Era una demostración nocturna, ejecutada a la luz de las lunas y bajo la fluctuante iluminación de un centenar de brillantes antorchas. Los nobles congregados observaban con creciente nerviosismo cómo se hacían los preparativos. Entonces los tambores guardaron silencio.
Hubo una larga pausa, y luego la súbita quietud quedó rota por un sonido fuerte y aterrador. La explosión fue seguida de otro silencio mientras los invitados observaban llenos de aturdido asombro lo que había sucedido. Después un millar de hombres dejó escapar un rugido unánime y sanguinario de aprobación.
El sargento Gil´m se volvió y desfiló marcialmente hacia el dosel. En el campo de entrenamientos, al fondo del pasillo de las ejecuciones, había un nuevo agujero en la muralla exterior. Un tocón ensangrentado se alzaba donde sólo momentos antes un desafiante prisionero L´Toff había gritado insultos contra el barón Kremer y sus nobles invitados.
Kremer aceptó la pistola de agujas de manos de su sargento. Se volvió hacia sus pares, los grandes señores del oeste, quienes se habían congregado para discutir la alianza final contra la autoridad del rey.
Los condes y barones estaban pálidos. Un par de ellos parecían a punto de marearse. Sí, pensó Kremer, la demostración ha sido efectiva.
— ¿Bien, mis señores? Ya habéis visto mi cuerpo aéreo en acción. Os he mostrado mi caja de largo alcance. Y ahora sabéis lo que puede conseguir mi arma más preciosa. ¿Hay alguno entre vosotros que dude de mi plan?
El duque de Bas-Tyra frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—No podemos sino sentirnos impresionados, mi señor Kremer… aunque sería bueno conocer a ese mago extranjero que creó esas maravillas para ti, y de quien tanto se rumorea.
Miró a Kremer, expectante. Pero el señor de Zuslik simplemente esperó, sin decir nada, el oscuro ceño fruncido.
—Ah, bien —continuó el duque—, estamos sin duda de acuerdo en que hay que dar a nuestro señor rey Hymiel una lección sobre los derechos de sus vasallos. Sin embargo, alguno de esos métodos que propones…
—Parece que aún no te das cuenta de la verdadera situación —dijo Kremer con un suspiro—. Habrá que abrirte los ojos.
Se volvió hacia su primo, lord Hern.
—Que traigan a los prisioneros especiales —ordenó.
Lord Hern transmitió la orden.
Los grandes señores murmuraron entre sí. Estaba claro que se hallaban profundamente desconcertados. Aquello era más de lo que esperaban. Unos cuantos miraron nerviosos al barón Kremer, como si hubieran empezado a sospechar lo que tenía en mente.
El mensajero de lord Hern llegó a la poterna, y pronto unos hombres atados fueron conducidos en fila al patio, los guardias tirando de sus ligaduras.
Hubo un jadeo entre los notables congregados.
—¡Son Exploradores Reales!
—Cierto. ¡Entonces es la guerra, nos guste o no!
—¡Mira! ¡Un hombre del rey!
Entre la fila de exploradores había un hombre ataviado con el azul y el dorado de los comisionados reales, un hombre del rey, que tenía el poder de mandato real.
—¡Kremer! —gritó el hombre—. ¿Te atreves a tratar a la mismísima persona del rey de esta forma? ¡Vine a ti como emisario de paz! ¡Cuando mi real señor se entere de esto hará que tu…!
—¡Tendrá mi puño! —rugió Kremer, interrumpiendo el desafío del comisionado. Sus soldados, como un solo hombre, prorrumpieron en vítores.
Kremer se volvió hacia los nobles congregados. Señaló a los prisioneros.
—Colgadlos —ordenó.
—¿Nosotros? —dijo el aturdido duque de Bas-Tyra—. ¿Quieres que nosotros colguemos a los mensajeros reales? ¿Personalmente?
Kremer asintió.
—Ahora mismo.
Los nobles se miraron unos a otros. Kremer vio que unos cuantos ojos se volvían a echar una ojeada a los planeadores que flotaban en el aire a la luz de las antorchas, al millar de disciplinados soldados (una fracción de su poder) y a la pistola de agujas que tenía en la mano. Vio que en ellos se hacía la luz.
Uno a uno, inclinaron la cabeza.
—Como desees… Majestad.
Uno a uno, se movieron para obedecer. Kremer los vio bajar, ocuparse cada uno de ellos de un hombre de la fila.
Eso lo dejaba solo con los capitanes mercenarios bajo el dosel. Se volvió y los miró: seis endurecidos veteranos de docenas de pequeñas guerras. Éstos no tenían tierras ni propiedades en las que pensar. Capaces de dominar a sus tropas simplemente por medio de amenazas, tenían mucho menos que temer de los planeadores y las armas mágicas. En caso de duda, se limitarían a actuar.
