Apex Center era un amplio comercio de carretera que contaba con una barbería, una sala de reuniones para veteranos de guerra, una ferretería, la Iglesia Pentecostal Apex del Espíritu Santo, una tienda de cervezas y una señal intermitente amarilla.
Estaba a poca distancia de la cabaña, y Blaze fue allí la mañana siguiente después de atracar el Quik-Pik de Tim & Janet por segunda vez. Su destino era la ferretería Apex, un antro un tanto independiente donde compró una escalera extensible de aluminio por treinta dólares (impuestos incluidos). Tenía una etiqueta roja en la que se leía listo para la venta.
Se la cargó sobre su curtido hombro y regresó impasible por la carretera. No miraba ni a derecha ni a izquierda. No se le ocurrió que su adquisición podría ser recordada. George lo habría pensado, pero George seguía ausente.
La escalera era demasiado larga para meterla en el maletero o en el asiento trasero del Ford robado, así que la colocó en diagonal en el asiento del acompañante y con el otro extremo detrás del asiento del conductor. Cuando acabó con aquello, entró en la casa y sintonizó la radio en la WJAB, que sonó hasta que se puso el sol.
– ¿George?
No hubo respuesta.
Hizo café, bebió una taza y se acostó. Cayó dormido con la radio encendida, sonaba «Phantom 409». Cuando se despertó ya había caído la noche y la radio solo emitía ruidos. Eran las siete y cuarto.
Blaze se levantó y se preparó algo de cena, un sandwich bolones y una lata Dole de rodajas de pina. Le encantaban las rodajas de pina Dole. Podía comer eso tres veces al día y nunca se hartaba. Tragó el almíbar en tres largos sorbos, luego miró alrededor.
– ¿George?
No hubo respuesta.
Merodeó por la cabaña con impaciencia. Echaba de menos la televisión. La radio no era buena compañía durante la noche. Si George estuviera allí, podrían jugar al cribbage. George siempre le daba un cachete en la cabeza porque Blaze se olvidaba continuamente de que era su turno y no se daba cuenta de los quince que tenía (aquello era aritmética), pero ir colocando las cartas arriba y abajo en el tapete era divertido. Era como una carrera a caballo. Y cuando a George eso no le apetecía, mezclaban cuatro barajas de cartas y jugaban a la Guerra. George podía jugar a la Guerra durante más de media noche, mientras bebía cerveza y hablaba de los republicanos y de cómo jodían a los pobres. (¿Por qué? Te diré por qué. Por la misma razón por la que los perros se lamen las pelotas, porque pueden.) Pero ahora no tenía nada que hacer. George le había enseñado a hacer un solitario, pero Blaze no conseguía acordarse de cómo iba la cosa. Era demasiado pronto para llevar a cabo el secuestro. Y cuando estuvo en la tienda no se le ocurrió robar algún cómic o alguna revista erótica.
Al final se sentó a leer un viejo número de los X-Men. George los llamaba Homo Corazones, como si hubieran salido de una manzana, y Blaze no entendía por qué.
A las ocho menos cuarto se adormeció de nuevo. Cuando se levantó a las once, sentía la cabeza embotada y a medio camino del mundo. Si quería, podía ponerse en marcha en ese mismo momento -cuando llegara a Ocoma Heights sería medianoche- pero de pronto no sabía si quería hacerlo. De pronto le pareció muy aterrador. Muy complicado. Tenía que pensarlo. Hacer planes. Quizá pudiera idear un modo de adentrarse en la casa. Echar una ojeada. Fingir que era de la Compañía Pública del Agua, o de la Compañía Eléctrica. Tenía que dibujar un mapa.
La cuna vacía, al lado de la estufa, se mofó de él.
Volvió a quedarse dormido y tuvo un sueño agitado. Perseguía a alguien por las desiertas calles de un muelle mientras escandalosas bandadas de gaviotas viraban sobre los muelles y los almacenes. No sabía si perseguía a George o a John Cheltzman. Pero cuando comenzó a ganar ventaja y la figura lo miró por encima del hombro para hacerle una mueca de burla, vio que no era ninguno de ellos. Era Margie Thurlow.
Cuando se despertó, estaba sentado en la silla, todavía vestido, pero la noche había terminado. La WJAB emitía de nuevo. Henson Cargill cantaba «Skip a rope».
La segunda noche se preparó para actuar, pero no lo hizo. Al día siguiente, salió afuera y abrió en la nieve un largo y absurdo camino hacia los árboles. Trabajó hasta que se quedó sin resuello y la boca le supo a sangre.
Iré esta noche, pensó, pero en cambio fue a la tienda de cervezas para ver si tenían cómics nuevos. Tenían, y Blaze compró tres. Se quedó dormido encima del primero después de cenar, y cuando despertó era medianoche. Estaba levantándose para ir al baño y evacuar cuando George habló.
– ¿George?
– ¿Acaso eres un cobarde, Blaze?
– ¡No! Yo no…
– Has estado rondando por la casa como un perro que se hubiera pillado las pelotas con la puerta del gallinero.
– ¡No! ¡No! He hecho un montón de cosas. He conseguido una buena escalera…
– Sí, y algunos cómics. Has pasado buenos ratos sentado aquí, escuchando esa música de mierda y leyendo sobre maricones con superpoderes, ¿verdad, Blazer?
