—Patrullan ante la muralla para mantener apartada a la gente —dijo el pequeño ladrón—. Después de todo, muchos de los prisioneros tienen familia y amigos en el exterior, y buena parte de la población de Zuslik nos ayudaría a escapar. Ni siquiera después de treinta años los norteños de Kremer son demasiado populares por aquí.
Dennis asintió.
—¿Pero inspeccionan los guardias la muralla por fuera tan cuidadosamente como por dentro?
El comité de fugas constaba de cinco miembros. Estaban reunidos alrededor de una mesa desvencijada, almorzando.
Los prisioneros se sentaban en sillas endebles a incómodas. Habría sido mejor estar de pie, pero practicar las sillas era otra de sus tareas.
Gath Glinn, el miembro mas joven del grupo, estaba agazapado en las sombras junto a la cercana muralla de] castillo, agachado sobre el prototipo de artilugio de huida de Dennis. El joven rubio había sido el primero en comprender la idea del terrestre y se le había encargado ponerla en práctica.
Dejaba de trabajar y cubría el artilugio cada vez que los otros indicaban que los guardias estaban cerca.
Ahora mismo sus manos se movían rápidamente adelante y atrás, y la pequeña herramienta que practicaba emitía suaves sonidos zumbantes.
El hombre pequeño y cetrino a quien Dennis recordaba vagamente haber gritado durante su primer día en prisión meneó la cabeza y respondió a su pregunta.
—No, Denniz. A veces nos sacan por grupos para que tiremos piedras contra la muralla. Pero casi siempre nos hacen practicar desde dentro.
Dennis seguía asombrándose por las cosas que le contaban sus compañeros prisioneros. Su expresión debió de indicarlo.
Stivyung Sigel miró a derecha a izquierda para asegurarse que nadie se había acercado demasiado.
—Lo que Arth quiere decir, Dennis, es que otro de nuestros trabajos es practicar la muralla para que mejore.
El granjero había comprendido que Dennis procedía de algún lugar lejano, donde las cosas eran muy diferentes. Parecía sorprenderle que pudiera existir civilización en un lugar donde las cosas no mejoraban con el uso, pero se mostraba dispuesto a conceder a Dennis el beneficio de la duda.
—Ya veo —asintió Dennis—. Ése es el motivo por el cual se permite a esos hombres golpear la muralla de esa forma sin que los guardias los detengan.
Había visto a grupos de prisioneros atacar la empalizada, y la muralla del castillo también, con rudas mazas. Se había preguntado por qué se permitía una cosa así.
—Eso es, Dennis. El barón quiere que la muralla sea más fuerte, por eso hace que los prisioneros la ataquen. —Stivyung se encogió de hombros al explicar algo tan básico—. Naturalmente, los guardias se aseguran de que no utilicen herramientas buenas mientras lo hacen. De esta forma, con el correr del tiempo, la muralla exterior se parecerá más y más a la que tenemos detrás, le pondrán un tejado, y el castillo se hará mucho más grande.
Dennis contempló el palacio. Ahora comprendía la estructura en forma de pastel de bodas. Cuando los coylianos construían una edificación ésta empezaba siendo poco más que un colgadizo burdo. Cuando por fin se convertía, después de años de práctica, en un sólido edificio de una planta, se construía encima otra estructura rudimentaria. Mientras el segundo piso mejoraba, el primero también lo hacía al soportar peso en su tejado y crecía hacia afuera por medio de añadidos laterales.
Mientras alguien viviera en él, el edificio practicaba y mejoraba. Sólo si era abandonado revertía lentamente, hasta acabar por desmoronarse convertido en un puñado de palos y barro y pieles de animales.
Dennis no imaginaba que en aquel mundo hubiera gran cosa para los arqueólogos, una vez que una gran ciudad era abandonada.
—También se aseguran de que practicamos toda la muralla —añadió Arth.
El diminuto ladrón sostenía ser un cabecilla entre los ladrones y rateros de la ciudad de Zusllk. Por el respeto que le tenían los otros prisioneros, Dennis no lo dudaba.
—Naturalmente, siempre tratamos de dejar zonas de muralla para que reviertan a viejos leños… para poder escapar por ellos. Ellos patrullan buscando esas aberturas. Es un juego de inteligencia. —Sonrió, como si estuviera seguro de que el juego podía ganarse tarde o temprano.
El sonido zumbante tras ellos terminó súbitamente en un brusco chasquido. El joven Gath alzó la parte cortada del trozo de madera, sonriendo admirado a Dennis.
—¡La sierra flexible funciona! —susurró excitado. Miró a su alrededor para asegurarse de que no había guardias cerca, y tendió la herramienta a Dennis.
