George estaba en algún lugar en la oscuridad. Blaze no podía verle, pero la voz llegaba alta y clara, áspera y un poco afónica. George siempre parecía resfriado. Había sufrido un accidente cuando era niño. Nunca contó lo que le había ocurrido, pero tenía una singular cicatriz en la nuez.
– Ese no, bobo, tiene pegatinas por todas partes. Consigue un Chevy o un Ford. Azul oscuro o verde, de dos años. Ni uno más ni uno menos. Nadie los recuerda. Y nada de pegatinas.
Blaze dejó atrás el pequeño coche de las pegatinas y continuó caminando. Notaba el débil latido de un bajo incluso ahí, en el extremo más alejado del aparcamiento del edificio de la cerveza. Era sábado por la noche y el lugar estaba a tope. Hacía un frío de muerte. George le había embaucado para dar un paseo por la ciudad, pero llevaba unos cuarenta minutos al aire libre y tenía las orejas heladas. Había olvidado su gorro. Siempre se olvidaba de algo. Comenzó a sacar las manos de los bolsillos de su chaqueta para cubrirse las orejas, pero George se lo prohibió. Dijo que sus orejas podían congelarse pero no sus manos. No necesitas las orejas para hacer un puente a un coche. Estaban a tres grados bajo cero.
– Allí -dijo George-. A tu derecha.
Blaze miró y vio un Saab. Tenía una pegatina. No parecía en absoluto el coche adecuado.
– Esa es tu izquierda -dijo George-. A tu derecha, bobo. Hacia la mano con la que te hurgas la nariz.
– Lo siento, George.
Sí, estaba siendo un bobo otra vez. Podía hurgarse la nariz con ambas manos, pero sabía que la derecha era con la que escribía. Pensó en ella y miró hacia ese lado. Allí había un Ford verde oscuro.
Blaze caminó hacia el Ford de manera exageradamente despreocupada. Echó una mirada por encima del hombro. El edificio de la cerveza era un bar universitario llamado La Bolsa. Era un nombre estúpido, la bolsa y las pelotas eran lo mismo. Estaba calle abajo. Los viernes y los sábados por la noche actuaba una banda. Dentro estaría a tope, haría calor y habría un montón de chicas con minifalda bailando como locas. Estaría bien entrar, solo para echar un vistazo…
– ¿Qué se supone que estás haciendo? -preguntó George-. ¿Paseando por Commonwealth Avenue? No engañarías ni a la ciega de mi abuela. Manos a la obra, ¿de acuerdo?
– De acuerdo, solo estaba…
– Sí, ya sé en qué estabas. Concéntrate en tu trabajo.
– De acuerdo.
– ¿Qué eres, Blaze?
Bajó la cabeza y se sorbió los mocos.
– Soy un bobo.
George siempre le decía que no debía avergonzarse por ello, pero que ese era un hecho sabido y había que admitirlo. No se puede engañar a nadie pensando que eres inteligente. Te mirarían y sabrían la verdad: las luces estaban encendidas pero no había nadie en casa. Si eras un bobo, tenías que limitarte a cumplir tu trabajo y salir huyendo. Y si te atrapaban, lo confesarías todo salvo el nombre de quienes te acompañaban, porque al fin y al cabo ellos se librarían de ti. George decía que los bobos mentían fatal.
Blaze sacó las manos de los bolsillos y las flexionó un par de veces. Sus nudillos chasquearon en el aire gélido.
– ¿Estás preparado, hombretón? -preguntó George.
– Sí.
– Entonces iré a tomar una cerveza. Ten cuidado.
Blaze sintió el comienzo del pánico. Las palabras se le agolparon en la garganta:
– Oye, no, nunca he hecho esto antes. Solo te he visto hacerlo a ti.
– Bueno, esta vez vas a hacer algo más que mirar.
– Pero…
Se detuvo. No sabía qué era lo que seguía a continuación, salvo que deseaba ponerse a gritar. Podía oír el duro crujido de la nieve compacta mientras George se dirigía hacia el edificio de la cerveza. Al poco, sus pisadas se perdieron en los latidos del bajo.
– Jesús -dijo Blaze-. Oh, Jesucristo.
Se le estaban congelando las manos. A esa temperatura solo podría tenerlas fuera de los bolsillos cinco minutos. Tal vez menos. Se colocó junto a la puerta del lado del conductor y pensó que estaría cerrada. Si lo estaba, el coche no sería el adecuado, pues él no tenía la varilla de acero, era George quien la tenía. Pero la puerta estaba abierta. La abrió, entró, encontró la palanca que buscaba y tiró de ella. Luego salió y se puso frente al coche, tanteó el seguro, lo encontró y levantó el capó.
Llevaba una pequeña linterna en el bolsillo. La sacó, la giró y enfocó el haz hacia el motor.
Encontrar el cable del contacto.
Pero aquello era una maraña. Cables de batería, manguitos, conectores de bujías, el cable del acelerador…
Se quedó allí parado, el sudor se deslizaba por su cara y se congelaba en sus mejillas. Aquello no era bueno. Aquello nunca había sido bueno. Pero para una vez que había tenido una idea… No era una idea muy buena, pero como no tenía muchas no era cuestión de desaprovecharlas. Regresó a la puerta del conductor y la abrió de nuevo. La luz se encendió, pero eso no le ayudaría. Si alguien lo veía trasteando, pensaría que tenía problemas para arrancar. Seguro. En una noche tan fría como aquella tenía sentido, ¿no? Ni siquiera George podría discutírselo. No mucho, al menos.
