Albert Sterling echaba una cabezadita en uno de los mullidos sillones del estudio de los Gerard cuando las primeras señales del amanecer aparecieron en el cielo. Era 1 de febrero.
Habían golpeado la puerta. Los ojos de Sterling se abrieron. Granger estaba ahí de pie.
– Quizá tengamos algo -dijo Granger.
– Dime.
– Blaisdell creció en un orfanato, bueno, en un centro estatal, que es lo mismo, llamado Hetton House. Se halla en la zona desde donde hicieron la llamada.
Sterling se levantó.
– ¿Sigue en funcionamiento?
– No. Lo cerraron hace quince años.
– ¿Quién vive allí ahora?
– Nadie. La ciudad lo vendió a una gente que quería abrir allí una escuela diurna. Se fue a la quiebra y la ciudad lo recuperó. Desde entonces ha estado vacío.
– Apuesto a que está ahí -dijo Sterling. Era mera intuición, pero la sentía verdadera. Esa mañana atraparían a ese bastardo y a quienquiera que estuviera con él-. Llama a la policía estatal. Quiero a veinte tíos, veinte por lo menos, más tú y yo. -Se detuvo a pensar-. Y a Frankland. Saca a Frankland de la oficina.
– Estará en la cama, son las…
– Pues levántalo. Y dile a Norman que mueva su culo hasta aquí. Él puede ocuparse del teléfono.
– ¿Estás seguro de que así es como quieres…?
– Sí. Blaisdell es un ratero, un idiota, y un perezoso. -Que los rateros eran perezosos era un dogma de fe en las creencias de la iglesia privada de Albert Sterling-. ¿A qué otro sitio podría ir? -Miró su reloj. Eran las 5.45-. Solo espero que el niño siga con vida. Pero no podría apostar por eso.
Blaze se despertó a las 6.15. Se giró a un lado para mirar a Joe, que había pasado la noche junto a él. El calor corporal extra parecía haberle hecho bien al muchachito. Tenía la piel fresca y el sonido bronquial de su respiración había disminuido. Sin embargo, las manchas rosadas de las mejillas seguían ahí. Blaze colocó un dedo en la boca del bebé (Joe comenzó a succionar otra vez), y sintió una nueva hinchazón en la encía superior. Cuando presionó, Joe gimió en sueños y apartó la cara a un lado.
– Malditos dientes -susurró Blaze.
Miró la frente de Joe. La herida había coagulado, y no pensaba que fuera a quedarle cicatriz. Eso estaba bien. La frente tenía un papel principal en la vida, no era un buen sitio para una cicatriz.
Había terminado de inspeccionar la herida, pero no podía dejar de mirar con fascinación la cara dormida del bebé. Salvo por el arañazo a medio cicatrizar, tenía una piel perfecta. Blanca pero con un brillante matiz oliva. Blaze pensó que nunca se quemaría con el sol, sino que se broncearía hasta lucir el color de la hermosa madera vieja. Tal vez se pondría tan moreno que algunas personas pensarían que era negro. No se pondrá rojo como un cangrejo, como yo. Los labios de Joe tenían un tenue pero perceptible tono azul. El mismo azul que formaba un par de finos arcos bajo sus ojos cerrados. Además, tenía los labios ligeramente fruncidos.
Blaze le cogió una mano y la mantuvo en alto. Los dedos de Joe se aferraron de inmediato a su meñique. Blaze pensaba que se convertirían en unas manos grandes. Quizá algún día sabrían manejar el martillo de un carpintero o la llave inglesa de un mecánico. Incluso el pincel de un artista.
El abanico de posibilidades que se abría para el niño lo hizo estremecerse. Sintió una necesidad urgente de despertar al bebé. ¿Por qué? Porque así podría ver los ojos abiertos de Joe y mirarlo. ¿Quién sabía lo que aquellos ojos verían en los años que tenía por delante? Pero ahora los tenía cerrados. Joe estaba cerrado. Era como un libro maravilloso y terrible en el que hubieran escrito una historia con tinta invisible. Blaze se dio cuenta de que el dinero ya no volvería a importarle, no de verdad. Lo que le importaba realmente era poder ver qué palabras aparecerían en aquellas páginas. Qué imágenes.
