6 VIDA COTIDIANA ENTRE LOS MUNDOS

En nuestra cápsula interplanetaria nos veíamos privados de día y noche, o más bien de los ritmos diurnos de la Tierra que habían sido reemplazados por la rotación de la Faetón; si uno se tomaba la molestia, podía contemplar la salida del sol cada cuarto de hora. Pero manteníamos las mismas horas como si estuviésemos firmemente en tierra inglesa. Dormíamos en camastros que se desplegaban de las paredes de la cabina. Mi cama, a la que me pegaba firmemente cada noche con mantas bien sujetas, me soportaba como si fuese la más suave de las camas, aunque si los brazos se me soltaban mientras dormía, era desconcertante despertarme para encontrármelos flotando frente a mi cara, aparentemente desmembrados.

A las siete y media todas las mañanas nos despertábamos por las suaves campanadas del mecanismo de alarma del Gran Oriental. Pocket retiraba las pequeñas persianas de las portillas, dejando que entrasen rayos gemelos de luz solar y luz terrestre y nos turnábamos para pasar a la bañera oculta.

Las facilidades de aseo eran por necesidad bastante crudas, consistiendo en un aparato que se desplegaba de la pared acolchada y que podía rodearse por una cortina ligera pero hermética al aire, por lo que la intimidad y la limpieza se preservaban hasta cierto grado. Como Traveller nos había asegurado, los materiales de desecho se enviaban directamente al espacio.

¡Incluso era posible afeitarse a bordo de la Faetón! Tener pelo flotando por toda la nave no hubiese sido muy agradable, por supuesto, pero, usando jabón en exceso, se podían atrapar bastante bien casi todos los pelos. Y cualquier resto o polvo flotante era recogido por el inestimable Pocket. Empleaba una manguera flexible unida por una conexión en la pared a una de las bombas de circulación de aire. Cada día, Pocket recorría la nave con ese dispositivo, buscando y recogiendo; al principio Holden y yo consideramos el espectáculo como cómico, pero con el paso de los días llegamos a apreciar el valor del invento, porque sin él nuestra prisión volante se hubiese vuelto tan mugrienta como un antro de Calcuta.

Traveller mantenía un pequeño guardarropa a bordo de la nave, al igual que Pocket; Traveller nos prestó a Holden y a mí ropa interior y prendas de vestir, y el maravilloso Pocket encontró formas de limpiar (usando esponjas y trapos mojados) lo peor de nuestras ropas del día del lanzamiento.

Y así era como tres caballeros —quizás un poco arrugados, pero más que presentables en compañía elegante— ocupábamos nuestro lugar en nuestros asientos-mesas alrededor de las ocho y media, y dejábamos que Pocket nos sirviese té caliente, beicon y tostadas con mantequilla.

Traveller tenía muchas teorías sobre los peligros de la vida en caída libre, entre los que incluía la pérdida de los músculos y huesos no utilizados, y predecía que en nuestro eventual regreso a la Tierra podríamos estar tan débiles que tendrían que sacarnos de la nave. Y, por tanto, mientras Pocket preparaba el almuerzo —normalmente un aperitivo frío y ligero— nos poníamos las batas y realizábamos una vigorosa rutina de ejercicios. Eso incluía boxear con el aire, una forma nueva de correr, que consistía en recorrer una y otra vez las paredes de la cabina de forma similar a como un ratón da vueltas a su noria, y en ocasiones una sesión campechana de lucha.

Holden demostró tener mucho diámetro, poco aguante y en general mala salud; Pocket estaba agotado y era frágil; y Traveller —aunque deseoso, vigoroso y ágil— tenía ya siete décadas y era ligeramente asmático, una condición a la que no ayudaba la destrucción de su nariz y senos nasales en algún antiguo accidente de antihielo. Así que era yo el que ejecutaba solo los ejercicios, el más joven y saludable de todos.

