Traveller desplegó una escalerilla de cuerda y nos unimos con el resto en la Cabina de Fumar. Allí encontramos una atmósfera de euforia, ayudada por la evidente inclinación del suelo, lo que añadía un aire de encantamiento a la situación. Traveller y su sirviente se pusieron a abrir el acceso al compartimento inferior de la nave. El sombrío Bourne miraba el paisaje lunar por la ventana. Holden saltaba por la cabina; con grititos de placer se elevó cinco o seis pies en el aire antes de volver al suelo, con tanta suavidad como una rotunda hoja de otoño. No podía sino sonreír al ver el brillo carmesí de su cara.
—Te digo, Ned, que estas condiciones lunares son maravillosas; es igual que volver a ser un niño —dijo.
Holden estaba a favor de abrir el brandy y celebrar la conquista exitosa de la Luna, pero Traveller se negó.
—No es hora de frivolidades —recriminó al periodista—. Esto no es un picnic; tenemos pocas horas para luchar por nuestra supervivencia. —Me miró con algo parecido a la preocupación… aunque podría estar mirando a una pieza frágil pero vital de maquinaria—. Ned, su comodidad es ahora lo más importante. ¿Quiere algo de té, o una comida ligera, para fortalecerse antes de la aventura? Y le recomendaría que purgase su organismo antes de aventurarse fuera de la nave. ¡Pocket!
Y así fue como yo, rodeado de mis acompañantes y sentado en un asiento cómodo, mordí unos sándwiches de pepino y tomate y sorbí una mezcla de los mejores tés de la India; ¡mientras a mi alrededor la desolación de la Luna, fría y sin vida, se perdía en el horizonte!
Aunque lo intenté, me fue imposible purgar mis intestinos como Traveller me había recomendado.
Luego, demasiado pronto, volvía a meterme una vez más en los olorosos límites del traje de cuero de Traveller. Pocket había reparado la manguera que traía aire al traje, y que yo había cortado durante la peligrosa entrada en el Puente. Traveller y los demás reunieron elementos de equipo. Me dieron un trozo de cuerda para que me lo atase a la cintura, una pequeña linterna eléctrica improvisada a partir de uno de los instrumentos menores del Puente, y un pica hielos fabricado con una de las piezas de repuesto de Traveller. Traveller fabricó una bolsa con el hule que había recubierto el suelo. Aquella bolsa, grande, de como cuatro pies de ancho, tenía doble pared, y entre las capas sir Josiah insertó un relleno de acolchado. Se suponía que yo iba a usar aquella mochila para transportar hielo por la superficie lunar, y, me dijo sir Josiah, el propósito del relleno era darle a la preciosa sustancia algo de protección frente a los rayos del Sol.
Me puse el hacha y la lámpara a la cintura, para dejar las manos libres para bajar por la superficie, y me colgué la bolsa a la espalda con dos correas, como si fuese una mochila.
Holden empezó a defender que la importancia del momento —los primeros pasos del hombre sobre la superficie de otro mundo— era tal que yo debería dedicar algunos minutos para realizar alguna ceremonia.
—Ni hablar —respondió Traveller—. No tenemos tiempo para esas tonterías. Ned va a salvarnos la vida, en condiciones muy peligrosas; no a hacer el pino y ejecutar trucos para el Rey.
Holden se mosqueó.
—Sir Josiah, a pesar de la desafortunada naturaleza de nuestro viaje, hemos tenido éxito en aterrizar donde no lo ha hecho antes ningún explorador. Y, por tanto, tenemos la obligación de reclamar este continente lunar en nombre del Imperio. Le recuerdo que el joven Ned es un representante del gobierno de Su Majestad. Quizás el elevar la bandera británica sobre el polvo lunar…
Bourne lanzó una risa breve.
—Qué británico sería eso. Qué obsceno mancillar un lugar así con su fea bandera.
Holden se puso firme, lanzando la barriga frente a él.
—La objeción del franchute, sir Josiah, es prueba de que tal acción sería adecuada.
Traveller había estado ocupado con los cierres del traje. Se enderezó y descansó las manos en las caderas, dejando que Pocket y yo nos las arreglásemos solos.
