3 EL CRUCERO TERRESTRE

Pasamos unos días en Ostend. Luego viajamos hasta la zona aislada del mar en la que se construía el Príncipe Alberto, que se encontraba como a unas once millas de Bruselas.

En ruta, el tren ligero trazó un arco de norte a sur sobre la capital belga, siguiendo la línea del ferrocarril terrestre. Miramos a la extensión boscosa de la Domaine Royale y volamos sobre el erizado techo de la Gare du Nord, la estación principal de ferrocarril. Bruselas, bajo la brillante luz del sol, tenía algo del aspecto de una pintura medieval: elegante, dorada y recargada, y llena de vida y de color. Al final pasamos por encima del Parc du Bruxelles, una zona como un pañuelo de verde y blanco que se extendía en el corazón de la ciudad, y nos movimos hacia el sur alejándonos de la ciudad.

El paisaje campestre al sur era verde, típico y casi inglés; en medio del cual, el lugar del Príncipe Alberto, que pronto apareció en el horizonte, era una asombrosa salpicadura de adoquines, hierro oxidado y aceite.

Llegamos como a las seis de la tarde al puerto de tierra. Un gran perímetro de matronas vestidas de terciopelo nos precedió por la escalera mecánica hasta el suelo y Holden y yo nos divertimos al observar cómo las damas se abrían paso por entre el barro y el óxido del astillero, los dobladillos agitándose sobre los charcos de aceite.

El lanzamiento del Alberto estaba previsto para el mediodía del día siguiente, y Holden y yo llamamos a un carruaje para llevarnos a la posada. El coche traqueteó sobre las carreteras irregularmente adoquinadas, y miramos fuera divertidos. Una verdadera ciudad provisional había crecido alrededor del lugar de construcción; una ciudad construida con madera sin embrear, hierro ondulado y cartón, pero una ciudad igualmente. Las calles estaban llenas de pubs y bares, ya haciendo muy buen negocio a pesar de lo temprano de la tarde. La cerveza que se consumía en grandes cantidades era claramente del tipo espeso y oscuro inglés. En la atmósfera había algo de feria de campo: los volteadores rodaban interminablemente frente a nosotros y vimos un teatrillo de títeres, que podía haber sido traído clavo a clavo del East End, entreteniendo a un grupo de niños lo suficientemente bien vestidos para ser miembros de la nobleza. Había carteles para la exhibición de tales novedades como la oveja de seis patas y la calculadora humana; y por todas parte el olor de las castañas asadas, manzanas acarameladas y dulces, los rebuznos de los organillos y del tiovivo, y el silbido discordante de los caramillos.

—Buen Dios, Holden —dije, emocionado por todo aquello—, apenas se parece a Bélgica. Más bien es como la bendita Isla de Dogs.

Le brillaron los pequeños ojos.

—Así habla el diplomático cosmopolita. ¿Y qué estaría buscando en la Isla de Dogs, joven Ned, eh? —Me temo que enrojecí, pero él levantó una mano regordeta—. No importa, muchacho; yo también fui joven una vez. Pero no debería sorprenderse. El Príncipe Alberto es el primer crucero de tierra, diseñado para navegar por las planicies del norte de Europa, pero es una nave inglesa: diseñada por arquitectos navales ingleses, ajustada por ingenieros ingleses, y construida por artesanos ingleses. Y por eso una milla cuadrada de suelo belga se ha convertido en un anexo del East End de Londres. Ésta es una colonia inglesa, muchacho; un símbolo, quizá, de nuestra dominación tecnológica de Europa.

Ahora nos acercábamos al centro de la bulliciosa comunidad. Allí, las tabernas y las pensiones se acumulaban muy juntas alrededor de un extraño altozano. El cono de tierra cubierto de hierba, evidentemente artificial, se elevaba unos ciento cincuenta pies. En lo alto del montículo había un león de piedra, con la garra descansando sobre el globo terrestre, y la vista fija en la distancia.

