Capítulo 23

Cuando Blaze salió de la cueva con un salto torpe y puso los pies en el suelo, no tenía ni idea de cuántos hombres le esperaban fuera. Había supuesto que serían docenas. No le importó. La pistola de George se le había caído de la cintura del pantalón, pero eso tampoco le importaba. Avanzó hundiéndose en la nieve y cargó contra el primer hombre que vio. El tipo yacía en la nieve, a poca distancia; se apoyaba sobre los codos y sostenía una pistola con las dos manos.

– ¡Manos arriba, Blaisdell! ¡Quédese quieto! -gritó Granger.

Blaze se abalanzó sobre él.

Granger tuvo tiempo de disparar dos veces. El primer disparo impactó en el antebrazo de Blaze. El segundo se perdió en la tormenta de nieve. Entonces Blaze dejó caer sus ciento veinte kilos sobre el tipo que había hecho daño a Joe, y el arma de Granger voló por los aires. Granger gritaba mientras los huesos de su pierna rota chirriaban.

– ¡Has herido al bebé! -vociferó Blaze a la cara de Granger mientras sus dedos se posaban en su garganta-. ¡Has herido al bebé, estúpido hijo de puta, has herido al bebé, has herido al bebé!

La cabeza de Granger se aflojó, asentía como si quisiera decir que lo comprendía, que había pillado el mensaje. El rostro se le volvió púrpura y los ojos parecían salírsele de las órbitas.

Ya vienen.

Blaze dejó de asfixiar al tipo y miró en derredor. No había nadie a la vista. El bosque permanecía en silencio salvo por el viento y el suave siseo de la nieve al caer.

No, había otro ruido. Era Joe.

Blaze recorrió el terraplén hasta la cueva. Joe estaba revolcándose, gimiendo y golpeando el aire. La esquirla de piedra le había hecho más daño que la caída desde la cuna; tenía la mejilla cubierta de sangre.

– ¡Maldita sea! -gritó Blaze.

Levantó a Joe, le limpió la mejilla, lo envolvió con las mantas de nuevo y le puso el gorro. Joe tosió y berreó.

– Tenemos que irnos ya, George -dijo Blaze-. A toda pastilla. ¿De acuerdo?

No hubo respuesta.

Blaze se dirigió hacia el exterior de la cueva abrazando al bebé contra su pecho, hizo frente al viento y comenzó la marcha hacia el camino de tierra.


– ¿Dónde lo dejó Corliss? -preguntó Sterling a Franklin.

Los hombres se habían detenido en la linde del bosque; respiraban agitadamente.

Franklin señaló con el dedo.

– Por allí. Puedo encontrarlo.

Sterling se volvió hacia Bradley.

– Avise a su gente. Y al sheriff del condado de Cumberland. Quiero peinar ese camino de tierra desde ambos extremos. ¿Qué hay más allá si se sale del camino?

Bradley ladró una carcajada.

– Nada, salvo el río Royal. Me gustaría verle vadearlo.

– ¿Todavía está helado?

– Claro, pero no lo bastante para caminar por encima.

– De acuerdo. Démonos prisa. Franklin, encabece la marcha. Ese tipo es muy peligroso.

Descendieron por la primera pendiente y, cincuenta metros bosque adentro, Sterling hizo una marca azul y gris en el tronco de un árbol.

Franklin iba el primero.

– Corliss -dijo.

– ¿Está muerto? -preguntó Sterling al tiempo que se ponía a su altura.

– Oh, sí. -Franklin señaló hacia las huellas; eran poco más que vagas marcas.

– Vamos -dijo Sterling, y esta vez se puso en cabeza.

Encontraron a Granger cinco minutos más tarde. Las señales de su garganta tenían al menos dos centímetros de profundidad.

– Ese tipo es una bestia -dijo alguien.

Sterling señaló hacia la nieve.

– Ahí hay una cueva. Estoy casi seguro. Quizás haya abandonado al niño.

Dos policías estatales avanzaron torpemente hacia el parche triangular de sombra. Uno de ellos se detuvo, se inclinó, recogió algo de la nieve. Lo mantuvo en alto.

– ¡Una pistola! -gritó.

Como si fuéramos ciegos, pensó Sterling.

– No nos interesa la puta pistola. ¡Busquen al niño! ¡Y tengan cuidado!

Uno de ellos se arrodilló, enfocó con la linterna y se arrastró tras el haz de luz. El otro se agachó, puso las manos en las rodillas, escuchó y luego se volvió hacia Sterling y Franklin.

– ¡No está aquí!

Las huellas que habían dejado desde el camino de tierra hasta la cueva se habían difuminado antes incluso de que los policías salieran de la cueva. No eran más que leves hendiduras en la nieve recién caída.

– No puede llevarnos más de diez minutos de ventaja -dijo Sterling a Franklin. Luego elevó la voz-: ¡Despliéguense! ¡Lo rastrearemos por este camino!