—Holden, nunca he prestado atención a necedades estúpidas. Tengo dos objeciones. Primero, gracias a la falta de aire de la superficie lunar, no habría viento para soportar la bandera. Colgaría para toda la eternidad, flácida y desvalida; ¿es ése un símbolo adecuado del Imperio? Por supuesto, podríamos abrirla con alguna muleta… una barra de metal, quizá… —rió—. ¿Quién sino el asno más pomposo podría considerar tal cosa? Y en cualquier caso, mi segunda objeción es algo más concluyente: no llevo banderas de ningún tipo en esta nave; ni la británica, ni la tricolor, ni la bandera de ninguna nación. Así que a menos que sea usted una hábil costurera, señor Holden, creo que sus ambiciones no se cumplirán.
—Y —dijo Bourne— así se conservará la dignidad.
Pero Holden no estaba dispuesto a aceptar ese punto de vista; y pronto se produjo un debate a tres bandas entre Holden, Bourne y Traveller. Mientras tanto, yo había terminado de vestirme y permanecía de pie esperando junto con Pocket, con el casco bajo el brazo, aguardando a que comenzase mi aventura.
Después de algunos minutos perdí la paciencia. Levanté el casco con ambas manos y con gesto dramático lo estrellé contra la caja de vidrio que contenía el modelo del Gran Oriental de Traveller. E1 debate se detuvo inmediatamente, y Pocket se puso a trabajar con pala y cepillo para recoger los fragmentos de vidrio. Metí las manos cubiertas entre los restos y recogí el modelo del barco; tenía quizás unos tres pies de largo, y lo manejé con cuidado, intentando no dañar el delicado trabajo.
— Sir Josiah, perdone mi acto impulsivo y destructivo. Caballeros, como soy yo quien debe aventurarse más allá de estas paredes, seré yo quien decida sobre el gesto ceremonial a realizar.
»Me llevaré este modelo de la gran nave de Brunel y lo situaré en algún lugar apropiado. No llevará más que unos momentos, y cumplirá todos nuestros propósitos. Holden, el Gran Oriental es uno de los grandes logros de ingeniería del Imperio, y, por tanto, simboliza la gran civilización que ha alcanzado esta cumbre. Sir Josiah, sin duda estará de acuerdo en honrar en esta meseta distante al gran ingeniero que inspiró y dio forma a la mayoría de su trabajo. Y Bourne; espero que se una a mí considerando este modelo con símbolo del infinito ingenio y empuje humanos que nos han traído hasta esta tierra asombrosa.
»Y si nuestra aventura falla —seguí, algo sorprendido ante mi propia elocuencia—, dejemos que alguna futura generación de seres humanos descubra este artefacto y se pregunte sobre aquellos que lo trajeron aquí.
Hubo un momento de silencio. Luego Holden dijo:
—Bien hecho, Ned. Nos has colocado en nuestro sitio.
—¿Estamos listos para seguir?
Traveller señaló al armario de aire con un gesto florido.
—Todo listo, Ned.
Asentí.
—Pero ante me gustaría pedir algo…
Una vez más me atornillaron el casco a la cabeza, encerrándome en un universo en miniatura dominado por el olor a cobre, el sabor rancio del aire bombeado, y el sonido de mi propia respiración entrecortada. Me metí en el armario en forma de ataúd. Después de unos apretones finales de manos de mis compañeros —mis grandes guantes rodeaban por completo las pequeñas manos de ellos—, se cerró la pesada compuerta, expulsándome del cómodo calor de la cabina.
Vacilé durante unos momentos, aferrando el modelo del Gran Oriental contra la camisa de cuero; luego, reuniendo coraje, agarré la rueda de la escotilla debajo de mí y la giré con decisión.
Después de tres o cuatro vueltas se rompió el aislamiento y oí el susurro final de la atmósfera al salir al ambiente lunar de vacío. Se me pusieron rígidas las articulaciones al expandirse el traje hasta el límite de su flexibilidad.
Luego, por fin, se abrió la escotilla, y me encontré mirando a una yarda cuadrada de suelo lunar.
