Clayton Blaisdell, Jr., se convirtió en el principal sospechoso del secuestro a las 16.30 de aquella misma tarde grisácea de enero, casi una hora y media después de que echara la carta en el buzón de correos que había frente al Gigantesco Lavadero Kleen Kloze. El caso se había «despejado», como les gustaba decir a los agentes de la ley. Pero antes incluso de que el FBI recibiera aquella llamada telefónica acerca del secuestro, la identificación del culpable era solo cuestión de tiempo.
La policía contaba con mucha información. Estaba la descripción que había dado Morton Walsh (a quien sus jefes de Boston habían puesto de patitas en la calle en cuanto el escándalo se calmó). En la parte superior de la alambrada que rodeaba el aparcamiento de visitantes del edificio Oakwood habían encontrado numerosas hebras de color azul que identificaron como procedentes de vaqueros D-Boy, una marca barata. Tenían fotos y moldes de huellas de botas con características marcas de desgaste. Estaba el rastro de sangre AB negativo. También contaban con fotos y moldes de las huellas de una escalera extensible, identificada como una Craftwork Lightweight Supreme. Tenían fotografías de pisadas dentro de la casa, con las mismas marcas de desgaste. Y tenían también una declaración de Norma Gerard en la que afirmaba que existía un parecido razonable entre el esbozo del dibujante de la policía y el hombre que la había asaltado.
Antes de caer en coma, la mujer había añadido un detalle que Walsh había obviado: el hombre tenía una hendidura enorme en la frente, como si en el pasado se hubiera golpeado con un ladrillo o con una tubería.
Muy poca de esta información había sido filtrada a la prensa.
Aparte de la hendidura en la frente, los investigadores estaban particularmente interesados en dos hechos. Primero, los vaqueros D-Boy solo se vendían en una docena de tiendas en el norte de Nueva Inglaterra. Segundo, e incluso mejor, Craftwork Ladders era una pequeña compañía de Vermont que solo vendía sus productos en ferreterías independientes. Ni en Ames, ni en Mammoth Mart, ni en Kmart. Un pequeño escuadrón de oficiales estaban visitando a los proveedores independientes. El día que Blaze echó la carta al correo no habían pasado todavía por la ferretería Apex («¡Tu lugar de ayuda!»), pero en cuestión de horas estaba previsto que lo hicieran.
En la residencia de los Gerard se habían instalado equipos de rastreo. El padre de Joseph Gerard IV había recibido instrucciones muy precisas para el momento en que tuviera que atender la inevitable llamada que estaba por llegar. La madre de Joe estaba en la planta de arriba, atiborrada de calmantes.
Ninguno de los agentes de la ley tenía la orden de atrapar al secuestrador (o secuestradores) con vida. Los expertos forenses estimaron que uno de los hombres que buscaban (quizá solo uno) medía como mínimo dos metros de altura y pesaba unos ciento diez kilos. La fractura craneal de Norma Gerard demostraba, si es que era necesario, su fuerza y brutalidad.
Entonces, a las 16.30 de ese día gris, Albert Sterling recibió una llamada de Nancy Moldow.
Tan pronto como Sterling y su compañero, Bruce Granger, pisaron la Sección Bebés, Nancy Moldow dijo:
– Hay un error en su fotografía. El hombre al que buscan tiene un gran agujero en medio de la frente.
– Sí, señora -respondió Sterling-. Lo mantenemos en secreto.
Los ojos de Nancy Moldow se abrieron.
– Así no sabrá qué saben.
– Exacto.
Ella señaló al muchacho que estaba de pie a su lado. Llevaba un plumero azul de nailon y una pajarita roja y tenía una mirada de terror.
– Este es Brant. Él ayudó a… a… ese a llevar las cosas que había comprado.
– ¿Nombre completo? -preguntó el agente Granger al muchacho del plumero azul. Acto seguido abrió su bloc de notas.
La nuez del chico del almacén subía y bajaba como un mono en una jaula.
– Brant Romano. Señor. El tipo conducía un Ford. -Nombró el año de fabricación con lo que a Sterling le pareció un alto grado de seguridad-. Solo que no era azul, como dicen en los periódicos. Era verde.
Sterling se volvió hacia Moldow.
– ¿Qué compró ese hombre, señora?
– Agentes, qué no compró. -Casi rió-. Todas las cosas necesarias para un bebé, por supuesto, todo lo que vendemos aquí. Una cuna, un cochecito, una mesa para cambiar pañales, ropa…, utensilios. Incluso un juego de cubiertos.
– ¿Tiene la lista completa? -preguntó Granger.
