29

MIENTRAS THOMAS dormía en la Casa Blanca ante la insistencia " del presidente Blair, Kara se hallaba siguiendo una insistencia propia. No tenía deseos de dormir, no había causa para soñar. Solo quería una cosa, y era entender la erupción que le había aparecido debajo del brazo.

Los Laboratorios Genetrix se habían convertido en el hogar de Monique. Ella dormía sobre un catre en su oficina, y comía lo que quedaba de alimentos en la cafetería, aunque no habían recibido una remesa en tres días; la empresa que atendía el servicio de comida había suspendido operaciones. No importaba. Disponían de suficientes alimentos no perecederos para dar de comer a quinientos técnicos y científicos al menos por dos días. Para entonces sabrían si era hora de ir a casa y empezar a despedirse, o de dedicarse de lleno a un último y desesperado esfuerzo.

Monique examinó en silencio el brazo de Kara, quien le observaba los ojos… era demasiado malo que Thomas se hubiera encaprichado con esta otra mujer en el mundo de Mikil. Chelise. Cuanto más tiempo pasara Kara con Monique, más decidía que la refinada francesa era más débil de lo que inicialmente había supuesto. Ella y Thomas podrían hacer una buena pareja. Suponiendo que los dos sobrevivieran.

La mirada de Monique ya no se enfocaba en la cortada que le había captado la curiosidad. Revisaba el resto del brazo.

– ¿Qué pasa? -quiso saber Kara.

– ¿Has notado salpullido en alguna otra parte? ¿Quizás en el estómago o la espalda?

– ¿Ya está sucediendo? -preguntó Kara retrocediendo.

– En algunas personas, sí. ¿Ninguna otra erupción?

– No. No que yo haya notado.

Por otra parte, ahora que pensaba al respecto, la piel parecía picarle en muchas partes.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo notaste?

– Unas pocas horas -respondió Monique.

– ¿Y tú? -le preguntó Kara volviéndose hacia ella.

– No.

– ¡Creí que teníamos otra semana! ¿Quién más?

– Ha habido una cantidad de casos reportados en Bangkok. Theresa Sumner. Todo el equipo que llegó para reunirse con Thomas unas semanas atrás. Algunos en el Lejano Oriente informan haber tenido el salpullido aun durante diez días. Suponíamos que esto solo ocurriría entre aquellos cuyos sistemas luchan activamente contra el virus. La erupción es prueba de la resistencia del cuerpo, aunque eso no significa mucho.

La revelación no fue tan espeluznante como ella creyó que sería. Es más, constituía un poco de alivio después de tanto misterio. Como saber que después de todo el cáncer que se tiene es terminal. Que se va a morir exactamente en treinta días. Que hay que vivir y prepararse para morir.

– ¿Cuántos?

– Varios miles -contestó Monique encogiendo los hombros-. Nuestros cálculos iniciales del período de latencia del virus solo eran eso: cálculos. Siempre supimos que podría venir antes. Ahora parece haber hecho exactamente eso.

Intercambiaron una prolongada mirada. ¿Qué más se podía decir?

– Estamos muertos, a menos que se lleve a cabo este intercambio con Francia y consigamos el antivirus -opinó Kara.

– Así parece.

– ¿Lo sabe el presidente?

– Todavía no. Estamos haciendo pruebas. Lo sabrá en una hora.

Kara suspiró, hurgó en el paquete que llevaba, y extrajo un frasquito de vidrio con una muestra muy pequeña de sangre. Sangre de Thomas. Su hermano había insistido antes de salir del John Hopkins. El razonamiento de ^ era simple: estaba muy seguro de que volvería a Francia, pero no quiso explicar la razón. En caso de que algo le sucediera, quería que Kara y Monique tuvieran algunas opciones.

Kara dejó el frasquito sobre el escritorio.

– ¿De Thomas? -quiso saber Monique.

– Idea de él. ¿Sabes lo que sucedería si tú y yo soñamos con esta sangre›

– Rachelle está muerta -contesto Monique mirándola-. Tú despertarías como Mikil. No sé cómo quién despertaría yo.