Aquella tierra, a unos diez pies por debajo de mí, parecía razonablemente plana pero, sin embargo, estaba llena de guijarros afilados que producían largas sombras a la luz del Sol; y las sombras eran tan negras como la tinta. Las crueles puntas, y la quietud por la falta de aire, me destacaban intensamente lo ultraterreno de la situación, y pasé algunos minutos con la sangre martilleándome en los oídos sólo por ver aquel trozo de tierra.
Finalmente encontré fuerzas para seguir. Tomé una escalerilla de cuerda del armario y la desenrollé. Luego dejé colgar las piernas por la escotilla y empecé a bajar, deteniéndome después de algunos escalones para coger el Gran Oriental. Cuando saqué la cabeza del armario tenía el casco lleno de una mareante luz solar que me producía escozor en los ojos; después me preocupé de apartar los ojos del Sol desnudo, que estaba peligrosamente cerca del horizonte.
Me detuve en el último travesaño antes de llegar al suelo, con el pie colgado sobre la tierra lunar. Una sensación de orgullo y de importancia me invadió. ¡Que fuese a mí a quien se le había concedido ser el primero en caminar sobre la superficie de otro mundo! Reflexioné sobre la extraña cadena de accidentes que me habla llevado hasta ese punto, y me pregunté brevemente cómo hubiesen sido las cosas sin el mayor accidente de todos, que es el antihielo. ¿Hubiesen llegado igualmente los hombres a la Luna? Seguro que se hubiese encontrado una forma, basada en cohetes de algún tipo todavía por imaginar; aunque hubiese llevado muchos más años —quizás incluso hasta el cambio de siglo— antes de que un viaje llegase tan lejos con éxito. Aun así, como en todas las cosas industriales y tecnológicas, Gran Bretaña hubiese sido líder en esa aventura paralela, y algún otro británico —quizá mejor preparado que yo— hubiese estado al pie de otra escalera.
Me consentí un momento de orgullo y deseé que la hermosa Françoise pudiese levantar los ojos desde los turbulentos campos de Francia y mirase a través del espacio para verme en aquel momento de gloria celestial. Pero ese engreimiento no sobrevivió a unos momentos de reflexión sobre la importancia histórica de la situación. Poner el pie en otro mundo era con seguridad el acontecimiento más importante del desarrollo humano desde el Arca… o, si creemos a sir Charles Darwin, desde que nuestros antepasados simiescos renunciaron a tirarse plátanos los unos a los otros y bajaron de los árboles para caminar erectos sobre la superficie. Por tanto, mientras apretaba el calzado de cuero sobre el suelo firme y de grava, recité esta oración que no fue oída por ningún otro ser humano.
—Señor, con este paso, como Noé, camino sobre un nuevo continente que entrego a tu gracia; y al tomarlo llevo conmigo todas las esperanzas de la humanidad.
Permanecí de pie sin apoyos sobre la superficie lunar, conectado a la Faetón sólo por la tubería de aire. A través del calzado podía sentir los pinchazos de los afilados guijarros lunares; era como caminar sobre una playa joven. Daba cada paso con cuidado, porque tenía mucho miedo de romper el traje o el tubo de aire.
Agarrando el modelo, y con el hacha y la lámpara de Ruhmkorff golpeándome el muslo, bajé una cuesta hacia el silencio lunar durante unos treinta pies —la tubería se extendía en total cuarenta pies— y miré a mi alrededor.
El paisaje era una desolación de rocas destrozadas y rotas; iban desde guijarros a cantos mayores que la nave. Las piedras se extendían hasta el horizonte, que, gracias al pequeño radio de la Luna, parecía sorprendentemente cerca; un fenómeno que me daba la impresión de estar atravesando el punto más alto de una ancha colina.
Las paredes del cráter Traveller eran, por supuesto, invisibles, al encontrarse a miles de millas en todas las direcciones de la brújula.
El suelo lleno de piedras no era plano. Contenía muchas colinas, o montecillos; éstos eran bajos domos circulares de formas sorprendentemente uniformes, aunque variaban mucho en tamaños, con el más pequeño apenas más grande que yo y el mayor elevándose quizá cincuenta pies por encima de la base y extendiéndose sus buenas ocho millas de lado a lado. Debía de haber, pensé, alguna explicación volcánica para aquellas configuraciones. Revigorizado por la ligereza de la gravedad lunar me imaginé brincando por el paisaje, saltando de cumbre en cumbre con la gracia de una cabra. Pero, por supuesto, estaba retenido por mi atadura conductora de aire, y me ponía nervioso el posible peligro a la integridad del traje.