– Por supuesto. En ningún momento sospeché que estaba tramando algo perverso. En realidad parecía un hombre amable y autosuficiente, aunque esa hendidura en la frente… ese agujero…
Granger asintió con simpatía.
– Y no parecía demasiado inteligente. Lo suficientemente inteligente para engañarme, desde luego. Dijo que compraba todas esas cosas para su nuevo sobrino, y la tonta de Nan le creyó.
– Y era grande.
– Agentes, ¡gigante! Era como estar con un… un… -Los nervios le hicieron soltar una carcajada-. ¡Un toro en una tienda para niños!
– ¿Cómo de grande?
Se encogió de hombros.
– Yo mido uno sesenta y solo le llegaba a las costillas. Eso significa que él…
– Probablemente no me crean -intervino Brant, el chico del almacén-, pero pensé que tenía que medir dos metros. Quizá incluso dos metros diez.
Sterling se preparó para la última pregunta. La había reservado para el final porque estaba casi seguro de que los llevaría a un callejón sin salida.
– Pero señora Moldow, ¿cómo pagó ese hombre sus compras?
– En efectivo -dijo sin dudarlo.
– Ya veo -miró a Granger. Era la respuesta que habían esperado.
– Deberían haber visto el montón de billetes que llevaba en la cartera.
– Se gastó casi todo -dijo Brant-. Me dio cinco dólares de propina, pero para entonces aquel armario estaba casi… vaya, vacío.
Sterling pasó por alto ese comentario.
– Y como pagó en efectivo, no tienen ningún registro de su nombre.
– No. No queda registrado. Creo que Hager's instalará cámaras de seguridad dentro de unos años…
– Siglos -dijo Brant-. Este lugar es el súmmum de la racanería.
– Bueno -Sterling guardó el bloc de notas-, nos marchamos. Pero quería dejarle mi tarjeta por si recuerda algo…
– Sé cómo averiguar su nombre -dijo Nancy Moldow.
Ambos se volvieron hacia ella.
– Cuando abrió la cartera para sacar aquel fajo de billetes, vi su carnet de conducir. Recuerdo su nombre porque una venta como esa ocurre una sola vez en la vida, pero también porque era un nombre… majestuoso. No le pegaba nada. Recuerdo que pensé que un hombre como aquel debería llamarse Pedro o Pablo. Ya sabe, como en Los Picapiedra.
– ¿Cómo se llamaba? -preguntó Sterling.
– Clayton Blaisdell. De hecho, creo que era Clayton Blaisdell, Jr.
A las 17.30 habían identificado a su hombre. Clayton Blaisdell, Jr., también conocido como Blaze, había sido detenido en dos ocasiones: una por asalto y agresión al director de la casa estatal donde residía de niño -un lugar llamado Hetton House-, y otra, años más tarde, por estafa y fraude. Un supuesto cómplice, George Thomas Rackley, también conocido como Rasp, había sido absuelto porque Blaze no aceptó declarar contra él.
De acuerdo con los archivos policiales, Blaisdell y Rackley habían formado equipo al menos durante ocho años antes de que atraparan a Blaisdell por estafa, la cual había consistido en un fraude religioso demasiado complejo para un hombretón de limitada capacidad mental. En el Correccional South Portland le realizaron un test para conocer su cociente intelectual y obtuvo una puntuación lo suficientemente baja para incluirlo en la categoría llamada «deficiencia mental límite». En el margen, alguien había escrito en grandes letras rojas: RETRASADO.
A Sterling los detalles del fraude le parecieron muy graciosos. En el acto, intervenía un hombretón en silla de ruedas (Blaisdell) y un hombre más pequeño que lo empujaba, quien se presentó a los feligreses como el reverendo Gary Crowell (Rackley, casi con toda seguridad). El reverendo Gary (como se denominaba a sí mismo) afirmó estar recolectando dinero para predicar el evangelio en Japón. Como los feligreses -en su mayoría mujeres mayores con algo de dinero en el banco- no se dejarían convencer con facilidad, el reverendo Gary realizaría un milagro. Lograría, mediante el poder de Jesús, que el tipo grandote de la silla de ruedas volviera a andar.
Las circunstancias del arresto eran todavía más graciosas. Una octogenaria llamada Arlene Merrill no se fió de ellos y llamó a la policía mientras el reverendo Gary y su «asistente» estaban en el salón. Después regresó allí para hablar con ellos hasta que la policía llegase.
El reverendo Gary se lo olió y se largó de allí. Blaisdell se quedó. En su informe, el oficial que lo arrestó escribió: «El sospechoso dijo que no había huido porque todavía no había sanado».
