El pequeño supermercado era el Quik-Pik de Tim y Janet. La mayoría de las estanterías estaban atestadas de botellas de vino y latas de cerveza empaquetadas en cajas de cartón. Un refrigerador gigante abarcaba toda la pared del fondo. Dos de los cuatro pasillos estaban dedicados a las golosinas. Al lado de la caja registradora había un frasco de huevos en conserva tan grande como un niño pequeño. Tim y Janet también vendían cosas tan necesarias como cigarrillos, tiritas, perritos calientes y revistas pornográficas.
El encargado del turno de noche era un tipo con espinillas que durante el día asistía a la delegación de la Universidad de Maine en Portland. Se llamaba Harry Nason, y estudiaba cría de animales. Cuando el hombretón con la frente hundida entró diez minutos antes de la hora del cierre, Nason estaba leyendo un libro que había sacado de la estantería de los libros de bolsillo. Se titulaba Grande y Duro. La noche se había vuelto paulatinamente más improductiva. Nason decidió que después de que el hombretón comprase una botella de vino o un paquete de cervezas, cerraría y se iría a casa. Quizá se llevase el libro y se la meneara. Estaba pensando que la parte del predicador itinerante y las dos viudas viciosas sería buena para eso cuando el hombretón le puso una pistola bajo la nariz y le dijo:
– Todo lo de la caja.
Nason dejó caer el libro. La idea de meneársela se esfumó de su cabeza. Solo prestaba atención a la pistola. Abrió la boca para decir algo inteligente, lo que un tipo diría en la televisión, siempre y cuando fuera el protagonista del espectáculo. Lo que dijo fue:
– Aaaa.
– Todo lo de la caja -repitió el hombretón. La abolladura de su frente era aterradora. Parecía tan profunda como una charca de ranas.
Harry Nason recordó -como un autómata- lo que su jefe le había dicho que tenía que hacer en caso de atraco: entregarle al ladrón todo sin discusión. Lo tenía completamente claro. De repente Nason sintió su cuerpo, tierno y vulnerable, lleno de bolsas y líquidos. La vejiga se le aflojó. Y creyó que iba a cagarse de un momento a otro.
– ¿Me has oído, tío?
– Aaaa -añadió Nason, y pulsó el botón de sin ventas en la caja registradora.
– Mete el dinero en una bolsa.
– De acuerdo. Sí. Claro.
Tanteó entre las bolsas de debajo del mostrador y la mayoría se cayeron al suelo. Al final consiguió atrapar una. Levantó las palas que sujetaban los billetes en la caja registradora y empezó a meter el dinero en la bolsa.
La puerta se abrió y entraron un chico y una chica, probablemente universitarios. Vieron la pistola y se detuvieron.
– ¿Qué pasa aquí? -preguntó el chico.
Fumaba un cigarrillo y llevaba una camiseta en la que se leía mucha pasta.
– Es un atraco -dijo Nason-, por favor, no, eh…, contradigas a este caballero.
– Sin problemas -dijo el chico con la camiseta de mucha pasta. Empezó a sonreír. Señaló a Nason. Tenía la uña sucia-. Este tío te está robando, hombre.
El atracador se giró hacia MUCHA PASTA.
– La cartera -dijo.
– Tío -dijo MUCHA PASTA sin perder la sonrisa-. Yo estoy de tu lado. Los precios de este sitio son abusivos… y todo el mundo sabe que Tim y Janet Quarles son los mayores fascistas desde Adolf…
– Dame tu cartera o te vuelo la cabeza.
MUCHA PASTA se dio cuenta de pronto que podría estar en problemas; ciertamente no estaban en una película. Su sonrisa dijo adiós y enmudeció. Algunas espinillas brillaban en sus mejillas, que de repente se tornaron pálidas. Del bolsillo de sus téjanos extrajo una Lord Buxton negra.
– Nunca hay un policía cerca cuando lo necesitas -dijo su novia con frialdad. Vestía un largo abrigo marrón y unas botas de cuero negras. Llevaba el pelo a conjunto con las botas, al menos esa semana.
– Mete la cartera en la bolsa -dijo el atracador.
Le acercó la bolsa. Harry Nason siempre creyó que podría haberse convertido en un héroe si en ese momento hubiera golpeado al atracador en la cabeza con el frasco gigante de huevos en conserva. Solo que el atracador parecía tener una cabeza bastante dura. Muy dura.
La cartera cayó en la bolsa.
El atracador los rodeó y se dirigió hacia la puerta. Se movía bien para ser un hombre de ese tamaño.
– Cerdo -dijo la chica.
El atracador se detuvo en seco. Por un momento la chica estuvo segura (o eso dijo después a la policía) de que el hombre se volvería, dispararía y los mataría a todos. Más tarde, con la policía, discreparon en cuanto al color del pelo del atracador (castaño, pelirrojo, rubio), su tez (clara, rojiza, pálida), y su ropa (chaqueta de pana, cortavientos, camisa de franela), pero todos coincidieron en su tamaño -grande- y en sus últimas palabras antes de irse. Al parecer se las había dicho a la lisa y oscura puerta de entrada, casi en un gemido:
– ¡Jeeesús, George, olvidé la media!
Luego se marchó. Lo vieron fugazmente bajo la fría luz blanquecina de la gran señal Schlitz que pendía sobre la entrada de la tienda y luego un motor rugió en la calle. Se había largado. El coche era un sedán, pero ninguno de ellos pudo identificar la matrícula ni el modelo. Estaba empezando a nevar.
– Demasiado por una cerveza -dijo MUCHA PASTA.
– Ve al refrigerador y tómate una, invita la casa -dijo Harry Nason.
– ¿Sí? ¿Estás seguro?
– Claro que estoy seguro. Tú también, chica. ¡Qué demonios, estamos a salvo! -Comenzó a reír.
Cuando la policía le interrogó, afirmó que nunca antes había visto al atracador. Pero más tarde se preguntó si no había visto a ese tipo el otoño anterior, en compañía de un hombre pequeño y delgado con cara de rata que estaba comprando vino y soltaba muchos tacos.