Me volví para estudiar la Faetón. Estaba sólo a unas diez yardas de la nave y se alzaba sobre mí; en general había sobrevivido sorprendentemente bien, y el brillo apagado de la piel de aluminio relucía a través de una delgada capa de polvo lunar. El vidrio del domo del Puente, aunque mostraba signos de quemaduras, centelleaba bajo lo que quedaba de luz solar y creaba reflejos por la rota superficie lunar. Vi que Traveller nos había depositado en la cresta de una de las colinas —con el punto alto a unos diez pies del suelo— y aplaudí silenciosamente su habilidad, porque claramente allí estábamos más seguros y teníamos más estabilidad que en uno de los estrechos «valles» que corrían por entre las colinas. Pero la nave no estaba nivelada, porque una de las tres patas de aterrizaje se había posado sobre una de las grandes rocas y se había doblado un poco; la pata todavía soportaba la nave, pero en un ángulo de quizás unos veinte grados sobre la vertical.
Como era su intención, Traveller no había bajado con la parte superior de la nave bajo la luz del Sol. Desde las portillas de la cabina en la parte sombreada de la nave brillaba una acogedora luz de gas sobre las rocas sin vida; y en las ventanas podía distinguir los rostros de Bourne y Holden. Deseé volver a entrar en la comodidad de ese interior, con los aromas de la cocina de Pocket y los cigarros turcos de Traveller; pero también experimenté un ataque de orgullo porque hubiésemos traído aquella habitación llena de ingleses a aquel lugar terrible. Incluso podía ver que Holden todavía llevaba la corbata, ¡cuidadosamente anudada alrededor del cuello!
Al mirar a la nave erguida orgullosamente en aquel lugar hostil, fui consciente de que el casco y la parte superior del traje se estaban poniendo incómodamente calientes. Me recordé que tenía muy poco tiempo para completar la misión antes de que me fuese imposible permanecer sobre la superficie de la Luna. Por tanto, sin más vacilaciones, levanté al Gran Oriental por encima de la cabeza con ambas manos —vi que Holden aplaudía ese gesto— y luego hice como que lo colocaba tras una roca, a cubierta del impacto de los motores de la Faetón. Me detuve en ese acto, mirando expectante a la nave, y fui recompensado con la visión de Holden levantando la cámara hasta la portilla. Así se cumplió mi última voluntad antes de abandonar la nave; por ese fallo de la modestia me había asegurado que mi paseo lunar fuese grabado para la posteridad.
Mientras mantenía la postura como una estatua torpe, esperando el segundo en que tardaría en exponerse la placa, sentí un ligero temblor bajo el suelo, como un terremoto menor. Pero mantuve la pose, y el temblor pasó.
Con el Oriental oculto en su lugar, corrí hacia la sombra de la Faetón, respirando profundamente, decidido a continuar con la misión.
Encendí el filamento de Ruhmkorff y lo levanté. La pálida luz eléctrica se extendió por todo el fragmentado paisaje lunar: no podía, por supuesto, competir con la luz directa del Sol, pero reveló la naturaleza de lo que yacía escondido en las sombras de las colinas y las rocas. Busqué el destello que Traveller y yo habíamos visto desde el espacio; Y, quizás, a cinco pies más allá del límite del montículo de la Faetón, distinguí un trozo de tierra de unos diez pies de ancho tan plano como un estanque y que devolvía reflejos del filamento.
Me moví todo lo rápido que pude por la suave pendiente de la colina, y, con la manguera casi extendida por completo, me agaché para alcanzar el charco reluciente.
