IX DISCUS JESTUS

1

La granja había empezado a deteriorarse.

Desde la verja abierta, Dennis contempló el camino que conducía a la casa de Stivyung Sigel. La casa que parecía tan cómodamente habitada un par de meses antes tenía ahora el aspecto de un lugar largamente abandonado a los elementos.

—Creo que no hay moros en la costa —les dijo a los demás. Ayudó a Linnora a apoyarse contra el poste de la verja para que pudiera dejar de apoyarse en su hombro. La muchacha sonrió con valentía, pero Dennis se daba cuenta de que estaba agotada.

Indicó a Arth que vigilara, luego cruzó corriendo el patio para asomarse a una de las ajadas ventanas.

El polvo se había apoderado de todo. Los hermosos muebles antiguos del interior habían empezado a adquirir un aspecto burdo. El deterioro era triste, pero implicaba que la granja estaba desierta. Los soldados que registraban la zona en su búsqueda no habían emplazado una avanzadilla allí.

Regresó a la verja y ayudó a Linnora mientras Arth llevaba el planeador desmontado. Juntos, se desplomaron en los escalones de acceso a la casa. Durante un rato el único sonido aparte de su respiración fue el zumbar de los insectos.

La última vez que Dennis se había sentado en aquel porche le habían llamado la atención un puñado de herramientas que parecían sacadas en parte de Buck Rogers y en parte de la Edad de Piedra. Ahora vio que más de la mitad de los instrumentos habían desaparecido… los mejores, por cierto. Las maravillosas herramientas que Stivyung Sigel había practicado hasta la perfección estaban probablemente con el joven Tomosh en casa de sus tíos, junto con las mejores posesiones de Sigel.

Las herramientas restantes las habían dejado porque no se les podía dar uso. La mayoría había empezado a parecer atrezo de una película de bajo presupuesto sobre cavernícolas.

Arth estaba tumbado en el porche, las manos sobre el pecho, roncando.

Linnora se quitó los zapatos, dolorida. A pesar de la intensa práctica de los dos últimos días, todavía no eran adecuados para el campo. Tenía unas ampollas enormes, y el día anterior se había torcido un tobillo, por lo que cojeaba. Debía de sufrir mucho, pero nunca lo mencionaba tampoco a ninguno de sus compañeros.

Dennis se puso pesadamente en pie. Rodeó la casa y se acercó al pozo, donde dejó caer el cubo. El sonido del impacto contra el agua tardó en llegar. Sacó el cubo, lo desató y lo llevó, salpicando y goteando, de vuelta al porche.

Arth se despertó lo suficiente para tomar un largo sorbo; luego volvió a desplomarse. Linnora bebió un poco, pero mojó el pañuelo y se limpió las manchas de suciedad de la cara.

Lo más suavemente que pudo, Dennis le lavó los pies para limpiar la sangre seca. Ella dió un respingo, pero no dejó escapar ni un sonido. Cuando Dennis terminó y se sentó a su lado en el sucio porche, Linnora apoyó la cabeza contra su hombro y cerró los ojos.

Llevaban casi tres días esquivando patrullas, comiendo pequeñas aves que Dennis derribaba con una honda improvisada y peces capturados en arroyuelos por las rápidas manos de Linnora. Por dos veces estuvieron a punto de localizarlos: hombres a caballo una vez, y un rápido y casi silencioso planeador otra. El barón, o su regente, sin duda tenía el país boca arriba buscándolos.

Linnora se acomodó bajo su barbilla. Dennis inspiró el suave aroma de su pelo, enmarañado como estaba después de tres días al aire libre. Durante un ratito permanecieron tranquilos.

—No podemos quedarnos aquí, Denniz —dijo Arth sin moverse ni abrir los ojos.

La noche de la huida, quiso quedarse en las inmediaciones de Zuslik hasta que fuera seguro regresar a la ciudad. Arth no se sentía cómodo al aire libre. Pero el alboroto levantado y lo concienzudo de la búsqueda le habían persuadido por fin para acompañar a Dennis y Linnora… en su intento de llegar a la tierra de los L´Toff.

—Sé que no podemos, Arth. Estoy seguro de que los hombres del barón ya han estado aquí. Y volverán.

»Pero a Linnora le sangran los pies, y su tobillo está hinchado. Teníamos que llevarla a descansar a alguna parte, y sólo se me ocurrió este sitio. Está desierto y se encuentra en la dirección que queremos seguir.

—Puedo continuar, Dennis, de verdad. —Linnora se incorporó, pero su esbelto cuerpo empezó a tambalearse casi de inmediato—. Creo que pue… —Puso los ojos en blanco y Dennis la agarró.

—Da un grito si viene el ejército —le dijo a Arth mientras la cogía en brazos. Se puso en pie trabajosamente y consiguió abrir la puerta con el pie. La puerta crujió.


Dentro de la vivienda había polvo por todas partes. Dennis casi pudo sentir el amor y el gusto que Stivyung Sigel había practicado en esa casa, y ahora iba camino de convertirse de nuevo en un puñado de palos, paja y papel.

Se preguntó que habría sido del alto granjero, y de Gath, el inteligente joven que quería ser aprendiz de mago. ¿Sobrevivirían a su aventura en globo? ¿Estaba Sigel buscando todavía a su esposa en los bosques de los L´Toff?

Dennis llevó a Linnora por un estrecho pasillo hasta el dormitorio de los Sigel y la tendió con delicadeza sobre la cama. Luego casi se desplomó en una silla cercana.

—Sólo un minuto —murmuró. El agotamiento era como una pesada manta que lo ahogaba. Intentó levantarse una vez, pero fracasó—. Ah, demonios. —Contempló a la joven que ahora dormía pacíficamente—. Se supone que las cosas no funcionan así la primera vez que el héroe lleva a la hermosa princesa a la cama…


Medio adormilado, la mente de Dennis divagó. Se encontró pensando en Duen y el robot… imaginando cómo los había visto un transeúnte algunas semanas atrás; la pequeña criatura rosada de brillantes ojos verdes, y su compañero, la máquina alienígena, invadiendo juntos las calles llenas de humanos de Zuslik, escondidos entre tejados y alcantarillas, espiando a los habitantes de la ciudad.

No era extraño que hubiera rumores sobre «engendros del infierno» y fantasmas.

Linnora le había dicho que «la bestia krenegee» compartía con los humanos la habilidad de infundir Pr'fett en una herramienta, aunque no utilizaban herramientas, ni eran al parecer verdaderamente inteligentes.

A veces un krenegee salvaje establecía una relación duradera con un ser humano. Cuando esto sucedía, la práctica del humano se volvía enormemente poderosa. En unas horas podían conseguirse las mejoras de un mes. Ni siquiera los L´Toff, cuya maestría en el arte de la práctica no tenía rival, podían competir con los logros de un hombre acompañado por un krenegee, sobre todo si la combinación provocaba de vez en cuando un auténtico trance práctico.

Pero los krenegee eran notablemente huidizos. Un humano podía considerarse afortunado si veía uno a lo largo de toda su vida. Las pocas personas que establecían contacto duradero con uno eran llamadas creadores del mundo.

Dennis imaginó al cerduende recorriendo los tejados de la ciudad a lomos del autómata, empujándolo hacia la perfección en su función programada… una función que Dennis le había dado originalmente. Los resultados habían sido sorprendentes.

Duen podía ser huidizo, pero Dennis se había equivocado al considerarlo una criatura inútil.

No podía dejar de sentirse culpable por el robot, aunque sabía que no debía hacerlo. Se lo imaginaba repeliendo valientemente a los guardias la noche de su huida.

Dennis se quedó profundamente dormido y soñó con brillantes ojos verdes y rojos, hasta que una mano sacudió su hombro.

—¡Denniz! —La mano lo sacudió—. ¡Denniz! ¡Despierta!

¿Qué pasa…? —Dennis se incorporó rápidamente— ¿Qué ocurre? ¿Soldados?

Arth era una silueta en la penumbra de la habitación. Sacudió la cabeza.

—No lo creo. He oído voces en la carretera, pero no había animales. Me he adelantado antes de que abrieran la verja.

Dennis se levantó pesadamente y fue a echar un vistazo a través de una abertura en las cortinas. La ventana amarillenta y polvorienta daba al patio de la granja. En el borde derecho de su ángulo de visión vio un destello de movimiento. Sonaron pasos en el porche de madera.

La única salida era cruzando el salón; tendrían que enfrentarse con quien fuera. Y ninguno de los tres estaba en condiciones de plantar cara ni siquiera a un par de lobatos de scout drogados.

Indicó a Arth que se colocara detrás de la puerta y alzó una silla. Las pisadas sonaban ahora en el salón.

El cerrojo se descorrió y la puerta del dormitorio crujió lentamente al abrirse. Dennis alzó la silla por encima de su cabeza.

Se tambaleó y estuvo a punto de perder el equilibrio cuando la puerta se abrió de par en par para revelar a una fornida mujer de mediana edad. Ella vio a Dennis y soltó un gritito mientras retrocedía unos pasos, por lo que casi derribó a un niño pequeño que la acompañaba.

—¡Espera! —dijo Dennis.

La mujer agarró al niño del brazo, arrastrándolo frenética hacia la puerta principal. Pero la pequeña figura se resistió.

—¡Dennz! ¡Ma, es sólo Dennz!

Dennis soltó la silla a indicó a Arth que se quedara donde estaba. Corrió al salón tras ellos.