Los dientes estaban calientes por la fricción. En la Tierra habrían mostrado signos de desgaste después de cortar aquel trocito de madera blanda. Pero Gath había estado pensando «¡Corta! ¡Corta!» mientras trabajaba. Y ahora, gracias a la suave práctica, la cremallera era un poco más afilada que antes.
Dennis sacudió la cabeza. Era una misión de locos confiar en una cremallera. Las que cerraban los bolsillos de su mono eran todas de plástico blando. Tuvo que arrancar la cremallera de metal de sus pantalones: ahora llevaba la bragueta cerrada con tres botones burdos que esperaba que mejoraran con el uso. ¡Desde luego, no estaba dispuesto a volver a usar aquella cremallera para su antigua. función!
—Buen trabajo, Gath. Nos encargaremos de que lo declaren enfermo para que puedas practicar esta sierra a la perfección. La noche en que esté terminada…
Arth intervino rápidamente con un comentario sobre el tiempo. Al cabo de un instante dos guardias pasaron cerca. Los prisioneros se interesaron por la comida hasta que se marcharon.
Cuando dejó de haber moros en la costa, Dennis se ofreció a pasar la sierra. Todos menos Stivyung Sigel rehusaron amablemente. Al parecer la gente corriente era un porco supersticiosa en lo referente a aquellos que ponían «esencia» en una herramienta, los artesanos originales que «fabricaban» las herramientas por primera vez en lugar de practicarlas hasta la perfección. Probablemente lo consideraban magia porque se basaba en un principio desconocido para ellos.
Tendió de nuevo la cremallera a Gath, que la acarició ansiosamente.
El almuerzo se acabó. Los guardias empezaron a llamarlos de vuelta al trabajo.
La tarea actual de Dennis era atacar armaduras con una lanza roma y hueca… ¡mientras los soldados las llevaban puestas! Era un trabajo peligroso. Si golpeaba al soldado lo bastante fuerte para lastimarlo, lo zaherían con un látigo. Si golpeaba demasiado suavemente, los guardias gritaban y amenazaban con darle una tunda.
—A partir de ahora nos turnaremos vigilando a Gath para asegurarnos de que pueda practicar sin ser molestado —dijo mientras se levantaba—. Y le suministraremos madera que cortar. Discutiremos más tarde el resto del plan.
Todos los miembros del comité de fugas asintieron. Por lo que a ellos concernía, él era el mago.
Los guardias volvieron a llamar y Dennis se apresuró al trabajo. Uno de los castigos para la tardanza era quitar las pertenencias personales. Aunque ahora Ilevaba harapos similares a los otros, se le permitió conservar su mono, para «practicarlo» en su tiempo libre. Lo último que quería era que se lo confiscaran.
Tres horas después del almuerzo, sonó una campana anunciando el principio de un servicio religioso. Un capellán vestido con una túnica roja emplazó un altar cerca de la puerta trasera del castillo, y lanzó su llamada para congregar a los fieles.
Los que no participaban tenían que continuar trabajando, así que casi todos los prisioneros soltaban las herramientas de inmediato y acudían. A pesar de algún conato de risitas irreverentes, la mayoría participaba.
Unos pocos, como el ladrón Arth, continuaban su trabajo en el jardín, sacudiendo la cabeza y murmurando su desaprobación.
Dennis quería ser testigo de la ceremonia. Pero no veía forma de asistir a ella sólo como espectador. Los orantes se inclinaban y cantaban ante una fila de ídolos de madera y piedras preciosas.
Finalmente, decidió quedarse con Stivyung Sigel. Desde hacía una hora, según lo asignado, ambos cortaban madera usando hachas de cavernícola, bajo la mirada vigilante de un guardia.
—Parece que la mayoría de nuestros compañeros prisioneros no se toma la religión estatal demasiado en serio —le comentó Dennis a Stivyung en voz baja.
Sigel flexionó sus poderosos hombros y descargó el hacha en un gran arco, haciendo que lascas de madera volaran en todas direcciones. Tenía un aspecto un tanto incongruente cortando madera vestido con la ropa vistosa del barón Kremer, pero eso era parte de su trabajo. Al señor de Zuslik no le gustaba que su ropa se ajara. Después de aquella práctica sería soberbia.
—Los zuslikeranos solían ser poco religiosos bajo el mandato del antiguo duque —dijo Sigel—. Pero cuando el padre y el abuelo de Kremer llegaron, empezaron a otorgar favores a la Iglesia y los gremios, lo que resulta curioso, ya que antes los norteños nunca fueron grandes creyentes.