– No. Pero despertarías. ¿Y qué pasaría si comes la fruta de rambután mientras estés allí?

– Nada de sueños.

– ¿Y si comes el rambután todos los días por el resto de tu vida?

– ¿Importaría? Si muero aquí, muero allá. ¿No es así como funciona?

– No si tener un sueño de una noche aquí dura cuarenta años allá. Podríamos vivir toda una vida en otra realidad mientras esperamos que la muerte nos lleve aquí.

Una pequeña sonrisa cruzó por el rostro de Monique. Luego una risotada de incredulidad.

– ¿Sugirió Thomas que hiciéramos esto?

– No. Él dijo que sabríamos qué hacer con la sangre. ¿Tienes una idea mejor?

– No. Pero eso no da sensatez a tu idea.

– ¿No lo harás entonces? Él te mencionó a ti, a nadie más.

– Por supuesto que lo haré -contestó Monique, agarrando el frasquito-. ¿Por qué no?

La sonrisa se le suavizó en el rostro. Miró la muestra de sangre.

– ¿Tiene Thomas salpullido?

– Ahora que lo mencionas, así lo creo, sí -contestó Kara recordando lo que él había dicho acerca de la erupción que había adquirido en Indonesia-. Lo cual significaba que él podría estar entre los primeros.

No hubo respuesta.


***

MIKE OREAR examinó la creciente multitud, demasiadas personas ahora para contarlas; los cálculos hablaban de casi un millón. Se necesitaría mucho para redirigir los pensamientos de todos ellos hacia la indignación. & innegable la frustración en los ojos de la gente. Las palabras que él estaba a punto de lanzar al aire no harían nada menos que abrir las puertas de la ira, redirigida al mejor símbolo conocido del poder: la Casa Blanca.

Había llamado temprano a Theresa y pescó algo más respecto de la posibilidad de un antivirus, pero ella se había enfriado desde que él tomara esta posición como voz del pueblo. Era un milagro que aún se comunicara con ella. Cuando él la confrontó con la acusación de que la administración estaba engañando al pueblo al ofrecerle una esperanza aunque no la había, Theresa simplemente suspiró y le contó que no estaba trabajando en turnos Je veinticuatro horas para complacer a la administración.

Luego Theresa había colgado.

Esta supuesta esperanza de ella tenía que ser insustancial. La única esperanza real de ellos reposaba en el único hombre que poseía un antivirus que haría algún bien: Svensson. Si el presidente no quería saber nada de Francia, no había esperanza.

Orear se rascó las axilas. La picazón que le apareciera una semana antes se había calmado, pero ahora volvía a surgir. Era extraño que muy pocos tuvieran el salpullido. Suponiendo que se relacionara con el virus, él habría pensado que el salpullido se extendería ampliamente. Su madre lo tenía. Tal vez era algo genético. Quizás unos pocos mostraron síntomas antes de lo que la comunidad médica predijera.

Hizo de lado los pensamientos y se dirigió a la tienda donde las cámaras de CNN esperaban su actualización en vivo cada hora. La tienda se había colocado en una tarima a metro y medio sobre la calle, suficiente altura para darle una clara visión de la multitud. Marcy Rawlins discutía acaloradamente con uno de los camarógrafos respecto del desastre que estaban haciendo con el equipo, y él señalaba que el orden ya no podía ser señal de virtud.

Un tipo alto y calvo con bigote en forma de manubrio caminaba a lo largo de la barricada de madera, mirando a Mike. Usaba una túnica beige con mangas brillantes en los puños. Tómelo a él, por ejemplo. Este hombre Parecía capaz de comerse la barricada con solo un poco de ánimo. Los soldados armados se verían obligados a disparar sus gases lacrimógenos. Se dallaban a menos de un kilómetro de la Casa Blanca, la cual se levantaba majestuosa detrás de ellos, pero la única manera en que los guardias podrían detener un ejército en marcha de manifestantes airados era matar a un0s cuantos.