Se pusieron en marcha a toda prisa, Sterling pisando las huellas de Blaze.


Blaze corría.

Avanzaba tropezando, chocando con marañas de arbustos y matorrales mientras intentaba encontrar una salida inclinado sobre Joe para evitar que las afiladas ramas le arañasen. La respiración le rasgaba los pulmones. Oía tenues gritos detrás de él. El sonido de aquellas voces lo llenó de pánico.

Joe gritaba, tosía y se agitaba, pero Blaze lo abrazó con más fuerza. Solo un poco más, un poco más allá, y llegarían al camino de tierra. Allí encontrarían automóviles. Coches de policía, pero eso no le preocupaba. Siempre y cuando hubiesen dejado las llaves en el contacto. Conduciría lo más rápido y lejos que pudiese, luego abandonaría el coche patrulla y buscaría otro vehículo. Un camión estaría bien. Aquellos pensamientos pasaban por su cabeza como enormes dibujos animados.

Tropezó con una zona pantanosa donde el fino hielo que cubría los montículos de alrededor se había descongelado y lo sumía hasta los tobillos en agua helada. Siguió avanzando y llegó hasta una alta pared de zarzas. Se abrió paso a través de ellas, de espaldas para proteger a Joe. Una rama se enganchó en el gorro del niño y salió disparado como por un tirachinas hacia la maleza. No había tiempo para volver a buscarlo.

Joe miraba a todas partes con los ojos llenos de terror. Sin el cálido gorro que evitaba que el aire frío le golpeara la cara, comenzó a gemir más fuerte. Su llanto era más agudo. Detrás de ellos, la sorda voz azul de la ley gritaba algo inaudible. No importaba. Nada importaba, solo llegar al camino.

El terreno comenzó a inclinarse hacia arriba. El avance, en cambio, se hizo un poco más sencillo. Blaze alargó sus zancadas, corría por su vida. Y la de Joe.


Sterling también había acelerado el paso, y había sacado a los demás treinta metros de ventaja. Estaba recuperando terreno. ¿Por qué no? El cabronazo le estaba despejando el camino por él. El walkie carraspeó en su cinturón. Sterling lo cogió pero no pudo calmar su respiración, solo pulsó el botón dos veces.

– Soy Bradley, ¿me recibe?

– Sí.

Esto fue todo. Sterling necesitaba todo su aliento para correr. El pensamiento más coherente de su cabeza, superponiéndose a los otros como una película de color rojo brillante, era que aquel jodido asesino había matado a Granger. Había matado a un agente.

– El sheriff del condado ha situado a sus unidades en el camino de tierra, jefe. La policía estatal mandará refuerzos tan pronto como sea posible. Cambio.

– Bien. Cambio y corto.

Echó a correr. Cinco minutos más tarde encontró un gorro rojo tirado en la nieve. Sterling lo guardó en el bolsillo de su abrigo y continuó corriendo.


Blaze se abrió paso a lo largo de los últimos cincuenta metros hasta el camino de tierra, casi sin respiración. Joe ya no lloraba; no le quedaba aliento para el llanto. La nieve se había acumulado sobre los párpados y las pestañas haciéndolos muy pesados.

Blaze cayó de rodillas dos veces, y las dos veces apartó los brazos a un lado para amortiguar el golpe al bebé. Al fin alcanzó la cima de la pendiente. Y bingo. Al menos había cinco coches vacíos de la policía estatal aparcados aquí y allá.

Detrás de él, Albert Sterling salió del bosque y miró arriba, hacia la pendiente por la que Blaze acababa de subir. Demonios, allí estaba. Ahí estaba por fin el cabronazo.

– ¡Alto, Blaisdell! ¡FBI! ¡Deténgase y ponga las manos en alto!

Blaze miró por encima del hombro. El poli parecía diminuto desde allí arriba. Blaze se giró y echó a correr hacia el camino. Se detuvo en el primer coche y miró el interior. Una vez más, bingo. Las llaves colgaban del contacto. Estaba a punto de colocar a Joe en el asiento, al lado del taco de multas, cuando oyó un motor. Se volvió y atisbo un pequeño coche blanco que avanzaba hacia él. Miró al otro lado y vio otro coche.

– ¡George! -gritó-. ¡Oh, George!

Abrazó a Joe. Ahora la respiración del bebé era muy rápida y superficial, idéntica a la de George después de que Ryder lo apuñalara. Blaze cerró de un portazo el coche de la policía estatal, lo rodeó y se quedó frente al capó.

Un ayudante del sheriff del condado de Cumberland se asomaba por la ventanilla del coche que se aproximaba desde el norte. En una mano enguantada llevaba un megáfono alimentado por baterías.

– ¡Quieto, Blaisdell! ¡Se acabó! ¡Quédate dónde estás!

Blaze cruzó corriendo al otro lado del camino y alguien le disparó. La nieve saltó a su izquierda. Joe soltó una serie de gemidos secos.