Dennis asintió. Era un patrón de comportamiento familiar. En la historia terrestre, los bárbaros a menudo se habían convertido en los más fieros defensores de la ortodoxia establecida después de que hubieran realizado una conquista.
Alzó el hacha y descargó un golpe contra su propio leño. La ruda hoja de piedra rebotó, apenas haciendo una mella.
—Supongo que tú tampoco eres creyente —le sugirió a Sigel.
El otro hombre se encogió de hombros.
—Todos esos dioses y diosas realmente tienen poco sentido. En las ciudades del este del reino están perdiendo sus seguidores. Algunas personas empiezan incluso a prestar atención a la Antigua Fe, como han hecho los L´Toff desde siempre.
Dennis estuvo a punto de preguntarle por la «Antigua Fe» pero el guardia les llamó al orden.
—¡Vosotros dos! ¡Trabajad o rezad! ¡Cortad la madera!
Dennis apenas podía entender el acento gutural norteño, pero sí captaba el sentido general de sus palabras. Blandió el hacha. Esta vez logró que unas cuantas lascas saltaran, aunque no se engañó pensando que la herramienta hubiera mejorado perceptiblemente.
Incluso con el Efecto Práctica, el camino era lento. Esperaba que el joven Gath tuviera más suerte con la cremallera-sierra que él con su maldito pedazo de pedernal.
Durante las tres noches siguientes, mientras Gath o Sigel practicaban la pequeña sierra bajo las sábanas, Dennis salió del cobertizo y se dedicó a dar paseos por el patio. Normalmente estaba cansado a esa hora, pero no tan exhausto como para no poder esquivar a los perezosos guardias en el puesto de control interior.
Además de pasar los días practicando hachas y armaduras, había estado tomando lecciones del lenguaje escrito coyliano. Stivyung Sigel, el prisionero mejor educado, fue su tutor.
Dennis se había visto obligado a modificar un poco su impresión inicial. La cultura de aquella gente estaba por encima del nivel «cavernícola». Tenían música y arte, comercio y literatura. Simplemente, carecían de tecnología más allá de finales de la Edad de Piedra. No parecían necesitarla tampoco.
Todo aquello que no tuviera vida podía ser practicado, así que todo estaba hecho de madera, piedra o piel… con fragmentos ocasionales de cobre nativo o hierro procedente de meteoritos, ambos altamente valorados. De todas maneras, era una maravilla lo que podía conseguirse sin metal.
Su alfabeto era un simple silabario, fácil de aprender. Sigel era un hombre más o menos educado, aunque había sido soldado y granjero, no un estudioso. Era un maestro paciente, pero sólo pudo arrojar un poco de luz sobre el origen de los humanos en Tatir. Eso, dijo, era especialidad de las iglesias… o de las leyendas. Stivyung le dijo a Dennis lo que sabía, aunque parecía cohibido contándole a un adulto lo que parecían cuentos de hadas. Pero Dennis había insistido, y escuchado con atención, tomando notas en su cuadernito.
Finalmente, Dennis llegó a la conclusión de que las historias de los orígenes eran tan contradictorias como las de la Tierra. Si había alguna relación entre los dos mundos, al parecer estaba perdida en el pasado.
Dennis se dio cuenta de que algunas de las leyendas más antiguas (en especial aquellas que trataban de la llamada Antigua Fe) hablaban de una gran caída, de un tiempo en que los enemigos del hombre hicieron perder a éste sus poderes sobre los animales y sobre la vida misma.
Stivyung conocía el relato gracias a su larga asociación con aquella misteriosa tribu, los L´Toff. No era gran cosa. Y tal vez se trataba sólo de una fábula, después de todo, como las historias que le contó Tomosh sobre dragones amistosos.
Así que Dennis reflexionó sobre el problema a solas. Bosquejó líneas de cálculo de tensiones en su cuaderno, al anochecer, después de la cena. Ni siquiera había llegado a elaborar una teoría para explicar el Efecto Práctica. Pero las matemáticas le ayudaron a tranquilizar su mente.
Necesitaba el enfoque de su ciencia. De vez en cuando sentía breves reapariciones de la extraña y mareante desorientación que había experimentado al llegar a Zuslik y durante su primer día de cárcel.
Ningún autor había mencionado jamás, en ninguna de las novelas de fantasía que había leído, lo difícil que era en realidad para un ser humano ajustarse al hecho de encontrarse, con su vida en peligro, en un lugar verdaderamente extraño.
Ahora que empezaba a comprender algunas de las reglas, y sobre todo ahora que tenía camaradas, estaba seguro de que se encontraría bien. Pero aún sentía escalofríos ocasionales cuando pensaba en la extraña situación en la que se hallaba.