La mujer se detuvo, insegura, ante la puerta abierta. Su tenaza era blanca sobre el brazo del niño que Dennis había conocido al principio de su estancia en aquel mundo. El terrestre se detuvo en la entrada del pasillo, alzando las manos vacías.

—Hola, Tomosh —dijo tranquilamente.

—¡Hola, Dennz! —contestó Tomosh feliz, aunque su madre lo retuvo cuando intentó avanzar. El recelo y el miedo todavía inundaban sus ojos.

Dennis trató de recordar el nombre de la mujer. Stivyung lo había mencionado varias veces. ¡Tenía que convencerla como fuera de que era un amigo!

Sintió movimiento a su espalda.

¡Maldito Arth! ¡Le dije que se quedara atrás! ¡Un desconocido más en su casa será suficiente para espantar a esta mujer!

Los ojos de la señora Sigel se abrieron como platos. Pero en vez de huir, suspiro.

—¡Princesa!

Dennis se volvió y no pudo evitar parpadear sorprendido también él. Incluso con el pelo en desorden, los ojos adormilados y descalza, con los pies ensangrentados, Linnora conseguía parecer regia. Sonrió graciosamente.

—Estás en lo cierto, buena mujer, aunque creo que no nos conocemos. Debo darte las gracias por la hospitalidad de tu hermosa casa. Mi gratitud, y la de los L´Toff, son tuyas para siempre.

La señora Sigel se ruborizó, a hizo una torpe reverencia. Su cara se transformó, olvidada su dureza.

—Mi casa es vuestra, alteza —dijo tímidamente—. Y de vuestros amigos, por supuesto. Sólo desearía que fuera más presentable.

—Para nosotros, es tan digna como el más grande palacio —le aseguró Linnora—. Y mucho mejor que el castillo donde hemos estado recientemente.

Dennis cogió a Linnora del brazo para ayudarla a sentarse en una silla. Ella le miró a los ojos y le hizo un guiño.

La señora Sigel armó un gran alboroto cuando vio el estado de los pies de la joven. Corrió a una esquina de la habitación y levantó un tablón del suelo, dejando al descubierto una despensa oculta. Sacó vendas limpias, de décadas de antigüedad, y una jarra de ungüento. Insistió en atender de inmediato las ampollas de Linnora, apartando a Dennis de forma amable pero inflexible.

Tomosh se acercó y golpeó a Dennis afectuosamente en la pierna; luego empezó a formularle un torrente de preguntas ansiosas y atropelladas. Dennis tardó diez minutos en poder decirle a la señora Sigel que había visto por última vez a su marido a treinta metros de altura, montado en un gran globo.

También tuvo que explicar qué demonios era un «globo».

2

—Podríamos intentar prepararos un escondite aquí —le dijo Surah Sigel a Dennis mucho más tarde, después de que los demás se hubieran acostado—. Sería peligroso, claro. El barón ha movilizado la milicia, y sus hombres regresarán pronto. Pero podríamos intentarlo.

Parecía que Surah tenía poca fe en su propia sugerencia. Dennis ya sabia cuál era el problema.

—Olfateadores —dijo simplemente.

Ella asintió a su pesar.

—Sí. Kremer los usará para buscaros. Con tiempo suficiente, los olfateadores pueden encontrar a un hombre en cualquier parte por su olor.

Dennis había visto una camada de aquellos animales de gran nariz mientras residía en el castillo. Parecían primos lejanos de los perros, pero Dennis no sabía de ningún equivalente terrestre exacto. Eran más lentos que los sabuesos, pero tres veces más sensibles. Arth le había dicho que existían maneras de despistar a los olfateadores en la ciudad, pero que al aire libre eran imparables.

Dennis sacudió la cabeza.

—Tenemos que seguir lo antes posible. Eres tan generosa y valiente como lo describió Stívyung, Surah. Pero no puedo hacerme responsable de lo que os pasaría a Tomosh y a ti si nos encontraran aquí a Linnora y a mí.

»Nos marcharemos pasado mañana.

En su fuero interno, Dennis temía incluso esperar tanto tiempo.

—¡Pero los pies de la princesa no habrán sanado todavía para entonces! ¡Su tobillo sigue hinchado!

La señora Sigel se había ofrecido antes a llevar a Linnora a casa de su hermana para tratar de disfrazarla de algún modo. Pero Linnora no quiso ni oír hablar del tema. No era sólo que no estuviera dispuesta a poner en peligro a gente inocente. También estaba decidida a negar a Kremer incluso la posibilidad de volver a utilizarla como rehén. Y su pueblo tenía que ser advertido de las nuevas armas del barón. Volvería a las montañas occidentales aunque tuviera que ir a rastras.

Si por mí fuera, no me quedaría ni siquiera un día más —dijo Dennis—. Pero tengo que intentar crear algo… algo que nos permita llevar lejos a Linnora aunque sus pies no hayan sanado.

La señora Sigel suspiró, aceptando su decisión. Después de todo, un mago era un mago. Había escuchado con asombro las historias de Arth sobre los milagros de Dennis.

—Muy bien, pues. A primera hora iré a coger de casa de Biss esas herramientas que necesitas. Tomosh vigilará la carretera y os avisará si vienen soldados, Os dibujaría un mapa para indicaros el camino que conduce a los L´Toff, pero tenéis el mejor guía del mundo, así que supongo que no os hará ninguna falta.

Linnora y Tomosh se habían retirado después de una espartana pero nutritiva comida sacada de la despensa secreta de los Sigel. Arth roncaba suavemente en una silla, practicándola a cambio de la hospitalidad de su anfitriona. Aunque no era un gran fumador, Dennis chupaba diligente una de las pipas de Stivyung Sigel por el mismo motivo.

Surah le había contado a Dennis su propia aventura, de la que acababa de regresar: su viaje a las montañas de los L´Toff. Los ojos se le iluminaban cuando hablaba de sus viajes.

Stivyung le había hablado a menudo de los viajes realizados durante su carrera en los Exploradores Reales. Educada en una sociedad que todavía controlaba rígidamente las opciones abiertas para las mujeres, Surah se había entusiasmado con las historias de aventuras de su esposo en las fronteras salvajes, de encuentros con gente extraña incluyendo, por supuesto, a los misteriosos L´Toff.

Por sus descripciones, ella sabía que no eran seres de fábula ni diablos, sino personas a quienes los dioses habían concedido bendiciones con contrapartida. Desde su éxodo durante el reinado del buen rey Foss't, habían vivido casi aislados en su retiro de las montañas. Después de la caída del antiguo duque, su último protector fuerte en el oeste, los únicos coylianos que habían tenido contacto regular con ellos eran unos cuantos comerciantes y los exploradores.

Cuando los hombres del barón se llevaron a Stivyung, Surah se encontró de pronto comportándose como nunca habría imaginado. Corrió a casa de su hermana y le dijo que recogiera a Tomosh. Luego hizo un hatillo y se dirigió al oeste sin ningún plan definido en mente, pensando sólo en encontrar a alguno de los antiguos camaradas de Stivyung y pedirle ayuda.

No recordaba gran cosa sobre su viaje a las montañas, excepto haber estado asustada buena parte del tiempo. Aunque había crecido en los lindes de la espesura, nunca antes había pasado las noches sola bajo los árboles. Fue una experiencia que jamás olvidaría.

La primera señal de que se encontraba en territorio L´Toff se produjo cuando se topó con una pequeña patrulla de hombres severos y fieros cuyas lanzas tenían el aspecto bruñido que da la práctica mortal. Estaban agitados y la interrogaron. Pero al final acabaron por dejarla marchar. Sólo después, cuando atravesó los villorrios de las afueras y llegó por fin al poblado principal de los L´Toff, se enteró Surah de que la princesa Linnora había desaparecido.

Eso explicaba la ansiedad de los guardias fronterizos, desde luego. Surah empezó a comprender que sus propios problemas eran pequeñas corrientes de aire en la gran tormenta que se estaba fraguando.

El padre de Linnora, el príncipe Linsee, gobernaba un reino virtualmente independiente y que sólo respondía ante el rey de Coylia. Eso irritaba a los grandes señores y a los templos. Pero, al igual que el aislamiento de su hogar en las montañas, era para protección de la tribu.

A cambio, la corona monopolizaba el comercio de raros tesoros cuyo Pr´fett había sido «petrificado» en un estado permanente de práctica. Cada artículo solía costar a algún L´Toff una medida de su fuerza vital: una semana, un mes o un año de su propia vida. Los artículos petrificados eran muy raros… y por eso también muy codiciados.

Las relaciones entre los L´Toff y los grandes nobles habían empeorado desde la caída del viejo duque, y sobre todo a medida que la nobleza y los gremios del barón Kremer se preparaban para enfrentarse al rey.

Obviamente, los aristócratas se alegrarían de tener algo con lo que presionar a los L´Toff, los aliados más fuertes del rey en el oeste. Si contaran con un rehén para asegurarse la neutralidad del príncipe Linsee, podrían dedicar su atención plena a sitiar las ciudades del este, con su espíritu monárquico y antigremial.

El destino había entregado a Kremer su rehén contra los L´Toff el mismo día en que los soldados fueron a llevarse al marido de Surah.

Cuando Surah llegó a las montañas, los L´Toff buscaban por todas partes a su amada princesa. Linnora había escapado de sus doncellas y escolta casi dos semanas antes, anunciando en una críptica nota que había sentido «algo diferente» llegar al mundo.

Aunque todos respetaban los poderes de Linnora, el príncipe Linsee temía los resultados de la impetuosidad de su hija. Sospechaba que había caído en manos del barón.