Kremer los necesitaba si quería asediar las ciudades del este y poner coto a sus tonterías « democrático-monárquicas». Y para mantenerlos durante una campaña prolongada, necesitaría dinero.
—Caballeros —dijo—, ¿quiere alguno de vosotros un poco más de brandy?
—¿Dennis?
—¿Mmmm? ¿Qué… qué pasa, Linnora? —Dennis alzó la cabeza. Tuvo que frotarse los ojos. Todavía estaba oscuro fuera. A1 otro lado de la pequeña caseta de pastor, Arth roncaba suavemente tendido en el suelo.
Linnora había dormido acurrucada junto a Dennis, bajo la misma manta. Ahora estaba sentada, los ojos grises parpadeando a la pálida luz de las lunas.
—Dennis, acabo de volver a sentirlo.
—¿Sentir qué?
—Esa sensación de que algo o alguien ha venido al mundo. Como cuando supe que tu casita de metal había llegado, hace muchos meses… y cuando te sentí llegar a Tatir a ti también.
Dennis sacudió la cabeza para despejarse.
—¿Quieres decir que alguien utiliza el zievatrón?
Linnora no comprendía. Simplemente se quedó contemplando la noche.
Dennis se preguntó si en efecto Linnora podía detectar cuándo funcionaba el zievatrón. Si era así, ¿significaba eso que alguien más había atravesado la máquina de transferencia de realidades, siguiéndole hasta aquel mundo?
Suspiró. Se apiadó del pobre diablo, fuera quien fuese. No había nada que pudiera hacer ahora por ayudarlo, eso estaba claro. Al tipo le esperaban unas cuantas impresiones fuertes.
—Bueno, no tiene sentido preocuparse por eso —le dijo a la princesa—. Acuéstate y duerme un poco. Mañana nos espera un día duro.
Mientras la luz del amanecer se desparramaba sobre el prado, la extraña casita brillaba con los colores del rescate de un rey en metal. El erudito Hoss´k susurró a sus guardias que continuaran en silencio.
Hoss´k miró la casita, calculador. Sólo los dioses sabían cómo iba a destrozar la maldita cosa. Hubo un motivo por el que se abstuvo de hacerlo meses antes. Y no fue sólo la necesidad de llevar a la princesa capturada a Kremer lo antes posible.
De todas formas, el asunto entero podía resultar un fiasco. Igual que la última vez, Hoss´k acababa de llegar ¡sólo para ver que alguien se le adelantaba! Una figura solitaria caminaba impaciente por el claro, murmurando en voz baja y sacando cajas de la pequeña casa de metal.
Con la escasa luz, Hoss´k casi llegó a creer que se trataba del mago extranjero en persona. Después de todo, la casa de metal era uno de los lugares obvios donde buscarlo.
¡Tal vez pudiera obligar a Nuel a desmantelar la casa por él! En cualquier caso, capturar al mago y devolverlo a Kremer haría mucho por aliviar la ira del señor de la guerra.
Hoss´k se sintió decepcionado cuando la luz creciente reveló que el intruso era un hombre de pelo claro. No se trataba de Dennis Nuel, aunque el tipo parecía bastante alto, como el mago.
Mientras sus guardias y él esperaban a cubierto bajo un grupito de árboles, parecía que el tipo hablaba con un acento extrañísimo. Hoss´k se esforzó por entender las palabras mientras el forastero murmuraba para sí.
—¡… dito lío! ¡Mecanismo de regreso destrozado… material esparcido por el suelo… nota absurda sobre seres inteligentes! —El forastero hizo una mueca mientras se abría paso entre los artículos esparcidos par el suelo.
—… desquitando conmigo, eso es lo que está haciendo. Sólo porque fui a K-Mart a comprar estas cosas en vez de a los grandes almacenes tan caros que eligió… probablemente decidió jugar a los exploradores, y desmontó el maldito zievatrón para asegurarse de que nadie más pudiera arreglarlo… debía saber que Flaster me elegiría a continuación…
Hoss´k ya había oído suficiente. Un mago valdría por otro. ¡Tal vez éste fuera más razonable!
Indicó a sus guardias que se desplegaran para rodear al confiado extranjero.
—¿Qué haces, Denniz?
Dennis alzó la cabeza de su trabajo. Con la escasa luz anterior al amanecer se sentía cansado a irritable. Se suponía que Arth tenía que estar con Linnora, ayudándole a preparar el desayuno para el agotador día que les esperaba.
—¿Qué te parece que estoy haciendo, Arth?
—Bueno… —Arth se frotó la barbilla, adoptando la pose que él consideraba de «ingeniero». Evidentemente, pensaba que la pregunta de Dennis era socrática, no sarcástica.
—Uh, me parece que estás uniendo el planeador al carro, convirtiendo sus alas en velas, como en un barco.
Dennis se encogió de hombros.
Arth chasqueó los dedos.