Durante su cuarta noche en el campamento, después de haber esquivado el puesto interior para caminar bajo la tenue luz del crepúsculo entre los verdes tallos del jardín, Dennis oyó una música suave mientras avanzaba.
La música era maravillosa. El cálculo de anomalías en el que había estado trabajando se deshizo como jirones de niebla disueltos por una brisa fresca.
El sonido llegaba desde encima del extremo más lejano del patio de la prisión. Era el de una voz femenina aguda y clara, acompañada por algún tipo de arpa. El instrumento parecía llorar en la noche, suavemente y con un patetismo eléctrico. Dennis siguió la música, embelesado.
Llegó al punto donde la muralla nueva se encontraba con la vieja. Dos parapetos por encima, tañendo un pálido instrumento parecido a un laúd, estaba la muchacha a quien tan brevemente había visto en la carretera. Stivyung Sigel la había llamado Linnora, princesa de los L´Toff.
Unas picas afiladas de madera la mantenían prisionera en su balcón. Las varas relucientes reflejaban la luz de las lunas casi tan intensamente como sus cabellos de miel.
Dennis escuchó, embobado, aunque no podía distinguir las palabras.
La lira parecía haber tenido generaciones de práctica para conseguir tal poder. La voz de la muchacha lo llenaba de asombro, aunque apenas podía seguir las palabras cargadas de acento. La música parecía arrastrarle hacia delante.
La muchacha dejó de cantar bruscamente y se volvió. Una oscura figura había aparecido en el umbral situado en el extremo derecho de la balconada. Ella se puso en pie y se enfrentó al intruso.
Un hombre alto, ancho de hombros, entró a hizo una reverencia. Si Dennis no hubiera visto a Stivyung Sigel sólo momentos antes, allá en el cobertizo de los prisioneros, habría jurado que era su amigo el que avanzaba hacia la esbelta princesa. La ropa del hombretón era tan hermosa como la de Linnora, aunque destinada claramente a usos más comunes. Dennis oyó su voz grave, pero seguía sin poder discernir las palabras.
La princesa L´Toff sacudió lentamente la cabeza. El hombre se enfureció. Dio un paso hacia ella, blandiendo algo en la mano. Ella retrocedió al principio, pero luego mantuvo su terreno en vez de sufrir la indignidad de apretujarse contra la pared.
El corazón de Dennis latió más rápido. Tuvo la descabellada idea de correr hacia ella, como si fuera para él algo más que otro de los enigmas de aquel mundo. Sólo el saber que sería perfectamente inútil lo contuvo.
Las palabras del hombretón se volvieron imperiosas. Amenazó furioso a la muchacha. Luego arrojó algo al suelo y se dio la vuelta para marcharse por donde había venido. Las cortinas se agitaron tras él.
Linnora se quedó un rato, mirando en esa dirección; luego recogió lo que el hombre había tirado. Atravesó una puertecita situada en el extremo izquierdo del balcón, dejando su instrumento brillando solo a la luz de las lunas.
Dennis permaneció en las sombras, junto a la pared, esperando a que ella regresara.
Sin embargo, cuando finalmente regresó, quedó consternado, pues se acercó a los barrotes de su parapeto y contempló el patio de la prisión, en dirección a él. Tenía un bulto en las manos, y miraba a su alrededor como buscando algo o a alguien en las sombras de debajo.
Dennis no pudo evitarlo. Avanzó hacia la pálida luz lunar. Ella le miró y sonrió débilmente, como si le hubiera estado esperando desde el principio.
La princesa pasó los brazos entre los barrotes y arrojó el bulto.
Éste voló por encima de los parapetos inferiores, casi chocó con la balaustrada del fondo y aterrizó a los pies de Dennis.
Se inclinó a recoger los restos destrozados de una de sus bolsas, atada con un lazo de cuerda. Dentro encontró algunas de las cosas que le habían quitado. Habían roto varias en un burdo esfuerzo por ver cómo funcionaban. Los cristales de su brújula estaban aplastados, los frascos de medicinas vacíos.
Con los artículos había una nota escrita en un coyliano fluido. Mientras la muchacha recogía su instrumento y tocaba suavemente, Dennis se concentró en lo que había aprendido de Stivyung, y leyó lentamente el mensaje.
Está asombrado.
No pude decirle qué eran estas cosas,
ni lo haría aunque lo supiera.
Ha perdido la paciencia,
y luego te preguntará a ti.
Mañana te torturarán para que les digas
lo que sabes,
sobre todo respecto a la terrible arma
que mata al contacto.
Si eres en verdad un emisario
del reino de los Creadores de Vida,
huye ahora.
Y pronuncia en voz alta el nombre de Linnora
en las colinas.