Esas muertes estarían sobre la cabeza de Mike. Él lo sabía tan bien com0 sabía que Marcy necesitaba un Valium. Pero la muerte de algunos podría traer esperanza y posiblemente vida a millones. Por no mencionar a las 543 almas de Finley, Dakota del Norte, donde su madre esperaba que él hiciera lo humanamente posible para detener este desastre.

– Dos minutos, Mike -informó Nancy Rodríguez, sentándose al lado de él.

– Entendido.

Mucho tiempo antes había prescindido de la corbata… él era del pueblo, para el pueblo. Y esta noche presionaría al pueblo.

Sally le aplicó un rápido cepillado de base para suavizarle el brillo en las mejillas, le recogió el cabello, luego se alejó sin pronunciar palabra. En estos días no había muchos que hicieran un maquillaje artístico.

Su copresentadora se inclinó hacia él.

– Tú también tienes que saberlo -anunció Nancy-. Acabo de decírselo a Marcy. Esta es mi última transmisión. ¿Qué?

– Tengo familia en Montana, Mike.

– Y yo tengo familia en Dakota del Norte. ¿Y qué de lo que estamos haciendo aquí por esas familias?

– No estoy segura de lo que estamos haciendo aquí; que no sea morir con los demás.

Mike entendía. A veces se sentía igual. Pero él no tenía alternativa al respecto. El pueblo se había convertido en su familia, y ahora también estaba obligado con esa gente.

– Quédate unos cuantos minutos, y te prometo que verás lo que estamos haciendo aquí.

– Vamos, ustedes -gritó Marcy-. ¿Listo, Mike?

Él inició el reportaje actualizando informes de todo el mundo, en su mayor parte de revueltas y cosas por el estilo. Nada acerca del antivirus» como solía hacer. Solamente los problemas.

Les dijo que la muchedumbre sobrepasaba el millón. Habían obligado a parar el tráfico dentro de Washington, D.C., y la policía estaba apartando a la gente. Habían puesto altoparlantes cada cincuenta metros hasta donde Mike podía ver, y en todas las esquinas a lo largo del Boulevard Constitution. La voz de Orear resonaba hacia la multitud. He aquí el periodista de las ondas, el salvador de la gente. Calculaban que en este momento su audiencia en todo el mundo era casi de mil millones de personas. Habían vendido las actualizaciones patrocinadas por Microsoft a cien millones el comercial. Si sobrevivían a esto, Microsoft resplandecería. Si no, morirían con los demás.

Inteligente modo de pensar.

– Estas son las noticias, mis amigos -expresó Mike después de respirar hondo-. Eso es lo que ellos quieren que ustedes sepan. Eso es lo que todo el mundo sabe ahora. Pero me he enterado de algo más, y quiero que pongan atención a cada palabra que estoy a punto de pronunciar, porque la vida de ustedes muy bien podría depender de lo que yo diga a continuación.

Miró a Marcy. Ella estaba más que sorprendida por lo que él pudiera decir. Lo miraba con expectación; ahora ella era más audiencia que productora.

– La esperanza de descubrir un antivirus, a pesar de lo que la Casa Blanca nos ha estado diciendo estas últimas dos semanas, es ahora casi inexistente.

Un manto de silencio cayó sobre Washington mientras él pronunciaba estas palabras. Toda televisión, toda radio, todo parlante transmitía el anuncio de Orear. Mike imaginaba las salas de los hogares de Estados Unidos, en silencio, excepto por los latidos del corazón de quienes lo escuchaban. Esta era la noticia que habían estado esperando. Contra todo pronóstico.

– En cuestión de días, todo hombre, toda mujer y todo niño vivo sobre este planeta comenzará a mostrar los síntomas de la variedad Raison. En días, quizás en horas, después de eso, el mundo como lo conocemos habrá…

Un terrible sonido surgió de la muchedumbre y al principio Mike creyó que uno de los altoparlantes se había sobrecargado con retroalimentación. Pero no eran los altoparlantes, sino las personas.