Blaze se precipitó fuera del camino dando gigantescas zancadas. Otra bala pasó silbando cerca de su cabeza y arrancó astillas y trozos de corteza del tronco de un abedul. Un poco más adelante tropezó con una raíz oculta bajo la nieve reciente. Cayó de bruces en la nieve, con el bebé debajo de él. Se puso en pie penosamente y pasó la mano por el rostro de Joe. Lo tenía cubierto de nieve.

– ¡Joe! ¿Estás bien?

Joe respiraba con roncos y convulsos gemidos. Parecía que transcurría una era entre cada uno de ellos.

Blaze echó a correr.


Sterling llegó al camino y lo cruzó. Uno de los coches del sheriff del condado se había detenido después de derrapar en el extremo más alejado del camino. Los agentes se habían apeado y escrutaban el bosque con la pistola en alto.

Las mejillas de Sterling estaban entumecidas y sentía frío en las encías, por lo que supuso que estaba sonriendo.

– Tenemos a ese cabrón.

Echó a correr hacia el terraplén.


Blaze se escabulló a través de un bosquecillo de álamos y fresnos. Al otro lado había campo abierto. Los árboles y la maleza desaparecieron. Había también una amplia quietud blanca: el río. En la otra orilla, una masa verde grisácea de abetos y pinos se recortaba contra el horizonte nevado.

Blaze comenzó a caminar sobre el hielo. Había dado nueve pasos cuando el hielo se resquebrajó. Se hundió en el agua helada hasta los muslos. Luchando por recobrar el aliento, regresó tambaleándose a la orilla y salió del agua.

Sterling y los dos agentes aparecieron desde la última hilera de árboles.

– FBI -dijo Sterling-. Deja al bebé en la nieve y da un paso atrás.

Blaze giró a la derecha y comenzó a correr. Respiraba aceleradamente y le costaba que el aire bajara por su garganta.

Buscó un pájaro, algún pájaro sobre el río, pero no vio ninguno. Fue a George a quien vio. George, de pie a unos ocho metros de distancia más o menos. Estaba cubierto en su mayor parte por la nieve, pero Blaze vio la gorra, inclinada hacia el lado izquierdo, el de la buena suerte.

– ¡Vamos, Blaze! ¡Vamos, lentorro! ¡Enséñales cómo corres! ¡Enséñales cómo hacemos las cosas, maldita sea!

Blaze aceleró. La primera bala le hirió en la pantorrilla derecha. Disparaban bajo para proteger al bebé. No se cayó; ni siquiera sintió el disparo. La segunda bala impactó en la parte de atrás de la rodilla y le voló la rótula en una rociada de sangre y fragmentos de hueso. Blaze no lo notó, siguió corriendo. Sterling afirmaría más tarde que nunca lo habría creído posible, pero el cabrón seguía corriendo. Como un alce con las tripas colgando.

– ¡Ayúdame, George! ¡Estoy en apuros!

George ya no estaba allí, pero Blaze oía su afónica y aguda voz; le llegaba a través del viento.

– Lo sé, pero ya casi lo has conseguido. Vamos, chaval.

Blaze hizo un último esfuerzo. Les estaba ganando. Estaba recuperando las fuerzas. Al final, él y Joe conseguirían escapar. Por los pelos, pero todo iba a terminar bien. Miró el río con los ojos entornados, intentando ver a George. O a un pájaro. Un solo pájaro.

La tercera bala impactó en su glúteo derecho, en ángulo, destrozándole la cadera. La bala también se hizo añicos. El trozo más grande de su cadera sobresalía un poco y le había rasgado el intestino grueso. Blaze se tambaleó, casi cayó, luego siguió corriendo.

Sterling apoyó una rodilla en el suelo y agarró la pistola con ambas manos. Apuntó rápidamente, casi sin miramientos. El truco era no pensar demasiado. Confiar en la coordinación mano-ojo y que esta hiciera su trabajo.

– Jesús, hágase tu voluntad -dijo.

La cuarta bala -la primera de Sterling- impactó en la parte baja de la espalda de Blaze y le rompió la médula espinal. Sintió como si lo hubiese golpeado una mano enorme con un guante de boxeo justo encima de los riñones. Cayó al suelo, y Joe voló de sus brazos.

– ¡Joe! -gritó, y comenzó a arrastrarse sobre los codos.

Los ojos de Joe estaban abiertos; lo miraban fijamente.

– ¡Va a por el niño! -chilló uno de los agentes.

Blaze extendió la mano y alcanzó a Joe. La mano de Joe buscaba algo a lo que asirse y la encontró. Sus delgados dedos rodearon el pulgar de Blaze.

Sterling, de pie al lado de Blaze, jadeaba. Habló en voz baja, para que los agentes no pudieran oírle.

– Esto es por Bruce, cielo.

– ¿George? -dijo Blaze.

Entonces Sterling apretó el gatillo.

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