Mi desilusión fue cruel. Los guantes, buscando en la superficie reflectante, la atravesaron y llegaron a tierra desmenuzada; levanté fragmentos de la superficie que había roto y los sostuve frente a mí. No era hielo; más bien, sostenía un fragmento de una sustancia como el vidrio, marrón y menos que opaco, pero reconocible como vidrio. Había oído que un calor extremo, o una gran presión, puede convertir la arena común en vidrio sin la intervención humana, y sin duda aquélla era la explicación del fenómeno. Quizás esa placa de vidrio natural se había formado en el mismo impacto que había creado el cráter Traveller. ¡Estoy seguro de que aquella sustancia hubiese sido un acertijo fascinante para los hombres de ciencia —no menos, sospechaba, porque demostraba la similitud de minerales de la Tierra y la Luna pero me era de poca ayuda! ¿Habían sido los glaciares que Traveller y yo habíamos visto desde la órbita simples quimeras creadas por esos fragmentos de vidrio?
En un momento de furia y desilusión grité y arrojé el trozo de vidrio lejos de mí; recorrió muchas yardas, su giro no fue reducido por la atmósfera, reluciendo a su modo traicionero bajo la luz del Sol que se ponía. Y el suelo tembló una vez más bajo mis pies, como en simpatía; en esta ocasión el temblor fue potente, y las rocas corrieron por el suelo, como granos de arena sobre la piel de un tambor.
Me convertí en un ovillo mientras el paisaje se agitaba; esperé temiendo que alguna roca corriese lo suficientemente cerca para aplastarme, o bloquear la manguera de aire…
Al final el temblor cesó, pero fue seguido casi inmediatamente por los latidos de mi corazón, porque en la depresión dejada por una de las rocas vi el chispazo inconfundible del hielo.
Corrí hacia el trozo brillante, pero la luz del sol lo golpeó y el hielo se convirtió en vapor que escapó entre mis dedos.
Sin embargo, seguí feliz porque ahora mi camino estaba claro. El agua que pudiese quedar en la Luna debía estar en las cavernas más profundas o bajo las rocas… en todo caso lejos de la luz del Sol. Había varias rocas grandes al alcance de la manguera. Corrí hacia una de las mayores —una masa en forma cúbica como de cuatro pies de lado— y pasé algunos momentos pensando en cómo yo, un solo hombre, iba a levantar semejante monstruo. Consideré volver a la Faetón con la esperanza de improvisar una palanca; entonces recordé que después de todo estaba en la superficie de la Luna, cuya gravedad de un sexto me había prestado la fuerza de un equipo de navegantes. Así que me agaché y metí los dedos bajo la roca. Empujé, esperando que se levantase como si fuese una caja de cartón vacía; pero aunque se movió, lo hizo con tanta lentitud y con tanta pesadez —y después de muchos esfuerzos capaces de fundir el hielo— que no me quedó duda de su gran masa.
Así aprendí con una demostración práctica la diferencia entre el Peso, que está controlado por la gravedad del planeta, y la inercia, que no lo está.
Pero es fácil imaginar mi desilusión cuando al final la roca viró para no revelar ni el rastro más pequeño de hielo. Allí me quedé, los pulmones luchando con el aire enrarecido que daban las mangueras, mirando incrédulo al suelo.
No quedaba otra cosa sino seguir hasta la siguiente roca y probar de nuevo; y cuando lo hice, para mi gran alegría, fui recompensado con la visión de una capa gruesa de hielo de unos cinco pies de ancho y varias pulgadas de profundidad. Protegiendo la preciosa sustancia con mi sombra, metí el hielo en la bolsa aislante, usando los guantes como pala, y me alejé con algunas libras de agua lunar.
Perdí el sentido del tiempo mientras trabajaba en la inmutable tarde lunar. Aparté roca tras roca, encontrando depósitos sustanciales de agua quizá bajo la mitad de ellas. Llené una y otra vez la bolsa, y volví varias veces a la Faetón, consiguiendo pronto tener bajo la sombra de la nave un montículo de hielo. Cada pocos minutos la tierra temblaba ominosamente; pero aprendí a ignorar esos pequeños movimientos. Cuando la bolsa estuvo más que medio llena, aunque el peso no me afectaba, su inercia, al pegar contra mi espalda, se convirtió en una incomodidad que me distraía.
En ese momento se produjo un temblor importante.
Era como si un gigante hubiese golpeado la superficie de la Luna. Caí al suelo. Tuve la presencia mental suficiente para cubrirme la placa frontal con los guantes; en caso contrario seguro que el vidrio hubiese estallado. Me quedé tendido durante largos segundos, atreviéndome apenas a levantar la vista, esperando caer en cualquier momento en un abismo lunar o quedar aplastado por una roca. ¡Y el selenomoto continuó en completo y mágico silencio!