Sterling reflexionó sobre todo aquello y decidió que tenía que haber dos secuestradores. Dos como mínimo. Rackley tenía que estar en el ajo, un tipo tan bobo como Blaisdell no podía llevar aquello adelante solo.
Cogió el teléfono y realizó una llamada. Unos minutos más tarde recibió una llamada de respuesta que le sorprendió. George Thomas «Rasp» Rackley había muerto el año anterior. Lo habían hallado acuchillado en una zona de juegos ilegales en los muelles de Portland.
Mierda. Entonces, ¿había alguien más?
¿Alguien que asumía el papel que antes tenía Rackley?
Tenía que ser así, ¿no?
A las siete de la tarde, un destacamento federal salió en busca de Clayton Blaisdell, Jr.
Mientras tanto, Jerry Green, de Gorham, descubría que le habían robado el Mustang. Unos cuarenta minutos más tarde el coche ya estaba en un listado estatal de coches robados.
Alrededor de esa hora, el Departamento de Policía de Westbrook dio a Sterling el teléfono de una mujer llamada Georgia Kingsbury. La señora Kingsbury estaba leyendo el periódico vespertino cuando su hijo miró sobre su hombro, señaló el esbozo policial y preguntó:
– ¿Por qué el hombre de la lavandería sale en el periódico? ¿Y cómo es que no se ve el agujero de su frente?
La señora Kingsbury le dijo a Sterling:
– Le eché un vistazo y dije: «Oh, Dios mío».
A las 19.40, Sterling y Granger llegaron a la residencia Kingsbury. Mostraron a madre e hijo una copia de una fotografía de Clayton Blaisdell de los archivos policiales. La copia estaba borrosa, pero la identificación de los Kingsbury fue inmediata y afirmativa. Sterling pensó que una vez que veías a Blaisdell, no lo olvidabas. Que ese tiarrón fuera la última persona a la que Norma Gerard vio en su casa de toda la vida hizo que se sintiera furioso.
– Me sonrió -dijo el niño Kingsbury.
– Muy bien, hijo -dijo Sterling, y le removió el pelo.
El muchacho se apartó.
– Tiene la mano helada-dijo.
En el coche, Granger dijo:
– ¿No te parece raro que el gran jefe enviase a un tipo como ese para hacer las compras del bebé? Un tipo tan fácil de reconocer…
Cuando Sterling consideró aquello, pensó que era un poco extraño, pero que Blaisdell realizara esas compras apuntaba algo más. Era optimista, y Sterling prefirió concentrarse en eso. Todos esos artículos para bebé demostraban que querían mantener al niño con vida, al menos durante algún tiempo.
Granger lo miraba, seguía esperando una respuesta. Así que Sterling dijo:
– ¿Quién sabe por qué hacen lo que hacen? Adelante, vamos.
La completa identificación de Blaisdell como uno de los secuestradores se difundió por los estamentos policiales locales y estatales a las 20.05. A las 20.20, Sterling recibió una llamada del policía estatal Paul Hanscom en el cuartel de Portland. Hanscom informó que un Mustang de 1970 había sido robado en la misma zona, y aproximadamente a la misma hora, donde Georgia Kingsbury había visto a Blaisdell. Quería saber si al FBI le gustaría añadirlo a la lista de motivos para la busca y captura. Sterling dijo que al FBI le gustaría mucho.
Entonces Sterling se dio cuenta de que sabía la respuesta a la pregunta del agente Granger. Era realmente sencilla. Los cerebros de la operación eran más brillantes que Blaisdell -lo bastante brillantes para permanecer en la retaguardia, especialmente con la excusa añadida de que había que cuidar del bebé-, pero no tan brillantes.
Y ahora solo era cuestión de que cayeran en la red. Y esperar que…
Pero Albert Sterling decidió que podía hacer mucho más que esperar. A las 22.15, cruzó la sala hasta el baño de los hombres y comprobó las duchas y los urinarios. El lugar estaba vacío. Eso no le sorprendió. Aquella era una oficina pequeña, no más que un grano de provincia en el culo del FBI. Además, era tarde.
Entró en una de las duchas, se arrodilló y plegó las manos como lo hacía cuando era niño.
– Dios, soy Albert. Si el bebé aún está vivo, cuida de él, ¿de acuerdo? Y si al final atrapo al hombre que asesinó a Norma Gerard, por favor deja que haga algo que me brinde una excusa para matar a ese hijo de puta. Gracias. Te lo ruego en el nombre de Tu Hijo, Jesucristo.
Y como el baño de los hombres seguía vacío, rezó un avemaría como acto de buena fe.