Lo mismo pensaba Demsen, el alto y afable jefe de un destacamento de Exploradores Reales que acababa de llegar antes que Surah. Demsen estaba seguro de que Kremer retenía a Linnora en secreto, hasta que fuera necesaria como rehén para mantener a los L´Toff pasivos en su retaguardia.

Surah descubrió todo esto porque se encontraba en el centro de todo el meollo. Como sabía algo de la situación en Zuslik, fue invitada a sentarse a la mesa junto a Linsee y Demsen y los capitanes y ancianos, todos los cuales la escucharon atentamente mientras respondía con nerviosismo sus preguntas.

En la asamblea, el joven príncipe Proll había pedido permiso para asaltar Zuslik y liberar a Linnora por la fuerza de las armas. El valor y carisma de Proll influyeron en muchos. Los L´Toff más jóvenes no pensaban más que en su hermosa princesa languideciendo en prisión.

Pero Linsee sabía que las fuerzas de Kremer superaban con mucho a las suyas en una batalla a campo abierto, sobre todo dado el perfeccionamiento de los terribles cuerpos de planeadores del barón. Harían falta años de peligrosa experimentación para duplicar ese logro. La guerra empezaría mucho antes.

Linsee había enviado una delegación, liderada por el jefe del consejo de ancianos y el príncipe Proll, para visitar a Kremer y preguntar. Probablemente no conseguiría nada, pero era todo lo que podía hacer. Reluctante, ordenó que se reforzaran las defensas.

Surah escuchaba todo esto y comprendió aturdida que allí no encontraría ayuda para salir de su propia crisis personal. Si los L´Toff y los Exploradores Reales no podían hacer nada para salvar a Linnora, ¿qué podrían hacer por un simple granjero, aunque fuera un sargento explorador retirado, a quien el barón Kremer había apresado por capricho?

El príncipe Linsee le dio un caballo y algunas provisiones y le deseó lo mejor. A excepción de los guardias fronterizos, nadie se dio cuenta cuando se marchó.

Regresó para encontrar el país convertido en un clamor. Los preparativos para la guerra se hallaban en marcha, y la zona estaba siendo peinada en busca de importantes fugitivos.

La vida tenía que continuar, fuera cual fuese la magnitud de los grandes asuntos a su alrededor. Recogió a su hijo de la casa de su hermana y se dirigió al hogar propio para mantener la granja lo mejor posible, perdida la esperanza de que Stivyung regresara algún día con ella.

Y en casa encontró a los fugitivos, escondidos en su propio dormitorio.

Surah Sigel suspiró y volvió a llenar la taza de Dennis de thah caliente.

—No he tenido ninguna influencia en los asuntos de nuestro tiempo —dijo, en conclusión—. Sólo soy la esposa de un granjero, a pesar de que Stivyung me enseñara a leer.

»Sin embargo, me parece que he sido testigo y he participado un poco en los acontecimientos.

Miró a Dennis. Tenía una idea. Hablaba con timidez, como si temiera que él fuera a reírse de su ocurrencia.

—¿Sabes? Tal vez algún día escriba un libro sobre todo lo que he visto y te he contado acerca de la gente que conocí antes de que empezara la guerra. ¡Eso sí que sería algo!

Dennis asintió, mostrando su acuerdo.

—En efecto, lo sería.

Ella suspiró y se volvió para remover las brasas.

3

Hacía años que Dennis no realizaba un trabajo de carpintería, y las herramientas que ahora empleaba le eran desconocidas. Sin embargo, empezó a trabajar a la mañana siguiente, muy temprano.

Recortó dos palos largos y tiesos de un par de azadas medio practicadas que encontró en el porche, y luego cortó varias tablas planas de una de las chozas para el heno. Cuando la señora Sigel regresó de casa de su hermana con herramientas mejores, Dennis abrió cuatro agujeros en los costados de una bañera ligera e introdujo los palos en los agujeros.

Encaramada en un montón de heno, con los pies envueltos en vendas blancas, Linnora trabajaba un arnés de cuero. Usaba diestramente un punzón para abrir agujeros en las correas de cuero, en lugares donde Dennis había hecho marcas, y luego los unía con hilos. Tarareaba suavemente y le sonreía a Dennis cada vez que él alzaba la vista de su trabajo. Dennis le devolvía la sonrisa. Era difícil cansarse cuando lo animaban de esa forma.

Arth entró resoplando en el granero, llevando una pequeña silla que Surah Sigel había donado para el proyecto. Soltó la silla y examinó el artilugio que Dennis estaba construyendo.

—¡Ya lo tengo! —El pequeño ladrón chasqueó los dedos—. Ponemos la silla en la bañera y la princesa viaja dentro. Luego cogemos esos palos y la levantamos. Lo llaman «litera». Cuando el emperador del otro lado del gran mar vino a visitar al padre de nuestro rey hace años, oí decir que lo llevaban de esa forma. Un par de nuestros nobles intentaron copiar la idea y casi tuvieron una revuelta entre manos antes de dejarlo.

Dennis se limitó a sonreír y siguió trabajando. Usando una hermosa sierra con el filo de gema, cortó cuatro discos idénticos de una plancha de madera. Medían aproximadamente un metro de diámetro y tres centímetros de grosor.

Arth se lo pensó un poco, luego frunció el ceño.

—¡Pero necesitaríamos cuatro hombres para cargar con esto! ¡Sólo estamos tú y yo y el burro que nos ha dado Surah! ¿Quién va a sostener el cuarto lado? —Se rascó la cabeza—. Creo que no lo comprendo.

Dennis usó un torno afilado para practicar un orificio circular en el centro de cada disco.

—Vamos, Arth —dijo cuando terminó—. Ayúdame con esto, ¿quieres?

Siguiendo las indicaciones de Dennis, el líder de los bandidos alzó uno de los palos que atravesaban los costados de la bañera. Dennis deslizó uno de sus discos por el extremo, luego lo sacó para agrandar un poco el agujero del centro. Cuando lo intentó otra vez, encajó en su sitio a unos cuantos centímetros barra abajo. Lo aseguró con un martillo envuelto en tela.

Arth soltó la bañera, que quedó ladeada en un extraño ángulo, apoyada en una esquina por el disco. Linnora dejó de trabajar y se acercó a mirar.

—¿Qué es eso, Dennis? —preguntó.

—Se llama rueda —respondió él—. Con cuatro en su sitio y con la ayuda del burro de Surah, podremos sacarte de aquí mañana por la noche casi con tanta rapidez como si caminaras. Naturalmente, nos veremos obligados a utilizar las carreteras al principio, pero eso no se puede evitar. De todas formas, la carretera es la única manera de remontar el paso.

Dennis indicó a Arth que fuera levantando una esquina de la bañera cada vez. Insertó una rueda en cada una.

—Este artilugio entero se llama carreta. En mi tierra natal, este artefacto tan burdo duraría unas cuantas horas, como mucho. Imagino que al principio se deslizará más o menos como si la arrastráramos sobre su panza. No hay contrapeso entre los ejes y los agujeros del cuerpo, para empezar. Eso aumentará el coeficiente de fricción por rodadura. Naturalmente, con la práctica podemos esperar que un efecto lubricante empiece a formar parte…

Arth y Linnora se miraron mutuamente. El mago volvía a hablar de un modo incomprensible. Ya se habían acostumbrado a ello.

—Podría haber hecho un comenzador mejor —dijo Dennis, mientras colocaba la última rueda firmemente en su sitio—. Pero no hay tiempo. Ahora mismo están registrando todo el país en busca de nosotros, pero cuando los olfateadores encuentren nuestra pista, se concentrarán. Será mejor que entonces estemos ya en las montanas.

»Vamos a tener que contar con el Efecto Práctica para enmendar esta carreta. Esta noche Arth y yo nos turnaremos para hacerle dar vueltas por la granja. Mañana tal vez…

Dennis dio un paso atrás y contempló el carro. Vio el asombro en la cara de Arth. Pero Linnora mostraba una expresión de profunda concentración. Tenía los ojos entornados y movía la mano como si tratara de visualizar algo que nunca había visto antes.

De pronto, dio una palmada y se rió en voz alta.

—¡Empújalo! ¡Oh, venga, Dennis, empújalo y haz que se mueva!

Dennis sonrió. Linnora no tenía la mente de un cavernícola. Su habilidad para imaginar la forma en que funcionaban las cosas era sorprendente, considerando su entorno.

Alzó el pie y empujó la parte trasera del carro. Rechinando con fuerza, la carreta se movió y rodó por el sendero de grava hasta salir por la puerta del granero.

Alguien gritó, y se oyó un fuerte golpe fuera. Dennis salió corriendo y encontró a Surah Sigel sentada en el suelo, contemplando el artilugio con los ojos abiertos como platos. El carro había rodado hasta detenerse unos palmos más allá. Junto a ella, un hatillo de provisiones yacía abierto, con su contenido medio desparramado.

—¡Creía que estaba vivo cuando vino hacia mí de esa forma!—Parpadeó, mirando el carro.

—Es sólo una máquina —la tranquilizó Dennis mientras la ayudaba a levantarse—. Es lo que vamos a utilizar para transportar a la princesa…

—¡Ya lo veo! —Surah le apartó las manos y se alisó la ropa, envarada. Empezó a recoger las provisiones (tasajo, fruta y sacos de grano), y rechazó a Dennis cuando éste intentó ayudarla.

—Tomosh acaba de volver con noticias de mis primos, los que viven carretera abajo —dijo—. Llevan una semana alojando tropas del barón. Y ahora los soldados dicen que van a trasladarse pasado mañana. No dicen adónde, pero mi primo piensa que se dirigirán hacia el oeste.

