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MIKIL PRESIONÓ su espada contra el cuello del encostrado.

– Guarda silencio y vivirás.

Había agarrado al hombre por detrás. Thomas estaba seguro de que Mikil no tenía intención de cortarlo, pero parecía que a ella le gustaría hacerlo.

– ¡Asiente con la cabeza!

El hombre asintió vigorosamente.

Thomas caminó alrededor del tipo y lo miró a los ojos. Habían cruzado el desierto en menos de un día y luego descansaron a ocho kilómetros de la ciudad antes de hallar a este mensajero, un centinela solitario a quien habían apostado en el camino principal que venía del occidente. Su rostro blanco brillaba a la temprana luz de la luna.

– No vamos a lastimarte, amigo -declaró Thomas y levantó las manos-. Mira, no tengo espada. Mikil tiene una, pero en realidad es principalmente para presumir. Solo necesitamos un favor. ¿Hemos captado tu atención?

El guardia no se movió.

– ¿Cómo te llamas?

– Albertus -susurró el hombre.

– Bien. Si no haces lo que pedimos, sabré qué decirle a Qurong. M' nombre es Thomas de Hunter. ¿Me has oído?

– Sí.

– Bien. Entonces irás directo al castillo, despertarás a Qurong y le darás un mensaje. Dile que me entregaré a cambio de los veinticuatro albinos que ha capturado. Que los lleven a la arboleda a tres kilómetros al occidente del Valle de Tuhan y me rendiré. Mikil tomará a los albinos y Qurong me puede tener en lugar de ellos. ¿Entiendes?

– Usted a cambio de los otros que trajeron -concordó el guardia.

– Sí. ¿Cuándo llegaron?

– Anoche.

– ¿Están en las mazmorras?

– Sí. Y han aumentado la guardia.

Thomas miró a Mikil. Ya se lo esperaban. Cualquier intento de rescate sería un asunto distinto esta vez.

– Estaremos observando. Dile a Qurong que no crea que se pueda burlar de nosotros. Un intercambio justo o nada. Quiero a los albinos en caballos -indicó, luego hizo una seña con la cabeza a Mikil-. Libéralo.

Mikil dejó ir al hombre, quien se frotó el cuello y dio un paso atrás.

– Cabalga, amigo.

– Si dejo mi puesto…

– Qurong te dará una recompensa por esto, ¡estúpido! Le estás entregando a su enemigo. ¡Cabalga ya!

El guardia corrió hacia el caballo, montó rápidamente y se metió cabalgando en la noche.

– ¿Ahora qué? -inquirió Mikil.

– Ahora esperamos en la arboleda.


***

LA TRIBU se había tragado tan fácilmente la treta que Woref había demorado el ataque por varias horas. Ahora el campamento pernoctaba en perfecta paz, sin sospechar otro asalto tan pronto.

Sus anteriores instrucciones habían sido muy precisas: matar solo unos cuantos, capturar a tantos como fuera posible y dejar vivos a los demás con el mensaje. No perseguirlos. Llevar los cautivos a la ciudad, pero esperarlo a ^ con una división completa.

Como había esperado, los albinos supusieron que las hordas ya tenían lo que buscaban.

Erróneo. Pero muy erróneo.

Woref había llegado al mediodía. Estaba seguro de que la tribu iba a llamar inmediatamente a Thomas de Hunter. Sabía que Chelise estaría con Thomas. El hecho de que Thomas hubiera salido a rescatar a los veinticuatro albinos en la ciudad no tenía consecuencias ahora. Woref tendría pronto e| único premio deseado.

Cerró los ojos e hizo girar el cuello. Casi saboreó ahora la piel de ella en su lengua. Un sabor a cobre. Como sangre. Sed de sangre. Teeleh querría verla esta noche, pensó él. No estaba seguro de cómo sabía eso, pero él esperaba que la criatura se regodeara. Woref se estremeció de antemano.

Era extraño que de algún modo se hubieran unificado sus pasiones con las de la serpiente alada. Conspiraba con Teeleh; ahora aceptaba eso. Pero estaba sirviendo a sus propios intereses. Francamente, no estaba seguro de quién servía a quién. Cuando se convirtiera en el dirigente supremo de las hordas, necesitaría la clase de poder que Teeleh le podría dar.