Cuando sólo los ecos recorrían las rocas que tenia debajo, me puse cuidadosamente en pie. La manguera de aire, la bolsa de hielo, estaban a salvo; pero tenía el casco completamente empañado —tanto que apenas podía ver— y el filamento de Ruhmkorff estaba roto y ya no tenía uso. Lo abandoné para que fuese un detalle intrigante para algún futuro explorador. No estaba seguro de la hora —no había tenido la presencia de ánimo para llevar un reloj fuera del traje— y permanecí a unos pies del borde de la pequeña colina de la Faetón y miré alrededor. El paisaje parecía haber cambiado: el aspecto de la línea de colinas y la forma de las sombras que proyectaban no eran como los recordaba. Sin duda, me dije, se trataba simplemente de una ilusión de la puesta de sol; porque incluso en la Tierra, el aspecto de los accidentes naturales parece evolucionar a medida que muere la luz.
Vacilé algunos momentos más, desorientado, intentando sopesar en mi mente el beneficio de algunas libras más de hielo en la bolsa medio llena frente a los peligros desconocidos de aquel lugar extraño… cuando la decisión escapó de mis manos.
Otro temblor cruzó el paisaje. Dejé caer el hacha de hielo y me alejé tambaleándome de la colina de la Faetón. Después de unos pasos, llegué al límite de la manguera de aire y la cabeza se me fue hacia atrás. Conservé el equilibrio, manteniéndome con los brazos extendidos, y me volví para encararme con la Faetón… para presenciar una visión bastante asombrosa.
Alrededor de la colina se elevaban del suelo cilindros de roca. Había como doce, equidistantes alrededor de la forma de la colina, cada uno de una yarda de diámetro; se elevaban a la vez, varios pies por segundo. El suelo volvió a temblar y luché por mantenerme en pie, preguntándome por la energía necesaria para elevar tales masas con tanta rapidez. Pronto, la colina y la Faetón estaban encerradas entre pilares. Al crecer los pilares, se reducía su ritmo de elevación, hasta que se detuvieron a una altura de unos cien pies. Comprendí que sólo era por la gracia de Dios que el crecimiento de aquella flora mineral no hubiese cortado o roto las tuberías de aire.
El suelo se agitó como en respuesta a explosiones lejanas, y me giré para ver el resto del paisaje. Como flores de piedra, los pilares crecían alrededor de todas las colinas que salpicaban el valle roto; algunos de ellos, vi echando hacia atrás el casco empañado, se elevaban hasta alturas que superaban con creces el centenar de pies de los pilares de la Faetón: el mayor, quizá como a media milla de distancia, debía haber alcanzado el millar de pies. Los pilares eran tan suaves como si hubiesen sido tallados por el mejor artesano, pero no quedaba oculta su naturaleza mineral. Ese crecimiento explosivo por todo el valle, ejecutado en completo silencio, me recordaba irresistiblemente el crecimiento de la vida; quizá los pilares eran análogos a las plantas que moran en los climas desérticos y que crecen explosivamente ante la primera gota de lluvia. Pero me pregunté qué tipo de vida podría elevar montañas tan monstruosas y a tal velocidad.
Al fin los últimos pilares llegaron a su altura final; y por toda la planicie ahora trazada de sombras paralelas, la quietud sólo la rompía una suave lluvia de piedrecillas y polvo.
Me quedé quieto unos momentos, la sangre me martilleaba las sienes, preguntándome si seria seguro intentar regresar a la Faetón.
Entonces, mientras seguía vacilando, comenzó la segunda fase.
La colina mayor, de unos cincuenta pies de altura, fue la primera. Cantos pequeños y placas de roca estallaron todo alrededor del perímetro de la colina. El montículo se agitó visiblemente y los temblores recorrieron el suelo rocoso hasta mis pies; y tuve la impresión de que se trataba de un enorme animal que intentaba levantarse su prisión en el suelo.