Un gemido terrible, probablemente de uno de los grupos del «fin mundo», se extendía ahora como fuego.

– ¡Silencio! Por favor, hay más. No se callaron.

– ¡Por favor! -gritó Mike, de repente tan furioso con ellos como lo estaba con la Casa Blanca-. ¡Cállense! ¡Por favor! El gemido decayó. Marcy estaba mirándolo.

– Lo siento, pero no es un juego lo que estamos representando ¡Ustedes me tienen que oír!

– ¡Díselos, Mikie! -gritó alguien; siguió un aluvión general de aprobaciones.

– Óiganme -anunció él levantando una mano-. La realidad es que todos vamos a morir.

Hizo una pausa. Dejó que el ruido amainara.

– A menos…

Ahora los dejó pendientes con estas dos últimas palabras. En momentos como este él estaba plenamente consciente de su poder. Como había dicho el director de la CÍA, quiéralo o no, en este instante Mike era una de las personas más poderosas en la nación. No le hacía ninguna gracia el hecho, pero tampoco podía hacerle caso omiso.

– A menos que encontremos una manera de tener en nuestras manos el antivirus que ya existe. Ese es el asesino: un antivirus que ya existe podría acabar todo esto en dos días. Ni uno solo de nosotros debería morir. Pero eso no es lo que va a ocurrir. No va a suceder porque Robert Blair ha rechazado un trato que intercambiaría nuestro arsenal nuclear por el antivirus.

Volvió a hacer una pausa por el efecto. Ellos ya conocían el ultimátum de los terroristas, pero nunca se lo habían puesto tan claramente, y nunca a la mano con el fracaso de la comunidad mundial de la salud.

– Mis amigos, oigan, denles las armas. Dennos el antivirus. Dennos una oportunidad de vivir. Denles otro día, otra semana, otro mes, otro año a nuestros hijos ¡y déjenlos vivir para luchar! -exclamó él y lanzó el puño al aire.

De inmediato, un rugido brotó de la multitud.

– ¡Las reglas han cambiado! -gritó, incitando los gritos de la creciente multitud-. ¡Estamos en una lucha por nuestras mismísimas vidas! ¡No podernos permitir que un hombre sacrifique nuestra sobrevivencia por sus propias ideas infladas de principios!

Mike respiraba con dificultad. La adrenalina le corría por las venas.

Señaló con el dedo la parte trasera de la Casa Blanca.

– ¡Esta farsa no debe continuar! ¡En algunos días todos moriremos a menos que ellos cambien de opinión! ¡Óiganme, luchen por sus vidas! Escúchenme, tomen por asalto la Casa Blanca! ¡Atiéndanme, si vamos a morir, moriremos peleando por nuestro derecho a vivir!

La mano le temblaba. Se le acababan las palabras.

Un silencio de mal augurio había sofocado a la multitud. Una cosa eran gritos de protesta. Otra era incitar a una insurrección. Esta plática de muerte estaba yendo lejos.

El grito empezó en alguna parte atrás, como a diez manzanas en el fondo, hasta donde él supo.

La turba se movió como si hubieran cortado las correas que la ataban. Se lanzaron hacia delante, gritando proclamas de muerte. El calvo con el bigote en forma de manubrio estaba entre mil que abrieron primero una brecha en la barricada.

Luego corrieron.

El camarógrafo se dio la vuelta y enfocó a la turba. Retrocedió, trastabilló por una cuerda, pero rápidamente se afirmó y mantuvo la programación en vivo.

Mike no sabía qué hacer. Hasta donde podía ver, la multitud se movía. Hacia delante. Hacia él.

Una ametralladora repiqueteó… unos reflejos pasaron veloces por sobre la turba.

Las tropas del ejército ya estaban de pie. Las advertencias resonaban por sus "Megáfonos, pero se perdían entre el rugido de la multitud. La primera fila pasó corriendo la plataforma.

