablas, amigo. Vivimos mejor de lo que lo hicieron nuestros antepasados. Y nuestros nietos vivirán mejor que nosotros. Eso se llama progreso. ¿No has oído hablar del progreso? ¿Vienes de un lugar donde adoran a los antepasados, o algo así de retrógrado?
Parecía verdaderamente interesado. Dennis dejó escapar un gemidito de desesperación y echó a andar, seguido por una multitud creciente.
Pasó ante los prisioneros que trabajaban en un huerto. Las ordenadas filas de verduras tenían un aspecto bastante normal. Pero las herramientas que los jardineros utilizaban eran de pedernal y ramas de árboles, como las que había visto en casa de Tomosh Sigel. Señaló los rastrillos y azadas.
—Esas herramientas son nuevas, ¿no? —le preguntó a Teth.
El viejo se encogió de hombros.
—Justo lo que pensaba! Todo lo nuevo es rudo y apenas mejor que palos y piedras, mientras que los ricos acumulan los restos mejores de la antigua sabiduría de vuestros antepasados…
—¡Qué va! —terció el hombre pequeño y cetrino—. Esas herramientas son para los ricos, gremmie.
Dennis arrancó una azada de piedra de manos de uno de los granjeros que tenía cerca y la agitó ante la nariz del tipo.
—¿Éstas? ¿Para los ricos? ¿En una sociedad obviamente jerárquica como la vuestra? Estas herramientas son bastas, rudas, ineficaces, toscas…
El granjero gordo al que le había quitado la herramienta protestó.
—¡Bueno, lo hago lo mejor que puedo! ¡Acabo de empezar con ella, por todos los diablos! ¡Mejorará! ¿Verdad, chicos? —Hizo una mueca. Los demás murmuraron su acuerdo, al parecer habían llegado a la conclusión de que Dennis era un matón de tres al cuarto.
Dennis parpadeó ante el aparente non sequitur. No había dicho nada sobre el granjero. ¿Por qué se lo tomaba como algo personal?
Buscó otro ejemplo… cualquier cosa para comunicar con aquella gente. Se volvió y divisó a un grupo de hombres al otro extremo del patio. No iban vestidos con tejidos burdos, sino que llevaban hermosos ropajes de colores brillantes y atractivos. Sus vestidos brillaban a la luz de la tarde.
Dichos hombres estaban enzarzados practicado la esgrima con palos de madera a modo de espadas. Un puñado de guardias los observaba.
Dennis no tenía ni idea de por qué aquellos aristócratas y sus guardias estaban allí, en el patio de la prisión, pero aprovechó la oportunidad.
—¡Allí! —señaló—. Esa ropa que llevan esos hombres es vieja, ¿verdad?
Aunque ahora era menos amistosa, la multitud asintió.
—¿Entonces fue hecha por vuestros antepasados?
El hombre pequeño y cetrino se encogió de hombros.
—Supongo que podríamos decir que sí. ¿Y qué? No importa quién hace algo. ¡Lo que cuenta es si lo conservas!
¿Era aquella gente ciega a la historia? ¿El holocausto que había destruido la maravillosa ciencia antigua de aquel mundo los había traumatizado tanto que se escondía de la verdad? Se encaminó decidido hacia el lugar donde los petimetres practicaban la esgrima junto a la muralla. Un aburrido guardia alzó la cabeza, perezoso, y luego continuó su siesta.
Dennis ya había perdido los nervios. Gritó a los prisioneros que le seguían.
—¿No negáis que los aristócratas se quedan con lo mejor, y casualmente con lo más viejo de todo?
—Bueno, claro…
—Y estos aristócratas sólo visten cosas viejas. ¿Cierto?
La multitud estalló en una carcajada. Incluso algunos de los que iban vestidos con ropajes brillantes detuvieron sus prácticas de esgrima y sonrieron. El viejo Teth dirigió a Dennis una sonrisa mellada.
—Ellos no son ricos, Dennis. Son pobres prisioneros como nosotros. Tienen la misma constitución que algunos de los sicarios del barón. «Si puedes vestir la ropa de un rico, vestirás la ropa de un rico, ¡lo quieras o no!»
Parecía un aforismo.
Dennis sacudió la cabeza. Su subconsciente giraba y parecía tratar de decirle algo.
—Prisioneros por tener «la misma constitución» que el barón… eso es lo que dijo la tía de Tomosh Sigel sobre el padre del chico… —alguien cercano abrió la boca pero Dennis continuó hablando solo, cada vez más y más rápido.