—¡Claro! ¿Por qué no? Hay un montón de viento en estas alturas. ¡Podría ayudarnos en algunas de esas extensiones cuesta arriba!
Se volvió hacia la choza, de donde empezaban a brotar olores de cocina.
—¡Eh, princesa! —gritó—. ¡Venid a echar un vistazo a lo que ha elaborado el mago!
Dennis suspiró y trabajó con ahínco. Tendrían que salir pronto de allí. Habían ganado una buena ventaja la tarde anterior, pero las tropas de Kremer no estarían muy lejos. Sólo deseaba poder estar tan seguro como Linnora y Arth de que podría sacarlos del próximo atolladero. Odiaría ver la decepción en sus rostros cuando finalmente los dejara en la estacada.
—¡Padre, los ataques han comenzado!
El príncipe Linsee alzó la cabeza del gran mapa que estudiaba mientras su hijo, Proll, entraba en la sala de conferencias.
—¿Dónde han golpeado?
—Todos los pasos del este están siendo atacados por los aliados de Kremer. Los ataques fueron sincronizados por mensajeros que volaban en sus malditos planeadores. Esperamos que otro contingente nos ataque a lo largo de la ruta comercial del norte dentro de un día como máximo.
Linsee miró a Demsen. El jefe del destacamento de Exploradores Reales sacudió la cabeza.
—Si todos los señores del oeste se han unido a Kremer, no podré llevar un mensaje al rey, sobre todo con esos planeadores en el aire. Las llanuras de Darb son demasiado extensas para cruzarlas en una sola noche, ni siquiera montando un caballo rápido.
—¿Quizá con un globo? —sugirió Linsee.
Demsen se encogió de hombros.
—¿Y arriesgar los pocos que tenemos? Sigel y Gath hacen todo lo que pueden, pero a menos que nuestra gente pueda convocar una nidada de krenegee para ayudarnos, dudo que la flotilla esté preparada a tiempo.
El príncipe Linsee parecía abatido. Había pocos motivos para la esperanza.
—No te preocupes, viejo amigo. —Demsen dio una palmada al príncipe en el hombro—. Les plantaremos cara. Y puede que se nos ocurra algo.
—¡Creía que estas velas eran para ayudarnos! —gruñó Arth mientras tiraba del pequeño carro.
Dennis empujaba por detrás.
—¡Tal vez no funcione! ¡No todas las buenas ideas cuajan! ¡Demándame!
Empujaron el carro por una pendiente empinada hasta llegar a una extensión amplia y regular donde pudieron descansar. Dennis se secó el sudor de la frente a indicó a Linnora que volviera a subir a bordo.
—Puedo caminar un poco más, Dennis. De verdad que puedo. —Linnora parecía molesta por verse obligada a viajar montada y ver cómo los dos hombres hacían todo el trabajo.
Dennis estaba impresionado por su estoicismo y su valor. No cabía duda de que los pies y los tobillos todavía le dolían mucho. Sin embargo, parecía la más ansiosa por continuar en vez de buscar un lugar en las montañas donde ocultarse y esperar a que pasaran las inminentes batallas.
—Claro que puedes caminar un poco más —dijo Dennis con firmeza—. Pero quizá muy pronto tengas que correr. Quiero que puedas hacerlo cuando llegue el momento.
Linnora pareció a punto de replicar. Finalmente, suspiró.
—¡Oh, muy bien! Practicaré el carro un poco más y trabajaré las velas por vosotros.
Extendió la mano, agarró a Dennis por el pelo, y le besó con todas sus fuerzas. Cuando terminó, soltó un «¡Ea!» como si al hacerlo hubiera establecido un argumento importante. Luego volvió a subir al carro y ocupó su sitio de costumbre, mirando hacia el frente.
Dennis parpadeó confundido un momento, pero decidió no cuestionar una cosa tan agradable.
—¿Ejem, Denniz?
Dennis alzó la cabeza. Arth señalaba las montañas que tenían detrás.
Dennis empezaba a cansarse un poco de la costumbre de Arth de dar malas noticias. Se volvió y miró hacia donde indicaba el hombrecito.
Allí, al pie de los pastos, había una larga columna de figuras que se movían rápidamente.
Junto a la choza donde habían pasado la noche, pasó galopando una tropa de caballería de al menos doscientos hombres. Un destacamento se detuvo a registrar la cabaña del pastor. Los demás continuaron, los penachos grises ondeando mientras seguían la pista de los fugitivos.
No tardarían más de veinte minutos en llegar hasta ellos.
Dennis sacudió la cabeza. Contempló la altiplanicie que se extendía ante ellos y no vio ningún lugar donde esconderse al menos en varios kilómetros. El sendero quedaba constreñido a ambos lados por arcenes irregulares o caídas a pico.
Muy bien, pensó. ¿Qué va a sacarnos de ésta?
Arth y Linnora le miraban, expectantes. Dennis se sentía muy cansado.
