13 EL PILOTO DE GLOBO

La Cabina de Fumar había sido restaurada con amor. Las rayaduras y rasgaduras que habían quedado en el tapizado después de semanas de encierro habían sido reparadas y eran ya invisibles, y ofrecí una rápida y silenciosa oración por que el sistema de movimiento de la nave estuviese en tan buena condición.

Subí por una escalerilla de cuerda hasta el Puente. Durante un momento permanecí quieto mirando la larga serie de diales instrumentales, tan inseguro como un bárbaro penetrando en un templo.

Pero me deshice de esa sensación y sin más retraso me subí al asiento de Traveller.

Cuando el suave tapizado recibió mi peso, se activó algún interruptor oculto, y se activaron las lámparas eléctricas en cada instrumento. Me pareció oír un silbido, como si las cañerías llevasen la presión en aumento de los diversos sistemas hidráulicos de la nave. Como un enorme animal, la nave cobraba vida bajo mis manos.

Me quedé tendido en el asiento y observé con consternación la constelación de instrumentos. Pero había visto cómo Traveller hacía volar aquella nave desde la Luna a la Tierra, y me había parecido algo muy simple; ¡seguro que no había problema con un pequeño salto a través del Canal!

Con renovada determinación me volví hacia las palancas de control al lado del asiento. Las palancas terminaban en manillas un poco demasiado grandes para mis manos. Fijados a las manillas había pequeños tiradores de acero; éstos, recordé, controlaban la ignición y la fuerza de los motores de la Faetón.

Al cerrar las manos alrededor de las palancas sentí cómo se me acumulaba el sudor en las palmas.

Apreté las barras.

Los cohetes gritaron al despertarse. Un inmenso temblor recorrió la nave.

—¡Ned!

Traveller trepaba con dificultad por la escotilla de la cabina de fumar. Había perdido el sombrero y el pelo le caía a capas blancas sobre la frente. Respiraba con dificultad y el sudor le corría por la nariz de platino; y la mirada que fijaba en mí era tan intensa como la luz del sol.

—¡No intente detenerme, Traveller!

—Ned. —Ahora estaba en el Puente y se alzaba sobre mí. Con una voz cuya tranquilidad derrotaba el alboroto de los motores—. Salga de mi asiento.

—Me ha contado los planes de Gladstone. Como un inglés decente no puedo quedarme impasible y permitir que tal atrocidad proceda sin oposición. Tengo la intención de volar a Francia y …

—¿Y que? —Ahora se inclino hacia mí, Con el sudor acumulándosele bajo los ojos profundos—. ¿Entonces qué, Ned? ¿Usará la Faetón para destruir los proyectiles de Gladstone desde el aire? Piénselo bien, maldición; ¿qué puede llegar a conseguir además de su propia muerte en el holocausto resultante?

Levanté la barbilla y dije:

—Pero al menos quizá pueda avisar a las autoridades…

—¿Qué autoridades? Ned, ¡ahora mismo nadie sabe quienes son las autoridades! Y en lo que se refiere a los prusianos…

—Al menos habrá un aviso. Y quizá pueda rescatar algunas almas de la devastación cuando ésta llegue, y así recuperaré algo del honor de Inglaterra.

Su boca se movía; luego pareció salir algo de rabia de él.

—Ned, es un tonto, pero supongo que hay formas peores de malgastar la vida… Y, por supuesto, está su Françoise.

Le miré fijamente, como desafiándole a burlarse de mí.

—Mademoiselle Michelet se ha convertido para mí en un símbolo de todos los desdichados que han quedado atrapados en esta guerra. Si todavía está viva en el crucero terrestre, prometo intentar rescatarla… ¡o morir en el intento!

—Oh, maldito idiota. Probablemente la bendita dama está exactamente donde quiere estar: le disparará en cuanto se acerque, con su rostro, Ned, dividido por la sonrisa de un tonto. —Él me miró con mayor intensidad, y algo de esa perspicacia para la gente que ya había apreciado en él brilló en su mirada—. Ah, pero eso no importa. ¿Verdad? No es la idea de rescatarla lo que le impulsa. Tiene que saber la verdad sobre su Françoise…

Me sentí resentido ante aquella visión del interior de mi alma.

—¡Déjeme, Traveller! No me detendrá.

—Ned… —Traveller alargó manos inciertas—. No puede hacer volar la nave. ¡La destruirá antes incluso de llegar al aire! Vamos, ni siquiera ha cerrado la escotilla antes de intentar hacerla despegar.

