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EL ÚNICO salto que Thomas había realizado nunca fue más un disparo de cañón que un brinco de «uno, dos y tres», y aquel fue desde la parte trasera de un transporte militar que un misil cortara por la mitad dos semanas antes. Esta vez sería un salto en conjunto con el mayor Scott MacTiernan, de las tropas de asalto del ejército.

Las defensas francesas no solían entrar en combate con aviones enemigos sobre su territorio; el súbito cambio de poder tenía solo dos semanas y los militares estaban siendo coaccionados. Todo esto jugaba a favor de los estadounidenses. El avión de carga c-2a Greyhound salió del USS Nimitz a ochocientos kilómetros de la costa de Portugal y voló sobre España y luego por sobre el occidente de Francia, pegado a tierra debajo de los radares. Tan pronto como se acercaron al punto de descenso, el piloto lanzó el morro del avión hacia arriba y dejó que se enfilara hacia los oscuros cielos. Las defensas aéreas los descubrieron a dos mil pies de altura. -usted tiene diez segundos -informó bruscamente el instructor. Habían calculado la ventana basada en el tiempo que le llevaría al radar francés confirmar y responder al repentino pitidito de sus pantallas. El paracaídas estaba hecho de un tejido que los identificaría poco o nada, y aun así no estarían en el aire el tiempo suficiente para causar alarma.

– Recuerde, tranquilidad -comentó MacTiernan, enfrentando el viento sobre el hombro de Thomas; le revisó las correas amarradas al pecho-. A la cuenta de tres.

Thomas cayó dentro de la oscuridad, los ojos bien abiertos detrás de los anteojos. El rugido del avión fue reemplazado al instante por la ráfaga de Viento que le golpeaba los oídos. Estaba disfrutando el viaje… un viaje muy Corto, había advertido el mayor. MacTiernan jaló la cuerda. El paracaídas pegó un tirón y luego se movió hacia el cielo. El mayor los guiaba con visión nocturna. El terreno era una mezcla de franjas negras, las cuales Thomas supuso que eran bosques, y campos ligeramente más claros. Se pusieron sobre estos campos y lueg0 bajaron en uno de ellos.

– ¡Cuidado con las piernas! Aterrizaje en cinco. Corra conmigo ¡amigo! ¡Toque tierra mientras corre!

Se prepararon para un aterrizaje, cayeron con fuerza y corrieron a tropezones hacia delante. Silencio.

El paracaídas se agitó una vez como si se doblara sobre sí y se posó en tierra. Thomas se quitó el arnés y revisó el equipo. Pantalones negros con un cuchillo atado a un muslo y una semiautomática de nueve milímetros atada al otro. Cantimplora, brújula, radio con un rastreador que se podría detectar desde el monte Cheyenne. Camiseta negra, gorra negra de esquiador, suéter negro que le cubría hasta la cintura. Anteojos de visión nocturna.

La posibilidad de usar un arma le produjo sentimientos mezclados, pero no estaba seguro de que debiera ser pacifista en esta realidad. Aún no estaba seguro de lo que sentía acerca de la gran cantidad de asuntos aquí, en particular de asuntos religiosos. No era religioso, ¡por el amor de Dios! Era un hombre profundamente afectado por sus sueños de otra realidad, pero en estas pocas semanas de viajar entre los mundos no había tenido tiempo para desenredar la teología aquí como hiciera allá. Quizás nunca tuviera tiempo.

– ¿Sano y salvo? -inquirió MacTiernan arrodillado, iluminando un pequeño mapa, brújula en mano.

– Así parece -respondió Thomas-. ¿Dónde nos colocaron?

– Kilómetro y medio en esa dirección -dijo el mayor señalando a la derecha-. Lo tengo a usted en GPS; si debe ir a la izquierda le doy un clic. A la derecha, dos clics. ¿Entendido?

– Izquierda un clic, derecha dos clics.

– Ninguna otra comunicación a menos que sea absolutamente necesario. Recuerde, dos horas. Tenemos que despejar este sector y estar en nuestro punto de encuentro en cinco horas. Si nos perdemos, perdemos el helicóptero. Este ya está en camino. Perderlo nos costará diez horas… este no es como un ala fija.

Habían venido en el transporte más rápido para descender esta noche, pero no tendrían el mismo lujo en el viaje de regreso. Con algo de suerte no lo necesitarían.