Me he quedado sin ideas.
Estaba a punto de volverse y decírselo cuando vio un pequeño destello de movimiento al noroeste, en los matorrales que cubrían las pendientes en dirección a la ciudad de Zuslik. Observó el extraño fenómeno. La perturbación se movía hacia ellos a gran velocidad.
—¿Qué dem…? —Linnora y Arth se volvieron y miraron hacia donde señalaba.
No había manera de esquivarlo si se trataba de algo peligroso. Fuera lo que fuese lo que sacudía los secos matorrales levantando polvo, se movía hacia ellos a enorme velocidad.
Arth y Linnora parecían tan perplejos como él.
—¿Sabéis? —pensó Dennis en voz alta—. Creo que podría ser…
La perturbación se detuvo de pronto, a veinte metros de distancia. Siguió una breve pausa, como si la cosa que había bajo los matorrales, fuera lo que fuese, estuviera recuperándose. ¡Luego el sendero de destrucción continuó y enfiló directamente hacia ellos!
Arth retrocedió, blandiendo una de las espadas que Dennis les había cogido a los espantados milicianos el día antes. Dennis se colocó entre lo que fuera aquello y Linnora, aunque había empezado a sospechar…
Un matorral del borde de la carretera se quebró, convertido en una lluvia de astillas.
La nube de restos se aposentó suavemente, para revelar por fin un montón de polvo… un montículo que avanzaba hacia ellos con un zumbido de ruedas girando.
Con un débil gemido, la torreta del robot de exploración del Tecnológico Sahariano se abrió. Un par de ojos verdes parpadeó desde la cúpula interior. Dos filas de dientes afilados como agujas sonrieron bajo la caperuza metálica.
—Bueno —dijo Dennis—, sí que habéis tardado en alcanzarnos.
Sin embargo, sonrió.
El robot trinó. El cerduende le sonrió a través de la nube de polvo flotante. Luego sacudió vigorosamente la cabeza y estornudó.
En la tercera confluencia del río Ruddik, la batalla no iba especialmente bien para ningún bando.
Para el barón R´ketts y el conde Feif-dei, el avance por el estrecho cañón fue una empresa lenta y peligrosa, un despilfarro de hombres y tiempo. Observaban a caballo desde una colina cercana en mitad del empinado desfiladero cómo sus fuerzas se dividían en dos columnas.
La fila más grande se dirigía hacia el oeste, subiendo cada vez más por la montaña, dejando atrás montones de escombros de la más reciente de las costosas escaramuzas de aquella guerra.
La propia colina sobre la que se encontraban los barones se había formado esa misma mañana, cuando una avalancha de peñascos cayó en aquel punto, atrapando a veinte soldados bajo lápidas instantáneas.
El número de bajas habría resultado mucho mayor de no haber sido por las proezas del cuerpo de planeadores del nuevo rey. Los temerarios hombres de Kremer se habían zambullido en picado en las peligrosas corrientes de aire, y asaltado a los L´Toff con mortíferas granizadas de dardos. Pronto despejaron las montañas de defensores, permitiendo que los ejércitos de los señores de la guerra continuaran adelante. El barón R´ketts observaba el avance de la columna con aire de sombría satisfacción. Ni siquiera el barón… es decir, el rey Kremer, podría quejarse del ritmo que llevaban. Al menos no de un modo razonable.
A pesar de los primeros reveses, el barón R´ketts todavía esperaba una victoria fácil y anhelaba los frutos de esta campaña. Había oído historias maravillosas sobre las riquezas de los L´Toff. ¡Se decía que los hombres podían practicar herramientas y armas a la perfección en cuestión de minutos, y que después tales artículos permanecían en ese estado eternamente! También se decía que las mujeres L´Toff tenían el don de practicar a los hombres… restaurando en sus amantes la virilidad que antaño hubiesen tenido.
AI barón R´ketts le dolía la espalda de tanto montar a caballo. Pero seguía diciéndose que merecía la pena. Kremer le había prometido riquezas y placer para satisfacer con creces sus más descabellados sueños.
Se lamió los labios expectante. ¡Tenía mucha imaginación!
El conde Feif-dei observaba la invasión con una mirada más crítica. Mientras su hermano y señor contemplaba el paso de hombres armados por las colinas, Feif-dei sólo tenía ojos para el continente que iba en la otra dirección: granjeros, capataces, practicadores, e incluso oficiales creadores de las aldeas de aquel país, sujetando vendajes contra sus heridas, gimiendo en las parihuelas improvisadas, o apoyados unos contra otros mientras bajaban lentamente las pendientes en dirección a los puestos de socorro.
Feif-dei sabía que los vendajes mejores y más practicados se reservaban para los nobles. Muchos de aquellos hombres, si no la mayoría, morirían no por pérdida de sangre, sino por la devastadora enfermedad que devoraba la sangre desde dentro.