De nuevo apareció un tono inquietante en la voz de Holden.

—Y aquí tenemos al Butte du Lion, Ned; el Montículo del León. Construido con la tierra traída del campo de batalla en cestos y sacos por los agradecidos nativos, para que nuestra famosa victoria pudiese marcarse para toda la eternidad —levantó la vista hacia la noble bestia de piedra, con el labio inferior temblándole.

Y yo, también, estudié el león con algo de sobrecogimiento e intenté imaginar el día de junio medio siglo antes cuando, a unas yardas de aquel punto, Wellington se enfrentó finalmente al corso…

Porque aquélla era, por supuesto, la villa de Waterloo; ¿y qué lugar más apropiado podía haber para construir ese nuevo símbolo del triunfo británico? (aunque, reflexioné, el Ejército británico había requerido ese día la audaz intervención de los prusianos para derrotar al francés incontrolado. Pero me abstuve, sin embargo, de mencionarle ese hecho a Holden).

Ahora Holden se echó hacia delante y señaló con la boquilla de la pipa.

—Mire ahí…

El nuevo monumento, el crucero terrestre, una gran masa sobre el horizonte occidental, presentando su silueta contra el sol que se ponía. Era un armazón que sobresalía de un mar de chabolas, y estaba erizado de andamios y lonas. Arcos eléctricos iluminaban los andamios; y con esa luz los obreros se movían como hormigas.

La voz de Holden era áspera, como si estuviese a punto de echarse a llorar.

—Qué visión, Ned. ¿Qué pensarán los continentales de semejante proyecto? Son como los obreros de la Edad Media que miraban, con una brizna de hierba colgándole de la boca, a las líneas elevadas de las catedrales góticas.

Estaba a punto de comentar que si podía encontrar a un belga entre aquella colección de cockneys entonces podría preguntarle sobre la cuestión, cuando un sonido descendió del cielo, un rugido tan poderoso que era como si la palma de Dios apretase sobre el techo del carruaje. Los caballos corcovearon y relincharon, agitando el carruaje.

Una luz pasó lentamente sobre nosotros, blanca y dolorosamente brillante, creando sombras agudas sobre el paisaje provisional.

El silencio se extendió entre los juerguistas. La luz pasó tras la masa del Alberto y bajó tras él, eclipsando la puesta de sol.

—Buen Dios, Holden —resollé—. ¿Qué era eso?

Sonrió.

—Sir Josiah Traveller, miembro de la Real Sociedad, a bordo de su carro aéreo la Faetón —dijo con un gesto teatral.

Miré hacia el resplandor que se apagaba.

A nuestro alrededor el ruido de la ciudad volvió a su cauce como el agua desviada vuelve a su contenedor, y el carruaje volvió a ponerse en marcha.

El hostal lo dirigía un belga nativo. Aquel sitio era pequeño y estaba lastimosamente amueblado, pero estaba limpio, y la comida era sencilla, saludable —al estilo inglés— y abundante.

Nos fuimos a dormir pronto y, a las ocho de la mañana del día del lanzamiento, el 8 de agosto, nos dirigimos con nuestras mejores galas al Príncipe. Nuestra hostería estaba como a dos millas de la nave e hice un gesto para llamar a un carruaje; pero Holden me aconsejó lo contrario, señalando que hacía una buena mañana y que caminar nos despejaría la cabeza.

Y así nos abrimos Paso por las calles sucias y aceitosas del puerto terrestre del Príncipe Alberto. Las juergas mantenidas con cerveza ya habían empezado, a pesar de ser temprano o quizá, como dijo Holden, no habían cesado en toda la noche. Era como una enorme fiesta improvisada; vimos caballeros de ciudad bien vestidos dando chelines en los bares para comprar cerveza para sucios operarios, mientras que las damas de todas las clases sociales se mezclaban con sorprendente abandono. Mientras recorríamos las calles llenas de rostros sonrientes, la sangre empezó a correrme por las venas y mi ánimo se puso al mismo nivel.