—Los ricos obligan a los pobres a vestir su ropa chillona, día sí, día no… pero eso no estropea el tejido. En cambio…
Alguien cercano hablaba con urgencia, pero la mente de Dennis estaba completamente llena. Deambuló sin rumbo, sin prestar atención a donde iba. Los prisioneros le dejaron paso, como hacen los hombres con los santos o los locos.
—No —murmuró—, la ropa no se gasta… porque los ricos hacen que alguien con su misma constitución la lleve todo el tiempo, ¡para mantenerla en…!
—Disculpe, señor. ¿Mencionó usted el nombre de…?
—¡Para mantenerla en práctica! —A Dennis le dolía la cabeza—. ¡Práctica! —repitió, y se apretó la cabeza con las manos por la locura que le hacía sentir el mundo.
—¿Mencionó usted el nombre de Tomosh Sigel?
Dennis alzó la cabeza y vio a un hombre alto y de anchos hombros, vestido con los ropajes de un magnate fabulosamente rico… aunque ahora sabía que se trataba de un prisionero igual que él. Algo en el rostro del hombre le resultaba familiar. Pero la mente de Dennis estaba demasiado embotada para dedicarle más que un instante de reflexión.
—¡Bernald Brady! —gritó, y dio una palmada—. ¡Dijo que aquí había una sutil diferencia en las leyes físicas! Algo sobre que los robots parecían hacerse más eficientes…
Dennis se palpó la chaqueta y los pantalones. Notó objetos abultados. Los guardias le habían quitado el cinturón y la bolsa pero habían dejado en paz el contenido de sus bolsillos.
—Por supuesto. Ni siquiera los advirtieron —susurró, medio frenético—. ¡Nunca habían visto bolsillos con cremallera! ¡Y estas cremalleras han tenido práctica volviéndose mejores y mejores desde que llegué aquí!
La multitud guardó silencio cuando abrió un bolsillo y sacó su diario. Dennis pasó las páginas.
—Día Uno —leyó en voz alta—. Equipo terrible. El más barato posible. Juro que me desquitaré de ese hijo de perra de Brady algún día… —Alzó la cabeza, sonriendo torvamente—. Y lo haré, desde luego.
—Señor —insistió el hombre alto—, mencionó usted el nombre de…
Dennis continuó, arrancando las páginas.
—Día Diez… El equipo es mucho mejor de lo que pensaba… supongo que debí confundirme al principio…
¡Pero no se había confundido! ¡El material simplemente había mejorado!
Dennis cerró de golpe el diario y alzó la mirada. Por primera vez desde que llegara a aquel mundo, vió.
Vió una torre que se había convertido, después de muchas generaciones, en un gran castillo… ¡porque había sido practicada durante mucho tiempo!
Vio herramientas de jardinería que mejorarían día a día con el uso, hasta que fueran las maravillas que había visto en el porche de la casa de Tomosh Sigel.
Se volvió y miró a los hombres que lo rodeaban. Y vió…
—¡Cavernícolas! —gimió—. ¡No encontraré científicos ni constructores de máquinas aquí, porque no hay ninguno! No tenéis tecnología en absoluto, ¿verdad? —acusó a un prisionero.
El hombre retrocedió, obviamente sin tener ni idea de a qué se refería Dennis.
Se dio la vuelta y señaló a otro.
—¡Tú! ¡Ni siquiera sabes lo que es una rueda! ¡Niégalo!
Los prisioneros se quedaron mirándolo.
Dennis se tambaleó. Su conciencia osciló como una vela que se apaga.
—Tendría… tendría que haberme quedado en la compuerta y construido mi maldito zievatrón… El cerduende y el robot habrían sido de más ayuda que un puñado de salvajes que probablemente me comerán para la cena… y practicarán con mis huesos para hacer cucharas y tenedores… mis omóplatos serán una buena vajilla.
Las piernas le cedieron y cayó de rodillas, luego quedó tendido de bruces en la arena.
—Es culpa mía —dijo alguien por encima de él—. No tendría que haber dejado que se levantara con un chichón así en la cabeza.
Dennis sintió que unos fuertes brazos lo agarraban por las piernas y los hombros. El mundo se tambaleaba a su alrededor. Cavernícolas. Probablemente iban a meterlo en un jergón para que pudiera practicarlo en una cama de plumas sólo permaneciendo tumbado en él.
Dennis se rió, mareado.
—Ah, Den, sé justo… son un poco mejor que cavernícolas. Después de todo, han aprendido que la práctica conduce a la perfección…
Entonces perdió el conocimiento.
Era un programa de debate nocturno en trivi. Los invitados eran cuatro filósofos eminentes.