Había una retorcida firma al pie. Dennis la miró, la mente llena de preguntas que no podía formular y de conmiseración y agradecimiento que no podía transmitir.
La triste canción terminó. Linnora se levantó. Tras alzar una vez la mano en gesto de despedida, se volvió para entrar.
Dennis contempló la brisa agitar las cortinas durante un buen rato todavía.
—¡Arriba! —Sacudió a Arth.
Cerca, Stivyung Sigel despertaba a Gath, Mishwa Qan y Perth, los otros miembros del comité de fugas.
—¿Qué, qué? —El pequeño cabecilla se incorporó rápidamente, con un afilado trozo de piedra en la mano.
Arth sostenía proceder de un antiguo linaje de hombres que habían servido como guardaespaldas de los antiguos duques de Zuslik, antes de que el padre de Kremer se apoderara de la región en un acto de traición. El hombrecito tenía una fuerza enorme, desproporcionada para su tamaño. Parpadeó un instante, luego asintió y se levantó, rápida y silenciosamente.
Los conspiradores se reunieron junto a la muralla de la empalizada.
—No tenemos tiempo para seguir preparándonos —les dijo Dennis—. Las lunas acaban de ponerse, y esta noche es la noche.
—¡Pero dijiste que la sierra no era aún lo bastante buena! —protestó Gath—. ¡Y teníamos que preparar otras cosas!
Dennis sacudió la cabeza.
—Es ahora o nunca. No puedo explicarlo, pero tendréis que creerme. Arch, será mejor que vayas a robar las herramientas.
El pequeño ladrón sonrió y salió del cobertizo, en dirección al lugar donde se guardaban las herramientas de jardinería, no lejos de la ventana iluminada del barracón de los guardias. No tardaría mucho en robar unos cuantos artículos que pudieran utilizar como armas si era necesario. Dennis esperaba fervientemente que no fuera el caso.
—Dame la sierra.
Gath le entregó con cuidado la antigua cremallera. Dennis la sostuvo y la miró. Los dientes brillaban incluso allí, y parecían muy afilados.
Sacó de su mono un carrete de seda dental que, junto con el cepillo, guardaba en el bolsillo y no en la mochila cuando fue capturado. Ató firmemente dos palmos medidos de antemano a los extremos de la sierra.
—Muy bien —susurró—, allá va.
Dennis se alegró de que aquella gente entendiera al menos de cuerdas y lazos. Stivyung Sigel cogió la sierra y se apartó para hacerla girar por encima de su cabeza, soltando más y más cuerda mientras el lazo crecía.
Los guardias registraban rutinariamente a los prisioneros en busca de armas, herramientas cortantes y cualquier tipo de enredadera que pudiera ser practicada hasta convertirse en una cuerda con la que escalar. Pero habían pasado completamente por alto el hilo dental. Durante dos días lo había manoseado en su tiempo libre, practicándolo para ese intento de fuga.
La cuerda no iba a ser utilizada para escalar. Dennis dudaba que pudiera hacerse. Además, tenía una idea mejor.
Sigel la hizo girar una vez más y la soltó. El lazo pasó por encima del afilado extremo de uno de los troncos de la empalizada. Dennis cogió el cabo y lo tensó.
—¡A vuestros puestos! —susurró.
El ladrón Perth corrió a vigilar las patrullas dispuesto a distraer a los guardias si era necesario. Stivyung, Gath y Mishwa se pegaron contra las sombras, dejando a Dennis el primer turno con la sierra.
Sudaba ya antes de llegar a asegurarse de que tenía los dientes en la posición adecuada. Envolvió sus manos con la áspera tela, luego hizo lo mismo con varios lazos de seda, y empezó a tirar adelante y atrás, con suavidad, trabajando como si fuera un pedazo de seda dental que frotara lentamente los lados de un diente. Si la había orientado bien, la sierra cortaría el cuero y el barro que mantenían aquel tronco unido a los otros.
La acción cortante empezaría en el punto más débil: la parte superior, que tenía menos «práctica de muralla». Mientras se abría paso hacia abajo, la sierra mejoraría, y el propio peso del tronco tiraría más de los lazos restantes.
Al menos esperaba que esa parte de la física siguiera siendo efectiva en aquel lugar de locos. Dennis se agazapó en el suelo y aplicó gradualmente mayor presión a medida que la sierra mordía los troncos. Mientras cogía ritmo tuvo tiempo de pensar, de preocuparse por las patrullas de los guardias y de preguntarse por la muchacha del parapeto.
¿Cómo sabía que él estaría allí abajo, en la oscuridad? ¿Qué había querido decir Stivyung cuando dio a entender que la princesa de los L´Toff no era del todo humana?