Dennis maldijo en voz baja. Los demás y él tenían que atravesar el paso antes de que las tropas se internaran en las montañas. Si esperaban hasta la noche siguiente, todavía estarían en la carretera cuando el principal contingente los alcanzara.

—Esta noche —dijo—. Tenemos que partir esta noche.

Tomosh salió corriendo de la casa. Se detuvo y observó la carreta.

Arth sostuvo a Linnora mientras le ayudaba a sentarse en la carreta. Ella se rió mientras el ladrón y el niño la transportaban lentamente por el patio de la granja.

Dennis sacudió la cabeza. La carretilla que yo tenía cuando niño sería más útil de lo que esta cosa ruidosa será el primer día, pensó.


Partieron poco después de anochecer, mientras las lunas estaban todavía bajas en el cielo. El burro bufaba incómodo mientras tiraba de la carretilla. Cuando se detuvo en la verja y amenazó con rebuznar; Linnora tañó su klasmodion y cantó para el inquieto animal.

Las orejas del burro se movieron; su respiración se normalizó lentamente mientras la melodía de la muchacha lo calmaba. Finalmente, respondió a los suaves acicates de Arth y tiró de su molesta carga. Dennis ayudó a empujar hasta que estuvieron en la carretera propiamente dicha. Allí se detuvieron para despedirse de los Sigel.

Linnora le susurró algo a Tomosh mientras Dennis le estrechaba la mano a la señora Sigel.

—Buena suerte a todos —les deseó Surah—. Decidle a Stivyung si le veis que estamos bien.

Surah contempló insegura al pintoresco grupo. Dennis tenía que admitir que no parecían una fuerza capaz de enfrentarse con las patrullas de Kremer.

—Lo haremos —asintió Dennis.

—¡Volverás, Denniz! —prometió Tomosh mientras daba afectuosamente una palmada en el muslo al terrestre—. ¡Mi padre y tú y los Exploradores Reales volveréis y se las haréis pagar al viejo Kremer de una vez por todas!

Dennis agitó el pelo del niño.

—Tal Vez, Tomosh.

Arth azuzó al burro. El burdo carro chirrió por la oscura y empinada carretera. Dennis tuvo que empujarlo durante un tramo cuesta arriba. Cuando miró atrás, Surah y su hijo se habían marchado.

Excepto por el estrecho haz de su pequeña linterna de aceite, la noche era completamente negra a su alrededor. El viento soplaba entre los árboles que flanqueaban el camino. Incluso en la suave y superdeslizante carretera, el carro daba trompicones y rebotaba y se estremecía. Linnora lo soportaba con valentía. Tañía su klasmodion suavemente, con una expresión soñadora y distante en el rostro.

Ya estaba concentrada en el trabajo, usando sus talentos L´Toff para ayudar a practicar el carro.

En la Tierra, el frágil artilugio se habría hecho pedazos en cualquier momento, unos cuantos minutos o como máximo unas horas después de su construcción. Allí, sin embargo, era una pugna entre el desgaste y la práctica. Si duraba lo suficiente, la cosa tal vez mejoraría.

Dennis empujó el ruidoso carro, deseando que el cerduende estuviera cerca para ayudarles.

4

Murris Demsen, comandante de la compañía del León Verde de los Exploradores Reales, sirvió otra copa de vino de invierno para el príncipe Linsee, y luego miró alrededor por si alguien más quería que volviera a llenársela.

El muchacho de Zuslik, el joven Gath, asintió y sonrió. El vino de invierno de los L´Toff era lo mejor que había probado en su vida. Ya estaba un tanto achispado.

Stivyung Sigel posó la mano sobre su copa.

Conocía la potencia del brebaje por sus días con los Exploradores.

—La última noticia es que las patrullas de Kremer han estado aplicando presión a lo largo de la frontera —dijo Demsen. El larguirucho comandante explorador soltó el hermoso escanciador antiguo y arrancó unas cuantas hojas de una libreta—. También hay noticias de que los barones de Tarlee y Trabool se están movilizando, y emplazando avanzadillas en territorio L´Toff. Incluso el barón Feif-dei parece estar preparándose para la guerra.

—Eso es una mala noticia —dijo el príncipe Linsee—. Contaba con su amistad.

Stivyung Sigel se levantó despacio. Hizo una inclinación de cabeza al príncipe Linsee, a Demsen y al hijo de Linsee, el moreno príncipe Proll.

—Sires, debo pedir una vez más permiso para regresar a mi casa. Decís que mi esposa ya no está aquí. Por tanto debo volver con ella y con mi hijo. Y cuando vea que están a salvo, hay amigos a los que debo intentar ayudar, pues en estos momentos languidecen en las mazmorras del tirano.

El príncipe Linsee miró a Demsen, luego de nuevo a Sigel. Suspiró.

—Stivyung, no has oído nada? ¡La frontera está cerrada! ¡Nos pueden atacar en cualquier momento! ¡No podrás remontar el paso cuando está bloqueado por las tropas!

Demsen estuvo de acuerdo.

—Siéntate, Stivyung. Tu lugar está aquí. Yo te necesito, el príncipe Linsee te necesita, tu rey te necesita. No podemos dejar que sacrifiques tu vida.

Al otro extremo de la mesa, el príncipe Proll soltó su copa con un golpe.

—¿Y por qué detenerle? —preguntó el joven—. ¿Por qué interponerse en su camino?

—Hijo mío… —empezó a decir Linsee.

—Él, al menos, está dispuesto a correr riesgos… ¡A desafiarlo todo por rescatar a sus seres queridos! ¡Mientras tanto, nosotros dejamos que Linnora sufra en las garras de ese amoral engendro de tres lagartos, Kremer! Decidme, ¿de qué servirá esperar cuando las fuerzas de todos los barones al oeste del Fingal marchen sobre nosotros? ¡Oh, por los dioses, dejad partir a Sigel! ¡Y dejadme atacar mientras todavía se les pueda combatir de uno en uno!

Linsee y Demsen compartieron una mirada de exasperación. Habían vivido aquella escena demasiadas veces últimamente.

—Atacaremos, hijo mío —dijo Linsee por fin—. Pero primero tenemos que prepararnos. Stivyung y Gath nos han traído ese «globo» del mago extranjero…

—¡Que no es nada comparado con las armas que el extranjero le ha dado a Kremer! ¿De qué nos sirve, de todas formas? ¡Quedó inutilizado cuando Sigel aterrizó!

—Resultó dañado, sí, príncipe —dijo Demsen—. Pero está casi reparado. Se están construyendo y practicando duplicados. Esto puede ser lo que estábamos buscando… ¡un medio de contrarrestar los planeadores de Kremer! Reconozco que todavía no sé cómo será utilizado, pero lo que más necesitamos es tiempo. ¡Mis exploradores y vuestras compañías deben ganar tiempo para el príncipe Linsee!

»Mientras tanto, el joven Gath y Sigel, mi antiguo camarada de armas, deben cumplir su parte en la supervisión de la creación de más globos…

—¡Crear! ¡Qué se puede conseguir creando? —El joven príncipe se volvió y escupió al fuego. Se hundió en su silla.

—Hijo mío, no blasfemes. Crear es tan honorable como practicar, pues según la Antigua Fe, ¿no tuvimos una vez el poder de crear la vida misma? ¿Antes de que los blecker nos sumieran en el salvajismo?

Proll contempló el fuego, y finalmente asintió.

—Intentaré controlar mi temperamento, padre.

Sin embargo, todos sabían que Proll tenía razón en sus argumentos. Hacía falta tiempo para crear cosas. E incluso entre los L´Toff, hacía falta aún más tiempo para practicarlas. El tiempo era algo que Kremer no iba a concederles.

En todas las mentes, además, se encontraba el terror de cómo pretendía Kremer utilizar a su rehén. ¿Mostraría a Linnora en el campo de batalla? El efecto sobre la moral de las tropas podría ser devastador si Kremer media bien su movimiento. Y Kremer era un maestro de la oportunidad.

La conversación se reanudó. Finalmente, Demsen desenrolló el gran mapa, v el príncipe y él examinaron nuevas formas de distribuir sus exiguas fuerzas contra las hordas que se avecinaban.


El joven Gath prestaba poca atención a las charlas sobre estrategia. No era un soldado, sino un… ingeniero. Dennis Nuel le había enseñado esa palabra, y le gustaba su sabor.

Gath estaba seguro de que la clave para salvar a los L´Toff (y también para rescatar a Dennis, Arth y la princesa) se encontraba en perfeccionar los globos. Hasta el momento Gath había estado muy ocupado supervisando la reparación del original y la construcción y práctica de nuevos modelos. Pero eso no le impedía plantearse nuevos problemas de diseño.

¡Por ejemplo el de cómo manejarlos en la batalla! ¿Cómo se podía hacer que el globo fuera donde uno quería y luego mantenerlo allí? Había sido casi imposible maniobrar el primer globo en su huida de Zuslik. Sólo un pequeño milagro de viento los había llevado a las montañas adonde Stivyung y él querían ir. Tras aterrizar, tardaron días en localizar a los L´Toff.

De algún modo, debe de haber un medio, pensó.

El papel era demasiado valioso para dibujar por dibujar. Así que Gath humedeció el dedo en vino y trazo bocetos sobre la superficie de la mesa, maravillosamente antigua y pulida.