Pero primero…

Abrió los ojos y enfocó la mirada en la noche. Primero poseería a la hija del primogénito. La tendría y la destruiría. Ella lo amaría. Aunque tuviera que sacarle el amor a golpes, ella lo amaría. Al principio tendría que ser sutil, naturalmente. Teeleh era tanto sutileza como él era fuerza bruta. Paciencia. Pero al final ella sería suya y solo suya.

– Si uno solo de esos albinos resulta muerto, yo mismo ahogaré al culpable -advirtió Woref volviéndose hacia el capitán-, ¿Entienden eso sus hombres? Nuestro objetivo aquí es liberar a la hija de Qurong. No podemos arriesgarnos a matarla con una flecha perdida.

– ¿Y después?

– Ya lo decidiré.

Miró otra vez el campamento. Ella estaba en la tercera tienda a la izquierda; a menos que se hubiera movido durante la noche, lo cual era improbable pero posible. Sus hombres habían tenido más fama de fallar de lo que a él le gustaría admitir.

– ¿Están en posición?

– Tenemos rodeado el campamento. No hay escape posible.

– Ya antes he oído esas palabras.

– Esta vez estoy seguro.

– Detrás de mí -resopló Woref. Saltó sobre la saliente y se acercó a la línea de hombres que se hallaban tendidos a lo largo del suelo del cañón. Se habían pintado los rostros de negro, y en sus oscuras indumentarias de batalla parecían criaturas nocturnas. Las hordas casi nunca atacaban en la noche debido a su miedo a los shataikis. Extraño, considerándolo todo. Pero los murciélagos negros estaban demasiado ocupados alimentándose de mentes en la ciudad, como para meterse a deambular por estos cañones.

Woref se puso sobre una de sus rodillas al frente de la línea y analizó las tiendas. Ni un solo movimiento. Lo único que quedaba era apretar suficientemente la soga para evitar escapes.

– Lentamente,

Se puso de pie y se dirigió al campamento. En lo alto a su derecha el capitán dio la señal al resto de los hombres que circundaban. Con cautela, para que las botas hicieran poco ruido sobre la arena, seiscientos guerreros cercaban la tribu.

Woref se detuvo como a siete metros de la primera tienda y levantó la mano.

Ni un sonido. El corazón le latía con fuerza. Los guerreros en el extremo más lejano del campamento habían recibido una señal y se detuvieron con él. Aunque los albinos los vieran ahora, su destino estaba sellado.

La tercera tienda. Su ramera blanca estaba allí, durmiendo en la tienda de un albino. Esta noche aprendería el significado de respetar. Esta noche se le abriría a ella todo un mundo nuevo. El mundo de él.

Woref agarró una larga guadaña del guerrero detrás de él.

– Quédate aquí -le ordenó en un susurro.

Caminó pausadamente hacia el campamento, dejando atrás a sus hombres. Al llegar a la tercera tienda apartó las piernas, levantó la guadaña y la hizo oscilar por el borde de la lona. La hoja se deslizó entre la tela y el centro del poste como si estuviera hecha de papel. Agarró la pared que se caía y la rasgó hacia un lado.

Allí se hallaba una mujer, con los ojos aún cerrados. Una encostrada. Su ramera.

Woref estiró la mano hacia abajo, le agarró un puñado de pelo y la apretó contra el suelo. Ella despertó con un grito, los ojos desorbitados p0r el terror.

– Eso es, querida esposa. Deja que el mundo conozca tu placer.

Chelise se agarró inútilmente de las manos de él. Los gemidos de ella hicieron añicos la calma nocturna. Se abrieron portezuelas de tiendas, y albinos salieron a tropezones como ratas de sus madrigueras.

El ejército de las hordas no se movió.

Woref arrastró a Chelise hasta el centro del campamento, la levantó hasta que quedó de pie, y la hizo girar. Los albinos ya estaban en pleno movimiento, saliendo disparados intentando escapar. Que lo hagan. A ¡as pocas zancadas se toparían con guerreros.

– ¡Nadie arrebata lo que es mío! -gritó-. ¡Nadie!

– Johan, la ruta oriental está bloqueada -gritó una voz.

– ¿Martyn?