Le besó la suave piel justo debajo del arañazo, luego le recolocó las mantas y se asomó a la ventana. Todavía nevaba; el aire y la tierra eran blanco sobre blanco. Calculó que deberían de haber caído veinte centímetros de nieve durante la noche. Y aún no había amanecido.
Ya casi te tienen, Blaze.
Se dio la vuelta rápidamente.
– ¿George? -lo llamó con suavidad-. ¿Eres tú, George?
No lo era. Aquello había salido de su cabeza. ¿Y por qué, en el nombre de Dios, había tenido un pensamiento como ese?
Miró otra vez por la ventana. Su mutilada frente le obligó a pensar. Sabían quién era. Se había comportado como un estúpido y le había proporcionado a la operadora su verdadero nombre, incluso con el Júnior al final. Pensó que había sido listo, pero había sido un estúpido. Otra vez. Ser estúpido significaba que no te dejarían salir de la cárcel nunca más, que no te reducirían la condena por buen comportamiento, que te quedabas allí de por vida.
George le habría dedicado su vieja risa de caballo, por supuesto. George le habría dicho: «Apuesto a que fueron directamente a desenterrar tus archivos. Los Grandes Éxitos de Clayton Blaisdell». Era cierto. Se habían informado bien de su estafa religiosa, de su estancia en South Portland, del tiempo que pasó en HH…
Y entonces, como si fuera un meteorito estrellándose contra su conciencia perturbada: ¡Esto es HH!
Blaze miró alrededor como un loco, como para verificarlo.
Ya casi te tienen, Blaze.
Volvió a sentirse cazado otra vez, atrapado en un círculo estrecho. Pensó en la sala de interrogatorios blanca, en la necesidad de ir al cuarto de baño, en las preguntas que te lanzaban y no te daban tiempo a responder. Y esta vez no sería un pequeño juicio en una sala medio vacía. Esta vez sería un circo, todos los asientos estarían ocupados. Y luego la cárcel para siempre. Y en régimen de incomunicación si armaba jaleo.
Esos pensamientos lo embargaron de terror, pero aquello no era lo peor. Lo peor era pensar en los policías apuntándole con la pistola y arrebatándole al bebé. Secuestrándolo de nuevo. A su Joe.
El sudor le recorría la cara y los brazos a pesar del frío de la habitación.
Pobre imbécil. Crecerá odiándote a muerte. Ellos se encargarán de eso.
Aquel tampoco era George. Era su mente, y tenía razón.
Comenzó a devanarse los sesos intentando elaborar un plan. Tenía que haber un lugar adonde ir. Tenía que haberlo.
Joe, despierto, comenzó a agitarse, pero Blaze ni siquiera lo oía. Un sitio adonde ir. Un lugar seguro. Un lugar cercano. Un lugar que ni siquiera George conociera, un lugar…
La inspiración estalló en él.
Se volvió rápidamente hacia la cama. Los ojos de Joe estaban abiertos. Cuando vio a Blaze, le dedicó una sonrisa y se metió el pulgar en la boca, un gesto casi alegre.
– Vamos a comer, Joe. Rápido. Estamos en apuros pero tengo una idea.
Le dio de comer queso y carne triturada. En cualquier otra ocasión Joe se habría tomado un tarro entero, pero esta vez empezó a rechazarlo a la quinta cucharada; apartaba la cabeza a un lado. Y cuando Blaze intentó forzarle a comer, Joe se echó a llorar. Blaze cambió el tarro por un biberón y el niño empezó a chupar alegremente. Era un problema, ya solo quedaban tres.
Mientras Joe yacía en la manta con el biberón apretado en sus manos como estrellas de mar, Blaze corría por la habitación recogiendo y empacando cosas. Abrió de un tirón un paquete de Pampers y se llenó con ellos la camisa hasta que pareció el hombre gordo de un circo.
Luego se arrodilló y comenzó a vestir a Joe lo más abrigado que pudo: dos camisas, dos pares de pantalones, un suéter, el gorrito de punto. Joe gritó indignado durante todo el procedimiento. Blaze ni se dio cuenta. Cuando el bebé estuvo vestido, metió sus dos mantas en una bolsa pequeña y gruesa y deslizó a Joe dentro.