—¡Traveller, no intente detenerme! Le sugiero que vuelva con su amigo el primer ministro, y, a cambio del dinero que le ha prometido, proceda a construirle sus Ángeles de la Muerte.

Las líneas de su frente se alargaron aún más.

Sentí una punzada de vergüenza, pero la deseché.

—Sir Josiah, le concedo diez segundos para salir de esta nave. Luego me dirigiré a Francia.

Con una calma que se transmitía por las palabras dichas a gritos, contestó:

—Rechazo sus diez segundos. No tengo intención de salir de la nave; no puedo permitirle que destruya la Faetón.

—Entonces estamos en tablas, ¿Debo expulsarle yo mismo?

Traveller suspiró largamente y enterró el rostro durante un momento entre las manos; luego levantó la cabeza hasta mi cara.

—No será necesario, Ned; veo que está decidido a partir. Y, por tanto, no tengo más opción que acompañarle.

—¿Qué?

—Yo pilotaré la nave. Ahora, cédame amablemente el asiento para que podamos seguir…

Le estudié con la mayor de las sospechas, pero en su largo rostro sólo podía leer una determinación renovada.

—Traveller, ¿por qué iba a hacer tal cosa? ¿Por qué no debería sospechar que prepara algún truco?

Visiblemente reunió algunos fragmentos de paciencia.

—Puede sospechar lo que quiera. No me gustan los trucos, Ned; y soy muy sincero cuando digo que destruirá esta nave en segundos si sigue sin ayuda.

—Entonces ayúdeme. Dígame cómo pilotar la Faetón.

—Imposible —contó los argumentos con los dedos—. Se necesitarían varios días para enseñar incluso lo básico del diseño del control de vuelo. Incluso —añadió sin ironía— al alumno más brillante. Segundo. Piense en lo necesario para hacer volar una nave por la atmósfera. Ned, la Faetón no es inherentemente estable; eso significa que, a menos que quiera saltar directamente al aire, como su colega francés, el piloto debe responder continuamente a la nave; en caso contrario es tan probable que vuele cabeza abajo y que se dirija al suelo con toda la fuerza de los motores. Ésta es la única nave voladora del mundo, y yo soy el único hombre con experiencia en esas artes. Tercero. Recordará que la Faetón es un prototipo. Por tanto, tiene varias rarezas y peculiaridades que sólo yo puedo anticipar y controlar…

—¡Vale! —El esfuerzo de mantener una presión constante sobre las palancas de motores estaba convirtiendo mis manos en montones de músculos tensos.

Luego, inesperadamente, Traveller sonrió, el cabello le caía del cráneo.

—Me pregunta por qué voy a pilotar la nave. No quiero que la destruya, muchacho; ése es un objetivo claro. Aparte de eso…

»Bien, el viejo Ojos Alegres ha dejado bien claro que esos proyectiles cohete se fabricarán con o sin mi participación. Ahora usted me ha obligado a pensar en ello. Si hay que volver a usar el antihielo como arma de guerra, quizá debería presenciar las consecuencias de mis propios actos, en lugar de leer algún reportaje inexacto en el Guardian tres días más tarde.

»Ned, estoy decidido. Vayamos a buscar a su preciosa dama; ¡vayamos a París, la Reina de las Ciudades!

Volví a buscar en su rostro. No había señales de engaño o mentira; de hecho, me recordaba el entusiasmo impulsivo que había conseguido despertar en él en aquellos últimos minutos de nuestra aproximación a la Luna. Y, por tanto, al fin asentí.

Traveller dio una palmada.

—Le he dicho a Pocket que se refugie en la casa, así que estamos listos para despegar. Ahora, Ned, si me deja libre el asiento… suelte las palancas con la mayor lentitud posible…

Y de esa forma, en unos minutos, el ruido de los cohetes se convirtió en un rugido; la cubierta de lona se abrió y cayó a los lados, y la Faetón se elevó sobre los campos de Surrey.

Traveller, con habilidad y gracia, voló hasta una altura de media milla por encima del suelo. Inclinó los motores, explicándome que al hacerlo los cohetes no sólo podían mantener el peso de la nave en el aire, sino, además, producir una aceleración lateral significativa.

Y así nos dirigimos a toda velocidad hacia el sur.

Yo mantenía la cara pegada a las ventanas. A semejante altura, la tierra, cuando no estaba tapada por las nubes, adoptaba el aspecto de un dibujo infantil con casitas, árboles y ríos bellamente detallados. Fue todo un impacto empezar abruptamente a volar por encima de las aguas gris metálicas del Canal.