Las tardes las pasábamos jugando; la Faetón tenía varios compendios de juegos, como ajedrez y damas, fabricados en una forma especial miniaturizada para facilitar el almacenamiento; y también nos deleitábamos con algunas manos de bridge, con el mazo de cartas magnéticas patentado por Traveller. ¡Holden era un jugador voluntarioso pero poco aventurero, mientras que sir Josiah resultó ser imaginativo pero precipitado en el juego! El pobre Pocket, incluido para completar los cuatro, conocía poco más que las reglas del juego; y después de las primeras partidas los tres echamos discretamente a suertes quién iba a tener la desgracia de ser el compañero del pobre tipo.

La cena era la comida más pesada del día, servida alrededor de las siete, normalmente con vino y seguida por un bulbo o dos de oporto con cigarros; Pocket echaba las persianas a esa hora, ocultando el cielo sobrenatural más allá del casco y permitiéndonos la ilusión de estar en un cómodo refugio. Era bastante agradable sentarse en un silencio amigable, ligeramente atado a una silla de pared, mirando cómo el humo de los cigarros volaba hacia los filtros de aire ocultos.

La noche terminaba, muy a menudo, con Traveller reproduciendo en su piano desplegable unos himnos, o, más probable, uno de los groseros números de variedades sobre los que parecía tener un conocimiento enciclopédico. Con el oporto asentándose en nuestro interior, flotábamos en todos los ángulos alrededor del ingeniero, la cola de su abrigo aleteando en el aire mientras tocaba, ¡gritando cantinelas que hubiesen avergonzado a nuestras madres!

Y así durante varios días nuestra nave siguió viajando, una diminuta burbuja de calor, aire y civilización inglesa, a la deriva en el río de la oscuridad celeste.

Una vez que desapareció el miedo vertiginoso de nuestra situación de continua caída —y también, en el caso del pobre Holden, un grave malestar físico que recordaba al mal de mer— encontramos que la sensación de deriva contínua era más que agradable. La novedad de flotar, el interminable ingenio de los maravillosos dispositivos de Traveller, y lo absolutamente extraño de nuestra situación, todo se combinaba para hacer que nuestro aprieto fuese primero fascinante y agradable.

Pero el lado oscuro de la situación nunca estaba muy por debajo de la superficie de nuestros pensamientos, y —al pasar el tiempo— los peligros e incertidumbres con los que nos enfrentábamos aparecían más claros en nuestra mente, como la arena que desaparece continuamente para revelar ruinas enterradas.

Mis sueños se centraban en Françoise.

Pasaba horas ociosas contemplando el amor que un día florecería entre nosotros; y mis sueños eran tan intensos que a veces era como si ya conociese esa sensación de compañía, el alivio de saber que uno ya no está solo, que viene del amor verdadero. E incluso más allá: al meditar más profundamente, el rostro dulce y distante de Françoise se transformó en mi mente en un símbolo del mundo humano del que se me había apartado.

Cada mañana observaba con afán cómo Pocket plegaba las persianas, esperando más allá de la esperanza que de algún modo nuestra situación hubiese cambiado durante la noche, que nuestro vuelo hubiese sido invertido por nuestro piloto invisible (aunque Traveller explicó impacientemente más de una vez que si los motores se activaban de nuevo no podríamos permanecer dormidos). Pero cada mañana me desilusionaba; cada mañana la Tierra se arrugaba un poco más, lo que demostraba que seguíamos alejándonos del planeta de nuestro nacimiento más de cien millas cada minuto.

Así que nosotros, cuatro extraños arrojados de pronto a aquella celda aérea, pasábamos los días esperando. Nos tolerábamos unos a otros, incluso éramos prudentes. Holden y Traveller soportaban la grave situación con estoicismo y fortaleza, sólo rotos por la impaciencia de Traveller por regresar a sus proyectos de ingeniería en la Tierra (personalmente, mi trabajo y la cara malévola de Spiers me resultaban fáciles de olvidar). Y Pocket —aunque era el más propenso al vértigo de todos nosotros— parecía tan feliz con sus rutinas domésticas como si estuviese en suelo firme.

Pero al pasar el tiempo sin cambios, el aburrimiento, el resentimiento y la irritación claustrofóbica crecieron en mi interior como malas hierbas; y a la quinta mañana, mientras estaba sentado en la silla mirando el desayuno de beicon y tostadas preparado por Pocket escuchando cómo Traveller y Holden discutían sobre los caprichos del mercado de valores, algo se rompió en mi interior.