5

El barón Kremer estaba sentado en la cama, con un montón de informes desplegados sobre la sedosa colcha antigua. Trabajaba obstinadamente, leyendo mensajes de los otros señores del oeste, que llegarían pronto para una reunión que él mismo había convocado.

Los mensajes eran satisfactorios, pues ni uno solo de los condes y barones del oeste se había retrasado.

¡Pero el resto era basura! ¡Había listas y listas de cuentas que pagar por material de guerra! Había facturas de cientos de practicadores natos, reclutados para lo que durara la guerra, y quejas de los gremios sobre su demanda de subvenciones aún mayores para su campaña contra el rey liberal.

El montón era enorme. El papeleo era la única cosa en el mundo que Kremer temía.

Si alguien advertía que los labios del barón se movían mientras leía, nadie dijo nada. Los tres escribas que le ayudaban también apartaban cuidadosamente sus ojos del chichón púrpura que afeaba la sien izquierda de su señor.

Kremer soltó un largo rollo de pergamino.

—¡Palabras, palabras, palabras! ¿Esto es lo que significa forjar un imperio? ¿Conquistar sólo para meterme hasta el cuello en una tormenta de papel?

Los escribas bajaron la cabeza, sabiendo que las preguntas de su señor eran retóricas.

—¡Esto! —Kremer arrojó un pergamino que se extendió como una larga bandera estrecha por el suelo. Aquella hoja delgada valía en sí misma casi los ingresos anuales de un campesino—. ¡Los gremios se quejan por una minucia! ¡Una minucia que les conseguirá a ellos seguridad y a mí una corona! ¿Quieren que Hymiel y su ralea se salgan con la suya en el este?

Kremer gruñó e hizo a un lado el montón. Los informes se desparramaron por el suelo. Los escribas corrieron a recogerlos.

Saboreando un momento de satisfacción, Kremer los vio recoger las hojas y los rollos. ¡Pero era una pobre distracción de los irritantes contratiempos que tanto parecían abundar en la misma víspera de su triunfo!

Los gremios eran útiles, se recordó. Además de servir como ricos aliados. Por ejemplo, el monopolio del gremio papelero garantizaba la escasez y el alto precio del papel. ¡Si el material fuera barato, el número de informes probablemente sería el doble, o incluso el triple!

Kremer se rebullía. El médico de palacio, un anciano caballero que le trataba desde niño, y uno de los pocos hombres vivos a quien respetaba, le había dicho que permaneciera en la cama. Tenía una semana para recuperarse, luego comenzaría la campaña principal contra el rey. Sin un buen motivo, no podía ignorar el consejo del doctor. El avance contra los L´Toff era una maniobra secundaria que sus comandantes podrían resolver sin su presencia.

Todo parecía salir según el plan. ¡Sin embargo, casi deseaba una emergencia para tener una excusa y salir de allí!

Kremer se dio un puñetazo en el muslo. La tensión hizo que el dolor de su sien regresara. Dio un respingo y se llevó una mano a la cabeza, torpemente.

Ah, habrá mucho que pagar, pensó. Ya llegará el momento. Cierto individuo me debe mucho.

Sacó de debajo de la almohada el cuchillo de metal de Dennis Nue1, ahora practicado hasta tener el filo de una navaja. Contempló el brillante acero mientras sus escribas esperaban en silencio a que saliera de su ensimismamiento.

Lo que sacó al barón de su concentrada reflexión fue una explosión que agitó las cortinas como si fueran látigos restallantes. Las delicadas ventanas se combaron y sacudieron en sus marcos mientras la detonación reverberaba como un trueno.

Kremer apartó la colcha, haciendo que los papeles volvieran a volar. Atravesó rápidamente las revueltas cortinas y salió al balcón, para asomarse al patio. Vio a hombres corriendo hacia una zona situada justo debajo de la muralla, fuera de la vista. Llegaban gritos desde el lugar de la conmoción.

Kremer agarró su túnica de doscientos años de antigüedad. El viejo médico no se hallaba presente, pero su ayudante protestó diciendo que el barón no estaba todavía en condiciones de aventurarse a salir.

Al verse cogido por la pechera de la camisa y lanzado por el aire al otro lado de la habitación, el pobre hombre cambió de opinión. Dio rápidamente el alta médica a su señor y se quitó de en medio.

Kremer corrió escaleras abajo, la bata agitándose alrededor de sus tobillos. Cuatro miembros de su guardia personal, todos leales norteños, le siguieron de inmediato. Bajó rápidamente las escaleras y salió al patio. Allí encontró al erudito Hoss´k revolviendo una pila de astillas de madera quemada y fragmentos de alfarería.

Kremer se detuvo en seco, contemplando el destrozo de la destilería que Dennis Nuel había construido. De los tubos negros y retorcidos brotaba humo. El diácono se alzaba entre ellos, tosiendo y espantando el humo con las manos. El resplandeciente hábito rojo del erudito estaba chamuscado y manchado de hollín.

—¿Qué significa esto? —preguntó Kremer.

De inmediato, los soldados que contemplaban el destrozo se dieron la vuelta y se pusieron firmes. Los esclavos que estaban a cargo de la destilería se arrojaron de bruces al suelo, humillados.

Excepto tres que no le hicieron caso. Uno estaba claramente muerto. Los otros dos gemían cerca, pero no por su presencia, sino por las quemaduras que tenían en manos y brazos. Unas mujeres vendaban a los heridos.

Hoss´k hizo una reverencia.

—¡Mi señor, he hecho un descubrimiento!

Por su aspecto, Hoss´k debía de haber estado presente cuando sucedió el desastre. Conociéndolo, eso implicaba que el hombre lo había causado de algún modo, al meter las narices en el aparato que fabricaba bebidas de Dennis Nuel.

—¡Has causado una catástrofe! —gritó Kremer mientras contemplaba las ruinas—. ¡Lo único que pude arrancarle a ese mago… antes de que traicionara mi hospitalidad y escapara con una valiosa rehén… fue esta destilería! ¡Contaba con que sus productos me produjeran grandes beneficios comerciales! Y ahora tú, y tus intromisiones…

Hoss´k alzó una mano, aplacándolo.

—Mi señor… me ordenaste que estudiara la esencia de los aparatos del mago extranjero. Y como no sacaba nada en claro de sus otras posesiones, decidí ver si podía descubrir cómo funciona ésta.

Kremer le observó con una expresión terrible. Los presentes se miraron, haciendo silenciosas cábalas respecto al tiempo de vida que le quedaba al erudito.

—Sería mejor que hubieras descubierto la esencia de la destilería antes de destruirla —amenazó Kremer—. Muchas cosas dependen de tu habilidad para reconstruirla. Podría resultarte difícil practicar esa ropa tan bonita que llevas sin una cabeza sobre los hombros.

Hoss´k protestó.

—¡Soy miembro del clero!

Ante la mirada de Kremer y Hoss´k agachó la cabeza y asintió vigorosamente.

—Oh, no te preocupes, mi señor. Será fácil reconstruir el artilugio. De hecho, el principio era diabólicamente astuto y sencillo. Verás, esta jarra de aquí … lo que queda de la jarra, contenía el vino que se hacía hervir lentamente, pero los vapores quedaban almacenados…

—Ahórrame los detalles. —Kremer indicó al hombre que guardara silencio. Su dolor de cabeza empeoraba—. Consulta con el equipo de trabajo. ¡Quiero saber cuánto tiempo tardará en volver a funcionar!

Hoss´k hizo una reverencia y se volvió rápidamente a consultar con los supervivientes de la cuadrilla de la destilería.

E1 barón pasó por encima de un soldado herido. La matrona que había estado atendiendo las heridas del hombre se apresuró a quitarse de en medio.

Mientras caminaba entre las ruinas, la mente de Kremer volvía a su principal preocupación: cómo distribuir sus fuerzas para capturar de nuevo al mago y la princesa Linnora, y cómo iniciar simultáneamente su campaña contra los L´Toff.

La alianza estaba tomando forma. Un escuadrón de planeadores había efectuado una gira, impresionando a los nobles a un centenar de kilómetros al este, norte y sur, y acobardando a los pasivos campesinos al representar las supersticiones tradicionales referidas a los dragones.

Todos los grandes señores estarían allí dentro de poco para celebrar una reunión. Kremer planeaba para ellos una demostración impresionante.

Sin embargo, los barones no serían suficiente. Necesitaría también mercenarios, y harían falta más que demostraciones para adquirirlos.

¡Dinero, ésa era la clave! ¡Y no esa basura de papel que mantenía su valor gracias a una escasez impuesta artificialmente, sino auténtico dinero de metal! ¡Con dinero suficiente Kremer podría comprar los servicios de compañías libres y sobornar a todos los grandes nobles del reino! ¡Ni demostraciones ni rumores de armas mágicas podían igualar el efecto del dinero contante y sonante!

¡Y ahora aquel diácono idiota había destrozado la principal fuente de dinero de Kremer!

—¿Mi señor?

Kremer se volvió.

—¿Sí, erudito?

Hoss´k hizo una nueva reverencia mientras alcanzaba al barón. El pelo negro de Hoss´k estaba manchado de hollín.

—Mi señor, al experimentar con la destiladora no pretendía destruirla… Yo…

—¿Cuánto tardará? —gruñó Kremer.

—Sólo unos días para empezar a conseguir pequeñas cantidades…

—¡No me preocupa la creación! ¿Cuánto tiempo pasará hasta que la nueva destilería esté practicada para que funcione como la antigua?

Hoss´k se puso muy pálido bajo su capa de hollín.

—Diez… veinte… —Su voz se quebró.