Desmond Morris, Edwin Hubble, William Gibbs y Seamus Murphy acababan de ser entrevistados. Después de la pausa comercial, el presentador del programa se volvió hacia las holocámaras, sonriendo diabólicamente.
—Bien, señoras y señores, hemos oído a estos cuatro caballeros hablar largo y tendido sobre sus famosas Leyes de la Termodinámica. Tal vez sea buen momento para recibir información opuesta. Es por tanto un gran placer presentarles a nuestro invitado misterioso de esta noche. ¡Por favor, den la bienvenida al señor Pers Peter Mobile!
Los cuatro filósofos se levantaron como un solo hombre, protestando.
—¿Ese charlatán?
—¡Falsario!
—¡No compartiré el estudio con un timador!
Pero mientras protestaban, la orquesta arrancó con una animosa a irreverente tonada. Mientras la fanfarria aumentaba, un chimpancé salió a escena sonriendo, enseñando sus dientes torcidos a inclinándose ante los aplausos del público.
Llevaba en la cabeza una gorrita con una hélice de juguete.
El chimpancé cogió un micrófono lanzado desde los laterales. Danzó al ritmo de la música, haciendo girar la hélice de juguete con un dedo. Luego, con voz rasposa pero extrañamente autoritaria, empezó a cantar.
¿Por qué es así?
Oh, ¿por qué?
¡Es un camino fácil,
lo confesaré,
si sabes lo que yo sé!
La música era pegadiza. Pers Peter Mobile sonrió y cantó un par de estrofas.
Oh, el viejo Ed Hubble sopló una burbuja cósmica,
¡y dijo que explotó!
No lo quiere admitir en vista del lío resultante,
¡pero empieza a hacer un frío horrible aquí!
Y Willard Gibbs, qué terrible pillín,
elaboró asuntos de economía.
El tiempo es la flecha que guía, se le oirá cantar,
¡y la deuda siempre crónica será!
El chimpancé desafinaba, pero no dejaba de hacer girar la pequeña hélice. El borrón en lo alto de su cabeza se volvió hipnótico, como las aguas de un tejido de muaré.
Los sabios antropólogos sostienen, oh, feliz refrán,
que el hombre por sus herramientas se define.
Las herramientas nos ayudan a capear
de la entropía el temporal.
¡Pero incluso ellas las reglas obedecen!
Y Murphy crítico, pesimista,
grita todavía pronosticando
que esto de la entropía
encierra algo personal
y que lo que mal puede salir, mal saldrá.
La música aumentó de volumen, acompañada por el gemir de la hélice. El mono bailarín volvió al estribillo.
¿Por qué es así?
Oh, ¿por qué?
Es un maldito lío,
lo confesaré,
¡pero hay un secreto que yo sé!
El borrón en lo alto de su cabeza ya no necesitaba un dedo para seguir funcionando. De hecho, ya no era una hélice de juguete.
La gorrita se había convertido en un casco espacial y las aspas al girar lo alzaban en el aire, para gran desazón de los otros invitados.
La cámara enfocó la cara del chimpancé. Dos filas de dientes grandes y amarillos sonrieron al público. La música rugió en un crescendo.
Oh, hay un tiempo y un lugar para cada cosa,
o eso dicen los sabios.
Si no te gustan las reglas
de un estúpido lugar,
¡no te quedes, echa a volar!
El chimpancé revoloteó por el estudio, su gorrita convertida ahora en un traje volador completo. Revoloteó sobre los furiosos filósofos, haciendo que éstos se escondieran tras los asientos. Luego dio un brusco giro y se dirigió a la cámara, riendo, aullando, chillando de risa.
¡Echa a vola-a-a-a-ar!
—¡Ah! —Dennis agitó las manos y se agarró al borde del jergón. Se quedó mirando la oscuridad largo rato, respirando con dificultad. Finalmente, se desplomó de nuevo en la cama con un suspiro.
Así que no había ningún mágico chimpancé negentrópico después de todo. Pero la primera parte del sueño era real. Estaba encarcelado en un mundo extraño. Un puñado de cavernícolas que no tenían la menor idea de que lo eran lo habían hecho prisionero. Estaba al menos a setenta kilómetros del zievatrón destrozado, en un mundo donde las leyes físicas más básicas en cuya creencia había sido educado estaban extrañamente retorcidas.
Era de noche. Los ronquidos resonaban en el cobertizo de los prisioneros. Dennis permaneció inmóvil en la oscuridad hasta que notó que había alguien sentado en el jergón de al lado, observándolo. Volvió la cabeza y vio la silueta de un hombre grande y musculoso de cabello rizado y oscuro.
