Cuando Blaze se levantó a la mañana siguiente, la nieve se había amontonado por todas partes hasta los aleros de la cabaña y el fuego se había apagado. Su vejiga se contrajo en el instante en que sus pies tocaron el suelo. Corrió hasta el cuarto de baño sobre los talones, tiritando y exhalando nubéculas de vapor. Su orina dibujó un arco a alta presión durante quizá treinta segundos, luego se desvaneció lentamente. Suspiró, se la sacudió y soltó una ventosidad.
Un viento mucho más fuerte gritaba y tosía alrededor de la casa. Los pinos que se veían a través de la ventana de la cocina se inclinaban oscilantes. A Blaze le parecieron delgadas mujeres en un funeral.
Se vistió, salió por la puerta trasera y se abrió paso hasta la pila de leña que había bajo los aleros de la zona sur de la casa. El camino de entrada había desaparecido completamente. La visibilidad alcanzaba los tres metros, quizá menos. Eso le alegró. Las motas de nieve que se pegaron a su cara también le alegraron.
La leña consistía en sólidos trozos de roble. Acarreó una amplia brazada y se detuvo únicamente para sacudirse los pies antes de entrar. Encendió el fuego todavía con el abrigo puesto. Después preparó una jarra de café. Puso dos tazas en la mesa.
Se detuvo con el ceño fruncido. Había olvidado algo.
¡El dinero! No había contado el dinero.
Se dirigía hacia la habitación contigua cuando la voz de George lo detuvo. George estaba en el cuarto de baño.
– Gilipollas.
– George, yo…
– George, soy un gilipollas. ¿Puedes decir eso?
– Yo…
– No, di: «George, soy un gilipollas por haberme olvidado de ponerme la media en la cabeza».
– Tengo el di…
– Dilo.
– George, soy un gilipollas. Lo olvidé.
– ¿Qué olvidaste?
– Olvidé ponerme la media.
– Ahora dilo todo seguido.
– George, soy un gilipollas por haberme olvidado de ponerme la media en la cabeza.
– Ahora di esto. Di: «George, soy un gilipollas porque quiero que me atrapen».
– ¡No! ¡Eso no es verdad! ¡Eso es mentira, George!
– Es verdad. Quieres que te atrapen y te lleven a Shawshank para trabajar en la lavandería. Esa es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Esa es la verdad. Eres un idiota. Esa es la verdad.
– No, George. No lo es. Lo prometo.
– Me marcho.
– ¡No! -El pánico pareció cortarle la respiración. Fue como cuando su viejo le puso la manga de su camisa de franela alrededor del cuello para que dejara de berrear-. No, lo olvidé, soy un bobo, sin ti nunca me acordaría de lo que tengo que comprar…
– Es un buen momento, Blaze -dijo George, y aunque su voz aún procedía del cuarto de baño, ahora parecía que se apagaba-. Es un buen momento para que te atrapen. Es un buen momento para ir haciendo tiempo y planchar esas sábanas.
– Haré todo lo que me digas. No la volveré a pifiar.
Siguió una larga pausa. Blaze pensó que George se había ido.
– Quizá regrese. Pero no lo creo.
– ¡George! ¿George?
El café estaba hirviendo. Sirvió una taza y se fue al dormitorio. La bolsa marrón con el dinero estaba debajo del colchón, en el lado de George. La colocó sobre las sábanas, que todavía no se había acordado de cambiar. Y habían pasado tres meses enteros desde que George había muerto.
Había doscientos sesenta dólares del pequeño supermercado. Y ochenta más de la cartera del estudiante. Más que suficiente para comprar…
¿Qué? ¿Qué se suponía que tenía que comprar?
Pañales. Eso era lo que hacía falta. Si ibas a secuestrar a un bebé, debías tener pañales. Y también otras cosas. Pero no era capaz de recordar qué otras cosas.
– ¿Qué más era aparte de los pañales, George? -lo dijo con aire despreocupado, esperando que George hablara, pero no picó el anzuelo.
Quizá regrese. Pero no lo creo.
Volvió a meter el dinero en la bolsa marrón y sustituyó la cartera del estudiante por la suya, maltratada, desgastada y llena de cortes. Su cartera contenía dos grasientos billetes de dólar, una borrosa foto Kodak de sus viejos abrazándose, y una fotografía de él y su único amigo de verdad en Hetton House, John Cheltzman, y también su moneda de la suerte, cincuenta centavos con la efigie de Kennedy; una vieja factura de un silenciador (de cuando él y George habían robado aquel gran Pontiac Bonneville anticuado), y una Polaroid arrugada.