Las tropas parecían tener ya poco del jubiloso entusiasmo con el que habían comenzado la campaña. Los hombres estaban sobre todo agotados y hambrientos, y un poco asustados.
Con todo, había unos cuantos acá y allá que hablaban excitados de las riquezas que conseguirían cuando capturaran la fortaleza enemiga. Entre sus soldados vestidos de azul, Feif-dei reconocía a algunos bravucones. Hablaban mucho, pero a menos que se les vigilara de cerca tenían un insospechado talento para estar en otra parte cuando se trataba de pelear de verdad.
El conde Feif-dei maldijo en voz baja, cuidando de que su compañero no le oyera. La guerra era un infierno, y el barón R´ketts era un idiota por saborearla. Feif-dei había visitado en una ocasión las tierras de los L´Toff, donde el príncipe Linsee había sido su amable anfitrión. Había intentado varias veces explicarle a R´ketts que los L´Toff no eran inmensamente ricos. Aquella campaña tenía un solo propósito: proteger la retaguardia de Kremer de la auténtica guerra, librada al este.
Pero R´ketts no quiso escuchar ninguno de los argumentos de Feif-dei sobre lo que les esperaba, prefiriendo creer en sus propias fantasías.
El conde Feif-dei suspiró. Ah, bien. Al menos esa lucha le quitaría de encima a R´ketts durante una temporada. Su gente y sus tierras probablemente estarían tan a salvo con el nuevo rey como con el antiguo.
«Que sea una victoria limpia —rezó—, con las mínimas pérdidas posibles de granjeros y artesanos.»
De las alturas llegó el sonido de una trompeta: una aguda advertencia. Los señores oyeron el fuerte rumor de rocas cayendo.
—Oh, no. ¡Otra vez no! —El barón R´ketts gimió y se cubrió los ojos. Permaneció inmóvil sobre su caballo, sacudiendo la cabeza.
Feif-dei se volvió rápidamente hacia sus ayudas de campo.
—Volved al puesto de señales. Informadles de la nueva emboscada y que pidan apoyo aéreo.
Un mensajero salió corriendo. El barón R´ketts siguió compadeciéndose de sí mismo, sin hacer ningún esfuerzo para estudiar la situación. El conde Feif-dei sacudió la cabeza disgustado y picó espuelas en dirección a los sonidos de la batalla.
—Atacamos y retrocedemos, atacamos y retrocedemos… —explicó el correo roncamente—. ¡Los hemos detenido en todos los otros frentes, pero en el valle del Ruddik la oleada de habitantes de las llanuras es interminable! ¡Siguen viniendo!
El príncipe Proll dio las gracias al exhausto mensajero y ordenó que lo llevaran a un lugar de descanso. Se volvió hacia su padre.
—Puedo obtener tu permiso, mi señor, para avanzar con nuestras reservas y aplastar a las fuerzas del Ruddik?
El príncipe Linsee parecía cansado. Estaba sentado en un pabellón camuflado bajo los árboles, cerca del frente este. Fuera se oían los sonidos de los mensajeros yendo y viniendo al trote o al galope. En el pabellón exterior el alto mando discutía sobre la disposición táctica de las fuerzas L´Toff con sus escasos aliados monárquicos.
—No, hijo mío. —El canoso príncipe sacudió la cabeza—. Tus fuerzas deben permanecer en el norte, con los exploradores de Demsen. Allí se producirá el ataque principal… y allí es donde las poderosas fuerzas de Kremer caerán.
No añadió que era en la carretera norte donde probablemente el señor rebelde mostraría a su rehén, la princesa Linnora, en el momento más oportuno para minar la moral de los defensores.
Cuando llegara ese momento, necesitarían a sus mejores líderes para conducir a los hombres a la batalla de sus vidas. Hombres mayores, expertos en táctica, podrían manejar la situación a lo largo de los afluentes del este, sobre todo cuando los cuerpos de globos estuvieran preparados para actuar. Pero harían falta jóvenes guerreros, como Proll y Demsen, para dar ánimos a sus soldados, para adaptarse, recuperarse y continuar acosando a los norteños de Kremer.
Por una vez, Proll pareció comprender. El joven no se quejó. Simplemente asintió y continuó caminando de un lado a otro cerca de la puerta, esperando noticias.
Por fin, Linsee volvió a hablar.
—Manda llamar a Stivyung —le dijo a un ayudante—. Debo saber por fin si su proyecto va a dar fruto a tiempo.
—¿Quiénes demonios sois? ¡Soltadme! ¿Qué creéis que estáis haciendo? ¿Adónde me lleváis?
Los guardias sostenían con fuerza al alto forastero y lo arrastraron hasta el lugar donde el erudito Hoss´k esperaba, ataviado con su túnica roja, sentado bajo los árboles en una silla portátil centenaria.
El forastero de cabellos de arena miró a Hoss´k de arriba abajo. Enderezó los hombros.