Me levanté de la silla y empujé a un lado la bandeja del desayuno.

—¡No puedo escuchar esto más tiempo! —Me elevé en el aire como un ángel vengador, un efecto que sólo quedaba roto por los trozos de tostada flotantes.

Traveller levantó la vista, con una gota de mermelada colgada cómicamente de su nariz de platino.

—Buen Dios, Wickers. Contrólese, caballero.

Sentí cómo mi furia se transmitía a mi voz temblorosa.

—Sir Josiah, por centésima y última vez, mi nombre es Vicars, Edward Vicars; y en lo de controlarse, ya he tenido más que suficiente de ese control en los últimos días.

Holden dijo triste:

—Esto no hará ningún bien, Ned.

Me volví hacia él.

—Holden, ¡estamos atrapados en esta caja ridículamente acolchada que se pierde cada vez más profundamente en el vacío! Y, sin embargo, se queda sentado y discute hipotéticos movimientos del mercado…

Traveller mordió la tostada.

—¿Qué alternativa propone?

Golpeé la palma con el puño.

—Que abandonemos este juego de normalidad; que nos sentemos y discutamos formas de recuperar el control de la nave de manos del huno desquiciado que ha ocupado el Puente.

Holden dijo:

—Ned…

Pero Traveller asintió.

—Hablaremos de cualquier tema que proponga —dijo con voz áspera—. Pero, señor, primero me dejará que me termine el desayuno como es debido.

Yo farfullé:

—¿Desayuno? ¿Cómo puede tragar una tostada en una situación que no tiene paralelo en toda la experiencia humana… cuando nuestras mismas vidas están en peligro…?

Continué en esa vena durante algún tiempo, pero el viejo caballero no aceptaba razones; y me vi obligado a callarme, echando humo, y esperar a que el desayuno terminase y fuese retirado.

Traveller, con toda su compostura, se limpió los largos dedos con una servilleta.

—Ahora bien, Ned, simpatizo con sus sentimientos e incluso admiro la decisión que, aunque fundada en la ignorancia y la exaltación, contiene elementos de coraje. Sin embargo, Ned, no es tan estúpido como parece, y sabe perfectamente que la escotilla que conecta este compartimento con el Puente está atrancada desde arriba. Y carecemos de herramientas con las que podríamos forzar la entrada.

Me encontré apretando los dientes.

—¿Y su conclusión?

—Que no hay nada que podamos hacer para mejorar la situación; aunque hay muchas cosas que podríamos hacer para que fuese peor.

Holden había palidecido, pero unió los dedos de forma elegante.

—¿Entonces qué recomienda?

—Debemos aceptar lo que no podemos cambiar debemos tener la esperanza de que nuestro piloto teutónico decida invertir el curso de esta nave… si puede. Luego debemos rezar por que la nave conserve la capacidad para devolvernos con seguridad a nuestro mundo nativo.

Salté de la silla y cañoneé desde el techo acolchado.

—¿Esperanza? Nos aconseja la inactividad, sir Josiah. ¿Seguirá aconsejándonos lo mismo cuando se agote la reserva de mermelada?

Traveller ladró una risa.

Yo dije:

—Al menos yo no estoy preparado para enfrentarme a mi muerte sin luchar.

Holden se sentó más recto en la silla y me miró con gravedad.

—Espero que se enfrente a su muerte con resolución, como debe hacerlo un inglés, Ned.

Eso evocó un rayo de vergüenza dentro de mi rabia, pero a pesar de eso seguí.

—Holden, no hay nada inglés en echarse a morir.

Traveller descansó las manos en el regazo.

—Caballeros, ciertamente no hay nada de malo en hablar. Siempre que —me dijo severamente— llevemos la conversación de forma civilizada.

Volví a la silla; pero durante toda la discusión mis dedos bailaban sobre los apoyabrazos.

—Bien —dijo Traveller—, ¿de qué le gustaría hablar, Ned?

—Es evidente. Debemos encontrar una forma de abrir la escotilla al Puente.

