17

THOMAS PASÓ la primera noche solo en la celda fría y oscura debajo de la biblioteca, orando porque Elyon se le mostrara. Una señal, un mensajero de esperanza, un pedazo de fruta que le abriera los ojos. Un sueño.

Pero no había soñado. Ni con Kara ni con nada.

No había visto un alma desde que lo condujeran al sótano de la biblioteca y lo encerraran en la celda desprovista de ventanas. Lo más seguro es que si Chelise hubiera estado tan ansiosa por descubrir los misterios de los libros, habría venido esa primera noche a exigirle que leyera más.

Quizás la lectura era para ella una delicada distracción. O tal vez era Qurong quien quisiera oírlo leer. O es posible que Ciphus hubiera dispuesto así las cosas, ansioso por otra oportunidad de que Thomas le mostrara el poder que había prometido.

Habían estado tres días en la ciudad de las hordas. ¿Habría Mikil organizado un rescate? No, no si ella cumplía el acuerdo entre ellos. No hace mucho los guardianes del bosque habrían irrumpido con espadas desenvainadas, habrían matado unos centenares de encostrados, y los habrían liberado o habrían muerto en el intento. Pero sin armas la tarea era demasiado peligrosa. Todos ellos lo sabían.

Thomas apoyó la cabeza contra el muro de piedra y levantó la mano frente al rostro. Si usaba la imaginación, la vería. ¿Podría verla? Igual que sus sueños, allí pero más allá de su vista normal. Como los murciélagos shataikis que vivían en los árboles. Como Justin. Todos ellos estaban fuera de la vista sin la adecuada iluminación. Eso no significaba que no estuvieran allí.

De pronto se abrió la puerta. Él se levantó.

Dos guardias del templo vestidos con túnicas negras y capuchas aparecieron en la entrada, las espadas desenvainadas.

– Salga. Camine con cuidado.

Entró a la tenue luz del sótano. Ellos le hicieron subir las escaleras y andar por un corredor paralelo a la biblioteca principal donde trabajaban los escribanos. A través de una serie de ventanas pudo ver el jardín real. A excepción del canto de las aves que piaban alegremente afuera, el único sonido eran las pisadas de ellos sobre el piso de madera.

– Espere adentro -ordenó uno de los guardias después de abrir una puerta con una enorme llave.

Thomas entró al gigantesco depósito donde se guardaban los libros de historias. La puerta se cerró. Con seguro.

Cuatro antorchas añadían luz a la que entraba por dos claraboyas. Lo habían dejado solo con los libros. Él no sabía cuánto tiempo tendría, pero he aquí una oportunidad. Si tan solo encontrara un libro que registrara lo que sucedió durante el Gran Engaño; cualquier libro que analizara la variedad Raison.

Thomas corrió hacia la estantería más cercana y sacó el primer libro. Las historias como las escribiera Ezequiel. ¿Ezequiel? ¿El profeta Ezequiel?

Thomas abrió el libro, el corazón le palpitaba con fuerza. Si no estaba equivocado, se trataba del profeta Ezequiel. Las frases parecían bíblicas, al menos lo que recordaba bíblico de sus sueños.

Reemplazó el libro y agarró otro. Este se trataba de alguien llamado Artimus… un nombre que no significaba nada para él. Y, si tenía razón, no se relacionaba de ninguna manera con el libro de Ezequiel a su lado. No había orden en los libros.

¡Había miles de libros! Corrió hacia la escalera, la empujó hasta el extremo opuesto y trepó a lo alto del estante. Solo había una forma de hacer esto: una búsqueda metódica de arriba abajo, libro por libro. Y debería guiarse solamente por los títulos. Había demasiadas obras como para inspeccionar con cuidado cada una.

Sacó el más lejano a su derecha. Ciro. No.

El siguiente.

Alejandro. No. El siguiente. No.

Aceleró el paso, sacando libros, revisando las portadas, volviéndolos a meter ya que no le provocaban ningún recuerdo. El sonido de cada volumen al chocar con el fondo de la pared resonaba con un suave ruido sordo. No. No. No.

– Demasiado frenético, ¿verdad?

