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LA MULTITUD aumentaba a gran velocidad, pero no con suficiente rapidez para Phil Grant. El plan había sido bastante sencillo y el líder de la mayoría del senado había llegado, pero el tiempo se agotaba, y ahora Thomas Hunter había vuelto a gastar una de sus bromas pesadas de esos sueños. Phil atravesó el césped con la radio en la mano, frotándose la frente con un pañuelo. Cada cincuenta metros estaba ubicada una línea de militares blindados con uniformes color café, hasta formar un largo perímetro alrededor de los terrenos de la Casa Blanca. Ejército regular. Toda una división se había asignado a Washington. Había varios tanques por las calles, con las portezuelas abiertas y soldados en sus torres blindadas. La presencia de estos artefactos se había tolerado solo porque la nación estaba preocupada con asuntos peores. La guardia nacional se había volcado a las calles de las cincuenta ciudades más grandes de la nación, que abarcaban desde Nueva York hasta Los Ángeles. No había incidentes de conflicto fatal. Todavía.

Mil pares de ojos seguían a Phil mientras caminaba. Los manifestantes estaban detrás de la cerca, como a cien metros de distancia, pero sus miradas señalaban incluso a esa distancia. La gente era una combinación de «se lo dije, acabadores del mundo», activistas antigubernamentales y una sorprendente cantidad de ciudadanos comunes y corrientes que se habían conectado con Mike Orear y que decidieron que adoptar una causa, por poco Práctica que fuera, era mejor que sentarse a morir en casa.

Dwight Olsen caminaba al ritmo veloz de Phil, quien miró al líder de la oposición. El hombre no parecía darse cuenta del verdadero juego entre ambos, pero su odio por el presidente lo había convertido en un títere fácil.

– Esperaremos al último minuto -manifestó Phil-. Mañana a más tardar. Si usted no lleva esto a cabo, el presidente tratará de hacer algo estúpido. Lo entiende, ¿no es así?

– Usted ya dijo eso antes, pero sabe que no puedo forzar las cosas. No me puedo imaginar al presidente iniciando una guerra. Tal vez él y yo no estemos de acuerdo, pero no es tonto.

– Ese es el punto; no podemos dejar que inicie una guerra. Es demasiado tarde para eso. Nuestro propósito total aquí es evitar una guerra.

Se acercaron a las líneas de manifestantes. Mike Orear fue hacia ellos, con el rostro demacrado. Docenas de políticos conocidos estaban empeñados en sofocar la protesta, pero los ojos del mundo se hallaban fijos en este hombre.

Phil le había dado un indicio a Theresa en el vuelo de regreso desde Bangkok y ella lo escuchó con atención. Debían dar al pueblo una alerta previa y la única manera de hacerlo sin truncar la confianza del presidente era traer a alguien que pudiera tomar la decisión de ir al público por cuenta propia. Alguien como el novio de ella, quien tenía amplio acceso a los medios masivos de comunicación. Si Theresa no hubiera mordido la carnada tan rápidamente, Phil habría usado a cualquiera de los otros directores con quienes estaba trabajando. El truco había sido ocultar la noticia el tiempo suficiente para dejar que Fortier asegurara su control sobre Francia. Cuando finalmente se supiera la noticia, deberían darle una gran cobertura.

Orear sonrió y se pasó una mano por su ya descuidado cabello.

– ¿Impresionado?

– Mike, me gustaría presentarle a Phil Grant, director de la CÍA – expresó Dwight Olsen. Se dieron la mano.

– Qué buen espectáculo está presentando usted, Mike.

– Todo es cosa del pueblo, no de mí. Estoy seguro de que es un inconveniente para todos los políticos charlatanes, pero es obvio que el mundo está más allá de consideraciones de conveniencia, ¿no es cierto?

Phil miró a Olsen.

– Bueno ese es sencillamente el punto, Mike -enunció el senador- Después de todo no estamos tan seguros de que su vigilia sea un inconveniente.

Mike le lanzó una mirada en blanco.

– Es más, después de un análisis cuidadoso hemos concluido que simplemente podría ser lo único que tenga alguna posibilidad de cambiar el equilibrio en este juego.

– Se refiere a obligar al presidente a confesar.

Phil sonrió. Agarró a Mike de un brazo y lo alejó de las líneas de seguridad.

– No exactamente. ¿Puedo contar con su absoluta confianza? Olsen caminó al lado de ellos.

– Depende.

– Eso no basta -continuó Phil-. Esto está ahora más allá de cualquier hombre; sin duda usted entiende eso. Las decisiones que se tomen en los próximos cinco días determinarán el destino de cientos de millones.

– Entonces usted está hablando de hacer cambiar de opinión al presidente.

¡Qué bien!

– Se nos está acabando el tiempo.

– Y el público no tiene idea de qué está pasando realmente -opinó Mike-. Ese es todo el asunto de esta vigilia, ¿correcto? El derecho del público a saber. ¿Y cómo sugiere usted que cambiemos lo que no sabemos?

– Le diré a usted lo que el presidente está planeando -formuló Phil-. Pero necesito su confianza total, tengo la seguridad de que lo entiende.

– Muy bien. Si creo que usted es franco conmigo, tendrá mi confianza. Pero no crea que no le diré al pueblo lo que merece saber. No les traicionaré su confianza.

– No me refiero a traicionar a las personas. Estoy hablando de servirles. Usted podría tener ahora más poder en la nación que nadie. Debemos usar ese poder.