El rostro del bebé estaba púrpura por la rabia. Sus gritos resonaban por el pasillo mientras Blaze lo llevaba desde el despacho del director hasta la escalera. Al pie de la escalera, Blaze le puso su propio gorro, inclinado hacia la izquierda. Le llegaba hasta los hombros. Luego salió y se adentró en la tormenta de nieve.
Blaze cruzó el patio de atrás y llegó al otro extremo pegándose torpemente a la tapia de cemento. En el pasado, la tierra del otro lado había sido el Victory Garden. Ahora solo había maleza (apenas unos montículos bajo la nieve) y ralos pinos jóvenes que crecían sin ritmo ni razón. Blaze trotaba con el bebé apretado contra su pecho. Joe ya no lloraba, pero Blaze notaba su corta y agitada respiración mientras luchaba contra el aire a diez grados bajo cero.
En el lado opuesto del Victory Garden había otro muro, este de piedras apiladas. Muchas de las piedras se habían desprendido y habían dejado grandes agujeros. Blaze corrió hacia allí y descendió por la escarpada inclinación del otro lado en una serie de saltos resbaladizos. Sus talones despedían nubes de nieve en polvo. Más allá se extendía el área que había ocupado un bosque arrasado por un incendio forestal treinta o cuarenta años antes. Los árboles y la maleza habían crecido atropelladamente, luchando por el espacio y la luz. Había troncos derribados por todas partes. La nieve había ocultado muchos otros, y Blaze tuvo que obligarse a ir despacio a pesar de su necesidad de correr. El viento aullaba entre las copas; podía oír a los troncos gruñendo y protestando.
Joe empezó a quejarse. Era un sonido gutural, sin aliento.
– Todo va bien -dijo Blaze-. Vamos por buen camino.
No estaba muy seguro de si la alambrada estaría allí, pero sí que estaba. No obstante, la nieve la cubría y Blaze casi tropezó con ella, hundiéndose con el bebé en la nieve. La pasó por encima con cuidado y se dirigió hacia una profunda grieta en el terreno. El suelo quebrado mostraba el esqueleto de la tierra. Allí la nieve era más fina y el viento rugía sobre su cabeza.
– Por aquí -dijo Blaze-. Por aquí, en algún sitio.
Comenzó a buscar aquí y allá, aproximadamente a medio camino de donde el suelo se nivelaba otra vez, estudiando con atención las rocas, las raíces que sobresalían del suelo, los montículos de nieve, y los puñados de agujas de pino. No lograba encontrarlo. El pánico comenzó a treparle por la garganta. El frío empezaba a calarse a través de las mantas y las capas de ropa de Joe.
Tal vez más allá.
Siguió descendiendo, resbaló y cayó de culo, pero no apartó al bebé de su pecho. Sintió un dolor agudo en el tobillo derecho, como si le hubieran metido chispas bajo la piel. Y se encontró mirando fijamente un parche triangular de sombra entre dos rocas redondeadas que sobresalían como dos senos. Se arrastró hacia allí, abrazando a Joe contra sí. Sí, ahí estaba. Sí y sí y sí.
Inclinó la cabeza y entró gateando.
La cueva era oscura, húmeda y sorprendentemente cálida. El suelo estaba cubierto de suaves y antiguas ramas de pino. Le embargó una sensación de deja vù. Él y John Cheltzman llevaron hasta allí las ramas después de que descubriesen la cueva una tarde que se escaparon de HH.
Blaze dejó al bebé sobre un lecho de ramas, rebuscó en el bolsillo de su chaqueta las cerillas de cocina que siempre llevaba encima y encendió una. Bajo su luz vacilante podía ver perfectamente lo que Johnny había grabado en la pared.
JOHNNY C Y CLAY BLAISDELL. 15 DE AGOSTO. TERCER AÑO EN EL INFIERNO.
Estaba escrito con el humo de una vela.
Blaze se estremeció -no por el frío, allí no hacía- y sacudió la cerilla.