– Dos horas -asintió Thomas revisando su reloj de pulsera.

– SÍ se mete en un aprieto, yo vengo detrás. Ese es el plan.

Thomas no se molestó en responder. Se trataba de mucho más que esto, y a la vez de mucho menos, dependiendo de la realidad, dependiendo del enemigo, dependiendo del día.

En treinta minutos de andar con cuidado llegó al borde del complejo. MacTiernan le corrigió el curso solo dos veces. El viaje de regreso, suponiendo que lo hubiera, tardaría solo diez minutos. Tenía una hora y veinte minutos para llevar a cabo la misión.

La casa de la granja se hallaba en medio del campo, a cien metros de distancia. Excepto por un pálido brillo de las ventanas en el primer piso, la oscuridad era total.

Thomas se puso los anteojos de visión nocturna, entrecerró los ojos ante la luz verde, y luego examinó lentamente el perímetro. Un guardia en el costado norte. Dos en el camino que serpenteaba dentro del bosque en el lado más lejano. Más fácil de lo que había imaginado. ¿Se habrían ido ya? Ellos sabían que ya no estaban seguros aquí. Para protegerse habían dependido del secreto, no de la seguridad de alta tecnología, pero no habían planeado que uno de los cadáveres resucitara y escapara para informar al mundo de la situación. La única opción que les quedaba habría sido abandonar las instalaciones.

Corrió agachado, directo hacia la ventana del sótano por la que él y Monique escaparan antes. La eficacia de la misión dependía ahora de rapidez y sorpresa.

Se puso de cuclillas con la espalda contra el muro de piedra y contuvo el aliento. Ninguna luz del pasillo atravesaba la ventana. No había luz en el piso superior. Ese sería su punto de entrada.

Tres semanas antes habría sido imposible una escalada como la que lo desafiaba ahora. Trepar las piedras que formaban el muro de cinco metros Seria difícil, pero no imposible. El problema sería pasar al techo que sobresalía algo más de un metro.

Con los anteojos nocturnos aún puestos revisó los alrededores, y lueg0 mano a mano, pie a pie, escaló el muro. El alero le asomaba exactamente encima de la cabera. Se echó hacia atrás y miró la canaleta, a poco más ¿e medio metro arriba y como un metro más allá. ¿O metro y medio más allá› Si no lograba dar este salto la misión terminaría tan rápido como una bala a la cabeza.

Asentó los pies, pensó en cómo Rachelle habría reído ante lo fácil de este intento particular y saltó hacia atrás como una rana al revés.

Había sobreestimado el salto. Pero arqueó la espalda y corrigió. Aun moviéndose bocabajo y volando con buena velocidad, se agarró a la canaleta, se dobló en la cintura en posición de clavado, luego hizo oscilar las piernas hacia atrás para continuar con su arco natural. Trató la canaleta como una barra elevada de gimnasia y el impulso lo lanzó hacia arriba como a un gimnasta de primera clase.

La canaleta crujió y comenzó a ceder, pero el peso de Thomas ya había cambiado. Se soltó, flotó sobre el borde del techo y aterrizó de pies y manos, como un gato.

Se desprendió una piedrecita que se deslizó por el borde y luego cayó en el pasto abajo. Ningún otro sonido. Thomas se abrió paso hasta la única ventana inclinada en este extremo de la casa y escuchó junto a esta ventana. Aún no había ningún sonido.

El salón adentro estaba oscuro, y a través de los anteojos también logró ver que no había nadie, a menos que alguien estuviera agachado detrás de las cajas. Cuarto de almacenaje.

Thomas buscó a tientas la cinta de contacto que había llevado y pegó tres largas tiras en el vidrio. Luego se desató el suéter de alrededor de la cintura, cubrió la ventana para sofocar el sonido y la golpeó con el codo. Un crujido, pero ningún vidrio haciéndose añicos. Bastante bien.

Guardó el rollo de cinta y se metió el suéter entre el cinturón, y con sumo cuidado se introdujo por el vidrio roto. Dos minutos después se hallaba dentro del oscuro cuarto de almacenaje, mirando una docena de pilas de cajas.

Thomas sacó la pistola y abrió la puerta. Un corto pasillo. Una puerta más. Despejado.

Salió cuidadosamente. Solo había una manera de hacer esto.

