Estaba preparándose para llevar a cabo el secuestro aquella noche, cuanto antes mejor. George lo contuvo.
– ¿Qué haces, tonto del culo?
Blaze se disponía a ir a arrancar el Ford. Pero se detuvo.
– Estoy listo para hacerlo, George.
– Hacer ¿qué?
– Raptar al niño.
George se rió.
– ¿De qué te ríes, George?
Como si no lo supiera, pensó.
– De ti.
– ¿Por qué?
– ¿Cómo vas a raptarlo? Cuéntamelo.
Blaze frunció el ceño. Su rostro, feo de por sí, se convirtió en el de un troll.
– Como lo planeamos, supongo. Lo sacaré de su habitación.
– ¿De qué habitación?
– Bueno…
– ¿Cómo entrarás?
Esa parte la recordaba.
– Por una de las ventanas del primer piso. Solo tenían aquellos pestillos tan simples. Tú los viste, George. Cuando fuimos como trabajadores de la compañía eléctrica, ¿te acuerdas?
– ¿Te llevarás una escalera?
– Bueno…
– Cuando cojas al niño, ¿dónde lo meterás?
– En el coche, George.
– ¡Ah, malditas palabras! -George solo decía eso cuando tocaba fondo y no era capaz de encontrar otra expresión.
– George…
– Ya sé que lo meterás en el puñetero coche, en ningún momento he pensado que te lo traerías a casa a cuestas. Me refiero a cuando regreses aquí. ¿Qué harás entonces? ¿Dónde lo meterás?
Blaze pensó en la cabaña. Miró alrededor.
– Bueno…
– ¿Y los pañales? ¿Y los biberones? ¿Y la comida para bebé? ¿O crees que cenará una hamburguesa y una botella de cerveza?
– Bueno…
– ¡Cállate! Como vuelvas a repetir eso vomitaré.
Blaze se sentó en una silla de la cocina con la cabeza gacha. El rostro le ardía.
– ¡Y apaga esa mierda de música! ¡Esa mujer canta como si le saliera la voz del cono!
– De acuerdo, George.
Blaze apagó la radio. El televisor, un Jap viejo que George se agenció en un mercadillo, estaba estropeado.
– ¿George?
No recibió respuesta.
– George, vamos, no te vayas. Lo siento. -Podía oír cuan asustado estaba. Casi temblaba.
– Vale -dijo George justo cuando Blaze estaba a punto de desistir-. Esto es lo que vas a hacer. Tendrás que marcarte un tanto. Ese supermercado en el que solíamos pararnos en la carretera 1 para comprar jabón probablemente estaría bien.
– ¿Sí?
– ¿Aún tienes la Cok?
– Debajo de la cama, en una caja de zapatos.
– Úsala. Y cúbrete la cara con una media. Si no, el tipo del turno de noche te reconocerá.
– Sí.
– Ve el sábado por la noche, a la hora de cerrar. Digamos, diez minutos antes. No aceptan cheques, así que conseguirás entre doscientos y trescientos dólares.
– ¡Claro! ¡Es genial!
– Blaze, hay una cosa más.
– ¿Qué, George?
– No lleves la pistola cargada, ¿vale?
– Claro, George, ya lo sé, así es como trabajamos.
– Así trabajamos, exacto. Golpea al tipo si tienes que hacerlo, pero asegúrate de que solo aparezca en la tercera página de los sucesos locales cuando salga en los periódicos.
– De acuerdo.
– Eres un gilipollas, Blaze. Lo sabes, ¿verdad? Nunca lo conseguirás. Tal vez lo mejor sería que te pillaran en un golpe pequeño.
– No me cogerán, George.
No hubo respuesta.
– ¿George?
No hubo respuesta. Blaze se levantó y encendió la radio. Para la cena ya lo había olvidado y preparó dos platos.