Joe lo miraba en la oscuridad. Respiraba agitadamente. Tenía los ojos llenos de consternación. De pronto dejó de respirar.
– Cristo, ¿qué demonios te pasa? -exclamó Blaze. Las paredes de piedra le devolvieron su voz a sus oídos-. ¿Qué te pasa? ¿Qué mier…?
Entonces lo supo. Las mantas estaban demasiado apretadas. Las había tensado alrededor de Joe cuando se había inclinado, y ahora lo ahogaban. El niño no podía respirar. Blaze las aflojó con dedos nerviosos. Joe aspiró una inmensa bocanada del aire viciado de la cueva y se echó a llorar. Era un sonido débil, tembloroso.
Blaze se sacó los Pampers de la camisa y luego cogió un biberón. Intentó darle a Joe la tetina, pero él apartó la cabeza.
– Pues espera -dijo Blaze-. Solo espera.
Agarró su gorro, se lo puso, lo ladeó ligeramente hacia la izquierda, y salió.
Recogió varias ramas secas de una maraña que había al final de la grieta y unos cuantos puñados de hojas de debajo. Se lo metió todo en los bolsillos. Cuando regresó al interior de la cueva, hizo una pequeña hoguera y la encendió. Sobre la entrada principal había una pequeña fisura, como un paladar ojival, lo bastante amplia para formar un conducto por donde el humo salía al exterior. No tendría que preocuparse por si alguien veía aquel fino hilillo de humo, al menos hasta que el viento amainara y dejase de nevar.
Alimentó el fuego con un palo hasta que chasqueó lo suficiente. Luego se puso a Joe en el regazo y lo acercó al calor. El pequeño respiraba con naturalidad, pero el ronroneo de su pecho seguía allí.
– Te llevaré a un médico -le dijo Blaze-. Tan pronto como salgamos de aquí. Él te curará. Te pondrás sano como un gusano.
Joe le sonrió y le mostró su nuevo diente. Blaze, aliviado, le devolvió la sonrisa. Si sonreía, no podía estar demasiado mal, ¿no? Le ofreció un dedo y Joe lo atrapó con la mano.
– Chócala, felino -dijo Blaze, y soltó una carcajada.
Luego cogió un biberón frío del bolsillo de su chaqueta, le sacudió los restos de hojarasca que tenía adheridos, y se sentó cerca del fuego para calentarlo. Fuera, el viento aullaba y se agitaba, pero el interior de la cueva era agradablemente cálido. Deseaba haberse acordado antes de ese lugar. Habría sido mucho mejor que ocultarse en HH. Había sido un error llevar a Joe al orfanato. Era lo que George habría llamado un mal fario.
– Bueno -dijo Blaze-, no lo recordarás. ¿Verdad?
Cuando el biberón estuvo caliente al tacto, se lo ofreció a Joe. Esta vez el bebé lo aceptó con impaciencia y se lo bebió todo. Mientras daba cuenta de los dos últimos sorbos, sus ojos adoptaron la vidriosa y lejana expresión que Blaze había llegado a conocer tan bien. Se colocó a Joe en el hombro y se meció adelante y atrás. El bebé eructó dos veces y balbució su vocabulario sin sentido durante tal vez cinco minutos. Luego cesó y cerró de nuevo los ojos. Blaze se estaba acostumbrando a su reloj interior. Joe dormiría durante unos cuarenta y cinco minutos -quizá una hora- y luego querría estar activo durante el resto de la mañana.
Blaze temía dejarlo solo, especialmente después del accidente de la noche anterior, pero no tenía otra alternativa. Su instinto se lo dijo. Puso a Joe sobre una de las mantas, pero le tapó con otra y la sujetó con piedras. Pensaba (esperaba) que si Joe se despertaba mientras estaba fuera, se giraría pero no podría echar a gatear. Tenía que funcionar.
Blaze salió de la cueva y, siguiendo sus huellas, desanduvo el camino por el que había llegado. Los otros ya habrían empezado a buscarle. Se apresuró y, cuando el suelo se despejó, echó a correr. Eran las siete y cuarto de la mañana.