Entonces, conmocionado, comprendí que aquella impresión era completamente correcta; porque toda la colina se elevaba del suelo lunar. Se elevó hacia el cielo en el interior del circulo de pilares. Permanecí anonadado, apenas capaz de creer lo que me decían mis sentidos. La «colina» se separó del suelo, y vi que su forma tenía un equivalente debajo, por lo que el conjunto era una lente simétrica de piedra; pero la parte de abajo de la lente estaba marcada y rota. Trozos de roca como puños saltaban de los bordes definidos de la lente, y rozaban los pilares de apoyo. Al subir, la lente aceleró, alcanzando velocidades que negaban sus miles de toneladas de masa. Pronto se elevaba muy por encima de mí, todavía recorriendo el círculo de mil pies de pilares.
Pero sólo había sido la precursora: pronto, por toda la planicie, los montículos se elevaban para revelar características formas lenticulares, y tuve razones para agradecer la falta de aire en la Luna, porque de haber habido aire para transmitir el sonido, el ruido de aquellos grandes surgimientos me hubiese destrozado inmediatamente los oídos.
Entonces sentí un tirón en la cabeza por la manguera de aire y caí hacia atrás. Giré rápidamente donde yacía y vi cómo la colina que todavía cargaba la Faetón se elevaba en los aires como sus primas.
Con la bolsa de hielo a la espalda, luché por ponerme en pie agarrándome con los guantes a las rocas. Estaba donde antes había estado el borde de la colina de la Faetón —ahora era el borde de un cráter bajo— y miré desesperado. El borde de la lente ya estaba a diez pies y aceleraba, llevándose con ella la nave y todas mis esperanzas. En unos segundos, las mangueras de aire llegarían a su extensión máxima. Quizás entonces me elevaría en el aire como una marioneta, con los pies colgando indefensos; o quizá la manguera se cortaría inmediatamente, esparciendo el precioso aire en el vacío lunar…
Me coloqué mejor la bolsa de hielo sobre los hombros, doblé las piernas todo lo que las hinchadas articulaciones del traje me permitieron, y salté de la superficie de la Luna.
La gravedad lunar afectó sólo débilmente al vuelo. Me elevé en lo alto, enrollándose la manguera a mi alrededor. Al llegar a lo más alto de mi trayectoria se redujo la velocidad, y durante un terrible momento pensé que no podría agarrarme al borde; pero finalmente cabeza y brazos pasaron por encima del borde de roca y me agarré con las manos enguantadas, encontrando finalmente apoyo en algunas grietas de la piel de roca de la bestia.
Allí quedé colgado, absorbiendo aire y con la bolsa de hielo pegada a la columna. Al acelerar la lente hacia el cielo la presión sobre manos y hombros aumentó, por lo que me vi obligado a posponer la idea de trepar por la lente; mantener la posición era todo lo que podía hacer.
Giré el cuello, intenté aliviar la agonía de los hombros sobreextendidos; y al hacerlo percibí otro detalle. Porque ahora, los seres lenticulares, habiéndose elevado hasta lo alto de las patas pilares, empezaban a moverse por el valle. Se arrastraron mayestáticos por el suelo alejándose y acercándose los unos a los otros, de una forma que recordaba a los espadachines en un duelo… o a unos insectos depredadores.
Aquel vals lento y silencioso era tan asombroso como ver elevarse y caminar al Castillo de Windsor.
Los miembros pilares no se doblaban ni inclinaban de ninguna forma; parecía que, mientras se mantenían verticales, los pilares se deslizaban uno a uno bajo la superficie de sus pasajeros, las lentes; todo aquel movimiento estaba coordinado de forma muy grácil, lo que permitía que las bestias rocosas se moviesen con bastante libertad.
Todo eso lo vi en imágenes de no más de dos o tres segundos, mientras me elevaba en pos de la Faetón.
Al fin sentí cómo se aliviaba la presión en mis brazos, y comprendí que la lente debía estar acercándose a lo alto del conjunto de pilares. Levanté la vista y vi que las terminaciones de los pilares estaban realmente muy cerca… pero, mucho más allá, podía ver la parte de debajo de otra de las bestias lenticulares, mayor y más alta que la de la Faetón. Se acercaba a la lente de la Faetón de una forma muy amenazadora.