Giramos una esquina y la nave apareció ante nosotros.

Me quedé boquiabierto. Holden se detuvo y se metió los pulgares en la brillante faja de seda que llevaba alrededor de la cintura.

—Vaya, qué vista. ¿Hubiese preferido ver ese espectáculo desde los diminutos confines de un carruaje, Ned?

El gran crucero terrestre había sido liberado de las lonas y andamios que le retenían, y ahora descansaba sobre el plano paisaje belga corno una enorme bestia improbable, protegida por grúas y torres.

Nos acercamos por un flanco. Por su forma, la nave era similar a sus primos oceánicos, con una proa estrecha y una quilla redondeada, pero no había señales de diseño aerodinámico, y los flancos pintados de blanco estaban incrustados de ventanas, pasarelas cubiertas de cristal y galerías de observación. Tres pares de chimeneas se elevaban en el aire; eran de un rojo brillante y cada una terminaba en una banda de cobre y una tapa negra. La gente se arremolinaba a su alrededor en grandes multitudes coloristas, mirando asombrada a las seis grandes ruedas de hierro sobre las que descansaba la nave. Un penacho de vapor blanco se elevaba ya de cada una de las seis chimeneas, pero la nave seguía en su sitio. Al acercarnos vi que la nave estaba limitada por grandes cables acabados en dispositivos como palas, cada uno más alto que un hombre, que estaban enterrados en la tierra —anclas de tierra, explicó Holden, una precaución contra los efectos de la inclinación y el Príncipe Alberto estaba aún más unido a la tierra, como Gulliver, por diversas pasarelas y rampas de carga.

La Cubierta de Paseo que adornaba la superficie superior estaba erizada de parasoles y cenadores de cristal, y distinguí un quiosco de música; una pequeña orquesta tocaba melodías que flotaban por el aire quieto.

Ahora nos aproximábamos a una de las ruedas; levanté la vista para mirar una crucería más gruesa que mi torso, con radios fijados por pernos del tamaño de un puño.

—Pero Holden —me maravillé—, ¡cada una de esas ruedas debe tener la altura de cuatro hombres!

—Tiene razón —dijo—. La nave tiene más de setecientos pies de proa a popa, ochenta pies en su punto más ancho y más de sesenta pies desde la quilla hasta la Cubierta de Paseo. En tamaño y tonelaje, dieciocho mil, la nave se compara con los grandes cruceros oceánicos de Brunel… ¡Vamos, sólo las ruedas pesan cada una treinta y seis toneladas!

—Me pregunto cómo es que no se hunde en la tierra, como un carro sobrecargado en una carretera embarrada.

—Cierto. Pero como puede ver, han colocado un ingenioso dispositivo alrededor de las ruedas para distribuir el peso de la nave. —Y vi cómo habían fijado tres anchas palas de hierro a cada rueda; al moverse la nave eso colocaría secciones de carretera portátil continuamente por delante.

Nos movimos por entre la muchedumbre alrededor de la nave. Las ruedas, el alto casco sobre mí, me hacían sentir como un insecto junto a un enorme carruaje, y Holden siguió hablando de diversas maravillas de ingeniería. Pero admito que apenas le escuchaba, ni tampoco estudiaba el triunfo de Traveller con la atención que merecía. Porque mis ojos examinaban la multitud en busca continuamente de una cara, y sólo una cara.

Al fin la vi.

—¡Françoise! —grité, agitando la mano sobre la cabeza de los que estaban a mi alrededor.

Estaba con un grupo pequeño, subiendo lentamente por una pasarela que llevaba a algún nivel bajo de la nave.

En el grupo había varios dandis y otros jóvenes coloristamente vestidos. Françoise se volvió y, espiándome, asintió ligeramente.

Me abrí paso por entre la multitud perfumada.

Holden me siguió, divertido.

—¡Cómo es ser joven! —dijo, no del todo amable.