Mientras Blaze se preparaba para alimentar al bebé, Sterling viajaba en un cuatro por cuatro, el vehículo del comando de operaciones de busca y captura. Iba sentado en el asiento del tirador. Conducía un policía estatal. Con su gran sombrero de ala ancha, parecía un marine reclutado después de su primer corte de pelo. A Sterling, la mayoría de los estatales le parecían marines. Y la mayoría de los agentes del FBI le parecían abogados o contables, lo cual era perfectamente aceptable, desde…
Aferró sus divagaciones y las puso al nivel del suelo.
– ¿Puede ir un poco más rápido con esta cosa?
– Claro -dijo el estatal-. Y también podemos pasarnos el resto de la mañana recogiendo los dientes en un banco de nieve.
– Ese tono no es necesario, ¿de acuerdo?
– Este tiempo me pone nervioso -dijo el estatal-. Esto es una tormenta de mierda. Está tan resbaladizo como el suelo del infierno.
– Entiendo. -Sterling miró su reloj-. ¿A qué distancia está Cumberland?
– A veinticinco kilómetros.
– ¿En tiempo?
El policía se encogió de hombros.
– ¿Veinticinco minutos?
Sterling gruñó. Aquello era una «aventura cooperativa» entre el Buró y la Policía Estatal de Maine, y lo único que odiaba más que las «aventuras cooperativas» eran las caries. Las posibilidades de cagarla crecían cuando uno confiaba en las fuerzas del estado. Y, por supuesto, era más probable cuando el Buró se veía forzado a la temida «aventura cooperativa» con las fuerzas locales, pero aquello ya era bastante malo: una persecución con un marine falso que tenía miedo de pisar a más de ochenta.
Se acomodó en el asiento y la culata de la pistola se le clavó en la parte baja de la espalda. Pero ahí era donde siempre la llevaba. Sterling confiaba en su pistola, en el Buró y en su olfato. Su olfato era tan bueno como el de un perro cazador. Un buen perro hacía mucho más que husmear una perdiz o un pavo en un arbusto; un buen perro percibía los temores, y de qué modo (y cuándo) esos temores empujaban a escapar. Sabía cuándo la necesidad de echar a volar de un pájaro superaba la necesidad de quedarse quieto, oculto en su escondrijo.
Blaisdell estaba escondido, probablemente en aquella antigua casa orfanato. Eso estaba muy bien, pero Blaisdell intentaría escapar. El olfato de Sterling se lo dijo. Y aunque el imbécil no tenía alas, sí tenía piernas y podía echar a correr.
Sterling también había llegado a la conclusión de que Blaisdell actuaba solo. Si hubiera alguien más -como el cerebro de operaciones de Sterling y Granger había dado por sentado al principio- ya habrían sabido algo de él, además de la sencilla razón de que Blaisdell era más bobo que un muñón. Sí, probablemente actuaba solo, y probablemente estaría agazapado en aquel viejo orfanato (como una paloma mensajera de mierda, pensaba Sterling), con la certeza de que nadie lo buscaría allí. No había motivo para creer que no lo encontrarían allí acuclillado como una asustada codorniz detrás de un matorral.
Y Blaisdell estaba acabado. Sterling lo sabía.
Miró su reloj. Eran las seis y media pasadas.
La red abarcaba un área triangular: desde la carretera 9 hacia el oeste, una carretera secundaria llamada Loon Cut [30] hacia el norte, y un viejo camino de tierra hacia el sudeste. Cuando todos estuvieran en posición, empezarían a acortar el perímetro y se encontrarían en Hetton House. La nieve era como un grano en el culo, pero al menos los ocultaría cuando se moviesen.
Sonaba bien, pero…
– ¿Puede pisarle un poco más a este trasto? -preguntó Sterling. Sabía que se equivocaba preguntando aquello, que era un error presionar al tipo, pero no podía evitarlo.
El policía echó un vistazo al hombre sentado detrás de él. Al pequeño y demacrado rostro de ojos expertos de Sterling, y pensó: Creo que este cabrón tipo A quiere matarlo.
– Agárrese al asiento, agente Sterling -dijo.
– Eso es -respondió Sterling levantando el pulgar en señal de aprobación.