Thomas giró en la escalera. El libro que tenía en sus manos salió volando, atravesó el aire, y cayó dos pisos más abajo sobre el suelo de madera. Fue a parar cerca de los pies de ella con un fuerte estrépito.

Ella no se movió. Sus redondos ojos grises lo analizaron como si no pudiera decidir si él se entretenía o estaba confundido. Una débil sonrisa se le formó en la boca.

– Yo no quería interrumpir al gran guerrero.

– Lo siento -declaró Thomas empezando a bajar-. Solo estaba buscando un libro.

– ¿Ah, sí? ¿Cuál libro?

– No sé. Uno que esperaba que hiciera sonar un timbre.

– Nunca he oído de un libro que haga sonar un timbre.

– Es una expresión que usamos en las historias -explicó él mirándola, ya en lo bajo de la escalera.

– Usted quiere decir en los libros de historias. Pero dijo en las historias.

– Sí.

– ¿Lo halló? -preguntó ella, recogiendo el libro caído.

– ¿Hallar qué?

– El libro.

– No -respondió él, y miró las estanterías-. No estoy seguro de poder lograrlo.

– Pues bien, temo que yo no lo pueda ayudar. Apenas logro distinguir un libro de otro.

Bueno, aquí estaba ella, su ama. Quedó aliviado de que fuera ella y n° Ciphus o Qurong. Esta esbelta mujer tenía una lengua poderosa… ya se lo había demostrado bastante. Pero también le interesaba de veras lo que los libros le podían enseñar, no el poder que le podrían dar. Su motivación parecía pura. O al menos más pura que la de los demás. En algunos sentidos je recordaba a Rachelle.

Ella tenía puesta una túnica verde con capucha. Seda. Antes de conquistar las selvas, las hordas habían estado limitadas a sus rústicas telas de hilo enrollado de tallos del desierto.

– ¿Le gusta?

– ¿Perdón?

– Mi vestido. Usted lo está observando.

– Es hermoso.

– ¿Y yo? -preguntó ella caminando lentamente alrededor de él.

El corazón de él le dio un vuelco. No se podía atrever a expresarle lo que pensaba en realidad: que el aliento de ella era fétido, que su piel era horrible y que tenía muertos los ojos. Debía ganarse el favor de esta mujer para que su plan funcionara. Tenía que soñar. Era la única manera en que podía salir de esto.

– Soy solo un albino -contestó-. ¿Qué importa lo que yo crea?

– Cierto. Pero hasta un albino debe tener corazón. Usted está entregado a extrañas creencias y a esta secta que tienen, pero sin duda el gran guerrero cuyo nombre una vez sembrara terror en todas las hordas aún puede reaccionar ante una mujer.

Si él no lo supiera mejor, diría que en la voz de la mujer había un ligero dejo de seducción.

¿Cómo la vería Elyon?

– Usted es hermosa -contestó él con tanta convicción como pudo expresar.

– ¿De veras? Yo habría creído que usted me encontraría repugnante. ¿Encuentra un pez atractivo a un pájaro? Creo que usted miente.

– Belleza es belleza, de pez o de ave.

– No le estoy preguntando si soy hermosa -objetó ella dejando de caminar, a tres metros de él-. Le estoy preguntando si me encuentra hermosa.

El ya no pudo continuar con este engaño.

Entonces, para ser perfectamente sincero, veo en usted tanto belleza como algunas cosas que no son tan hermosas.

– ¿Como cuáles?

– Como su piel. Sus ojos. Su olor.

Ella lo miró por unos momentos, inexpresiva. Él la había herido. El corazón de él se le llenó de compasión.

– Lo siento, yo solo estaba tratando de…

– Le pregunté porque quería estar segura de que usted no encuentra ningún atractivo en mí -confesó ella-. Si hubiera hallado algo de belleza en mí, habría tenido que conservar mi distancia.

Ella se volvió y se fue hacia el escritorio.

– Naturalmente, de todos modos usted debe guardar su distancia de mí. Para mí usted es tan repugnante como yo para usted.

– Yo no dije que usted me repugnara. Solo que la enfermedad hace eso. Este no era un buen inicio.

– ¿Cuánto tiempo estaremos aquí juntos? -inquirió él.

– Eso depende de cuánto tiempo yo lo pueda soportar.