Bajó el parasol con la tonta esperanza de que cayera una llave de repuesto; a veces la gente las guardaba ahí, pero lo único que había era un viejo rascador para el hielo. Lo intentó en la guantera contigua. Estaba repleta de papeles. Se arrodilló en el asiento y, resoplando, arrastró los papeles hasta el suelo del coche. Había muchos, y también una caja de Júnior Mints, pero ninguna llave.
– Eh, bobalicón -le oyó decir a George-, ¿ya estás satisfecho? ¿Estás preparado para intentar hacer un puente?
Supuso que lo estaba. Pensó que al menos podría arrancar un par de cables y unirlos como hacía George y ver qué ocurría. Cerró la puerta y caminó hacia la parte delantera del Ford con la cabeza agachada. Entonces se detuvo. Una nueva idea le había golpeado. Regresó, abrió la puerta, se inclinó, levantó la esterilla y allí estaba. En la llave no ponía Ford en ningún sitio, no ponía nada porque era una copia, pero tenía la típica cabeza cuadrada y todo eso.
Blaze la cogió y besó el frío metal.
El coche abierto -pensó, y luego-: El coche abierto y la llave debajo de la esterilla. -Entonces pensó-: Después de todo, no soy el tipo más bobo de la noche, George.
Se puso al volante, cerró la puerta, insertó la llave en el contacto -encajó bien-, y se dio cuenta de que no podía ver el aparcamiento porque el capó aún estaba levantado. Echó una rápida mirada alrededor, primero a un lado y luego al otro, asegurándose de que George no había decidido regresar para ayudarle. George nunca le habría permitido terminar el trabajo si hubiera visto el capó levantado. Pero George no estaba allí. No había nadie. El aparcamiento era la tundra llena de coches.
Blaze salió y cerró el capó. Luego regresó al interior y se detuvo mientras echaba mano a la llave del contacto. ¿Y George? ¿Debía entrar en aquella granja cervecera y avisarle? Blaze, con la cabeza gacha, frunció el ceño. La lámpara del interior irradiaba luz amarilla sobre sus grandes manos.
¿Sabes? -pensó, levantando por fin la cabeza-. Que le den.
– Que te den, George -dijo.
George le había hecho hacer autoestop solo para reunirse con él en aquel lugar, y luego lo había abandonado otra vez. Le había dejado el trabajo sucio, y solo por la más estúpida de las suertes Blaze había encontrado la llave. Así pues, George podía irse al infierno. Que regresara andando a tres grados bajo cero.
Blaze cerró la puerta, metió primera, y avanzó por el aparcamiento. Una vez en la carretera, aceleró bruscamente; el Ford dio un brinco y la parte trasera del automóvil coleteó sobre la nieve congelada. Pisó el freno de golpe, agarrotado por el pánico. ¿Qué estaba haciendo? ¿En qué estaba pensando? ¿Irse sin George? Lo atraparían antes de que hubiese recorrido ocho kilómetros. Probablemente lo atraparían en el primer semáforo. No podía marcharse sin George.
Pero George está muerto.
Eso era una tontería. George estaba allí. Había entrado a por una cerveza.
Está muerto.
– Oh, George -gimió Blaze. Estaba encorvado sobre el volante-. Oh, George, no estés muerto.
Se quedó ahí sentado durante un rato. El motor del Ford sonaba bastante bien. No traqueteaba ni nada, y eso a pesar del frío. La aguja de la gasolina marcaba tres cuartos de depósito lleno. El humo del tubo de escape ascendía en el retrovisor, blanco y helado.
George no salía del edificio de la cerveza. No podía salir porque no había entrado. George estaba muerto. Había ocurrido hacía tres meses. Blaze comenzó a temblar.
Al poco, recobró el control. Comenzó a conducir. Nadie lo detuvo en el primer semáforo, tampoco en el segundo. Nadie lo detuvo en todo el trayecto hacia las afueras de la ciudad. Cuando cruzó la línea fronteriza, ya circulaba a ochenta kilómetros por hora. A veces el coche patinaba un poco en las placas de hielo, pero eso no le preocupaba. Se limitaba a girar en la misma dirección. Había conducido por carreteras heladas desde que era joven.
Fuera de la ciudad, aceleró el Ford hasta cien kilómetros por hora y se dejó llevar. Los amplios haces de luz bañaban la carretera como dedos brillantes y rebotaban en los montones de nieve de los arcenes.
Pensó en la cara de sorpresa del universitario cuando regresara con su novia universitaria a la plaza de aparcamiento vacía. Ella lo miraría y le diría: «Eres un bobo, no voy contigo nunca más, ni aquí ni a ningún sitio».
– No iré -dijo Blaze-. Si es una universitaria, dirá «No iré».
Eso le hizo sonreír. La sonrisa le transformó todo el rostro. Encendió la radio. Estaba sintonizada en una emisora de rock. Blaze giró el dial hasta que encontró música country. Cuando llegó a su cabaña, cantaba a voz en grito junto a la radio y se había olvidado completamente de George.