—Ha tenido un mal sueño —dijo el prisionero suavemente.
—Estaba delirando —corrigió Dennis. Forzó la vista—. Me resulta usted familiar. ¿Era uno de los hombres a quienes grité? ¿Uno de los … practicadores de ropa?
El hombre alto asintió.
—Sí. Me llamo Stivyung Sigel. Le oí decir que había conocido a mi hijo.
Dennis asintió.
—Tomosh. Un chico muy bueno. Debe estar usted orgulloso.
Sigel ayudó a Dennis a sentarse.
—¿Se encuentra bien Tomosh? —preguntó. Su voz era ansiosa.
—No tiene que preocuparse. Estaba perfectamente la última vez que lo vi.
Sigel inclinó la cabeza, agradecido.
—¿Vio a mi esposa, Surah?
Dennis frunció el ceño. Le resultaba difícil recordar lo que le habían dicho. Todo parecía muy lejano en el tiempo, y lo habían mencionado sólo de pasada. No quería inquietar a Sigel.
Por otro lado, el hombre merecía que le dijera lo que sabía.
—Umm, Tomosh se aloja con su tía Biss. Ella me dijo que su esposa había ido a pedir ayuda… ¿a alguien o algo llamado Latoof? ¿Likoff?
La cara del otro hombre palideció.
—¡Los L´Toff! —susurró—. No tendría que haber hecho eso. ¡La selva es peligrosa, y la situación no es tan desesperada!
Sigel se levantó y empezó a caminar a los pies de la cama de Dennis.
—Tengo que salir de aquí. ¡Tengo que hacerlo!
Dennis ya había empezado a pensar en lo mismo. Ahora que sabía que no había científicos nativos para ayudarle, tenía que volver al zievatrón para intentar montar un mecanismo de regreso por sus propios medios, con o sin piezas de repuesto. De lo contrario, nunca saldría de aquel mundo loco.
Quizá pudiera usar en su provecho el Efecto Práctica, aunque sospechaba que funcionaría de forma muy distinta con un instrumento sofisticado que con un hacha o un trineo. La idea en sí era demasiado nueva y desconcertante para el científico que había en él.
Lo único que sabía realmente era que empezaba a anhelar su hogar. Y le debía a Bernald Brady un puñetazo en la nariz.
Cuando trató de levantarse, Sigel corrió a su lado y le ayudó. Se acercaron a una de las columnas; Dennis se apoyó y contempló la pared de la empalizada. Dos pequeñas lunas brillantes iluminaban el terreno.
—Creo que podría ayudarte a salir de aquí, Stivyung —1e dijo al granjero en voz baja.
Sigel se lo quedó mirando.
—Uno de los guardias sostiene que eres un brujo. Tus acciones anteriores nos hicieron pensar que podría ser cierto. ¿De verdad que puedes preparar una huída de este sitio?
Dennis sonrió. Hasta el momento, éste era el resultado del marcador: Tatir muchos, Dennis Nuel cero. Ahora era su turno. Se preguntó qué no podría conseguir del Efecto Práctica un doctor en física, cuando aquella gente ni siquiera había oído hablar de la rueda.
—Estará chupado, Stivyung.
El granjero pareció confundido por la expresión, pero sonrió esperanzado.
Dennis captó un leve movimiento. Se volvió a su derecha y contempló el castillo escalonado, sus murallas brillando a la luz de las lunas.
Tres pisos más arriba, tras un parapeto con barrotes, había una figura esbelta y solitaria. La brisa agitaba un vestido diáfano y una cascada de largo cabello rubio.
Estaba demasiado lejos para poder verla claramente de noche, pero Dennis quedó asombrado por la belleza de la joven. También tuvo la seguridad de que la había visto antes, de algún modo.
En ese instante ella pareció mirar hacia ellos. Permaneció así, con el rostro en las sombras, quizá viendo cómo la observaban, durante un buen rato.
—La princesa Linnora —la identificó Sigel—. Es tan prisionera como nosotros. De hecho, es el motivo por el que estoy aquí. El barón quería impresionarla con sus propiedades. Yo ayudo a practicar sus pertenencias a la perfección. —Sigel parecía amargado.
—¿Es tan hermosa de día como de noche? —Dennis no podía apartar la mirada.
Sigel se encogió de hombros.
—Es bonita, supongo. Pero no comprendo en qué piensa el barón. Es hija de los L´Toff. Los conozco mejor que la mayoría, a incluso a mí me resulta difícil imaginar a uno de ellos casándose con un ser humano normal.