No había respuesta ninguna en la noche tranquila y oscura. Dennis se preguntó si alguna vez tendría la oportunidad de formular las preguntas adecuadas.
Trató de concentrarse en el trabajo manual, en su acción cortante. Aunque algunos desestimaban la idea, otros sostenían que una mente concentrada tendía a hacer más rápida la práctica.
Cortó hasta que le dolieron los brazos y supo que la fatiga lo volvía ineficaz. A esas alturas ya tenía confianza en la nueva resistencia a la tensión de la seda dental y estaba dispuesto a dejar que otro siguiera cortando. Señaló a Sigel para que se hiciera cargo del trabajo. El hombretón se adelantó para ayudarle a desenvolver de sus manos la tela.
Dennis hizo una mueca de dolor cuando la circulación volvió a sus dedos. Envidió a Stivyung por sus callos de granjero. Se desplomó en las sombras junto a la pared, donde esperaban Gath y Mishwa.
Permanecieron sentados juntos en silencio durante un rato, contemplando al granjero tirar pacientemente de la cuerda adelante y atrás. Sigel parecía un tronco en la oscuridad. Era sorprendente lo bien que se fundía con ella.
Pasaron minutos. Una vez oyeron a Arth dar su llamada de aviso, una imitación de un ave nocturna. Sigel se tumbó de plano en el suelo, y no tardó en aparecer una patrulla de guardia por una esquina, llevando una linterna. Un haz de luz enfocado hacia allí podría descubrirlos. Dennis y los demás contuvieron la respiración.
Pero los de la patrulla pasaron de largo, tras haber contado a los prisioneros del cobertizo… incluidos los bultos de tela que el grupo había metido bajo las mantas.
A1 parecer, como había predicho Arth, la rutina volvía perezosos a los guardias.
Cuando el pequeño ladrón dio la señal de que todo estaba despejado, Sigel se levantó y siguió trabajando, infatigable. Desde donde los demás esperaban, podía oírse un leve sonido siseante, mientras la sierra cortaba más profundamente con cada pasada.
El joven Gath se acercó un poco más a Dennis.
—¿Es verdad que la princesa te mandó una nota? —susurró el muchacho.
Dennis asintió.
—¿Puedo verla?
Un poco reluctante, le tendió la tira de papel basto. Gath lo contempló, con el ceño fruncido, moviendo los labios. Saber leer no era común en aquella sociedad feudal. Dennis ya leía tan bien como el muchacho.
Gath le devolvió la nota.
—Algún día me gustaría visitar a los L´Toff —dijo—. En los días del antiguo duque había más contactos con ellos. ¿Sabes que a veces adoptan a humanos normales? —continuó el muchacho—. ¡Los L´Toff me recibirían con los brazos abiertos, lo sé! ¡Quiero ser un creador!
Gath le dijo esto último como si confiara a Dennis un enorme secreto.
Dennis sacudió la cabeza, todavía confundido por las costumbres que la gente de Tatir había desarrollado para tratar con el Efecto Práctica.
—¿Un creador es alguien que fabrica una herramienta por primera vez? —pregunto—. ¿Alguien que hace comenzadores?
Un «comenzador» era como llamaban a un nuevo objeto o herramienta que nunca había sido practicado.
—Creía que crear era privilegio de ciertas castas.
Gath asintió. Aceptaba la ingenuidad de Dennis como parte de su condición de mago.
—Sí. Está la casta de los picapedreros, y la casta de los madereros, la de los curtidores y la de los constructores y las demás. —Sacudió la cabeza—. Las castas están cerradas a los recién llegados, y lo hacen todo a la antigua. Sólo los granjeros como Stivyung pueden crear sus propios comenzadores de la forma que quieren y seguir adelante, porque están en el campo, donde nadie los puede pillar.
—¿Y eso qué importa? —preguntó Dennis en voz baja—. Una herramienta de comienzo pronto se adapta a quien la practica, mejorando con el uso. Podrías convertir una hoja seca en un bolso de seda si la trabajas lo suficiente.
El joven sonrió.
—La esencia original que hay en un comenzador influye en su forma final… un hacha sólo pude hacerse a partir de un hacha de comienzo, no de una escoba o un trineo. Una cosa no consigue convertirse en algo mediante la práctica a menos que sea de alguna utilidad desde el principio.
Dennis asintió. Incluso allí, donde la tecnología era inexistente, la gente encontraba relaciones de causa y efecto.
—¿Por qué estás en la cárcel, Gath?