Los guerreros de Woref aún esperaban su señal: matar o no matar.

El giró hacia Chelise y la aporreó en la sien con la mano izquierda. Los gemidos se acallaron, y ella se dobló. El la soltó y ella se desplomó.

– ¡Martyn! -resonó la voz del comandante de las hordas en el cañón-. Que Martyn se presente o mataré a todos.

– No necesitas tus amenazas para motivarnos -contestó Martyn, apareciendo por la izquierda de Woref-. Ya nos has estado amenazando durante un año.

Martyn se veía extraño sin su piel, y con los ojos descoloridos. Enclenque. Asqueroso.

– ¿Es este el poderoso general? Te ves ridículo, mi viejo amigo.

– Y tú te ves como si tuvieras que darte un buen baño.

Woref no estaba seguro de qué hacer con el hombre. La mujer negra que antes tomaran cautiva se paró al lado de Martyn. La suerte del encostrado era mucho más grande de lo esperado. En una noche reclamaría a su novia y asesinaría a Johan, dejando que Thomas llorara a los suyos.

– He reclamado lo que es mío, y ahora disfrutaré viéndote morir.

Levantó la mano.

– Mi señor, exijo una audiencia -declaró un albino alto, adelantándose.

La tribu los miraba en silencio. Impotente.

– Mataré a Martyn y te llevaré -decidió Woref.

– No. Entonces mátenos a todos. Johan es una sombra del gran general que usted conociera una vez. Déjele vivir su lastimosa vida. Lléveme y]e entregaré a Thomas, quien es la única amenaza entre el Círculo.

– ¿Dónde está?

– Cerca de la ciudad, planificando otro rescate.

– Encadena a este hombre -ordenó Woref volviéndose hacia el capitán-. Los demás vivirán. Mantén aquí al ejército hasta mañana. Asegúrate de que ninguno de ellos salga de este cañón; no quiero perseguir a nadie.

Había venido por Chelise. Si también pudiera agarrar a Thomas habría desaparecido la última de las reservas de Qurong respecto de su general.

Su mente se volvió hacia la inconsciente forma en el suelo. La mujer que le había producido tanto dolor. La que él amaba.

Su único remordimiento era que por el momento tendría que ejercer discreción. No lo conseguiría si llevaba una hija maltratada a su padre. Pero siempre había otras formas.

Regresó a mirar al albino y vio que este miraba a Johan. No estaba seguro de si era una mirada de traición o de remordimiento. Pronto lo sabrían.


***

– ¡DEMASIADO PRONTO! -exclamó Mikil, mirando hacia abajo desde su posición en el árbol.

El sol acababa de salir cuando la larga línea de albinos apareció en el borde del campo con un guardia para cada uno. Una segunda fila de guardias entraba al campo en cada lado.

– ¿Qué te dije? -manifestó Thomas-. Qurong no es tonto. El sospecha que Chelise estará tan obligada por mi cautiverio como lo está el Círculo. ¿Ves a Woref?

– No. Hay un general, pero no creo que sea Woref,

– Habrías creído que él manejaría esto por sí mismo -declaro Thomas, regresando a ver los árboles detrás de él-. ¿Está despejado d camino?

– No hay manera de que pudieran haber tendido una trampa tan pronto, dame diez minutos sobre ellos y estaremos libres -pidió Mikil, agarrándole e] hombro-. ¿Estás seguro acerca de esto, Thomas? Me preocupa.

– ¿Y no te preocupa la muerte de ellos? -le preguntó él señalando hacia los albinos, quienes ahora se hallaban sobre sus caballos en una larga fila, esperando el siguiente movimiento-. Solo asegúrate de que nada le ocurra a Chelise. Sin ella mi vida no tiene sentido.

– Johan mismo la ataría de pies y manos si creyera que ella se podría fugar.

– No es eso. Si ella me dejara ahora por Woref, creo que preferiría estar muerto. Y ella aún tiene la enfermedad, Mikil, No confío en su mente.

– Pero confías en su corazón.

– Me estoy jugando la vida por el corazón de esa mujer.

Habían elaborado un plan para sacar a Thomas, una jugada arriesgada que involucraba un intercambio por Chelise en el desierto, pero que requeriría la cooperación de la princesa.