—¿Eres el mandamás por aquí? ¡Será mejor que me digas qué ocurre! ¡No importa lo que hicierais con Nuel… quiero saber qué le hicisteis a nuestro zievatrón!
—Cállate —dijo Hoss´k.
El forastero parpadeó. Retrocedió.
—Escucha, gordinflón. Soy el doctor B. Brady, del Instituto Tecnológico Sahariano. Soy representante del doctor Marcel Flaster, el cual da la casualidad de que es…
Sonó un fuerte golpe cuando el forastero cayó al suelo, derribado por la gruesa manaza de uno de los guardias.
—¡El erudito ha dicho que te calles!
El tipo se dio la vuelta lentamente y alzó la cabeza. No volvió a abrir la boca.
Hoss´k sonrió con satisfacción. Aquel hombre iba a ser mucho más tratable que Dennis Nuel. Su silencio significaba que tenía pocas reservas internas y que se plegaría rápidamente en cuanto le indicara cómo eran las cosas. Ya mostraba signos.
Sin embargo, parecía que el guardia había abusado de la fuerza. El forastero tardó en recobrar la lucidez.
No importa, pensó Hoss´k. Para cuando nos volvamos a poner en camino, los pasos estarán llenos de soldados de mi señor. Prefiero desfilar ante ellos, con mi nuevo premio, que recorrer esa silenciosa carretera vacía una vez más.
—¿Se han ido ya?
Linnora se volvió y mandó callar con un gesto a Arth, el cual se agazapó rápidamente entre los matorrales y guardó silencio.
Dennis vio ansiosamente cómo la princesa se asomaba por entre los matorrales situados al lado de la carretera. El polvo levantado por el último de los jinetes se posaba lentamente.
Ella había insistido en ser la vigía. A Dennis no le hacía demasiada gracia, pero tenía que admitir que era lo adecuado. El trabajo no castigaba demasiado sus pies, y estaba menos cansada que los dos hombres. Además, Dennis había visto pocas cosas tan notables como la capacidad visual de la muchacha.
Se tumbó sobre las ramas secas y las agujas, junto al carrito. Lo habían empujado hasta aquel matorral quince minutos antes, justo a tiempo; los primeros miembros de la caballería de Kremer rodeaban la montaña momentos más tarde.
Arth y él habían caído al suelo agotados, apenas conscientes de la procesión, aparentemente interminable, de jinetes al galope. Sólo en los últimos instantes el rugir en sus oídos, y el esfuerzo de sus pulmones, se había calmado lo suficiente para permitirles oír algo.
Dennis notó un brusco tirón en la manga. Volvió la cabeza y vio al robot a sólo unos centímetros de distancia. Le había sacudido con un brazo manipulador. Su luz roja de «atención» destellaba.
Dennis se apoyó en un codo y miró la pequeña línea de texto que aparecía en la pantallita de la máquina.
—Oh, demonios. ¡Ahora no! —le dijo.
El robot todavía quería cumplir la primera instrucción que le había dado: informar sobre lo que había descubierto respecto a los habitantes de aquel mundo. ¡Sin duda había descubierto muchas cosas, pero aquél no era el momento!
Palmeó la torreta del pequeño robot.
—Más tarde, te lo prometo, escucharé todo lo que tengas que decirme.
Las luces de la máquina parpadearon como respuesta.
—Okay —dijo Linnora. Utilizó el término terrestre que había aprendido de Arth—. Los últimos jinetes han pasado. Por lo que hemos visto allí arriba, no pueden seguirles a menos de una hora de distancia, ni siquiera otros jinetes.
—Muy bien —dijo Dennis, gimiendo mientras se levantaba—. Probaremos de nuevo con la carretera.
Era la única forma de internarse en las montañas. Y tenían que dirigirse muy al sur si querían llegar a tiempo de ayudar a los asediados L´Toff.
Dennis se levantó y extendió el brazo. El cerduende revoloteó desde su puesto de observación en una rama, desde donde había contemplado la cabalgada de los jinetes. Sonriente, parecía considerar el episodio como un chiste maravilloso.
Desde luego, nunca habrían conseguido llegar hasta tan lejos sin Duen y el robot.
El bosquecillo donde se ocultaban estaba a más de cinco kilómetros de distancia cuando habían visto por primera vez a sus perseguidores. Arth y él nunca podrían haber empujado a tiempo el carro hasta tan lejos.
Pero el robot probó su fuerza cuando se le ordenó que echara una mano… o una pinza. Era al menos tan buen tractor como el burro. Cubrieron rápidamente los cinco kilómetros.
Durante la carrera hacia el refugio, Dennis estaba seguro de haber sentido de nuevo el extraño efecto de resonancia entre los humanos y el krenegee, dirigido a las herramientas que estaban utilizando. Fue una versión suave del trance felthesh. Estaba seguro de que el carro y el robot habían vuelto a cambiar durante ese corto tramo.