George miraba fijamente a la cámara y sonreía. Entrecerraba un poco los ojos porque el sol le daba de frente. Vestía vaqueros y botas de trabajo. Llevaba el sombrero inclinado hacia la izquierda, como a Georges le gustaba. Decía que era el lado de la buena suerte.
Habían llevado a cabo un montón de timos, y la mayoría -los mejores- fueron fáciles de ejecutar. Algunos se basaban en información errónea, otros en la tacañería, y otros en el miedo. George los llamaba «pequeñas estafas». Y a los timos que se basaban en el miedo, «pequeñas estafas detiene-corazones».
– Me gusta la pura mierda -dijo George-. ¿Por qué me gusta la pura mierda, Blaze?
– Porque no se mueve -dijo Blaze.
– ¡Correctísimo! Porque no se mueve.
Para las mejores pequeñas estafas detienecorazones, George se vestía con ropa que él denominaba «un pequeño toque atractivo» y recorrían algunos bares que conocían en Boston. No eran bares de homosexuales, ni tampoco de drogadictos. George los llamaba «bares grises». La víctima siempre se dirigía a George; él nunca tenía que tomar la iniciativa. Blaze había pensado (a su modo) una o dos veces sobre eso, pero nunca había llegado a ninguna conclusión.
George tenía buen olfato para atraer a maricones que no habían salido del armario y a promiscuos bisexuales que salían de fiesta una o dos veces al mes con la alianza de boda escondida en la cartera. Mayoristas haciendo su ruta, vendedores de seguros, administradores de escuela, brillantes jóvenes ejecutivos de banca. George decía que desprendían un olor determinado. Él era amable con ellos. Les ayudaba cuando aparentaban timidez y no encontraban las palabras adecuadas. Entonces comentaba que estaba alojado en un buen hotel. No un gran hotel, pero uno bueno. Uno seguro.
El Imperial, no muy lejos de Chinatown. George y Blaze tenían un pacto con el recepcionista del segundo turno y con el supervisor. La habitación podía cambiar, pero siempre estaba al final del pasillo, y nunca cerca de una habitación ocupada.
Blaze permanecía sentado en el vestíbulo desde las tres hasta las once. Vestía ropa con la que nunca lo encontrarían muerto en la calle, siempre se aplicaba loción para el pelo y leía cómics mientras aguardaba a George. Nunca era consciente del tiempo que pasaba allí.
La prueba de que George era un genio era que, cuando él y la víctima entraban por la puerta, la víctima raras veces parecía nerviosa. Impaciente sí, pero no nerviosa. Blaze les daba quince minutos, luego subía.
– Nunca pienses que estás entrando en la habitación -decía George-. Piensa que estás actuando. La víctima es la única persona que no sabe que la hora del espectáculo ha llegado.
Blaze siempre usaba su llave y entraba en acción pronunciando su primera línea:
– Hank, cariño, me alegra que ya hayas llegado. -Luego se volvía loco. Interpretaba el papel aceptablemente bien, aunque no lo suficiente para alcanzar el estándar de Hollywood-. ¡Jesús, no! ¡Lo mataré! ¡Lo mataré!
En ese momento lanzaba sus ciento treinta y cinco kilos sobre la cama, donde la víctima, que normalmente ya solo llevaba puestos los calcetines, temblaba de horror. George se interponía entre la víctima y su iracundo «novio» en el último momento. Suerte de este débil parapeto, pensaba la víctima, si es que era capaz de pensar en algo. Y el drama ya estaba montado.
George: «Dana, escúchame, esto no es lo que parece».
Blaze: «¡Voy a matarlo! ¡Apártate y deja que lo mate! ¡Voy a lanzarlo por la ventana!».
(Espasmos aterrorizados de la víctima, unos ocho o diez en total.)
George: «Por favor, déjame que te lo explique».
Blaze: «¡Voy a cortarle los huevos!».
(La víctima comienza a implorar por su vida y sus atributos sexuales, pero no necesariamente en ese orden.)
George: «No, no lo vas a hacer. Vas a bajar en silencio hasta el vestíbulo y me vas a esperar».
En este punto, Blaze se lanzaba una vez más hacia la víctima. George le detenía con brusquedad. Entonces, Blaze cogía la cartera de los pantalones de la víctima.