Después de una hora llegamos a la costa francesa. Debajo de nosotros se extendía como un diagrama una ciudad portuaria, y Traveller comparó la imagen del periscopio con un mapa que tenía extendido sobre el pecho. Al final asintió satisfecho.

—¡Hemos llegado a Le Havre! ¡Ahora sólo hay un pequeño salto hasta París!

Imaginé a los simples pescadores que teníamos debajo levantando la vista y preguntándose qué era aquel monstruo rugiente que cruzaba el cielo escupiendo fuego.

Ahora nuestro guía era el Sena; seguimos corriente arriba su curso plateado por Normandía. El humo salía en espirales de las casas de campo y las granjas dispersas y, bajo la influencia de los vientos predominantes, corría como plumas hacia el este. Desde aquella perspectiva divina, no había señales de guerra.

En cierto momento volamos por encima de Rouen —las viejas calles parecían como un laberinto infantil y recordé que fue allí donde los ingleses quemaron a la Doncella de Orléans. Me pregunté qué hubiese pensado la gran guerrera de nuestro barco aéreo de aluminio. ¿Hubiese creído que era otra visión de Dios?

Finalmente, como a las dos de la tarde, llegamos a las afueras de París.

Desde el aire París es un óvalo desigual por el que corta el Sena de este a oeste. Con el periscopio podíamos ver con claridad las islas que se encuentran en el corazón de la ciudad, y estudiamos el techo elegante de la Catedral de Nôtre Dame todavía sin tocar por la artillería prusiana que había estado rodeando la ciudad. justo al norte de las aguas podíamos distinguir la Rue de Rivoli, que va paralela al río. Siguiendo la calle hasta el oeste encontré los Campos Elíseos, y me quedé perplejo por algunos árboles caídos sobre la carretera: parecían cerillas tiradas. Me pregunté si hablan sido derribados por la artillería alemana, pero Traveller sugirió que la gran avenida estaba siendo cortada para suplir de combustible a los ciudadanos de la ciudad sitiada.

Alrededor del cuerpo marrón gris abierto en canal de la ciudad se encontraban las fortificaciones defensivas principales: seguimos veinte millas de muros desde el Bois de Boulogne en el oeste hasta el Bois de Vincennes en el este. Y en el campo, más allá de los muros, podíamos ver claramente los campamentos del Ejército prusiano. Las tiendas de oficiales eran como pañuelos esparcidos por los bosques y campos; y —cuando bajamos un poco más— pudimos distinguir los fosos donde se refugiaban las piezas de artillería; cientos de ellas, todas con sus morros siniestros apuntando a los indefensos ciudadanos de París. E incluso pudimos ver los chillones uniformes rojo, azul y plata de los mismísimos soldados prusianos.

Mientras miraba las caras levantadas y sorprendidas de aquellos alemanes Conquistadores, se me ocurrió que me resultaría muy fácil arrojar, digamos, un Dewar lleno de antihielo entre ellos… con efectos muy devastadores. Los Prusianos no podrían responder con nada; podríamos elevarnos con facilidad más allá del alcance de sus proyectiles, incluso si pudiesen apuntar a un objeto que flotaba en el aire.

Me estremecí, preguntándome si había tenido una visión de alguna guerra futura.

Vimos fascinados, elevándonos sobre la masa marrón de la ciudad, la enorme forma pesada de un globo de aire caliente. La prensa de Manchester había estado llena de los valientes intentos de los parisinos por comunicarse con el resto de Francia por medio de tales artilugios, y por la medida aún más desesperada de las palomas mensajeras; pero, aun así, la visión era sobrecogedora. El torpe vehículo parecía una sábana hecha a trozos por su multitud de colores y fragmentos desiguales, y se sacudía incierto en los vientos enérgicos del oeste que soplaban sobre los tejados de la ciudad, pero hacia el este navegó con algo parecido a la gracia, atravesando los muros de la ciudad en unos minutos.

Buscamos en el horizonte con el telescopio de Traveller…

pero no había ni rastro del Príncipe Alberto.

Traveller frunció el ceño.

—Bien, Ned, ¿ahora qué?

Moví la cabeza, desconcertado y desilusionado; la escala del drama marcial que teníamos debajo era tan grande, que mis sueños impulsivos de que un hombre podría alterar el curso de los acontecimientos en desarrollo, incluso armado con una herramienta como la Faetón, parecían tonta fantasía.