– Ahórrese sus estupideces políticas -advirtió Mike deteniéndose. Entonces supongo que tendré que confiar en usted, Mike. Espero no estar cometiendo una equivocación.

El presentador de CNN solamente lo miró. Él era el hombre perfecto, pensó Phil, quien de veras creía en esa estupidez.

El presidente está planeando empezar una guerra nuclear. Está convencido de que Francia no entregará el antivirus como prometió, y corrió asunto de principios está decidido a hundirse en llamas. Si él no cumple con las exigencias que hemos recibido, este país dejará de existir.

– Pero ustedes no creen que él tenga razón.

– No, no lo creemos. La mayor parte de su círculo interno está contra él. Tenemos información que nos lleva a creer que los franceses entregarán el antivirus a tiempo. Bajo ninguna circunstancia podemos permitir que el presidente dispare el gatillo.

– Así que el presidente no confía en los franceses -comentó Orear mirando hacia la Casa Blanca-. Y ustedes sí.

– Básicamente, sí.

– ¿Y si ustedes están equivocados?

– Si el presidente empieza una guerra, no tendremos una posibilidad de encontrar el antivirus, así de sencillo -objetó Dwight Olsen dando un paso adelante-. Si no lo hace, tendríamos una posibilidad.

– Entonces nuestros científicos no están tan cerca de crear un antivirus como nos han hecho creer.

– No.

– Es repugnante… -juzgó Mike, con los músculos de la mandíbula flexionados por la frustración-. Entonces esta vigilia nuestra no es más que nuestra propia procesión fúnebre.

– No necesariamente -objetó Phil, quitándose una gota de sudor de la frente-. Para mañana usted tendrá más de un millón de personas involucradas. Un ejército. Con el estímulo adecuado, este ejército podría hacer cambiar la opinión del presidente.

– La vigilia está bien, Mike -añadió Olsen-. Pero se nos está acabando el tiempo. Filtre la noticia de que podría ser inminente una guerra nuclear. Necesitamos que el presidente entienda que el pueblo no quiere guerra. Y necesitamos que los franceses vean nuestra buena fe. Es un esfuerzo desesperado, pero es lo único que tenemos.

– Ustedes quieren que yo empiece una revuelta.

– No necesariamente. Una revuelta enviaría señales variadas de caos.

– ¿Qué esperan ustedes que estas personas hagan? ¿Qué invadan la Casa Blanca?

Phil captó una rápida mirada de Olsen.

– Estoy abierto a sugerencias. Pero vamos a morir -opinó, dejando que su voz se llenara de frustración, del todo legítima-. ¡Esto no es ningún espectáculo masivo que usted esté organizando para el pueblo! Usted hace lo que debe hacer, o no lo hace. Pero quiero saber qué hará. Ahora.

Mike frunció el ceño. Volteó a mirar hacia las líneas de seguridad y más allá la manifestación pacífica a la luz de velas del «ejército». Un hombre de túnica blanca realizaba una torpe danza, Phil no podía asegurar si motivada por religión o por drogas. Un niño sin camisa se hallaba inclinado contra la barandilla, mirándolos al otro lado del césped. Mike estaría dejando este desorden en dos días; ese era el acuerdo. A tiempo para contactar con Francia y tener el antivirus antes de que fuera demasiado tarde.

– Está bien -concordó Mike-. Estoy en esto.


***

SE COLOCARON codo con codo en el poco iluminado laboratorio de Bancroft, listos para dormir y soñar. Sobre ellos, treinta guardias armados que el presidente había convocado de las fuerzas especiales formaban un perímetro alrededor del edificio de piedra en el campus del John Hopkins, de otra manera vacío. El buen doctor estaba en casa cuando lo localizaron, pero había acudido apresuradamente a su laboratorio a realizar un experimento aún más increíble en sus dispuestos sujetos. El único propósito verdadero que tenía era ponerlos a dormir en dúo, pero él insistió en engancharles los electrodos a las cabezas y dejarlos sin sentido como dos frankensteins en su mazmorra de investigaciones.

Durante el viaje en helicóptero Thomas había pasado quince minutos hablando por una línea de seguridad con el presidente, diseñando su plan con los israelíes. Blair estuvo al instante de acuerdo con los valientes pasos que él le había bosquejado. El mayor desafío que enfrentaban era planificar Y ejecutar la operación sin que los franceses intuyeran la menor señal de ella. El problema estaba en que no sabían con quiénes podrían estar trabajando los franceses. Quizás nunca lo sabrían. El presidente estuvo más reacio a acordar no reunirse con los jefes, ni con el FBI, ni la CÍA, ni los protocolos militares habituales.

La comunicación con los israelíes la manejaría Merton Gains en persona. Él era el único en quien Thomas estaba seguro de que podían confiar.

– Entonces -anunció el Dr. Bancroft, aproximándose con una jeringa en la mano-. ¿Están listos para soñar?

Thomas miró a Kara. La mano de su hermana se hallaba atada a la suya con gasa y cinta. El buen doctor les había hecho pequeñas incisiones en las bases de los pulgares y les había hecho los honores.

– Cinco kilómetros al oriente, exactamente como te mostré -informó Thomas-. Tienes que llegar allí esta noche si es posible.

– Lo intentaré, Thomas -respondió ella, espirando-. Créeme, lo intentaré.

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