Siguiendo sus órdenes, el robot ocupó de nuevo su lugar bajo la carreta. Dos de sus tres brazos se aferraron a la parte inferior del carruaje.
Los brazos parecían empezar ya a ser adecuados para la tarea.
Linnora y Dennis empujaron el carro a través de una abertura en los matorrales mientras Arth corría hasta el camino para echar un vistazo.
Una vez en la carretera, Linnora subió a bordo y soltó las alas del planeador. Dennis estuvo a punto de detenerla, pero luego se encogió de hombros y la dejó terminar. ¿Quién sabe? Las aleteantes velas podrían asustar a algún grupo de soldados que se topara con ellos.
Arth regresó corriendo.
—¡Todo el ejército se dirige hacia aquí, Denniz! ¡Y al paso que vienen, no tenemos más que una hora de ventaja!
—Muy bien. En marcha.
Linnora se amarró al carro, cuyos costados brillantes y estilizados resplandecían al sol. Arth subió a bordo y se encargó de los frenos, cuyas barras de fricción y juntas empezaban a parecer piezas diseñadas por maquinas.
Dennis permaneció de pie para ayudar a empujar. Saltaría en marcha cuando tomaran cuesta abajo.
Linnora ya había empezado su meditación de práctica. Tal vez él se volvía más sensible, o tal vez se debía a la presencia del cerduende, pero Dennis ya podía sentir que su trance empezaba a envolverlos.
El cerduende, al ver un lugar mejor que su hombro donde colocarse, le abandonó y se impulsó hacia lo alto de los mástiles gemelos. Las velas se combaron bajo su peso, pero la criatura parecía bastante feliz. Su zumbido intensificó la sensación de que extraños poderes estaban ya en funcionamiento, ayudando a transformar el carro en algo mejor.
Muy bien, pensó Dennis, pero preferiría tener un transporte blindado, fabricado a conciencia por los talleres Chatham de Inglaterra.
Con un suspiro, hizo una seña a su tripulación, a indicó al robot que comenzara a tirar a toda velocidad.
Dennis empujaba en las pendientes, cuesta arriba, y corría al lado del carro en los tramos de bajada mientras Arth usaba los frenos y Linnora guiaba. El robot zumbaba y las velas ondeaban.
Sobre ellos, la pequeña bestia krenegee ronroneaba, amplificando la extraña resonancia que parecía brillar alrededor de ellos como un aura. La tarde tenía un aspecto cristalino, de gema facetada, y el uso del carro se volvía como una complicada danza al compás de una música inaudible.
Claramente, su colaboración para hacer funcionar el trance de práctica mejoraba.
Eso producía en Dennis una extraña sensación de júbilo. A través del cerduende, casi podía sentir los pensamientos de Linnora mientras ella se concentraba. Parecía unirlos más de lo que habrían podido estar de otro modo. También Arth se volvió parte de la matriz, aunque el krenegee no se enfocaba tanto sobre el pequeño ladrón.
Dennis captaba ocasionales destellos de Duen encaramado sobre las velas. La criatura sonreía, disfrutando del propósito que fluía a través de su ser hasta la máquina de la que dependían sus vidas.
Y cambiaba. Dennis empujó el carro hasta que descubrió que tenía que correr sólo para colgarse. En lo alto de una empinada cuesta le ordenó al robot que se detuviera, y subió a bordo para coger las riendas de manos de Linnora. Descubrió que las correas se habían vuelto más suaves y fáciles de sujetar.
Estaba a punto de ponerse de nuevo en marcha cuando Arth le dio un golpecito en el hombro y señaló. En el camino, tras ellos, se levantaba una columna de polvo. Sólo a un kilómetro de distancia pudieron ver otro grupo de jinetes, seguido por una interminable columna de infantes que serpenteaba a lo largo de la montaña.
¡Atrapados! No podían permitirse ir mucho más rápido, o se toparían con las unidades que tenían delante. ¡Pero reducir el ritmo sería desastroso!
—Voy a arriar esas malditas velas —dijo Dennis—. Mirad qué deshinchadas están. Sólo llamarán la atención, y de todas formas nunca hemos tenido mucho viento.
Linnora le detuvo.
—No, Dennis. Estoy segura de que nos han ayudado a permanecer estables y nos han refrenado mientras bajábamos algunas de esas empinadas pendientes, aunque admito que no comprendo por qué. Estoy segura de que el carro está practicado para ellas. Quitarlas sólo nos sería perjudicial.
Dennis solamente podía confiar en su extraño sexto sentido. La besó rápidamente, luego se volvió hacia delante y le dijo al robot que continuara.
Partieron montaña abajo.