—Y ya le he explicado que eso es imposible. ¿Qué más propone?

Perplejo y enfadado, miré a Holden, quien dijo suavemente:

—Sir Josiah, me temo que sin la ventaja de su profundo conocimiento de la Faetón y su construcción, es posible que al joven Ned te falten ideas. Quizá podríamos explorar la naturaleza del diseño de esta nave, Con la esperanza de que aparezca alguna idea. por ejemplo, ¿cuál es el espesor de las paredes?

Traveller levantó las cejas.

—¿Las paredes? ¿Quizá tiene usted la conjetura de que una figura heroica armada podría escurrirse entre el casco exterior y el interior, deslizarse como un hurón hasta el Puente y caer sobre nuestro amigo alemán? Por desgracia, el espacio entre los cascos es de sólo nueve pulgadas, un poco demasiado estrecho para nuestro acompañante, y menos aún para alguien de tan amplia cintura como usted, y en cualquier caso, está lleno de tuberías para la calefacción, agua y aire, por resortes que protegen al compartimento interior de los impactos, la cámara interior está llena de juntas, y las camas, sillas u otros dispositivos de los que hacen tanto uso. Y en cualquier caso, el casco doble termina en la unión con el Puente; el Puente y la Cabina de Fumar son compartimentos separados y herméticos.

»Para ahorrarles tiempo, les diré que el único acceso al Puente, que no sea por la escotilla bloqueada que tenemos encima, es a través de la escotilla en la pared exterior de vidrio del Puente. Y ésa, por supuesto, sólo puede abrirse si uno estuviese fuera de la nave.

Holden agitó la cabeza.

—¡No sé cómo pudo permitir un diseño en el que el acceso a los controles de la nave puede bloquearse con tanta facilidad!

Sir Josiah sonrió.

—En mi ingenuidad juvenil, no anticipé el sabotaje. Nunca imaginé la situación en la que nos encontramos hoy.

El uso que había hecho Traveller de la palabra «hermético» me había dado una idea.

—Señor, ¿dónde está el suministro de aire del Puente?

—El suministro del Puente y de la Cabina de Fumar es a través del mismo conjunto de tuberías, que suben por el casco desde las bombas y filtros en la Cámara de Propulsión bajo nuestros pies.

Asentí.

—A la que tenemos acceso.

—Ned, ¿qué tiene en mente? —me preguntó Holden.

—Supongamos que bloqueamos las tuberías que alimentan al Puente. Entonces seguro que nuestro acompañante huno expiraría en sus propios desechos en unas pocas horas.

Traveller asintió con seriedad.

—Muy elegante. Pero aunque esa acción sería una venganza satisfactoria, me temo que nos dejaría peor. Todavía seguiríamos sin acceso al Puente, ¡y habríamos reemplazado un piloto alemán con uno muerto!

La disección calmada y condescendiente que el ingeniero hacía de mis propuestas, todo expresado con los tonos llanos y nasales de Manchester, me enfurecía.

—Entonces continuemos —dije, luchando por mantener la voz firme—. Las bombas de aire están en la Cámara de Propulsión. ¿Qué más hay allí?

—Puede verlo por sí mismo —dijo Traveller—. Pocket, ¿podría levantar las aperturas de mantenimiento?

El paciente sirviente, con apenas un asentimiento, se alejó del asiento y flotó hacia el suelo. Allí retiró una alfombra turca y el hule que cubría el mamparo; las alfombras estaban fijadas por enganches y ojales que se soltaban con facilidad, pero el pobre hombre tuvo muchos problemas para enrollar las alfombras sueltas en las condiciones de caída libre. Pocket rechazó todas nuestras ofertas de ayuda, lo único que nos pidió fue que de vez en cuando levantásemos los pies.

Nunca he conocido a un hombre que tuviese tan clara su situación en la vida y que la ejecutase con tanta perfección.