—¿Días? —Kremer dio un respingo cuando el dolor de su herida regresó. Se agarró la cabeza, incapaz de hablar. Pero miró a Hoss´k de un modo que parecía que sólo su indescriptible dolor de cabeza evitaba que el diácono perdiera la vida.

justo entonces un mensajero atravesó corriendo la puerta del palacio. El muchacho divisó al barón, se acerco, y saludó.

—¡Mi señor, lord Hern envía sus saludos y os comunica que los olfateadores han encontrado el rastro de los fugitivos!

Kremer se retorció las manos.

—¿Dónde están?

—En el paso suroeste, mi señor. ¡Se han enviado mensajeros a todos los campamentos al pie de las colinas con la alerta!

—¡Excelente! Enviaremos también a la caballería. Ve y ordena al comandante del Primero de Lanceros que reúna sus tropas. Iré a verlos dentro de poco.

El muchacho saludó otra vez y se marchó corriendo.

Kremer se volvió hacia Hoss´k, que estaba claramente poniéndose bien con sus dioses.

—¿Erudito? —dijo en voz baja.

—¿S-s-sí, mi señor?

—Necesito dinero, erudito.

Hoss´k tragó saliva y asintió.

—Sí, mi señor.

Kremer sonrió.

—¿Puedes sugerirme un lugar de donde pueda sacar mucho dinero en muy poco tiempo?

Hoss´k parpadeó, luego volvió a asentir.

—¿La casa de metal del bosque?

Kremer sonrió a pesar de su dolor de cabeza.

—Correcto.

Hoss´k había sugerido con anterioridad que la casa de metal podría tener algún valor intrínseco superior a su enorme contenido en metal. El mago extranjero había insistido mucho en que la dejaran en paz si trabajaba para Kremer.

Pero Dennis Nuel le había traicionado, y Hoss´k ya no tenía mucho que decir en ese sentido.

—Partirás de inmediato con una tropa de caballería ligera —le dijo al grueso sacerdote—. Quiero todo ese metal aquí dentro de cinco días.

Una vez más, Hoss´k simplemente tragó saliva y asintió.


Un día y medio después de partir de la granja de Sigel, Dennis casi había empezado a creer que podrían atravesar el cordón de vigilancia sin ser detectados.

Durante la primera noche en la carretera, el pequeño grupo de fugitivos había dejado atrás las luces fluctuantes de los campamentos emplazados en las colinas: destacamentos del ejército occidental del barón Kremer. Arth y Dennis ayudaron a tirar al burrito, mientras que Linnora hacía su parte concentrándose, practicando el carro para que fuera silencioso.

Una vez esquivaron nerviosamente un control de carretera. Los milicianos destacados estaban roncando, pero a Dennis el carro le pareció tan ruidoso como una banshee hasta que volvieron a internarse en el bosque.

Cuando amaneció ya estaban en el paso. Habían dejado atrás las principales unidades del ejército apostadas para invadir las tierras de los L´Toff. Probablemente sólo había unos cuantos piquetes entre ellos y el territorio libre.

Pero avanzar de día sería una locura. Dennis se internó con su grupito en el bosque que bordeaba el camino montañoso, y descansaron durante el día, durmiendo por turnos, hablando en voz baja, y comiendo de la cesta que la señora Sigel había preparado para ellos.

Dennis divirtió a Linnora enseñándole algunos trucos con su ordenador de muñeca. Explicó que no había criaturas vivientes allí dentro, y demostró algunas de las maravillas de los números. Linnora lo comprendió rápidamente.

Debían de estar mucho más cansados de lo que Dennis creía, pues cuando finalmente despertó, había vuelto a anochecer. Dos de las pequeñas lunas de Tatir estaban ya bien altas en el cielo, e iluminaban el paisaje extraña y peligrosamente.

Despertó a Arth y Linnora, que se incorporaron rápidamente y contemplaron sorprendidos la oscuridad. Se levantaron y cargaron una vez más la pequeña carreta. Dennis insistió en que Linnora continuara viajando en el carro. Aunque sus pies habían mejorado, la princesa no estaba en condiciones de caminar mucho.

Las oscuras colinas se cernieron a su alrededor mientras partían. Avanzaron en silencio.

Dennis recordó la última vez que había atravesado aquel paso, tres meses antes. Entonces no tenía ni idea de lo que le esperaba. Había imaginado el valle fluvial lleno de extrañas criaturas alienígenas y tecnología aún más sorprendente.

La verdad había resultado ser todavía más extraña que nada de lo que hubiera imaginado. Incluso ahora, de vez en cuando experimentaba una leve sensación recurrente de irrealidad, como si fuera realmente difícil creer que aquel mundo sorprendente pudiera existir.

Pensó en los cálculos de probabilidad que había realizado en Zuslik. Con su ordenador de muñeca podría calcular las probabilidades de que un lugar tan extraño como Tatir (con su aún más extraño Efecto Práctica) pudiera existir.

Pero claro, bien pensado, se dijo Dennis mientras se internaban bajo un oscuro dosel de árboles, ¿no era la Tierra un lugar extraño? ¡Causa y efecto parecían allí ineludibles, sin embargo la entropía parecía conspirar siempre para atraparte!

Dennis sólo conocía a tres o cuatro ingenieros terrestres que no creyeran secretamente, de todo corazón, en gremlins, en gafes y en la ley de Murphy.

Dennis no era capaz de decidir qué mundo resultaba más perverso. Tal vez la Tierra y Tatir eran improbables en el gran esquema de las cosas. Apenas importaba. Lo importante ahora era la supervivencia. Pretendía explotar el Efecto Práctica al máximo si hacía falta.

Ayudó a empujar la pequeña carreta. Ya resultaba mucho más fácil. Las ruedas no chirriaban tanto. Linnora ya no se agitaba como un saco de patatas mientras avanzaban.

La princesa le miró a la luz de las lunas. Dennis le devolvió la sonrisa. Todo saldría bien, si pudiera devolver a Linnora a su pueblo en las montañas. No importaba lo grande que fuera el ejército de Kremer, los L´Toff sin duda podrían aguantar lo suficiente hasta que Dennis conjurara alguna magia terrestre para salvarlos.

Si podían llegar a tiempo.

Amaneció antes de lo que esperaba.

Por delante, en la creciente luz, se encontraba la cima del paso. Dennis azuzó al burro para que se apresurara. Estaba seguro de que allí arriba habría un puesto de vigilancia.

Pero cuando terminaron de subir la cuesta sin encontrar signos de problemas, empezó a albergar esperanzas. El Paso se allanaba en medio de una bruma mañanera. Dennis estaba a punto de ordenar un descanso cuando, repentinamente, a su izquierda sonó un grito.

Arth maldijo y señaló. En lo alto de la montaña, a aquel lado, había un pequeño fuego de campamento que a pesar de estar muy atentos les había pasado por alto. Pudieron ver movimiento y los uniformes marrones de la milicia territorial de Kremer. Un destacamento se dirigía ya hacia ellos a través de la maleza.

La carretera descendía suavemente por delante, rodeando la montaña. Dennis golpeó el flanco del cansado burro.

—¡Continúa, Arth! ¡Yo los retendré!

Arth tropezó tras el carro, arrastrado por la inercia.

—¿Tú solo? ¿Estás loco, Denniz?

—¡Saca de aquí a Linnora! ¡Puedo encargarme de ellos!

Linnora miró a Dennis ansiosamente. Pero guardó silencio mientras Arth hacía trotar al burro hasta la curva del camino.

Dennis encontró un buen punto y se plantó en el centro de la carretera. Por fortuna los soldados no eran los mejores que tenía Kremer, sino principalmente granjeros reclutados por un puñado de profesionales. En su mayoría preferían indudablemente estar en casa.

Sin embargo, el farol tendría que ser de los buenos.

Cuando la patrulla salió de los matorrales y llegó a la carretera, Dennis vio sólo espadas, lanzas y thenners. Por fortuna, no había arqueros. Un buen arquero era raro en aquellas tierras. Un arco practicado requería mucha dedicación, y pocos tenían tiempo o energía que gastar en armas.

Su plan tal vez funcionara.

Esperó en el centro de la carretera, acariciando un puñado de piedras lisas y una tira de seda.

Los soldados parecían confundidos por su conducta. En lugar de atacar, se acercaron caminando, siguiendo las órdenes de un sargento gruñón. Al parecer sabían quien era el fugitivo, y no ardían exactamente en deseos de atacar a un brujo extranjero.

Cuando se encontraban a treinta metros, Dennis introdujo una piedra en su honda. La volteó tres veces y la lanzó.

—¡Abracadabra! ¡Oooga booga! —gritó.

Contra el apretado grupo de milicianos, no podía fallar. Alguien aulló y dejó caer ruidosamente su arma al suelo.

—¡Oh, demonios del aire! —invocó al cielo—. ¡Dad una lección a estos tontos que se atreven a amenazar a un mago! —Se dio la vuelta y lanzó otra piedra.

Otro soldado se llevó las manos al estómago y se sentó, gimiendo.

Unos cuantos milicianos empezaron a desaparecer por la retaguardia, repentinamente muy interesados en el desayuno que habían dejado atrás.

Los otros se detuvieron, inseguros, los ojos llenos de terror reverencial.

Un sargento vestido con una túnica gris empezó a gritar a sus hombres, y comenzó a dar unas cuantas patadas. Al cabo de un instante, la fila de hombres empezó a acercarse de nuevo.