—No sé qué podemos hacer aquí ——dije finalmente—. Pero creo que todavía me gustaría mucho encontrar a Françoise.

Traveller levantó la barbilla.

—Entonces debemos obtener más información sobre el paradero del Príncipe Alberto.

—¿Aterrizamos en la ciudad?

Estudió durante un momento el mapa que tenía sobre el pecho.

—Me resisto a hacer algo así. No tenemos forma de advertir a los ciudadanos de nuestra aproximación, o de asegurarnos que el área esté despejada… es más, dado el actual estado excitable de los parisinos, el aterrizaje atraería a grandes multitudes, que se podrían poner en el camino de los chorros.

»No, Ned; no puedo recomendar aterrizar en la ciudad. Pero tengo una propuesta alternativa.

—¿Cuál es?

—Sigamos al piloto del globo. Cuando descienda, podremos aterrizar con seguridad y acercarnos a él.

Me lo pensé. Me sentía reacio a malgastar horas persiguiendo lentamente aquella nave primitiva. Pero por otro lado, el piloto del globo tendría una visión más amplia de la situación que el parisino medio, porque en caso contrario no le hubiesen ayudado a escapar. Unos momentos de charla con ese tipo intrépido podrían reemplazar horas de recorrer la muchedumbre de París.

—Muy bien —le dije a Traveller—. Sigamos a ese valiente piloto, y esperemos que pueda ayudarnos.

Al este de París se encuentra la región francesa de Champagne; y fue allí, a unas veinte millas de los muros de la ciudad, donde los vientos del oeste depositaron el globo. Entre pequeños viñedos, la nave desinflada estaba tendida como un estanque de colores, perfectamente visible desde el aire.

Traveller depositó la Faetón a un cuarto de milla al norte. Antes de que se enfriasen las toberas desenredamos una escalera de cuerda y bajamos a tierra. Era al final de la tarde y nos quedamos quietos unos minutos, parpadeando hacia el cielo cubierto de nubes. La Faetón, habiendo llegado en su habitual estilo espectacular, estaba situada en el centro de un disco de vides quemadas y cortadas, ¡esas plantas no volverían a dar frutos! Y más allá de la región quemada había un joven vestido con un guardapolvo que nos miraba fijamente; incluso desde allí podíamos ver que tenía la boca abierta.

Traveller se dirigió resuelto hacia aquel rústico y le puso dinero en las manos. El ingeniero le dijo, en un francés entrecortado, que debía llevarle el dinero a su patrón como recompensa por la destrucción de una porción de sus viñedos. Perplejo, el pobre desenrolló el dinero y lo miró fijamente, como si nunca antes hubiese visto un billete de cinco libras. Pero no teníamos tiempo para más explicaciones; con despedidas cortantes, atravesamos acres de setos y vides.

Cinco minutos después llegamos al globo. La nave, ahora deshinchada, estaba fabricada con trozos mal cosidos de tela; vi manteles, sábanas, cortinas e incluso una tela suave y blanca que me recordó los elementos más discretos del vestuario femenino. El saco estaba roto por regiones unidas a trozos de cuerda; esos trozos tenían como propósito abrirse en caso de necesidad y desinflar el globo; pero alrededor de esos rectángulos, la pared del globo se había roto, y la nave debía haber descendido con mayor velocidad que la esperada por el piloto. Le comenté a Traveller:

—Buen Dios, sir Josiah, todo eso no es más que algo improvisado.

Traveller contestó:

—Uno necesitaría más valor para elevarse en el aire en esa nave que para viajar a la Luna en la Faetón. Los habitantes de París deben estar verdaderamente desesperados para…

—De hecho —dijo una voz, en francés, desde los montones de tela—, este parisino sólo está desesperado por continuar con sus asuntos sin el acompañamiento de arrogantes comentarios ingleses, y… ¡ ah!

Traveller y yo intercambiamos miradas de perplejidad; y corrimos hacia el globo caído.

La barquilla del globo no era más que una gran cesta de ropa, unida al saco por trozos de cuero. La barquilla estaba caída de lado, y rollos y paquetes habían caído sobre la tierra suave; y en medio de todo había un joven. Tenía como mi altura y edad, con un aspecto atractivo oscuro y galo. Vestía las ropas simples y adustas de los trabajadores de la ciudad; por lo que podía haber sido, por ejemplo, un empleado de banca. Pero la chaqueta gris estaba rota y manchada de barro. Tenía la pierna izquierda extendida frente a él, y empujaba sobre el suelo intentando ponerse de pie; pero cada vez que ponía una onza de peso sobre la pierna izquierda gemía de dolor.