– Entonces por favor, le ruego que me perdone. No fue mi intención ofenderla.

– ¿Cree usted que un albino me puede ofender tan fácilmente?

– No me hago entender. Estoy seguro de que debajo de la enfermedad usted es una mujer sensacional. Impresionante. Si yo pudiera verla como Elyon la ve…

– Me baño en el lago de Elyon casi todos los días -lo interrumpió ella mirándolo-. Él no tiene nada que ver con esto. Creo que sería mejor que cambiemos de tema. Usted está aquí para enseñarme a leer estos libros. Usted es mi esclavo; recuerde eso.

– Soy su más humilde siervo -concordó él, inclinando la cabeza.

Chelise se dirigió con femineidad hacia el librero y recorrió los dedos a lo largo de los lomos de varios libros. Sacó uno, lo miró, luego lo devolvió y siguió la fila. ¿Qué importaría cuál libro iba a escoger si no sabía leer?

– Yo solía pasar horas hojeando estos libros cuando era niña -manifestó en voz baja-. Reflexionaba en la esperanza de que finalmente hallaría alguien que supiera leer. Siquiera unas cuantas palabras. Cuando crecí, un hombre me dijo una vez que algunos de ellos estaban escritos en inglés. Si tan solo pudiera encontrar esos, me sentiría feliz.

– Un hombre llamado Roland -confesó él.

– ¿Cómo lo sabe? -se sorprendió ella volviéndose.

– Conozco a Roland. Él la conoció en el desierto y usted le dio un caballo. Me dijo que usted le salvó la vida.

– Roland, el verdugo. ¿Es ahora también un albino?

– Sí. Sí, lo es.

Thomas la siguió a lo largo del estante, pasando los dedos por los libros.

– Y hay más. Todos los libros están escritos en inglés. Ella rió.

– Entonces usted sabe menos de lo que cree. ¿Cuántos de estos libros ha leído de verdad?

– Creo que es hora de nuestra lección. Escoja uno. Ella fijó la mirada en él, luego en los libros.

– Cualquiera de ellos. Da lo mismo.

Ella agarró del librero un libro negro grueso y con cuidado pasó la palma por la portada.

– ¿Puedo verlo? -preguntó él, estirando una mano.

Ella se acercó a Thomas y le dio el libro. Él pudo haber ido hasta el escritorio; sin duda habría sido natural leer en el escritorio un libro tan grande. Pero ahora él tenía motivos ocultos.

Abrió el libro en ambas manos y examinó las páginas. Una obra acerca de alguna historia en África. Empezó a volverse hacia el escritorio.

– Aquí, permítame mostrarle algo -comunicó.

Ella miró el libro.

– Venga acá. Déjeme mostrarle.

El dejó colgando el libro por la mitad y recorrió el dedo a lo largo de las palabras en la mitad que sostenía. Ella se le acercó, a centímetros de su cuerpo.

– ¿Ve usted esta palabra?

– Sí -contestó ella.

– ¿Me puede ayudar con esto? -preguntó él agarrando bien el libro. Chelise estiró la mano y levantó el extremo que colgaba. Ahora ellos se hallaban lado a lado, sosteniendo cada uno una portada del libro. El hombro de ella le tocaba levemente el de él. Un fuerte olor del perfume femenino, fragancia de rosas, inundó los orificios nasales de Thomas. No le cubría p0r completo el hedor de la piel, pero el perfume era asombrosamente tolerable.

– Ponga el dedo sobre esta palabra, como yo estoy haciendo.

Ella titubeó.

– Por favor. Es parte de la manera en que se leen los libros.

Chelise puso el dedo debajo de la primera palabra en su lado.

De pronto el salón se oscureció. Thomas levantó la mirada y vio que una nube había atenuado la luz del sol. Bajó la mirada. Titilantes llamas anaranjadas de las antorchas iluminaban la página. Chelise tenía la mano sobre el libro, esperándolo.

A esta luz la mano de ella tenía una tonalidad casi de color carne. En su mayor parte la enfermedad estaba cubierta de morst, y lo que él vio al brillo de la antorcha lo agarró totalmente desprevenido.