—Por crear comenzadores de trineos sin permiso de las castas. —El muchacho se encogió de hombros—. Fue una estupidez por mi parte dejarme coger. Hasta que viniste, pensaba que cuando saliera me dirigiría a los L´Toff. ¡Pero ahora prefiero trabajar para ti!
Le sonrió a Dennis.
—¡Probablemente sabes más sobre crear que los L´Toff y todas las castas juntas! Tal vez necesites un aprendiz cuando regreses a tu tierra natal. ¡Yo trabajo duro! ¡Ya sé cómo cortar pedernal! ¡Y aprendí a hacer ollas colándome en…!
El muchacho empezaba a excitarse demasiado. Dennis le hizo un gesto para que bajara la voz. Se calló, obediente, pero sus ojos seguían brillando.
Dennis pensó en lo que acababa de decir Gath. Probablemente sabía más acerca de «crear» que nadie en aquel mundo. Pero apenas sabía nada sobre el Efecto Práctica. Aquí y ahora, esa ignorancia podía ser fatal.
—Ya veremos —le dijo al muchacho—. Cuando salgamos de aquí, puede que tenga prisa por volver a casa, y tal vez necesite una mano. —Pensó en las colinas del noroeste, en el zievatrón.
Le preocupaba todo el tiempo que había pasado persiguiendo una civilización mecánica en aquel planeta. ¿Había enviado Flaster a alguien más a través de la máquina? Era típico de aquel hombre ponerse nervioso y retrasarse y finalmente empezar a buscar otro «voluntario».
Por otro lado, Flaster podría haber renunciado y puesto en marcha el zievatrón, poniendo al equipo del Tecnológico Sahariano a trabajar buscando una vez más entre los mundos anómalos… usando el algoritmo de búsqueda de Dennis Nuel, por supuesto.
Tal vez tenga que pasar aquí el resto de mi vida, se dijo.
De pronto, se le apareció una imagen de cabellos dorados a la luz de las lunas. Se le ocurrió que aquel mundo tenía sus atractivos.
Temblando, recordó que también había recibido un aviso de inminente tortura sólo un par de horas antes.
Tatir también tenía sus pegas.
Stivyung Sigel no había pedido todavía que lo sustituyeran. Trabajaba con una intensidad febril que asombraba a Dennis, quien alzó la cabeza para ver qué progresos hacía el granjero.
Se quedó mirando, sorprendido. ¡La sierra ya había cortado hasta la mitad de lo previsto! ¿Cómo…?
Miró a Sigel y se frotó los ojos. Tenía que deberse a la oscuridad, pero de algún modo era como si el aire que lo rodeaba titilara débilmente. Era como si pequeñas corrientes de aire se revolvieran a su alrededor. Dennis se volvió hacia Gath para preguntarle si también él lo veía.
El joven creador también lo veía. Se quedó mirando a Sigel, completamente asombrado, igual que Mishwa, el otro ladrón que los acompañaba.
—¿Qué es eso? —susurró Dennis con urgencia—. ¿Qué está sucediendo?
Sin apartar los ojos, Gath respondió:
—¡Es un auténtico trance felthesh! ¡Dicen que una persona tiene suerte si llega a presenciar uno en su vida!
Dennis volvió a mirar a Sigel. El hombre trabajaba con intensidad demoníaca, formando un destello al mover los brazos adelante y atrás. Mientras observaban, la débil luminosidad que le rodeaba pareció escalar el fino hilo de seda, como la ionización chispeante alrededor de una línea de alto voltaje.
Fuera lo que fuese el misterioso «trance felthesh», pudo ver que Sigel y la sierra destrozaban la unión de la empalizada. Una leve lluvia de polvo caía de las crecientes aberturas a cada lado del tronco.
A Dennis le pareció asombroso. ¡Pero más le preocupaba en ese momento que los guardias advirtieran aquel fenómeno!
Dennis decidió que era hora de apresurar un poco las cosas.
Hizo un gesto al ladrón Mishwa Qan. El prisionero era un gigante; aún más grande que Gil´m, el guardia. Mishwa sonrió y se puso rápidamente en pie. A la llamada de Dennis se agazapó en la base de la muralla, apoyó la espalda contra el tronco, y empujó. Las ligaduras gimieron levemente.
Sigel siguió trabajando sin pausa, sin pedir ayuda. La sierra había descendido ya casi hasta la altura del hombre, pero su ritmo empezaba a menguar. La empalizada tenía más práctica a ese nivel y era más dura.
Mishwa gruñó y volvió a empujar. El tronco se quejó suavemente, luego se inclinó hacia fuera un poco, ayudado por su propio peso.
Dennis pidió a Gath que ayudara a Mishwa. Pronto los dos estuvieron resoplando mientras el tronco volvía a gemir.