La primera puerta parecía como si llevara a un clóset. Así era.

La segunda parecía conducir a un salón más grande. Así fue. Un dormitorio. Thomas extendió la pistola y abrió la puerta.

La cegadora luz lo iluminó entonces, mientras aún tenía un pie adentro y otro afuera, la puerta aun oscilando.

¡Los anteojos! Con un rápido movimiento hacia el rostro se arrancó el artefacto de los ojos.

– Hola, Thomas.

Una voz a su derecha. Se trataba de Carlos.

– Veo que usted insiste en venir por mí hasta que finalmente lo mate para siempre.

Tranquilo, Thomas. Esto es lo que esperabas. Sigue el juego.

– Debemos hablar -expresó, bajando la pistola y levantando las dos manos-. No es lo que usted cree.

Carlos sostenía una pistola a cinco pasos. Aún usaba una venda sobre la cortada en el cuello. Una sonrisa se le dibujaba en la comisura de los labios. Pequeños puntos rojos le salpicaban el rostro. Así que el hombre no había recibido el antivirus. O el antivirus no funcionaba.

– Veo a un hombre armado trepando mi techo, escabullándose por una ventana usando anteojos de visión nocturna, ¿y se espera que considere que mi juicio de sus intenciones es falso? -preguntó Carlos-. No me diga: usted vino a salvarme.

– Vine porque sé que usted se reunió ayer con Armand Portier – declaró Thomas-. Le mostró una lista de personas que espera que sobrevivan al virus. Ahora usted se estará preguntando cómo diablos pude tener esta información.

Desapareció la sonrisa. Carlos parpadeó.

– Usted me ha engañado muchas veces. Esta vez fracasará.

– Y si lo hago, usted morirá. Los dos sabemos que su nombre en esa lista solo es un señuelo para usted y solo es algo momentáneo. Dígame cómo sé tanto. Dígame cómo me bajé de su camilla después de dos días sin tener pulso. Dígame cómo es posible todo lo que me ha visto hacer.

Carlos solo se quedó mirándolo. Pero la mente se le estaba doblegando… Thomas pudo vérselo en los ojos,

– Vine aquí por dos razones. Primera, he venido con pruebas. Si me 10 permite, le puedo mostrar más allá de cualquier duda posible que mis sueños son reales y que usted representa un papel importante en ellos. La segunda razón es que he venido a salvarle la vida. La simple realidad es que lo necesitamos a usted, pero no nos será de utilidad si está muerto. Usted podrá odiar a los estadounidenses, a los israelíes y todo eso, pero a menos que sepa qué está pasando aquí de veras quizás no pueda estar en posición de tomar decisiones informadas.

Lo dijo todo de golpe, porque sabía que debía plantar esas semillas en la mente de Carlos antes de que jalara el gatillo. Las palabras parecieron haber impactado. Pero el hombre estaba más irritado que nervioso.

– No sé qué clase de brujería…

– No tenemos tiempo para esto, Carlos. Acabo de recorrer ocho mil kilómetros para contactarme con usted y lo que tengo que mostrarle podría salvar de la exterminación al mundo árabe. ¿Qué se necesita para que capte su atención? Aún tiene la cortada que le cause la última vez sin tocarlo, ¡por Dios! Tiene que permitir que se lo pruebe.

Había sucedido demasiado para que Carlos rechazara esto como un juego de ingenio. Su cuello, las escapadas de Thomas, el conocimiento de la conversación que tuviera con Fortier… todo inexplicable.

– ¿Cómo?

– Dejándole que sueñe conmigo.

El rostro del hombre enrojeció.

– ¿Me toma por alguna clase de idiota? -exclamó con el puño apretado-. ¡No puedo aceptar esto! Esto…

Thomas se movió mientras el hombre estaba momentáneamente distraído por su frustración. Caída de hombro a su izquierda, giro sencillo, tacón a la pistola en la mano de su contrincante. Aunque Carlos hubiera disparado, la bala se habría desviado.

Por suerte ni siquiera logró hacer eso. Su mano extendida hizo un amplio giro. Thomas siguió con una palmada abierta al plexo solar del hombre. Carlos retrocedió, impresionado. Incapaz de respirar.

– Dulces sueños -declaró Thomas golpeándolo en un costado de la cabeza, y el hombre se derrumbó.