Esta era una mano de mujer. Delicada y suave, reposando ligeramente sobre la página con un dedo extendido como él había solicitado. Tenía las uñas pintadas de rojo, nítidamente arregladas.

El espectáculo lo paralizó. El tiempo se detuvo. Una terrible empatía le recorrió por la garganta. Así era como Justin la veía, sin su enfermedad.

– ¿Qué está usted haciendo? -objetó ella retirando la mano.

– Nada…

Él la miró a los ojos. Nunca antes había estado tan cerca de ningún encostrado. Menos de treinta centímetros le separaban el rostro del de Chelise. Ella era bastante hermosa. Los ojos parecían color avellana y las mejillas se le colorearon con un dulce color rosado. Era un truco de la luz, él lo sabía, pero por un momento la enfermedad de la joven había desaparecido ante los ojos de él.

– Solo estaba observando qué buena estudiante sería usted -opinó él.

– ¿Cómo así?

– Las herramientas de trabajo. Dedos suaves. Ojos diáfanos. Si ahora logramos trabajar en su mente, usted ya podría leer este libro.

Las nubes pasaron y el salón se hizo más brillante. Thomas volvió 2 mirar la página.

– ¿Ve usted esta palabra?

– Sí.

– Sabe… Quizás sería mejor en el escritorio -anunció él mirando hacia el mueble.

Ella lo siguió al escritorio donde él continuó con la lección, inclinándose esta vez sobre el costado de Chelise mientras ella se sentaba.

.-Esta es la palabra «el». ¿La ve?

– No. No me parece para nada a «el».

– ¿Y qué parece?

.-Líneas garabateadas.

– Pero para mí dice «el». Le puedo asegurar que esta es una e y una ele. Mis ojos lo ven tan claro como el día.

– Eso es imposible -afirmó ella mirándolo con sus grandes ojos-. ¿Insinúa usted que este desorden de líneas es inglés? ¿Por qué entonces no puedo verlo?

Thomas se enderezó. La realidad era que la enfermedad le robaba a ella toda capacidad de entender la verdad pura, y los libros de historias contenían verdad pura. Así como los ojos de ella eran grises, su mente estaba engañada. Pero si él simplemente le decía eso ahora, quizás ella no querría volver a verlo.

– No estoy seguro de que usted aún esté lista para esa lección. Tenemos que empezar aquí, con simple comprensión y confianza.

– ¿Es entonces brujería esto? ¿Lee usted con magia?

– No. Pero es un poder que hay detrás de cada uno de nosotros – declaró Thomas parándose y caminando alrededor del escritorio-. Creo que hoy deberíamos empezar con una lectura. Debemos familiarizar nuestras mentes con estas palabras, de modo que cuando yo esté listo para desenredarlas usted esté familiarizada con la manera en que se interpretan.

– ¿Leerá para mí?

– Si usted quiere que yo lea.

– Sí -respondió ella parándose ansiosamente-. Si lo tengo a usted Para que me lea, ¿por qué debería yo leer?

Porque no me tendrá para siempre. Pero mañana empezaremos la lección en serio. Ahora, si me pudiera ayudar a encontrar este libro que yo estaba buscando.

– No, por favor, este -insistió ella, levantando el libro negro en que acababan de leer.

– Yo estaba pensando en otro.

– ¿Cuál?

– No sé dónde está.

– Entonces lea este. Por favor.

De mala gana él agarró el libro y se sentó detrás del escritorio.


***

ELLA CAMINABA mientras él leía desde el escritorio. Era un excelente lector, de verdad. Leía en tono suave y con gran modulación, pero fuerte cuando la historia lo requería. Chelise miraba las sobresalientes estanterías y se embebía en la historia que él estaba leyendo. Luego otra, y otra.

– ¿Debo detenerme?

– No. Por favor. ¿Puede leer más?

– Sí.

Y él leyó.

Su voz pronto parecía casi mágica. Ella decidió que él era alguien en quien podía confiar. Un buen hombre que desafortunadamente era albino.

¿Cuántas veces Chelise había querido leer lo que ahora oía? Este era un día especial. Ella se apoyó en un librero y echó la cabeza hacia atrás. El sol caía de lleno. Mediodía. Si estas palabras fueran peldaños, sin duda ella treparía todo el camino hasta el cielo.