Dennis no podía dejarlos continuar. Cierto, podía detenerlos otra vez con otra piedra. Pero si se acostumbraban a aquel ataque pronto verían que sólo unos hombres resultaban heridos… y sólo los dejaba aturdidos, nada más. Verían que en un ataque en masa podrían vencerlo rápidamente.

Dennis soltó la honda y sacó de su cinturón una correa larga de cuero. En un extremo había atado una pieza hueca de madera que había trabajado en la casa de los Sigel.

—¡fluid! —exclamó, con su mejor voz de película—. ¡No me hagáis convocar a mis demonios!

Avanzó lentamente y empezó a agitar la correa sobre su hombro.

El tubo hueco mordió el aire, y empezó a dejar escapar un gruñido continuado. No había tenido mucho tiempo para practicarlo y convertirlo en un rugido. Tendría que valer como lo había creado. En un momento hizo que gimiera en voz alta, con un sonido extraño y ululante.

Era un riesgo, desde luego. Dennis ni siquiera estaba seguro de que los coylianos desconocieran el artilugio. Sólo porque nunca hubiera visto uno en uso y Arth no lo conociera no significaba que ninguno de aquellos hombres lo hiciera.

Pero los soldados empezaron a tragar saliva nerviosos y a retroceder mientras él avanzaba. Varios más desaparecieron por la retaguardia y echaron a correr.

El sargento maldijo y volvió a gritar. Su voz tenía el acento de los norteños de Kremer. Pero el creciente rugido del zumbador parecía llenar el bosque de reverberaciones. Parecía que hubiera animales en la penumbra, bajo los árboles. Los ecos eran como voces de extrañas criaturas respondiendo a la llamada de su amo.

Dennis se concentró en mejorar la matraca, aunque sabía que carecía del talento necesario para hacer que las cosas cambiaran tan rápidamente. Sólo un L´Toff con talento podía esporádicamente entrar a propósito en un trance felthesh… o un hombre afortunado que contara con la ayuda de una huidiza bestia krenegee. Sin embargo, el rugido se alzó hasta que los pelos de su propia nuca se le pusieron de punta.

Los milicianos retrocedían ahora, mirando temerosos a su alrededor a pesar de las maldiciones del norteño. Finalmente, el sargento agarró una lanza de uno de sus asustados soldados. Con un alarido, se la arrojó a Dennis.

Dennis vio cómo la lanza volaba hacia él. Pero mantuvo la sonrisa en el rostro y siguió avanzando. Darse la vuelta y correr, incluso dar un paso a un lado, devolvería el valor a aquellos hombres. Tenía que hacer como si no le importara, y confiar en que el sargento estuviera demasiado nervioso para dar en el blanco.

La lanza golpeó el suelo a pocos centímetros del pie izquierdo de Dennis. Vibró musicalmente mientras él pasaba por encima.

Se notaba las piernas flojas. Se echó a reír, aunque, para ser sinceros, más a causa de la histeria que por ganas.

Con el sonido de su risa, los soldados gimieron de terror casi como un solo hombre. Soltaron sus lanzas y huyeron.

El sargento compuso una momentánea mueca de desafío. Pero cuando Dennis gritó «¡Buu!», se dio la vuelta y siguió a sus hombres, corriendo como una bala camino de Zuslik.

Dennis se encontró de pie en medio de la bruma de la mañana, agitando su pequeña matraca, entre un montón de brillantes armas abandonadas.

Finalmente, consiguió bajar el brazo y detener el infernal alboroto.


Cuando echó a correr por la carretera, llamándolos por sus nombres, Arth y Linnora salieron de un oscuro escondite entre los árboles. Arth miró a Dennis de arriba abajo, luego sonrió tímidamente, como avergonzado de haber dudado de él. Los ojos de Linnora brillaban, como diciendo que al menos ella jamás había sentido la menor preocupación.

Tañó su klasmodion mientras reemprendían la marcha. Sólo por accidente, poco después, la vio Dennis dar un ligero codazo a Arth y extender la mano. Arth se encogió de hombros y le entregó un puñado de arrugados billetes de papel.

7

Pronto pasaron junto a las canteras de pedernal que Dennis había observado durante su primera semana en Tatir. Ahora comprendió por qué no había visto a nadie entonces. Los preparativos para la guerra ya habían despejado las montañas. Y en Tatir, cuando la gente evacuaba una zona, todos cogían sus posesiones practicables y no dejaban nada detrás.

Iban a buen paso. La carreta mejoraba claramente con el uso. Sin embargo, mientras transcurría la mañana, Dennis seguía preocupado. Sin duda los milicianos que habían huido habrían informado ya. Kremer enviaría soldados mejores tras ellos.

Llegaron a una encrucijada. Ante ellos, la carretera continuaba bordeando las montañas, hacia el oeste y las grandes minas de las Montañas Grises.

Linnora se levantó y señaló el camino menos transitado, el que conducía al sur.

—Esta es la ruta comercial. Vine por aquí cuando sentí la presencia de la casita de metal llegar a este mundo.

Frunció el ceño y contempló el camino lateral, como si estuviera insatisfecha con su grado de práctica. El comercio había sido particularmente escaso durante los últimos años. Si se dejaba más tiempo desatendida, la hermosa superficie empezaría a convertirse en un sendero de tierra.

Dennis se volvió y miró hacia el noroeste. Allí, a un par de días de marcha a pie, al norte de la carretera principal, se encontraba su «casita de metal».

De haber estado seguro de que se las compondría para montar un nuevo zievatrón y practicarlo lo suficiente a tiempo, habría estado dispuesto a correr el riesgo. Se ofrecería para llevar a Linnora y Arth lejos de aquella violenta locura, a un mundo donde todo era difícil, pero sensato.

Pero no había tiempo y, de todas formas, tenían otras obligaciones. Con un pesado suspiro, cogió las bridas del burro y lo condujo al sendero que llevaba al sur.

—Muy bien. Tenemos otra buena escalada por delante y otro paso que atravesar. En marcha.


La altiplanicie caía satisfactoriamente a sus espaldas. Siguiendo el amable acicate de Linnora, con la ayuda de Arth y Dennis, el carrito había empezado a convertirse en algo verdaderamente útil. Los ejes giraban en los estrechos huecos del cuerpo de la carreta, al parecer lubricándose a sí mismos tanto como los patines de los trineos coylianos en las carreteras nativas. Las correas de cuero que Dennis había fabricado para que Linnora tirara de ellas parecían mejorar cada vez más al guiar las ruedas delanteras por los caminos accidentados tras el burro, mientras Dennis y Arth empujaban.

Estaban a poco más de un kilómetro del borde del paso meridional cuando Arth tocó a Dennis en el hombro.

—Mira —dijo el hombrecito, señalando tras ellos.

Por debajo, a unos cuatro kilómetros, una columna de formas oscuras se movía lentamente en el sendero, bajo los árboles. Dennis entornó los ojos, añorando su catalejo.

—Son corredores —les dijo Linnora, alzándose en su asiento para ponerse a nivel de los otros—. Llevan el uniforme gris de los norteños de Kremer.

—¿Podrían alcanzarnos?

Linnora sacudió la cabeza en señal de duda.

—Dennis, ésas son las tropas con las que el padre de Kremer derrotó al antiguo duque. Corren incansablemente, y son profesionales.

Aunque Linnora admiraba sin ninguna duda a Dennis entre otras cosas por sus hazañas, también sabía con la misma certeza que tenía sus límites. Aquellos hombres no eran campesinos a quienes poder asustar con piedras y un poco de ruido.

Se bajó del carro.

—Creo que será mejor que ande.

—¡Pero no puedes! ¡Tus pies volverán a hincharse!

Linnora sonrió.

—Cuesta arriba, no podéis tirar de mí con tanta rapidez como yo puedo avanzar. Es hora de que empiece a hacer mi parte. —Cogió a Dennis del brazo.

Arth azuzó al burro, que tiró del aligerado carro.

Dennis contempló la fila de oscuras figuras que tenían detrás. Ya parecían más grandes. Los soldados corrían, y el sol se reflejaba en sus armas.

Los fugitivos se volvieron y siguieron escalando hacia las alturas del paso sur.


Perseguidores y perseguidos frenaron el ritmo al aproximarse a la cima.

Ahora que Linnora caminaba, Dennis se planteó soltar el carro, o al menos abandonar el pequeño planeador que llevaban en la parte de atrás. Pero aunque eso aliviaría su carga, por algún motivo no lo hizo. Habían invertido mucha práctica en esas cosas. Todavía podían ser útiles.

De todas formas, el límite de su velocidad era el ritmo de Linnora. Ella lo sabía. Su cara denotaba el esfuerzo mientras se obligaba a continuar. Dennis no se atrevía a interferir ni a forzarla a descansar. Necesitaban cada instante.

También a él le dolían las piernas, y sus pulmones se resentían por falta de aire. La situación se prolongó durante lo que parecieron horas.

Se llevaron una sorpresa cuando, de pronto, un nuevo panorama se abrió ante ellos al sur: la cuenca de un nuevo río. Agotados, se desplomaron finalmente en el suelo, en la cima del alto paso.

Linnora contempló la cadena de montañas, que se alzaba en arco como gigantes, hacia el sur. Aquella cara de los picos estaba en sombras, ya que el sol de la tarde se hundía lentamente a su derecha.

—Allí —dijo, señalando una serie de picos rodeados de glaciares—. Ese es mi hogar.

El montañoso reino de los L´Toff le pareció a Dennis tan lejano como las suaves colinas de Mediterránea, allá en la Tierra.

¿Cómo podrían llegar hasta tan lejos, cuando los estaban persiguiendo?