Actuando rápidamente sacó el cuchillo y se cortó el dedo. Luego hizo un pequeño corte en el antebrazo de Carlos. Embadurnó su propia sangre a lo largo de la cortada.

– Hazle entender, Johan. Por favor, hazle entender.


***

THOMAS DEJÓ que el hombre soñara diez minutos antes de despertarlo. Tal vez solo habría bastado un minuto, pero no quiso correr ningún riesgo. Lo sacudió con fuerza, lo abofeteó una vez en la mejilla y retrocedió hacia el catre, con la pistola extendida.

Carlos gimió, se calló, luego de pronto se levantó bruscamente. Thomas supo al instante que Carlos había soñado con Johan. Era demasiado experimentado como para que cualquier otro motivo lo despertara en este estado de desorientación.

– ¿Dónde estuvo usted? -le preguntó.

Carlos lo miró, observó la pistola, no le hizo caso y miró directo a los ojos de Thomas.

– Con Johan, quiero decir. ¿Dónde estuvo?

– En… en la selva.

– ¿La selva?

– En camino hacia la ciudad de las hordas.

Esto no tenía sentido. ¿Estaba viniendo Johan tras él? ¿Había dejado su puesto para tratar de rescatar a Thomas? Si había hecho algo que pusiera en peligro a Chelise, Thomas le arrancaría la cabeza.

Carlos volvió a mirar la pistola. Ahora la verdadera pregunta.

– ¿Me cree ahora? Hay otra realidad más allá de esta, y en ella usted y yo estamos del mismo lado. Hay más.

– Si muero aquí, entonces Johan morirá allá -manifestó Carlos; él era apenas un niño que acababa de saber la verdad.

– Y yo dependo de Johan -afirmó Thomas-. Nunca lo dejaría morir Como usted ve, estoy aquí para salvarle la vida.

Mientras Carlos creyera que el sueño era más que un simple sueño, Thomas tenía la seguridad de triunfar.

Se miraron por todo un minuto. Una cosa era creer que existía otra realidad y otra muy distinta era cambiar los planes debido a esa realidad.

– Si no detenemos a Fortier, usted y yo moriremos -dijo Thomas-, Junto con la mayor parte de la población del planeta. ¿Es eso lo que usted tenía en mente?

No hubo respuesta. Pero los ojos de Carlos no mostraron desafío. Estaba atrapado en lo asombroso de todo eso.

– Solo hay una manera de detener a Fortier, y es dejarlo inofensivo.

– El antivirus -expresó Carlos.

– Sí. Los Estados Unidos deben tener el antivirus. Es la única fuerza que tiene una posibilidad convincente de tratar con Fortier -afirmó Thomas, e hizo una pausa-. ¿Puede usted conseguir el antivirus?

– No.

– ¿Cree usted que no le haré ningún daño?

– Sí -contestó Carlos, y se levantó lentamente-. No sé cómo…

Se detuvo y se miró las manos.

– Y quizás nunca lo sepa. No importa. Lo que importa es detenerlos. Usted podría ser el único con posibilidad de hacerlo. ¿Está seguro de no poder poner sus manos en el antivirus? Este existe. Dígame por favor que existe.

– Existe, pero Svensson se protegió de alguna manera separándolo en dos componentes. Solamente él controla uno, el cual se usará solo en el último momento.

– Entonces tenemos que agarrar a Svensson. Si controlamos aunque sea un componente del antivirus tendremos un punto a nuestro favor. Por el momento lo único que tenemos son las armas. Con un poco de suerte podemos torcer la mano de Svensson.

– ¿Les darán ustedes las armas en el intercambio?

Era el momento de la verdad. Si le contaba a Carlos los planes que tenían, él podría revelarle las intenciones al enemigo. Por otra parte, al cuánto tiempo estuvieron juntos. Para cuando comprendimos lo que estaba sucediendo, él había desaparecido.

– ¿Está usted absolutamente seguro de que se trataba de un estadounidense?

– No, pero está claro que no era alguien que conociéramos. El teléfono se quedó en silencio mientras Fortier consideraba el asunto.

– ¿Debemos tomar alguna acción? -inquirió el hombre.

– No. Carlos se queda allí. No debe salir bajo ninguna circunstancia. Consideremos el complejo como su prisión, pero él no debe saberlo. Actúen como de costumbre. Si intenta salir, mátelo.

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