Chelise rió y se sentó en el piso. La lectura se detuvo por un instante, y luego comenzó otra vez. Lee, mi siervo. Sigue leyendo.

Thomas siguió leyendo.

¿Cómo podían unas simples palabras cargar tal peso? Era como si obraran su magia en este mismo instante. Metiéndosele en la mente y embarcándola en un viaje que pocos habían hecho. A tierras remotas, colmadas de misterio. A lagos y nubes, nadando, zambulléndose, volando.

Ella se subió a una ventana y se puso de lado, ensimismada en otros mundos. No parecía importar qué historia estuviera él narrando; todas eran poderosas.

La que él leía ahora trataba de una traición. Brotaron lágrimas en los ojos de la joven y el corazón le palpitó con fuerza, pero ella sabía que todo estar'2 bien, porque era al fin consciente de que nunca la defraudaría la clase ¿e poder que se hallaba en estos libros.

Sin embargo, la historia que él leía era espantosa. Un príncipe había perdido su único amor y examinó el reino solo para descubrir que a ella la habían obligado a casarse con un hombre cruel.

Chelise miró al techo y empezó a sollozar. El lector paró y, al reiniciar la lectura, ella comprendió que él también estaba llorando. Su nuevo criado lloraba mientras leía.

¿O ella solo estaba oyéndolo en la mente?

La historia cambió. La novia encontró una manera de escapar a la cruel bestia con la ayuda del príncipe.

Chelise comenzó a reír. Levantó las piernas, extendió los brazos y rió hacia el techo.

Fue solo después de algún tiempo que ella comprendió que la suya era la única voz en el salón. Se detuvo y se sentó, desorientada. ¿Qué estaba sucediendo? Thomas se hallaba en el escritorio mirándola; él tenía las mejillas manchadas de lágrimas.

Y ella estaba en el piso.

La joven se puso de pie y se sacudió el polvo de la túnica.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella-. Yo… ¿qué sucedió?

– No puedo ver la página -contestó él.

Los dos habían estado llorando. Después de todo ella no lo había imaginado. Miró la puerta… aún cerrada. ¿Y si alguien hubiera entrado mientras ella se hallaba en este horrible estado? Nunca lo podría explicar. Ni siquiera estaba segura de lo que había ocurrido consigo misma.

– ¿Hizo eso la historia? -indagó Chelise mirándolo.

– Parece que el poder de la verdad es muy impresionante en su mente opinó él, quien parecía tan sorprendido como ella.

– ¿Mi mente? ¿No en la de usted?

Yo me he impresionado muchas veces. Intente morir ahogada y sabrá cuan impresionante es.

Ella se enderezó las mangas, súbitamente avergonzada. ¡Pero el poder! El gozo, el misterio. Lo único que se le ocurrió fue sonreír. ¿Podría hablar con alguien acerca de esto? No. Podría ser muy peligroso.

– Eso tendrá que ser todo por ahora -anunció Chelise después de carraspear y de respirar hondo.

– ¿Nos veremos mañana? -preguntó él poniéndose de pie.

Ella sinceramente no sabía cómo proceder. Fue una experiencia estremecedora. Embriagadora.

– Veremos. Creo que sí, si encuentro el tiempo.

– Tal vez podríamos volver a leer esta noche -opinó él, rodeando el escritorio.

– No, eso no podría ser. Usted es mi criado, no mi bibliotecario.

– ¿Podrían entonces darme una antorcha para mi celda? No hay luz.

– ¿No hay luz? Insistí en que usted tuviera luz. Woref.

– Y me están haciendo beber jugo de rambután bajo amenaza de las vidas de mis amigos. Si bebo el jugo, no puedo soñar, y debo soñar.

– Ahora usted está yendo demasiado lejos. Le conseguiré luz y alimento, pero este asunto de los sueños no es de mi incumbencia.

Ella fue hacia la puerta, con la mitad de la mente aún atrapada en los cielos.

– ¿Y vivirán mis amigos?

– Estoy segura de que eso se puede arreglar -contestó ella volviéndose en la puerta-. Sí, por supuesto. ¿Algo más? ¿Quizás las llaves de su celda? Él sonrió.

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