Blaze masculló algo.
– ¿Qué has dicho?
– Nada.
– Claro, no tienes agallas para repetirlo en voz alta.
– Está bien, he dicho que nadie te ha pedido que volvieras.
– Vaya, eres un desagradecido malvado hijo de puta.
– Mira, George, yo…
– Yo cuidé de ti, Blaze. Admito que no lo hice por caridad, eras bueno cuando se te guiaba en la dirección correcta, pero era yo quien sabía cómo hacer esto. ¿Lo has olvidado? No siempre hemos comido tres veces al día, pero al menos siempre hemos podido comer una vez. Te cambiabas de ropa, ibas limpio. ¿Quién te recordaba que tenías que cepillarte los puñeteros dientes?
– Tú, George.
– Por eso ahora los has descuidado y pronto volverás a tener una Boca de Ratón Muerto.
Blaze sonrió. No pudo evitarlo. George tenía una forma muy graciosa de decir las cosas.
– Cuando necesitabas una puta, yo te conseguía una.
– Sí, y una de ellas me contagió la gonorrea.
Durante seis semanas estuvo meando pus como si se fuese a morir.
– Te llevé al médico, ¿o no?
– Sí -admitió Blaze.
– Me lo debes, Blaze.
– ¡No querías que lo hiciera!
– Sí, pero he cambiado de opinión. El plan era mío, y estás en deuda conmigo.
Blaze lo consideró. Como siempre, fue un proceso largo y doloroso. Entonces exclamó:
– ¿Cómo se puede estar en deuda con un hombre muerto? ¡Si alguien se acercara, oiría que hablo y me contesto a mí mismo y pensaría que estoy loco! ¡Probablemente estoy loco! -De pronto se le ocurrió otra idea-: ¡No puedes hacer nada con tu tajada! ¡Estás muerto!
– ¿Y tú estás vivo? ¿Ahí sentado, escuchando en la radio canciones de vaqueros sensibleros? ¿Leyendo cómics mientras te masturbas?
Blaze se ruborizó y miró al suelo.
– ¿Robando en la misma tienda cada tres o cuatro semanas hasta que vigilen el lugar y te pateen el culo? ¿Ahí sentado mirando esa jodida cunita y ese cochecito de mamá tierna mientras pasa el puñetero tiempo?
– Voy a cortar la cuna hasta hacerla astillas.
– Mírate -dijo George, y el tono de su voz sonaba más allá de la tristeza. Sonaba a dolor-. Los mismos pantalones todos los días durante dos semanas. Manchas de orina en los calzoncillos. Necesitas un afeitado y un jodido corte de pelo… en el peor de los casos ahí sentado, en esta choza en medio de este maldito bosque. Así no es como hacemos las cosas. ¿No te das cuenta?
– Te marchaste -dijo Blaze.
– Porque estabas portándote como un estúpido. Pero esto aún es más estúpido. O aprovechas la oportunidad o caerás. Echarás cinco años aquí, seis allá, pero terminarán eliminándote por strikes y acabarás sentado en Shank [19] para el resto de tu vida. Serás un bobo de tres al cuarto que ni siquiera sabe cepillarse los dientes o cambiarse los calcetines. Serás una migaja de pan en el suelo.
– Dime lo que tengo que hacer, George.
– Seguir adelante con el plan, eso es lo que tienes que hacer.
– Pero si me atrapan, será la bomba atómica [20]. De por vida.
Aquello había rondado por su mente más de lo que estaba dispuesto a admitir.
– Eso te pasará de todos modos, así es como acabarás. ¿No me has estado escuchando? Y, oye, al chico le estás haciendo un favor. Aunque no lo recuerde (que no lo hará), tendrá algo de lo que fanfarronear con sus amigos del club de campo durante el resto de su vida. Y la gente a la que extorsionarás, se roban a sí mismos, como dice Woody Guthrie, con la estilográfica en lugar de con la pistola.
– ¿Qué pasa si me atrapan?
– No lo harán. Si tienes problemas con el dinero (si lo marcan), irás a Boston y te encontrarás con Billy O'Shea. Pero lo principal es que despiertes.
– ¿Cuándo debería hacerlo, George? ¿Cuándo?
– Cuando despiertes. Cuando despiertes. Despierta. ¡Despierta!
Blaze despertó. Seguía sentado. Todos los cómics estaban en el suelo, bajo sus zapatos.
Oh, George.
Se levantó y miró el reloj de encima de la nevera. Era la una y cuarto. En una de las paredes había un espejo manchado de jabón reseco y se inclinó para mirarse. Su cara parecía embrujada.
Se puso el abrigo, el gorro y unas manoplas y salió hacia el cobertizo. La escalera estaba todavía en el coche, pero el coche había estado parado los últimos tres días e insistió un buen rato con la llave de contacto antes de arrancar.
Se puso al volante.
– Allá voy, George. ¡Estoy en marcha!
No hubo respuesta. Blaze inclinó su gorro hacia el lado de la buena suerte y dio marcha atrás para salir del cobertizo. Hizo tres maniobras y luego se dirigió hacia la carretera. Estaba en camino.