Dennis se quedó contemplando el paisaje un momento, recuperando el aliento, mientras Arth y Linnora bebían de una de las cantimploras que Surah Sigel les había proporcionado.

Observó el serpenteante camino que se extendía ante ellos hacia el sur, bordeando las faldas de las montañas. Se dio la vuelta y miró el pequeño carro que hasta el momento les había servido tan bien. Silbó una ligera tonada mientras una idea empezaba a formarse en su mente.

¿Funcionaría? Sería una acción desesperada, desde luego. Probablemente los mataría a todos en poco tiempo.


Miró a sus compañeros. Parecían casi agotados. Sin duda no podrían superar a los soldados que cada vez estaban más cerca.

—Arth —dijo—, ve a echar un vistazo.

El ladronzuelo gimió. Pero se levantó y se acercó cojeando al camino.

Dennis rebuscó entre los árboles cercanos hasta que encontró un par de palos firmes. Cortó un poco de cuerda de un rollo que Surah les había dado y se puso a trabajar uniendo los palos al carro, a lo largo del eje y por encima y por delante de las ruedas traseras. Casi había terminado cuando oyó un grito.

—¡Denniz!

Arth agitaba frenéticamente los brazos desde el extremo norte del paso.

—¡Denniz! ¡Ya casi están aquí!

Dennis soltó una imprecación. Esperaba haber podido contar con un poco más de tiempo. Los norteños del barón gran desde luego buenos soldados. Debían de estar esforzándose hasta el límite de lo humano para mantener ese ritmo.

Ayudó a Linnora a subir al carro mientras Arth regresaba cojeando junto a ellos. Arth empezó a tirar de la rienda del agotado burro, gritando maldiciones al tozudo animal.

—Déjalo —le dijo Dennis.

Se acercó y cortó las riendas, liberando a la criatura. Arth se lo quedó mirando, sorprendido.

—Sube, Arth, aquí atrás. A partir de ahora, todos iremos en el carro.

8

El comandante de la compañía del Grifo Azul de la guarnición de Zuslik resoplaba junto con sus soldados. Le dolía el costado, donde sus agotados pulmones se quejaban agónicos. El comandante se esforzaba. Estaba decidido a que sus hombres no le dejaran atrás, pues la mayoría de ellos eran jóvenes voluntarios de familias nobles, muy pocos con más de veinte años.

A los treinta y dos, sabía que se estaba haciendo demasiado viejo para aquello. Tal vez, pensó mientras se secaba el sudor que le nublaba los ojos, tal vez debería pedir el traslado a caballería.

Dirigió una mirada a sus hombres. También sus caras estaban cansadas y sudorosas. Al menos una docena de las dos que comandaba había caído ya; y estaban tendidos, jadeando junto al camino, montaña abajo.

El comandante se permitió una leve sonrisa a pesar de que luchaba por cada nueva brizna de aire.

Quizá pudiera posponer ese traslado un poco todavía.

Los minutos de agonía parecieron arrastrarse. Luego, por fin, alcanzaron la cima del paso. Sintió los pies livianos mientras la pendiente se alisaba. Casi chocó con el hombre que tenía delante, quien frenó y señaló.

—¡Allí…! ¡Justo… delante…!

El comandante se sentía jubiloso. El barón Kremer sería generoso con quien le entregara al mago extranjero y la princesa L´Toff. ¡Se haría famoso!

En la cúspide, un puñado de soldados, las manos en las rodillas, respiraba entrecortadamente y miraba montaña abajo. También el comandante se detuvo y parpadeó sorprendido cuando llegó a ver la pendiente sur.

A escasos metros de distancia, un burrito pastaba satisfecho con unas correas de cuero colgando sueltas de su arnés.

Carretera abajo, a un centenar de metros aproximadamente, tres personas se acurrucaban dentro de una caja. Comprendió de inmediato que eran los fugitivos que perseguía. ¡Parecían estar sentados sin más, esperando indefensos a ser capturados!

¡Entonces el comandante notó que la caja se movía! ¡Ningún animal tiraba de ella, pero se movía!

¿Cómo…?

Advirtió de pronto que tenía que ser obra del mago.

—¡Tras ellos! —trató de gritar, pero sólo emitió un graznido—. ¡Arriba! ¡Tras ellos!

La mitad de sus hombres se puso en pie a duras penas y le siguió carretera abajo.

Pero la pequeña caja ganaba velocidad. El comandante vio que el fugitivo más pequeño, el ladronzuelo que había tomado parte activa en la huida del castillo, miraba hacia atrás y les dirigía una sonrisa maliciosa.

La caja giró rápidamente en una curva y se perdió de vista.

9

—¡Cuidado con esa curva!

—¡Ya tengo cuidado con esa maldita curva! ¡Presta tú atención a los frenos!

—¿Fresnos? ¿El carro está hecho de fresno? ¿Qué tiene eso que…?

—¡No! ¡Frenos! Esos dos palos… Cuando nos acerquemos a una curva… ¡gira esos palos para que rocen contra las ruedas traseras!

—Dennis, me parece que recuerdo que hay una curva muy cerrada por delante…

—¿Qué decías, Linnora? ¿Dónde? ¡Oh, no! ¡Agarraos!

—¡Denniz!

—¡Dennis!

—¡Inclinaos con fuerza! ¡No! ¡Para el otro lado! ¡Princesa, no puedo ver! ¡Quítame las manos de los ojos!

Con una sacudida que hizo vibrar todos sus huesos, la carreta chirrió en la curva, luego se estremeció y siguió bajando por la pendiente. Los árboles y tupidos matorrales pasaban zumbando junto a ellos.

—¡Yahuuu! ¿Ha acabado ya? ¿Puedo soltar estos palos de fresno? No me siento muy bien…

—¿Y tú, Linnora? ¿Te encuentras bien?

—Eso creo, Dennis. ¿Pero has visto lo cerca que estuvimos de ese precipicio?

—Uf, por fortuna no. Mira, ¿quieres atender a Arth, por favor? Creo que se ha desmayado.

La carretera continuó recta durante un rato. Dennis consiguió que el carro corriera con firmeza.

—Umm… Arth ya vuelve en sí, Dennis, aunque creo que se ha puesto un poco verde.

—¡Bueno, dale una bofetada para despertarlo si hace falta! Empezamos a ganar velocidad otra vez, y quiero que maneje esos frenos. ¡Será mejor que le ayudes a practicarlos lo mejor que puedas!

—Lo intentaré, Dennis.

Dennis luchó para que el agitado carro rodeara una curva de la montaña. Justo a tiempo, sintió a Arth de regreso a los frenos. El pequeño ladrón maldecía como un loco, lo que indicaba que había recuperado la salud.

—Gracias, alteza —suspiró Dennis.

—No hay de qué, Dennis. Pero debería decirte… Creo que hay otra curva cerrada justo delante.

—¡Maravilloso! ¿Es tan mala como la última?

—Umm, peor, creo.

—¡Oh, Dios, tienes razón! ¡Agarraos!


Cuando la bajada en cuesta terminó, siguieron deslizándose varios cientos de metros, a incluso ascendieron un poco por la pendiente opuesta. A esas alturas la carreta había sido practicada hasta casi no tener fricción… una pequeña bendición durante aquella caída cuesta abajo.

Por fin se detuvieron en mitad de un estrecho valle de montaña, un lugar de pasto durante el verano. No lejos de la carretera había un refugio de pastor abandonado. El impulso llevó la pequeña carreta a pocos metros de su puerta.

Arth apretó los frenos para detener el carro en su sitio. Luego bajó de un salto y cayó al suelo, riendo.

Linnora le siguió, un poco menos aturdida pero igual de jubilosa. También ella se desplomó en la tupida hierba, sujetándose los costados mientras se reía a mandíbula batiente. De sus ojos caían lágrimas.

Dennis permaneció sentado en la parte delantera del carro, temblando, las manos todavía agarradas a los correajes con los que había dirigido el vehículo durante los treinta o cuarenta kilómetros más aterradores de su vida. Miró de reojo a Arth y Linnora. Aunque eran sus amigos y camaradas, tenían suerte de que no le quedaran energías ni equilibrio para levantarse, acercarse al lugar donde se hallaban y estrangularlos allí mismo.

Saltaban como niños, haciendo ruiditos con las manos. Se habían comportado así desde los primeros aterradores momentos pendiente abajo. En cuanto advirtieron que el «mago» había vuelto a conseguirlo, ni siquiera se les ocurrió asustarse. ¡Sus alegres alaridos casi le habían hecho perder el control media docena de veces y enviarlos por encima de los acantilados cortados a pico!

Lenta, cuidadosamente, Dennis soltó las correas de sus manos. La circulación, al volver, le provocó una oleada de intenso dolor. El mareo que le había abrumado durante la salvaje cabalgada regresó. Se levantó tambaleándose y salió cuidadosamente del loco aparato, sujetándose a su costado.

—Oh, Dennis. —Linnora se acercó cojeando para agarrarlo del brazo, casi riendo todavía—. Oh, mi señor mago, los hiciste quedar como unos tontos. ¡Y volamos más rápido que el viento! ¡Eres maravilloso!

Dennis la miró a los ojos grises, y vio en ellos el amor y la admiración que tanto había anhelado encontrar allí… y de pronto se dio cuenta de que tenía entre manos asuntas más importantes que los sueños hechos realidad.

—Uf. —Tragó saliva y se tambaleó—. Retén era idea.

Se apartó de ella y avanzó dando tumbos hasta detrás de unos matorrales, donde dio rienda suelta a su malestar.

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