Traveller se inclinó para examinar la pierna herida. Yo dije, en inglés:

—Debe descansar. Está claro que se ha hecho daño en la pierna, y…

Él contestó en francés.

—Mi nombre es Charles Nandron. Soy diputado del Gobierno de Defensa Nacional. Señor, está en territorio francés, indudablemente sin invitación; tendrá la cortesía de dirigirse a mí en la lengua de mi país, o en caso contrario no me hable… ¡ah! —El dedo examinador de Traveller había llegado al tobillo. Nandron echó la cabeza atrás y apretó los dientes.

Usando mi francés fluido nos presenté.

—Vinimos en la Faetón, que es una…

—No siento interés por los artilugios británicos —dijo con desdén el diputado—. He arriesgado la vida para comunicarme con el Gobierno provincial de Tours…

Con su inglés seco, Traveller dijo:

—Si no se queda quieto y muestra algo de interés por su pierna, joven, no va a comunicarse con nadie durante mucho tiempo, excepto con algunos cultivadores de uvas. —Se volvió hacia mí y dijo—: No soy médico, pero no creo que esté rota; sólo piel abierta y un golpe fuerte. En la Faetón tengo algunos linimentos y emplastos; si evita que este joven altanero se escape, iré a buscarlos.

Asentí. Mientras Traveller se alejaba, los ojos arrogantes de Nandron bailaron curiosos sobre la nariz de platino de sir Josiah; pero pronto volvió su atención al cielo.

Yo dije en francés:

—Los informes disponibles en Manchester sobre el estado de París son fragmentarios, basados en su mayoría en las noticias traídas por hombres intrépidos como usted… acompañadas de muchísimas elucubraciones.

Asintió, cerrando los ojos.

—París se encuentra en grave peligro. Claramente los prusianos tienen la intención de hacerle pasar hambre hasta que se rinda.

—Tienen noticias de la guerra?

—Sabemos que Bismarck controla toda Francia al norte y este de Orléans, excepto París. Al igual que en 1815, Francia permanecerá o caerá si París permanece o cae; pero esta vez repeleremos la invasión…

—Sí. ¿Y hay algún ejército tras los muros de la ciudad?

—Un ejército de ciudadanos, señor. La Guardia Nacional se ha duplicado hasta superar los trescientos mil hombres; prácticamente todos los hombres capaces de la ciudad se han levantando para salvar su país. ¡Incluso se espera que nosotros los políticos sirvamos en la brecha!

Estudié el rostro orgulloso, ahora cubierto del sudor del dolor, y reflexione que si la historia de la hidra que era la muchedumbre de Paris debía servir de guía, aquellos indefensos políticos probablemente no habían tenido más opción que ocupar su puesto en las barricadas junto con el resto.

Pero decidí no comentarlo, preguntando en su lugar:

—¿Y cuál es la situación en la ciudad?

Negó con la cabeza.

—No puede entrar comida en la ciudad; los vientos predominantes hacen que sea imposible llevar aun unas pocas libras en globo. Pero queda comida; nuestra dificultad como Gobierno ha sido la distribución, tanto en la región como en la sociedad —rió con ligero cinismo—. No sorprende a nadie que los pobres sufran más. Los tenderos también ven arruinados sus negocios. Pero los mejores restaurantes mantienen sus menús. —Me apuntó con la mirada e intentó sentarse más recto—. Quizás usted y su diletante acompañante quieran visitar uno durante su estancia. Me disculpo en nombre de todos los parisinos por la falta de elementos como vegetales frescos, marisco y pescado; pero los menús se han vuelto más exóticos que nunca con la adición de canguro, elefante y gato…

Le puse una mano sobre el hombro para calmarle.

—Señor, no somos sus enemigos. Arriesgamos nuestra propia vida en el escenario de la guerra. Buscamos a alguien.

Con curiosidad me preguntó:

—¿Quién?

—¿Ha oído hablar del Príncipe Alberto? —le expliqué las circunstancias del robo de la nave por los francotiradores, y los informes que decían que se movía hacia el sur en dirección a París.

Pero Nandron lo negó con la cabeza.

—No sé nada de tal nave —dijo desdeñoso—. Y en todo caso, los francotiradores son ahora más útiles para interrumpir las largas líneas de suministros de los prusianos, que llegan hasta Berlín…

Disgustado por ese nuevo fracaso, pasé sin embargo los minutos restantes esperando a Traveller y obteniendo de aquel arrogante joven parisino más información sobre el estado de la ciudad.