El estatal suspiró y apretó un poco más el acelerador.
Sterling dio la orden a las siete, y las fuerzas organizadas se pusieron en marcha. En algunos lugares la nieve tenía seis metros de espesor, pero los hombres se esforzaban y seguían adelante, permaneciendo en contacto por radio los unos con los otros. Nadie protestaba. La vida de un niño estaba en juego. La nieve caída profería a todo una urgencia pesada e irreal. Parecían personajes de una antigua película muda, un melodrama sepia en el que no había duda de quiénes eran los villanos.
Sterling dirigía la operación como un buen quarterback, controlándolo todo por walkie talkie. Los hombres que avanzaban desde el este seguían el camino más fácil, por lo que él los ralentizó para mantenerlos sincronizados con los que llegaban desde la carretera 9 y los que descendían Loon Hill desde Loon Cut. Sterling quería mantener rodeado Hetton House, pero quería mucho más. Quería examinar cada arbusto o grupo de árboles que encontraran por el camino.
– Sterling, soy Tanner. ¿Me recibe?
– Le recibo, Tanner.
– Nos encontramos en el extremo de la carretera que lleva al orfanato. Una cadena atraviesa la carretera, pero el candado está roto. Ha estado aquí, seguro. Cambio.
– Esto es un diez-cuatro -dijo Sterling. La excitación se entremezclaba con sus nervios en todas direcciones. A pesar del frío, sentía el sudor en la entrepierna y en las axilas-. ¿Puede ver huellas recientes de neumáticos? Cambio.
– No, señor. Cambio.
– Continúen. Cambio y corto.
Le tenían. El mayor temor de Sterling era que Blaisdell les hubiera dado esquinazo de nuevo, que se hubiera marchado en coche con el bebé… pero no.
Habló con suavidad por el walkie y los hombres se movieron más rápido, apretaron el paso a través de la nieve como perros.
Blaze saltó la tapia que separaba el Victory Garden y el patio de HH. Corrió hacia la entrada. Su cabeza era un clamor. Sentía los nervios como si caminara descalzo sobre cristales rotos. Las palabras de George resonaban en su cerebro, se repetían una y otra vez: Ya casi te tienen, Blaze.
Subió la escalera a zancadas, irrumpió en el despacho y cargó la cuna con todo lo que pudo: ropa, comida, biberones. Luego se lanzó escalera abajo y salió de nuevo al exterior.
Eran las 7.30.
7.30
– Esperad -dijo Sterling por el walkie talkie-. Que todo el mundo espere un minuto. ¿Granger? ¿Bruce? ¿Me reciben?
La voz que contestó sonaba apesadumbrada.
– Soy Corliss.
– ¿Corliss? No le necesito, Corliss. Quiero a Bruce. Cambio.
– El agente Granger ha caído, señor. Creo que se ha roto una pierna. ¿Me recibe?
– ¿Qué?
– Estos bosques están llenos de trampas, señor. Él…, bueno, ha tropezado con una y está herido. ¿Cómo procedemos? Cambio.
El tiempo, escurriéndose. La visión en su mente de un gran reloj de arena relleno de nieve y Blaisdell cubierto hasta la cintura deslizándose en un jodido trineo.
– Entablíllenlo y manténganlo caliente con una manta, y pásele su walkie. Cambio.
– Sí, señor. ¿Quiere hablar con él? Cambio. -No. Quiero que se muevan. Cambio. -Sí, señor. Entiendo.
– Bien -dijo Sterling-. A todas las unidades, vamos allá. Corto.
Blaze cruzó el Victory Garden jadeando. Alcanzó el ruinoso muro de piedras del otro extremo, lo saltó y se lanzó sin contemplaciones hacia la pendiente del bosque, apretando la cuna contra su pecho.
Se irguió, continuó avanzando y luego se detuvo. Dejó la cuna en el suelo durante un instante y sacó del cinturón la pistola de George. No había visto ni oído nada, pero lo sabía.
Se ocultó detrás del tronco de un enorme pino. La nieve le azotaba la mejilla izquierda, entumecida. Esperó, quieto. En su interior, su mente estaba furiosa.