Finalmente las alfombras estuvieron enrolladas y almacenadas en una hendidura cerca de la parte alta de la pared de la cabina. El mamparo revelado tenía el brillo del aluminio, pero no era una pieza sólida; en lugar de eso, el mamparo, de unos quince pies de ancho, era como una estructura en la que había grandes huecos, y esos huecos estaban cubiertos por grandes placas rectangulares fijadas en su sitio por tuercas de mariposa. Una porción del mamparo estaba cubierta de hojas de goma; aquello, recordé, ocultaba el baño cerrado que usábamos todos los días.

Entonces Traveller fijó los pies en el borde de aluminio y retiró las tuercas de mariposa que fijaban una de las placas. Almacenaba las tuercas ordenadamente en fila —en medio del aire— mientras trabajaba. Cuando acabó se las metió en el bolsillo del abrigo.

—No deben temer la pérdida de aire —dijo—. El mamparo no es hermético, y el compartimento inferior se mantiene a la misma presión que la cabina.

Holden y yo miramos en el agujero. El compartimento que quedaba a la vista tenía unos siete pies de profundidad, y justo debajo del agujero había una esfera de unos cuatro pies de diámetro, mantenida en su sitio por un armazón fuerte; esa esfera estaba cubierta por una capa de plata, de forma que nuestro reflejo y el de las lámparas de acetileno por encima y detrás de nosotros bailaban sobre el vientre curvo. Aquél, nos explicó Traveller, era uno de los tres termos Dewar de antihielo de la Faetón. Miré al termo con algo que se aproximaba al asombro, y toqué su epidermis plateada. Pero sólo palpé una suave y agradable superficie cálida; no había ninguna indicación de la capa de vacío que yacía bajo la capa exterior del contenedor, ni del puñado de violencia primordial que yacía en su corazón.

Traveller nos mostró el elaborado sistema de barras que, nos dijo, iban por el casco hasta unas palancas situadas en el Puente. Las barras penetraban en el Dewar, nos dijo Traveller, formando así la base del sistema por el que —dirigido desde el Puente— porciones controladas de antihielo podían retirarse del interior ártico del compartimento del Dewar, dejar que se fundiese y liberar así su calor.

Traveller nos explicó cómo la energía del antihielo se empleaba para calentar agua en una serie de calderas. Ésas eran cajas de metal que rodeaban tuberías con agua. Vapor supercalentado salía de las calderas y luego por canales trazados en los mismos Dewars de antihielo.

Eso sí, para mejorar la eficacia del motor, Traveller explotaba ingeniosamente la otra propiedad maravillosa del antihielo, su Conductancia Aumentada.

Poderosas corrientes eléctricas circulaban sin fin por los fragmentos de antihielo. Esas corrientes generaban fuertes campos magnéticos que aceleraban aún más el vapor supercaliente antes de salir por las tres toberas de la nave, que estaban situadas bajo los Dewars. Por este método, nos dijo Traveller, era posible aumentar la «velocidad de salida» hasta niveles extraordinarios sin contacto con las tuberías y placas de la nave, que seguro que se hubiesen fundido. Esa alta velocidad permitía un diseño que requería una «masa de reacción» relativamente pequeña.

Traveller levantó otra placa, y nos enfrentamos a una confusión de tuberías, tanques delgados cada uno del tamaño de una estantería, globos de latón y otras máquinas. Los tanques estantería contenían el agua que se usaba en tantos sistemas de la nave, nos explicó Traveller. El gas de acetileno y el aire se conservaban comprimidos en depósitos esféricos. Las bombas movían los fluidos y los gases continuamente por el casco y el interior de la nave, de forma similar a como los órganos humanos mantienen el flujo de fluidos vitales alrededor del cuerpo; y las bombas funcionaban exclusivamente con el calor generado por las calderas de antihielo. Había también un robusto hipocausto que calentaba el agua del baño.

Miré triste a las entrañas de la nave. La maquinaria estaba en peores condiciones que la de la sala de máquinas del Príncipe Alberto. Por ejemplo: el metal tenía un acabado tosco y parcelado, y estaba chamuscado por soldaduras toscas, lo que demostraba —para mi angustia— que la Faetón no era, ante todo, más que un prototipo de ingeniería.

Y, más deprimente aún, no podía ver ninguna oportunidad para cambiar nuestra situación de encierro, exceptuando romper todos los sistemas de los que dependían nuestras vidas.