No tenía ni idea de lo que significaba, pero dudaba que fuese una buena señal; y tan pronto como pude me arrastré por el borde de roca, tirando de la bolsa de hielo y la manguera de aire. Había imaginado que la Faetón podía haberse caído, o al menos habría volcado y habría quedado destruida; pero, para mi alivio, todavía estaba anclada sobre la colina, e incluso estaba de pie. Por el rabillo del ojo noté que el modelo del Gran Oriental había quedado aplastado bajo una roca; sólo unos pocos fragmentos de metal y vidrio indicaban dónde yo mismo había colocado el modelo ni una hora antes.
Me arrastré hacia la nave. Vi cómo Holden y Pocket miraban por has ventanillas en mi dirección… y pude ver la alegría sin reservas con la que recibieron mi reaparición desde la muerte, con bolsa y todo. Holden me hizo un gesto para que me apresurase; ¡pero no necesitaba ánimos!
Traveller me había explicado cómo una escotilla en la parte baja del casco se podía usar para depositar el hielo. Trepé por una de las patas de aterrizaje con una agilidad que me sorprendió, encontré la escotilla, abrí los cierres como me había enseñado Traveller, y pronto estuve vaciando la bolsa de hielo en su interior. Apresuradamente metí puñados de hielo del montículo que había reunido. Tuve que hacerlo todo con las manos cubiertas y cuanto más me apresuraba más hielo tiraba por fuera; durante todo el tiempo era consciente de que si nuestro anfitrión decidía irse de paseo entonces seguro que la Faetón y yo caeríamos a nuestra muerte final; y todo el rato, por el rabillo del ojo, podía ver cómo la otra lente monstruosa se elevaba por encima de la Faetón, acercándose más y más.
Al fin terminé. Cerré la escotilla, arrojé lejos de mí la bolsa vacía y salté de la pata de la nave, haciéndole señales a Holden. Luché con la escalera de cuerda que llevaba al armario de aire, mirando nervioso a las toberas; tan pronto como Traveller pudiese disparar los cohetes seguro que no vacilaría en hacerlo, estuviese yo a salvo a bordo o no, por lo que sólo tenía unos segundos para ponerme a salvo. Entré por la estrecha escotilla, chocando de pecho, como un pez, contra el armario, tirando a continuación de las piernas; recogí la escalera de cuerda y la tubería de aire y echaba la mano hacia la escotilla…
… cuando los cohetes se dispararon.
Choqué contra el mamparo. Mi cuerpo cayó hacia la escotilla todavía abierta; me sujeté al hierro forjado con manos y pies, y durante un aterrador momento estuve crucificado sobre la escotilla abierta, con la cabeza colgando del tallo del cuello.
Los cohetes levantaron una nube de polvo y guijarros del caparazón de nuestra bestia lenticular.
La nave dio un tumbo súbito a un lado, y tuve que meter los dedos entre placas de los mamparos. Luego el borde de la bestia lenticular mayor, la que se había elevado sobre la Faetón, entró en mi campo de visión; y comprendí que Traveller se había visto obligado a lanzarnos al cielo para evitar ese segundo monstruo.
Al elevarnos sobre el caos de la Luna vi que la bestia mayor se había desplazado para cubrir por completo a la nuestra… y luego, con velocidad brutal, cayó por el tubo de pilares. Los pilares de la lente sobre la que habíamos estado se convirtieron en guijarros, y los fragmentos volaron por el paisaje; las dos lentes se convirtieron en mil piezas contra el suelo. Pero ése no fue el fin, porque las lentes fragmentadas parecieron disolverse en una actividad agitada… percibí zarcillos de piedra que coleaban por entre los restos uniéndolos aparentemente en una nueva forma; y me pregunté si aquélla era una sorprendente forma de apareamiento lunar. Después, el polvo levantado me tapó la visión.
Al elevarnos y ampliarse la visión del paisaje, comprendí que aquella unión extraordinaria era un incidente entre miles, porque todo el valle estaba cubierto, veía ahora, ¡con aproximaciones, acoplamientos y consumaciones similares!
Finalmente me aparté del borde y dejé que se cerrase la escotilla, impidiendo la visión de la Luna, que se alejaba. Me apoyé en el metal traqueteante y absorbí el aire enrarecido.