La necesidad de regresar junto a Joe era dolorosa, pero la necesidad de quedarse allí, esperar y permanecer en silencio era mucho más fuerte.
¿Y si Joe se libraba de las mantas y gateaba hasta el fuego?
No lo hará -se dijo Blaze-. Incluso los bebés se apartan del fuego.
¿Y si se arrastraba hacia el exterior de la cueva, hasta la nieve? ¿Y si se congelaba hasta morir, mientras Blaze estaba ahí como un pasmarote?
No lo hará. Está dormido.
Sí, pero no sabía cuánto tiempo seguiría dormido, sobre todo en un lugar extraño. ¿Y si el viento cambiaba de dirección y llenaba la cueva de humo? Mientras él estaba allí fuera, la única persona viva en tres kilómetros a la redonda, quizá ocho…
No era el único. Alguien estaba merodeando por ahí. Alguien.
Pero el bosque permanecía en silencio salvo por el viento, los crujidos de los árboles y el constante siseo de la nieve cayendo.
Era hora de irse.
Pero no lo era. Era hora de esperar.
Tenías que haber matado al niño cuando te lo dije, Blaze.
George. En su cabeza. ¡Cristo!
Nunca he estado en otro sitio. ¡Ahora, ve!
Decidió que lo haría. Luego decidió que primero contaría hasta diez. Había llegado a seis cuando algo se movió a través de la hilera verde gris de árboles más allá de la pendiente. Era un policía estatal, pero Blaze no se asustó. Algo lo había calmado; estaba totalmente tranquilo. Solo le importaba Joe, cuidar de Joe. Pensaba que podría esquivar al policía, pero este seguiría las huellas y eso no sería bueno.
Blaze lo observó acercarse hacia su posición por la derecha, así que él rodeó despacio el tronco del enorme pino hacia la izquierda. Recordó cuántas veces él y John y Toe y los otros habían jugado en ese bosque; vaqueros contra indios, policías contra ladrones. Un disparo con un palo retorcido y estabas muerto.
Con un disparo acabaría todo. No tenía que matar a nadie, ni siquiera herirlo. Con el sonido sería suficiente. Blaze sentía el pulso zumbando en su cuello.
El policía se detuvo. Había visto las huellas. Tenía que haberlas visto. O un trozo de tela del abrigo de Blaze enganchado a una rama. Blaze le quitó el seguro a la pistola de George. Si alguien iba a disparar, quería ser él.
Entonces el policía continuó la marcha. Echaba un vistazo a la nieve de vez en cuando, pero prestaba más atención a los matorrales. Ya estaba a cincuenta metros de distancia. No, a menos.
A la izquierda, Blaze oyó que alguien pisaba una trampa o un montón de ramas y soltaba una maldición. El corazón se le encogió en lo profundo de su pecho. Entonces, el bosque estaba repleto de ellos. Pero tal vez…, tal vez si todos iban hacia la misma dirección…
¡Hetton! ¡Estaban rodeando Hetton House! ¡Claro! Si lograba volver a la cueva, estaría al otro lado de ellos. Entonces, más allá de la linde del bosque, quizá a cinco kilómetros, había un camino de tierra…
El policía se había acercado a veinte metros. Blaze se deslizó un poco más alrededor del árbol. Si alguien se asomaba por el matorral que tenía al lado, estaría realmente jodido.
El agente se estaba acercando al árbol. Blaze oyó las pisadas de sus botas sobre la nieve. Incluso el tintineo de algo en el bolsillo del policía; monedas, o tal vez las llaves. Y también el crujido de su cinturón de cuero.
Blaze rodeó un poco más el árbol dando pasitos cortos. Luego esperó. Cuando volvió a echar un vistazo, el policía estaba de espaldas a Blaze. Todavía no había visto las huellas, pero no tardaría en hacerlo. Él era el agente que estaba más avanzado.
Blaze dio un paso adelante y se dirigió hacia el policía con largos y silenciosos pasos. Dio la vuelta a la pistola de George y la aferró por el tambor.
