La noche siguiente, Blaze decidió que debía conseguir nuevas matrículas para su Ford robado, así que birló las de un Volkswagen en el aparcamiento del Jolly Jim's Jiant Groceries, en Portland. Sustituyó las matrículas del VW con las del Ford. Podrían pasar semanas o meses antes de que el propietario del VW se diese cuenta, pues el número de la pegatina era un 7, y eso significaba que no tendría que pasar la inspección hasta julio. Siempre comprobaba la pegatina de inspección. Era algo que George le había enseñado.
Condujo hasta una tienda que estaba de rebajas, se sentía a salvo con las nuevas matrículas, y sabía que se sentiría más seguro cuando el Ford fuese de un color diferente. Compró cuatro latas de pintura azul-alondra para automóviles y un pulverizador. Volvió a casa sin blanca pero feliz.
Cenó sentado al lado de la estufa; tamborileaba con los pies el cálido linóleo mientras Merle Haggard cantaba «Okie from Muskogee». El viejo Merle había sabido qué darles a esos puñeteros hippies.
Después de lavar los platos, remendó una larga cuerda en el cobertizo y colgó una bombilla en una viga. A Blaze le encantaba pintar. Y el azul-alondra era uno de sus colores favoritos. A quién no podía gustarle ese nombre. Significaba azul como un pájaro. Como una alondra.
Regresó a la casa y cogió una pila de periódicos. George leía el periódico todos los días, y no solo la sección de tiras cómicas. A veces le leía los editoriales a Blaze y se ponía hecho una furia con los racistas republicanos. Decía que los republicanos odiaban a los pobres. Se refería al presidente como Ese Maldito Ñoño de la Casa Blanca. George era demócrata, y dos años atrás habían puesto pegatinas de candidatos demócratas en tres de sus coches robados.
Todos los periódicos eran antiguos, y normalmente eso habría hecho que Blaze se sintiera triste, pero esa noche la perspectiva de pintar el coche lo tenía emocionado. Cubrió con papeles las ventanillas y las ruedas. Además tapó con cinta adhesiva los adornos cromados.
A eso de las nueve de la noche, el fragrante olor a plátano de la pintura invadía el cobertizo, y a eso de las once la tarea había terminado. Blaze retiró las hojas de periódico y retocó algunas zonas; entonces admiró su obra. Pensó que había hecho un buen trabajo.
Se fue a la cama, un poco colocado por la pintura, y a la mañana siguiente despertó con dolor de cabeza.
– ¿George? -dijo esperanzado.
No hubo respuesta.
– Estoy sin blanca, George. Con el agua al cuello.
No hubo respuesta.
Blaze deambuló por la casa durante todo el día preguntándose qué debía hacer.
El encargado del turno de noche estaba leyendo un épico libro de bolsillo titulado Bailarinas marimachos cuando una Colt se le posó en el rostro. La misma Colt. La misma voz diciendo bruscamente:
– Todo lo de la caja.
– Oh, no -dijo Harry Nason-. Oh, Cristo.
Alzó la mirada. Frente a él había un horror chinesco con la nariz aplastada por una media de nailon de mujer, la pernera que sobraba le caía por la espalda como si fuera el rabo de un gorro de esquí.
– Tú no. Otra vez no.
– Todo lo de la caja. Mételo en una bolsa.
Esa vez no entró nadie, y como se trataba de un día entre semana, había menos dinero en el botín. El hombretón ya se iba cuando de repente se detuvo y se volvió.
Ahora -pensó Harry Nason-, me van a disparar.
Pero en lugar de disparar, el hombretón dijo:
– Esta vez no he olvidado la media.
Tras el nailon, parecía estar sonriendo.
Luego se marchó.