Menos de un kilómetro más adelante, tomaron una curva para pasar corriendo junto a un escuadrón de jinetes que descansaban. Hubo al menos diez rostros sorprendidos, captados en un destello mientras pasaban velozmente como un gran pájaro corredor. Los hombres se tiraron al suelo a ambos lados para quitarse de en medio. Unos gritos siguieron a los fugitivos y pronto tuvieron a los soldados persiguiéndolos.
Dennis se concentró en la conducción. El carro corría más que nunca. Esta vez, sin embargo, sintió que tenía el control. En pleno trance de práctica, se sentía mareado y poderoso.
¡Que nos sigan! ¡Morderán nuestro polvo!
Oyó a Arth reírse en la parte trasera del carro, burlándose de sus perseguidores. Linnora cantaba en voz baja una antigua canción guerrera, rítmicamente y en tono de desafío. La canción se unió al trance que compartían. Dennis gritó lleno de júbilo.
La carretera giró entonces, y avistaron una batalla.
Justo delante, en una llanura entre las montañas, tenían lugar las primeras escaramuzas.
Parecía que los invasores habían cogido por sorpresa a un grupo de L´Toff. Unos cincuenta jinetes de Kremer cabalgaban alrededor de una apurada banda de guerreros vestidos de ajado verde. Los montañeros se defendían con sus lanzas de forma disciplinada. Ningún jinete se atrevía a acercarse demasiado. Pero los lanceros tampoco podían retirarse. Y por sus nerviosas miradas hacia el norte, estaba claro que sabían que el resto del ejército invasor no estaba lejos.
Los defensores alzaron consternados la mirada cuando Dennis rebasó con el carro la colina. Unos cuantos jinetes, al no esperar más que ayuda procedente de esa zona, gritaron triunfantes.
Los gritos se volvieron de desazón cuando un gran coloso aleteante se cernió sobre ellos. Dennis no tuvo más remedio que lanzarse contra los jinetes. A la derecha, el terreno era demasiado pedregoso, y a la izquierda, sólo a una docena de metros de distancia, había un profundo barranco.
Los caballos estaban bien entrenados, pero no preparados para aquella máquina aleteante y zumbante. Relincharon y se alzaron de manos, llevando a sus sorprendidos jinetes en todas direcciones.
Dennis notó que Arth, de pie en la parte trasera del carro, golpeaba a diestra y siniestra con un palo y gritaba con todas sus fuerzas. Un caballero que cargaba a su lado pareció a punto de dar un tajo a las anchas alas con su hacha de batalla, pero el palo de Arth lo derribó justo a tiempo de la montura.
Una rápida mirada bastó a Dennis para enterarse de que venían más soldados de Kremer. Y a cosa de medio kilómetro por delante, un gran contingente de soldados uniformados de verde se acercaba desde el sur, al rescate de los lanceros asediados. Se cocía una batalla de tamaño respetable.
Urgió al robot para que acelerara. ¡Su única oportunidad era dejar atrás la lucha, y rápido!
Girando con fuerza a la izquierda, Dennis se esforzó por evitar una colisión, haciendo que otro par de caballos retrocedieran llenos de pánico tras su polvorienta estela.
Si su súbita aparición había frenado el ritmo de los invasores y permitido escapar a unos cuantos defensores, tanto mejor. Pero 1a principal prioridad de Dennis era llevar el carro intacto al otro lado del pequeño valle. Una vez allí, estarían a salvo tras las líneas aliadas. ¡Podrían viajar sin encontrar oposición hasta la casa de Linnora!
Sintió algo moverse entre sus piernas. Miró hacia abajo y vio que el cerduende le sonreía desde las profundidades del carro, a salvo de cualquier peligro. El pequeño krenegee sabía bien cómo cuidar de su pellejo.
Al volver a levantar la cabeza, Dennis maldijo rápidamente y viró a la izquierda. La carreta dejó atrás a un puñado de asustados lanceros, y no colisionó con los aturdidos soldados por la anchura de una de las velas.
—¡Denniz! —chilló Arth. Tras soltar el bastón, se desplomó en el carro—. Denniz, ¿adónde vas?
—¿Adónde crees que…? ¡Oh, no! ¡Robot! ¡Da media vuelta!
La pequeña máquina trató de obedecer. Su mecanismo chirrió. Levantó nubes de polvo.
La empinada pendiente que se abría ante ellos había quedado oculta por un puñado de matorrales del camino. Se lanzaron a través de la estrecha barrera en medio de una lluvia de ramas. ¡Y cayeron lanzando guijarros por una pendiente de cuarenta grados!
—¡Aaaaah! —oyó que decía Arth.
—¡Aaaay! —contribuyó Linnora.
Dennis se esforzó por conducir mientras el carro daba botes y volaba pendiente abajo.
—¡Frena! —urgió en voz alta.
Practicó reducir la velocidad del descenso con todas sus reservas, y pudo sentir que los otros hacían lo mismo.
—¡Frena!
Por delante, a menos de cien metros, se abría la boca de un precipicio. Y no parecía haber forma de detenerse a tiempo.