Marcy gritaba algo, pero Mike no logró entenderla. La gente iba a pasar exactamente por sobre estas defensas y a correr hacia la Casa Blanca. Nadie Podía detener esto. Él no tenía idea…

¡Puní!

Gritos de terror. ¡Pum! ¡Pum!

– ¡Retrocedan o nos veremos obligados a disparar! ¡Pum!

De un bote salió una nube que fue a parar a siete metros del escenario.

– ¡Gases lacrimógenos! -gritó alguien; tan pronto como lo dijo, e| ardor golpeó los ojos de Mike. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

Paletas de helicóptero giraban cerca con fuerza, muy cerca para hacer cualquier daño que se les ordenara hacer.

La turba avanzó con violencia entre las nubes de gas. Otra ametralladora rugió. Siguió un silencio momentáneo.

Cuando se reanudó el griterío, sonaba muy diferente y Mike supo que habían alcanzado a alguien.

– ¡Sube aquí! -gritó, dando la vuelta.

Pero el camarógrafo ya corría entre la multitud.

La guerra había empezado. Los brazos se le pusieron como carne de gallina.

La guerra de Mike.


***

– LA RESPUESTA es no -manifestó bruscamente el presidente Blair-. Me quedo aquí, punto. Encuentren a Mike Orear y su pandilla y tráiganlos. Quiero salir al aire tan pronto como sea posible. Phil Grant frunció el ceño.

– Señor, firmemente le insto a considerar las consecuencias…

– Las consecuencias son que a menos que andemos con sumo cuidado durante los próximos dos días, ninguno de nosotros tiene esperanza. Hace más de dos semanas que lo sé; ahora la gente también lo está entendiendo. Me sorprende que hayan necesitado tanto tiempo para derribar las barricadas. Debido a la vacilación del presidente, el director de la CÍA no estaba seguro de la respuesta imparcial de Blair a los disturbios.

– No estoy seguro de que estén equivocados al respecto, señor -opinó finalmente.

Por primera vez se cruzó en la mente de Blair la posibilidad de que Phil Grant pudiera estar trabajando con Armand Fortier. ¿Quién mejor que él? pensó de repente en los últimos años, buscando incongruencias en la actuación del hombre. Si Blair no recordaba mal, no había habido ninguna. El presidente estaba buscando fantasmas detrás de todo aquel que entraba a su despacho en estos días.

– Los disturbios se desataron solo hace una hora y ya hay seis cadáveres en el césped, por Dios -dijo Grant resaltando su punto-. El perímetro de la Casa Blanca se podría restaurar, pero están destrozando la ciudad. La gente de esta nación quiere una cosa, señor: sobrevivir. Démosle a Fortier sus armas. Consigamos el antivirus. Vivamos para luchar otro día.

Blair se alejó deliberadamente. Este era el mismo argumento, casi palabra por palabra, que Dwight Olsen había defendido casi quince minutos antes. Las motivaciones de Dwight eran transparentes, pero Phil Grant era una bestia distinta. Esto no le gustaba. Sabía que eran casi nulas las posibilidades de conseguir el antivirus de parte de Fortier. Mostrar militarmente los dientes al francés y luego rogarle un antivirus era sencillamente inaceptable. Mientras tuvieran alguna influencia, los Estados Unidos estaban en el juego. Tan pronto como renunciaran a esa ventaja se acabaría el juego.

Grant sabía todo esto. Blair decidió recordárselo.

– No confío en los franceses.

– No estoy seguro de que usted aún tenga una alternativa -advirtió Grant-. Para mañana podría tener en sus manos una guerra civil declarada. Usted representa al pueblo. El pueblo quiere este intercambio.

– El pueblo no sabe lo que yo sé -contestó Blair volviéndose.

– ¿Y de qué se trata? -cuestionó Grant parpadeando.

Fácil.

La insistencia de Thomas de que no confiara en nadie, ni en una sola alma, le recorrió la mente. Gains, había dicho Thomas. Quizás Gains, así es.