El agente miró hacia abajo y se percató de las huellas. Se irguió, luego tomó el walkie talkie que llevaba en el cinturón. Blaze dibujó un arco con la pistola y golpeó con fuerza. El policía gruñó y se tambaleó, pero su gran sombrero amortiguó el impacto. Blaze alzó el brazo de nuevo y le golpeó en la sien izquierda con el reverso de la mano. Fue un golpe seco. El sombrero se ladeó a un lado y se quedó colgando sobre la mejilla derecha. Blaze vio que era joven, no mucho más que un muchacho. Entonces las rodillas del policía se aflojaron y se desmayó, esparciendo nieve alrededor.
– Joder -dijo Blaze, llorando-. ¿Por qué habéis dejado solo a vuestro compañero?
Asió al agente por las axilas y lo arrastró hacia un pino enorme. Lo incorporó y le colocó de nuevo el sombrero en la cabeza. No sangraba demasiado, pero Blaze no podía fiarse, él sabía cuan fuerte podía golpear. Nadie lo sabía mejor que él. Encontró el pulso en el cuello del policía, pero era muy suave. Si sus compañeros no daban con él pronto, moriría. Bueno, ¿quién le había pedido que fuera allí? ¿Quién diablos le había pedido que se entrometiera?
Recogió la cuna y volvió a ponerse en marcha. Eran las ocho menos cuarto cuando llegó a la cueva. Joe todavía dormía, y eso hizo que Blaze se echara a llorar, esta vez de alivio. Por otro lado, hacía frío. La nieve había entrado en el interior y casi había apagado el fuego.
Blaze se puso a avivarlo otra vez.
El agente especial Bruce Granger vio a Blaze acercarse a la grieta y arrastrarse por la ranura de entrada de la cueva. Granger había yacido allí con paciencia, esperando que la caza se decantase hacia un lado u otro y alguien pudiera ir a recogerle. La pierna le dolía una barbaridad y se sentía como un imbécil.
De pronto se sintió como si hubiese ganado la lotería. Asió el walkie que Corliss le había prestado y se lo acercó a la boca.
– Granger a Sterling -dijo con calma-. ¿Me recibe?
Estática. Una peculiar estática vacía.
– Albert, soy Bruce, es urgente. ¿Me recibe?
Nada.
Granger cerró los ojos durante un momento.
– Hijo de puta -dijo.
Luego abrió los ojos y empezó a moverse.
8.10
Albert Sterling y dos policías estatales irrumpieron en el viejo despacho de Martin Coslaw con la pistola en alto. Había una manta en un rincón. Sterling vio dos biberones de plástico vacíos y tres latas de leche en polvo Carnation, también vacías; parecía que las habían abierto con una navaja. Y dos cajas vacías de Pampers.
– Mierda -dijo-. Mierda, mierda, mierda.
– No puede estar lejos -dijo Franklin-. Va a pie. Con el niño.
– Ahí fuera hay diez grados bajo cero -recalcó alguien desde la sala.
A ver si alguno de vosotros me dice alguna jodida cosa que no sepa, pensó Sterling.
Franklin miró en derredor.
– ¿Dónde está Corliss? Brad, ¿has visto a Corliss?
– Creo que está en la planta baja -dijo Bradley.
– Vamos a volver al bosque -dijo Sterling-. Ese estúpido está en el bosque.
Hubo un disparo. Sonó amortiguado por la nieve, pero inconfundible.
Se miraron. Siguieron cinco segundos de perfecto y perplejo silencio. Quizás siete. Luego salieron corriendo por la puerta.
Joe todavía dormía cuando la bala atravesó la cueva. Rebotó dos veces, como una abeja furiosa, desprendió pequeñas esquirlas de granito y las hizo volar. Blaze estaba preparando los pañales; quería cambiar a Joe, asegurarse de que estaba bien seco antes de que se marchasen.
Tras el disparo, Joe se despertó y comenzó a llorar. Sus manitas dibujaban círculos en el aire. Una de las esquirlas de granito le cortó la cara.
Blaze no lo pensó. Vio la sangre y sus pensamientos cesaron. Lo que los reemplazó era negro y diabólico. Se abrió paso en el interior de la cueva y cargó gritando hacia la procedencia del sonido del disparo.