—Sir Josiah —dije—, el propósito de estos paneles desmontables debe ser permitir el acceso al equipo de aquí abajo, para que cualquier reparación necesaria pueda hacerse en vuelo.

—Correcto.

—Entonces, ¿dónde está el equipo de herramientas?

Por primera vez el ingeniero, flotando sobre el mamparo desmontado, pareció disgustado.

—Las herramientas que llevo no están almacenadas en este compartimento, ni en la cabina, quizá deberían estarlo. Están en el Puente.

Me golpeé la frente con frustración.

—Entonces hay a bordo un juego de herramientas perfectamente útil, que podría emplearse para forzar el acceso al puente, y está almacenado a no más de diez pies de aquí… ¡pero está sellado tras la escotilla superior junto con ese huno desquiciado!

Holden flotaba con los brazos cruzados, con las papadas descansadas sobre el chaleco, y las piernas justo frente a él.

—Sir Josiah, nos ha mostrado el sistema de propulsión de antihielo y la reserva de agua. ¿Qué más hay almacenado en esta Cámara de Propulsión?

Traveller juntó las manos.

—¿Pocket? —Mientras el sirviente se disponía a soltar el panel de otro subcompartimento, Traveller dijo—: Lo que voy a mostrarles ahora es un experimento mío, que todavía no es funcional. Pueden ver que he diseñado un acceso a la sección de propulsión en caso de un fallo interno durante el vuelo. Pero también he imaginado la circunstancia en la que se produzca algún daño en el exterior de la nave, por un suceso desafortunado.

Yo estaba desconcertado.

—Pero recorremos el espacio vacío, señor… el vacío, si sus ideas son correctas. ¿Qué puede causar daño?

Traveller frunció el ceño, y su rostro, con un centro de platino, se convirtió en una máscara sombría.

—El espacio exterior está lejos de estar vacío, joven Ned; porque los meteoritos lo recorren continuamente.

—¿Meteoritos?

Holden intervino.

—Fragmentos de roca o polvo, Ned; viajan a varios cientos de millas por hora, y, cuando chocan con la atmósfera de la Tierra, arden, lo que produce el fenómeno de las estrellas fugaces que ya conoce. Según las nuevas teorías, ¡caen a la Tierra cada semana varias toneladas de ese polvo interplanetario, tanto los meteoritos como sus primos más pesados los asteroides, que pueden producir impactos lo suficientemente grandes para dejar un cráter!

Traveller se puso las manos tras la cabeza y se recostó en el aire bastante cómodo.

—El tema es fascinante. Se han encontrado restos de carbono en fragmentos de meteoritos; y el carbono, por supuesto, debe su origen exclusivamente a la acción de los seres vivos, lo que demuestra que los dominios de la vida deben extenderse más allá de los límites de la Tierra. Por ejemplo, el francés ha…

—Sir Josiah, ¡por favor! ¿Podemos volver a lo que nos ocupa? No dudo que sea enorme el interés científico de esos objetos meteóricos, pero preferiría pasarme sin esos sinvergüenzas, ¡porque me suenan un poco peligrosos!

Las paredes de aluminio de pronto me parecían tan frágiles como la tela de una tienda, e imaginé cientos de fragmentos de roca viajando con la velocidad de una bala. Reflexioné con arrepentimiento que el Señor había considerado que todavía no tenía suficiente de que preocuparme.

Pero las palabras posteriores de Traveller me devolvieron la tranquilidad en cierta medida.

—Uno no debe preocuparse innecesariamente —dijo, porque el espacio es grande, y las probabilidades de tal colisión son muy pequeñas. Pero me pareció que debía tomar precauciones para tal posibilidad… o para cualquier otro desastre que pueda afectar al exterior de la nave.

El sector recién expuesto de la Cámara de Propulsión contenía una caja de aluminio colocada contra la parte baja del suelo del compartimento; la caja tenía la forma y el tamaño de un ataúd y estaba sellada por una tapa mantenida en su sitio por una cerradura de rueda. Traveller nos explicó que ese «armario de aire» era una compuerta, y que al otro lado había otra puerta que llevaba al exterior de la nave… ¡al espacio! Esa segunda puerta podía abrirla el hombre en el interior de la caja por medio de otra rueda.