Una figura oscura, un poco más grande que un sapo gigante, se inclinó sobre la creciente abertura y contempló la brillante cremallera-sierra mientras cortaba. El nimbo del «trance felthesh» de Sigel pareció cubrirla, envolviendo tanto la criatura como la sierra en un suave resplandor.
Unos ojos verdes brillaron en la oscuridad. Unos dientecitos afilados destellaron en gesto de diversión.
Dennis sacudió la cabeza.
—Duen, maldito mirón. ¡Ahora se te ocurre aparecer! ¿Cuándo servirás para algo, eh?
Se dio la vuelta y se unió a los otros, empujando el enorme tronco. Cada vez que oscilaba, hacía un ruido que Dennis imaginaba podía oírse al otro lado del valle.
Arth llegó corriendo desde su puesto de vigilancia.
—Creo que han oído algo —susurró el ladrón—. ¿No deberíamos parar un momento?
Dennis miró el tronco. Las estrellas brillaban a través de la abertura. En el rostro de Stivyung Sigel había una fiera expresión luminosa que hizo que Dennis sintiera un escalofrío. Los brazos del granjero eran un destello y la sierra desprendía un suave zumbido casi continuo.
Dennis no se atrevió a perturbar a Sigel. Sacudió la cabeza.
—No podemos. ¡Es todo o nada! ¡Si vienen los guardias tendrás que distraerlos!
Arth asintió brevemente y se marchó.
Entre empujones, Dennis miró la fina sonrisa que indicaba que el cerduende seguía allí, observando su pugna. Disfruta, le deseó a la criatura, y empujó de nuevo.
El tronco gruñó, esta vez realmente fuerte. Hubo un alarido tras ellos en el complejo, una conmoción de sombras en los barracones. Siguieron más gritos y alaridos procedentes casi de todas partes.
—¡Con fuerza! —urgió. Todos sabían que les quedaba poco tiempo.
Mishwa Qan gritó y se abalanzó contra la barrera que se alzaba entre él y la libertad. Gath y Dennis fueron apartados a un lado.
Unas llamas aletearon en los barracones. La distracción de Arth había empezado. Unas sombras se movieron delante del fuego. Las porras se alzaron bien alto mientras los guardias y los prisioneros luchaban. Arriba, en el castillo, empezó a sonar un gong de alarma. Los ladrones, Arth y Perth, salieron súbitamente de las sombras. El hombre más pequeño jadeaba.
—Nos he conseguido unos doscientos latidos de ventaja, Denniz. No más.
El tronco volvió a gemir, como un animal moribundo, mientras se inclinaba otros diez grados.
—Resta con eso cien latidos —dijo Arth secamente.
Sigel redobló sus esfuerzos y la sierra cantó una tonada aún más aguda. El hombre parecía envuelto en turbulencia, y copos de luz caían del cable de seda dental.
Mishwa Qan retrocedió unos seis metros, arañó el suelo con los pies y soltó un fiero grito mientras cargaba contra el tronco iluminado. Éste se desplomó con un crujido, y de repente tuvieron una abertura ante ellos. El sonido se propagó a través de la noche. No había confusión posible en la reacción de los guardias. Dejaron el incendio y el tumulto y se gritaron mutuamente, señalando a Dennis y sus camaradas.
Sigel contempló agotado su tarea, con las manos colgando fláccidas a sus costados. El hombre parecía exhausto, pero sus ojos estaban encendidos.
Tres guardias salieron de la fluctuante luz de los cobertizos, con las porras en alto. De repente una sombra en el suelo se alzó ligeramente, lo suficiente para hacer resbalar a uno de ellos. Arth agarró el pie izquierdo de otro guardia, que también cayó de bruces.
El tercero llegó hasta Dennis, entonando un feroz alarido de batalla.
—Oh, al diablo —suspiró Dennis. Detuvo el brazo alzado y golpeó al guardia en la nariz. El soldado cayó de espaldas, sin aliento.
Acudieron más guardias. Dennis sintió una brisa a su lado cuando Arth pasó corriendo.
—¡Vámonos! —le gritó Dennis a Sigel, y empujó al granjero hacia el estrecho portal que conducía a la libertad.
Una lanza chocó en la muralla, cerca de ellos. Stivyung reaccionó, luego sonrió a Dennis y asintió. Juntos, atravesaron la abertura y salieron a la noche.
Mientras escapaban, Dennis vio algo que brillaba, como un collar de diamantes a la luz de las estrellas, medio asomando bajo el tronco caído.
Pero no se detuvieron, y pronto Sigel y él estuvieron corriendo por las callejas de Zuslik, con sus perseguidores detrás.