Me contó, por ejemplo, cómo incluso el programa para reconstruir las murallas defensivas, que ya tenían treinta años, estaba plagado de disputas y retrasos porque los grupos rivales de ingenieros discutían sobre la elección del diseño mas elegante y atractivo. No pude evitar recordar el relato de mi hermano sobre las simples pero eficientes fortificaciones construidas por los rusos alrededor de Sebastopol.

En la tranquila luz agonizante de aquella tarde rústica francesa, sentía dificultades para aceptar como verdades los detalles terribles de la narración de Nandron.

La mejor esperanza de salvación para París parecía estar con el ministro del Interior, Gambetta, que semanas antes había salido en globo de París. Ese Gambetta había, eso parecía, reunido un nuevo ejercito de la misma tierra de Francia, y ya había atacado a los prusianos con éxito en Coulmiers, cerca de Orléans. Ahora Gambetta se dirigía a Orléans donde tenía intención de oponerse a los invasores. Pero grandes fuerzas prusianas, que antes habían estado ocupadas en el asalto de Metz, se movían para enfrentársele; y parecía que Orléans podría ser un campo de batalla tan decisivo como Sedan.

Traveller volvió y aplicó eficientemente un emplasto a la pierna de Nandron. Mientras sir Josiah trabajaba, Nandron seguía hablando.

—Se dice que el general Trochu —el jefe del Gobierno provisional— no teme por el futuro de Francia; porque cree que Santa Geneviéve, que liberó al país de los bárbaros en el siglo V, regresará para hacerlo de nuevo —rió con algo de amargura.

Pregunté:

—¿No comparte sus creencias?

—Preferiría confiar en los rumores que corren por los bares de la ciudad y que afirman que el mismísimo Bonaparte ha regresado de la muerte, o ni siquiera llegó a morir en su exilio británico, y que vuelve en un gran carro para unirse al Ejército de Gambetta en Orléans y echar a los rusos.

Asentí.

—Boney en persona, ¿eh? Que idea tan encantadora…

Pero Traveller me hizo callar con un gesto.

—Ese gran «gran carro» —dijo con su francés entrecortado—. ¿Dan detalles los relatos callejeros?

—Claro que no. Son rumores de ignorantes y desinformados.

Miré a Traveller con una nueva suposición.

—¿Cree que el carro podría ser el Príncipe Alberto?

Traveller se encogió de hombros.

—¿Por qué no? Imagine al gran navío de antihielo atravesando los campos de Francia, manejado por aquellos intrépidos francotiradores. ¿No llegarían noticias de ese acontecimiento a la desesperada ciudad de París de forma confusa, entremezclándose con esas tonterías sobre el corso?

—¡Entonces debemos dirigirnos a Orléans! —dije.

Pero Nandron añadió:

—Su análisis es erróneo. Ningún hijo de Francia con respeto de sí mismo tendría algo que ver con una máquina británica. Porque la opinión del Gobierno Nacional de Defensa es que la invasión de Francia por la tecnología británica es tan odiosa como la de los bárbaros prusianos…

—Aunque algo más difícil de definir, ¿eh? —dijo Traveller con alegría—. Bien, muchacho, puede que desprecie el mismo nombre de Gran Bretaña; pero a menos que ahora acepte la ayuda británica le va a llevar mucho tiempo llegar a Tours con esa pierna, a pesar de mis milagrosas habilidades curativas.

El francés habló con voz helada.

—Gracias; pero prefiero seguir mi propio camino.

Traveller se golpeó la frente.

—¿No tiene límite la estupidez de los jóvenes?

En un inglés de mucho acento, Nandron dijo:

—Deben entender que no son bienvenidos aquí. No les queremos. ¡Debemos expulsar a los prusianos con la sangre de los franceses!

Me rasque la mejilla.

—Me gustaría que le dijese eso a Gladstone.

Pareció perplejo.

—¿Qué?

—No importa —me puse en pie—. Bien, sir Josiah; parece que esto es todo.

—¿A Orléans?

—¡Claro!

Le dijimos adiós a Nandron, gesto que no nos devolvió, y atravesamos el ordenado viñedo; mi última imagen del testarudo diputado me lo mostraba luchando sobre una pierna sana por recoger los papeles y otros materiales que había traído con tanta dificultad desde el París sitiado.

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