—El aire en la caja saltaría al espacio, por supuesto —dijo Traveller con indiferencia—, pero, siempre que la otra puerta estuviese cerrada por completo, no se produciría ningún daño a los ocupantes de la cabina. De esa forma puede salirse al exterior sin romper el hermetismo de la nave.

Holden frunció el ceño y examinó el dispositivo.

—Muy ingenioso —dijo tranquilamente—, exceptuando la suerte del pobre tipo en el interior del ataúd, que moriría con toda seguridad por la falta de aire a los pocos minutos de abrir la segunda puerta.

—Para nada —dijo Traveller—, porque en el interior del armario hay un traje especial. El traje está sellado por completo, y se alimenta por una tubería de aire que viene del interior de la nave. De esa forma un hombre podría vivir y trabajar en el vacío del espacio durante varios minutos sin efectos adversos.

Eso me resultaba difícil de visualizar, pero —después de algunos minutos de preguntas— comprendí lo esencial del dispositivo.

Y mi destino se presentaba ante mí, tan claro como una carretera dibujada en un mapa.

Un cierta calma se apoderó de mí, y dije tranquilamente:

—Traveller, ¿qué longitud tiene esa manguera de conexión?

—Más de cuarenta pies, extendida por completo. Tenía intención de que el intrépido ingeniero pudiese llegar a cualquier parte de la nave.

Asentí.

—En particular —dije lentamente—, podría llegar a la zona del Puente, y a la escotilla que permite entrar al Puente desde fuera.

La cara de Holden se llenó de maravilla y una cierta esperanza.

—Ah. Y el hombre con el traje podría entrar en el Puente mismo.

Traveller bramó ensordecedor:

—Joven, ¿está diciendo que esa aventura debería ponerse en marcha?

Me encogí de hombros, todavía calmado.

—Me parece que nos ofrece una oportunidad, aunque pequeña, de sobrevivir; mientras que permanecer aquí y no hacer nada sólo nos promete una muerte lenta y desagradable.

—Pero se trata de un sistema experimental. —Agitaba los brazos como las alas de un pájaro absurdo—. Sólo he llevado ese traje durante unos segundos, y fue en la superficie de la Tierra; todavía debo resolver el problema del flujo de aire, de la pérdida de calor…

—¿Qué hay de todo eso? —pregunté—. Que ésta sea la prueba definitiva, sir Josiah, la prueba de destrucción. Seguro que las lecciones aprendidas en semejante salto no tendrían precio para la construcción de un traje mejor en el futuro.

Esa tentación científica penetró en el viejo caballero, y vi cómo la curiosidad desnuda salía a sus ojos durante un momento, pero dijo:

—Mi joven amigo, yo no sobreviviría lo suficiente a ese viaje para poner las lecciones en práctica. Ahora cerremos este compartimento y…

—Yo también estoy seguro de que no sobreviviría a ese viaje, señor —dije con franqueza—. Porque tiene usted una edad avanzada y, perdóneme, padece de asma. —Examiné al resto—. Holden es demasiado grueso para meterse en ese aparato… y, si él me perdona, no está en la forma física adecuada para realizar una tarea tan agotadora. Y Pocket… —Los ojos del sirviente estaban fijos en los míos y me miraban implorándome; sólo dije con suavidad—. Por supuesto, no podríamos pedirle a nuestro fiel amigo que realizase tal salto. Caballeros, el curso está claro.

—Ned, ¡no puede pretender…

—Vicars, se lo prohíbo absolutamente, ¡Es un suicidio!

Dejé que las palabras recorriesen mis oídos, apenas escuchaba, porque ya me había decidido. Mis ojos miraron más allá de mis compañeros hacia el casco de la nave… y luego, como si las paredes se hubiesen vuelto de cristal, me pareció ver el abismo; un lugar de frío infinito, lleno de rocas como balas… Y el lugar al que, ahora lo sabía, pronto iría.

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