– Se trata de lo que usted sabe. Fortier no tiene motivos aceptables para entregar el antivirus cuando nuestros barcos se reúnan con los de él -informó el presidente y miró el reloj de pulsera-. Dentro de treinta y seis horas.

Grant lo analizó, luego lanzó a la mesa la carpeta que tenía en las manos.

– Comprendo su renuencia. La acepto, naturalmente. Nunca se podrí confiar en absoluto en los franceses -comentó, se puso de pie y se metió las manos en los bolsillos-. Esta vez no creo que tengamos alternativa. No con estos disturbios extendiéndose. En Nueva York y Los Ángeles ya están empezando. La nación estará ardiendo para mañana al mediodía.

– Eso es mejor que morir en cuatro días.

El intercomunicador chirrió.

– Señor, tengo una llamada privada para usted.

Gains. Había dejado instrucciones muy específicas. Ni siquiera la operadora sabía que la llamada era de Gains.

– Gracias, Miriam. Dígale que la llamaré de inmediato. Ponga en espera todas mis llamadas por algunos minutos.

– Sí señor.

Blair suspiró.

– Nada como una madre amorosa -manifestó, señalando la puerta con la cabeza-. No se preocupe, Phil, no voy a permitir que esta nación arda para el mediodía. Duerma un poco… parece que podría necesitarlo.

– Gracias. Quizás así sea.

El director salió.

Fantasmas, Robert. Estás viendo fantasmas.

Sacó el pequeño teléfono satelital del cajón de su escritorio, trancó 1 puerta del despacho y se metió con cautela al clóset. Disturbios enorme ardían furiosamente en la ciudad; las primeras señales del virus Raison lo había visitado temprano con este salpullido; la mayor parte del arsenal nuclear del mundo estaba a punto de ir a parar a manos de un hombre que probablemente lo usaría; y el valiente Robert Blair, presidente del país más poderoso del planeta, se hallaba acurrucado en su clóset marcando un número con ayuda del traslúcido brillo verde de un teléfono satelital seguro.

La llamada necesitó casi un minuto completo para conectarse.

– ¿Señor?

– Rápidamente.

– Tenemos una posibilidad. Los israelíes ya han dirigido su flota como exigieran los franceses.

Blair soltó una larga y lenta espiración. Además de Thomas, quien había sugerido primero este plan, solo otros cuatro en este lado del océano conocían los detalles.

– ¿Cuántos de ellos están en esto?

– El general Ben Gurion. El primer ministro. Es todo.

– ¿Dónde están ahora sus barcos?

– Cerca del Estrecho de Gibraltar. Darán la vuelta en Portugal y llegarán a sus coordenadas en solo treinta horas, como exigieron los franceses.

– Bien. Lo quiero a usted en el USS Nimitz tan pronto como le sea posible.

– Aterrizo en España en tres horas y saldré mañana -anunció Gains, luego se oyó estática-. ¿Qué hay con Thomas?

– Está durmiendo -contestó Blair-. Dependiendo de lo que suceda en sus sueños…

Se contuvo, sorprendido por el sonido de sus propias palabras. ¿Estaban contando con los sueños?

Sí, los sueños del mismo hombre que sacara a la luz la variedad Raison.

– Si todo resulta bien, él se reunirá con usted.

Nadie, a excepción de Kara y Monique de Raison, entendía a Thomas tan bien como Merton Gains. Este sintió el bochorno de Blair.

– Es lo correcto, señor. Aunque Thomas no nos diera nada más, lo que nos ha dado hasta este momento ha sido invaluable.

– No estoy seguro de si concordar o discrepar -objetó Blair-. Él nos provocó esto, ¿no es así?

– Fue Svensson.

– Por supuesto. Voy a las ondas tan pronto como traigan a este tipo Orear y voy a decirle al pueblo estadounidense que voy a colaborar con los franceses.

– Comprendo.

– Que Dios nos ayude, Merton.

– Sí señor. Que Dios nos ayude.

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