Blaze: «¡Tengo tu nombre y tu dirección, zorra! ¡Voy a llamar a tu mujer!».
En este punto, la mayoría de las víctimas empezaban a preocuparse por su honor y por su estatus en la vecindad, en lugar de por su vida y sus atributos sexuales. A Blaze aquello le parecía extraño, pero esa era la verdad. En la cartera de la víctima había otras verdades. Le había dicho a George que se llamaba Bill Smith y era de New Rochelle. Pero, por supuesto, se llamaba Dan Donahue y era de Brookline.
La actuación, mientras tanto, proseguía; el espectáculo tenía que continuar.
George: «Baja, Dana; pórtate bien y baja al vestíbulo».
Blaze: «¡No!».
George: «Baja o nunca volveré a hablarte. Estoy harto de tus rabietas y de que seas tan posesivo. ¡Hablo en serio!».
En este punto Blaze se marchaba, apretando la cartera contra su pecho, murmurando improperios, y manteniendo un siniestro contacto visual con la víctima.
Tan pronto como la puerta se cerraba, la víctima se abalanzaba sobre George. Tenía que recuperar su cartera. Haría lo que fuera por recuperarla. El dinero no importaba, pero su carnet de identidad sí. Si Sally lo descubría… ¡y Júnior! Oh, Dios, piensa en el pequeño Júnior…
George le calmaba. Esa parte le salía bien. Quizá, decía, Dana entraba en razón. De hecho, estaba seguro de que Dana entraría en razón. Solo necesitaba unos minutos para enfriarse, y entonces George hablaría a solas con él. Para razonar con él. Y acaramelarle un poco.
Blaze, por supuesto, no estaba en el vestíbulo, sino en una habitación del segundo piso. Cuando George bajaba, contaban lo confiscado. Su peor recuento fue de cuarenta y tres dólares. El mejor, conseguido de un ejecutivo de una gran cadena alimentaria, de quinientos cincuenta.
A la víctima siempre le daban el tiempo suficiente para que sudara y se hiciera a sí mismo promesas sombrías. George le daba el tiempo suficiente. George siempre sabía cuál era el tiempo correcto. Era increíble. Era como si tuviese un reloj en la cabeza, y el plazo era diferente para cada víctima. Al final, regresaba a la primera habitación con la cartera y le decía que Dana finalmente había entrado en razón, pero que se negaba a devolverle el dinero. George había hecho cuanto había podido para que le devolviera las tarjetas de crédito. Lo sentía.
A la víctima el dinero le importaba un carajo. Abría febrilmente la cartera para asegurarse de que el permiso de conducir, la tarjeta Blue Cross, la tarjeta de la Seguridad Social y las fotos seguían allí. Todo estaba allí. Gracias a Dios, todo estaba allí. Más pobre pero más prudente que antes, se vestía y huía, deseando probablemente que sus huevos nunca hubieran pasado por aquel bar.
Durante los cuatro años anteriores a la segunda condena de Blaze, esta era la única estafa que repetían y en la que nunca fallaban. Nunca habían tenido problemas para crear la tensión escénica. Sin ser brillante, Blaze era un buen actor. George era el segundo amigo de verdad que había tenido jamás, y bastaba pensar que la víctima estaba intentando persuadir a George de que Blaze no era bueno. De que Blaze era una pérdida de tiempo y talento para George. De que Blaze, además de ser un bobo, era una nenaza y un fastidio. Una vez que Blaze se convencía a sí mismo de esas cosas, su rabia llegaba a ser genuina. Si George se hubiera apartado, Blaze le habría roto los dos brazos a la víctima. Quizá lo habría matado.
Ahora, dando vueltas y vueltas a la Polaroid entre sus dedos, Blaze se sintió vacío. Se sintió como cuando miraba al cielo y veía las estrellas, o un pájaro en un cable de teléfono o volando con sus alas desplegadas. George se había ido y él seguía siendo un estúpido. Se había metido en un lío y no había modo de salir.
A menos que pudiera demostrarle a George que al menos era lo bastante listo para que aquello funcionara. A menos que pudiera demostrarle a George que no iban a pillarlo. ¿Y qué significaba eso?
Significaba pañales. Pañales ¿y qué más? Jesús, ¿qué más?
Se sumergió en una maraña de pensamientos. Pensó durante toda la mañana, que transcurrió con la nieve gruñendo alborozadamente.