– La fortaleza de Elyon, amiga mía -declaró Thomas, agarrándole el brazo.

– Ten cuidado, Thomas.

– Lo tendré.

– Si logramos superar esto, me gustaría soñar contigo. Convertirme en Kara,

– Si Kara vive, creo que le encantará.

Thomas se sentó en uno de los caballos, respiró profundo y salió a campo abierto junto a los manzanos.

– Nos encontramos a mitad de camino -gritó.

Ellos lo vieron y sostuvieron una breve discusión. El general que Mikil había visto lo llamó.

– Lentamente. Sin trucos. Tenemos hombres a cada lado.

Thomas fustigó el caballo y se fue hacia la línea. Los albinos comenzaron a moverse al frente.

Él los pasó a su derecha, a menos de siete metros de distancia tres arqueros atesaban sus arcos. Si salía disparado ahora le darían fácilmente. Asintió al albino más cerca de él, una anciana mujer llamada Martha. Ella lo miró con temor en los ojos.

– Te veré pronto, Martha, sé fuerte.

– La fortaleza de Elyon -pronunció ella en voz baja.

Entonces los pasó y se entregó a las hordas. Los miembros de la tribu trotaron por el campo y desaparecieron entre los árboles.

– ¡Baje del caballo! -ordenó el general.

Thomas desmontó y dejó que le ataran las manos a la espalda con una larga cuerda de lona.

– ¿Esperas que camine todo el trayecto?

El general no respondió. Ataron el caballo de Thomas a otros dos, lo empujaron por detrás en la silla, y se lo llevaron.

Thomas entró cabalgando en la ciudad de las hordas por segunda vez en dos semanas. Otra vez presenció la miseria causada por la enfermedad. Una vez más intentó sin lograrlo hacer caso omiso de la inmundicia y la pestilencia de los encostrados que lo insultaban a gritos. Otra vez se acercó al tenebroso calabozo que antes fuera un gran anfiteatro construido para la expresión de ideas y de libertad. Esta vez pasaron el castillo sin llevarlo ante Qurong. Eso vendría muy pronto.

No menos de cien guardias rodeaban la mazmorra, todos armados con arcos y guadañas. Estos no eran parte de un ejército habitual. Eran veteranos de batallas y miraban con odio amargo.

El guardia de la mazmorra le hizo bajar los húmedos peldaños y recorrer el mismo pasillo por el que antes había andado. Pero pasaron la antigua celda de Thomas y lo bajaron por un segundo tramo de escaleras hacia un nivel más bajo iluminado solo con antorchas. Lo empujaron dentro de una celda pequeña, cerraron de un portazo la celda y lo dejaron en oscuridad total.

Thomas se dejó caer en el rincón, exhausto. Ahora lo único que podía hacer era esperar.

Y soñar. 

de cañón que un brinco de «uno, dos y tres», y aquel fije desde la parte trasera de un transporte militar que un misil cortara por la mitad dos semanas antes. Esta vez sería un salto en conjunto con el mayor Scott MacTiernan, de las tropas de asalto del ejército.

Las defensas francesas no solían entrar en combate con aviones enemigos sobre su territorio; el súbito cambio de poder tenía solo dos semanas y los militares estaban siendo coaccionados. Todo esto jugaba a favor de los estadounidenses. El avión de carga C-2A Greyhound salió del USS Nimitz a ochocientos kilómetros de la costa de Portugal y voló sobre España y luego por sobre el occidente de Francia, pegado a tierra debajo de los radares. Tan pronto como se acercaron al punto de descenso, el piloto lanzó el morro del avión hacia arriba y dejó que se enfilara hacia los oscuros cielos.

Las defensas aéreas los descubrieron a dos mil pies de altura.

– Usted tiene diez segundos -informó bruscamente el instructor.

Habían calculado la ventana basada en el tiempo que le llevaría al radar francés confirmar y responder al repentino pitidito de sus pantallas. El para caídas estaba hecho de un tejido que los identificaría poco o nada, y aun así no estarían en el aire el tiempo suficiente para causar alarma.

– Recuerde, tranquilidad -comentó MacTiernan, enfrentando el viento sobre el hombro de Thomas; le revisó las correas amarradas al pecho-, A la cuenta de tres.

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