Llegamos a la rampa.

—Señor Vicars —dijo Françoise. Levantó una mano con un guante con lazos para esconder una sonrisa, y escondió la cara de almendra bajo el parasol—. Sospechaba que podríamos encontrarnos de nuevo.

—¿Sí? —dije, sin aliento y sonrojado.

—Cierto —dijo Holden con sequedad—. ¡Qué coincidencia tan improbable que los dos hayan… ay!

Le había dado una patada. Holden era un caballero divertido a su modo, pero hay lugares y momentos…

Ella llevaba un vestido de seda azul, bastante ligero y bastante apropiadamente abierto en el cuello; mostraba que su cintura era tan estrecha que podía imaginarme abarcándola con una mano. La luz del sol de la mañana, difuminada por su parasol, hacía nido en su pelo.

Durante unos segundos me quedé allí, mirando boquiabierto como un tonto. Luego Holden me devolvió la patada y recuperé la compostura. Uno de los dandis se adelantó y saludó con seriedad cómica.

—Señor Vicars, nos encontramos de nuevo. —El tipo vestía un chaquetón de un rojo brillante sobre un chaleco negro y amarillo con botones de latón; llevaba botas altas de un amarillo chillón, y un ramillete de flores adornaba su solapa. Todo muy a la moda, por supuesto, y bastante adecuado para la alegría de la ocasión, pero me sentí muy aliviado de que (con Françoise allí) mi vestimenta fuese más sobria.

De en medio de todo aquel color, una cara oscura como de ratón me miró, y por un momento busqué el nombre.

—Ah. Monsieur Bourne. Qué placer.

Françoise presentó a los otros acompañantes: jóvenes bien parecidos cuyos rostros y nombre me pasaron sin que los notase.

Me volví hacia ella. Había ensayado algunas frases ingeniosas a ella dedicadas sobre la sensación literaria de la temporada —Las dos naciones, la fantasía distópica del futuro de Disraeli— pero me interrumpió Frédéric Bourne, quien dijo:

—¿Sospecho que no nos encontraremos a sus colegas prusianos hoy, señor Vicars?

Confundido, fui consciente de que mi boca se abría y se cerraba.

—Ah…

Françoise me examinó con un gesto de desaprobación.

—¿Seguro que es consciente del progreso de la guerra, señor Vicars?

Holden vino a mi rescate.

—Pero las noticias cuando dejamos Inglaterra eran favorables. Los mariscales Bazaine y MacMahon parecían estar proporcionando una buena oposición a los prusianos.

—Me temo que las noticias han empeorado, señor —dijo Bourne—. Bazaine ha sido desplazado de Forbach-Spicheren y está dirigiéndose a Metz, mientras que MacMahon va hacía Chalôns-sur-Marne…

—No deberías ocultar la seriedad de la situación, Frédéric —dijo Françoise bruscamente. Observé el fino pelo de la base de su cuello flotar bajo la luz del sol. Se dirigió a Holden—. MacMahon fue derrotado en Worth. Se perdieron veinte mil hombres.

Holden lanzó un silbido.

—Mademoiselle, debo decir que esas noticias son una sorpresa. Suponía que las experimentadas tropas de Francia podrían más que enfrentarse a la turba prusiana.

El elegante rostro adoptó un gesto severo.

—No volveremos a cometer el error de subestimarles. Supongo.

Holden se acarició la barbilla.

—Supongo que ahora el debate en Manchester debe de ser aún más virulento.

—¿Debate? —pregunté.

—Sobre si Gran Bretaña debería intervenir en esta disputa. Darle fin: esa disputa medieval, todas esas discusiones principescas.

Françoise se desbocó, abriéndosele la bonita nariz.

—Señor, Francia no recibiría con agrado la intervención de los británicos. Los franceses pueden defender Francia. Y esta guerra no estará perdida mientras un francés sostenga un chassepot frente a él.

Esas palabras, enunciadas con un tono líquido y amable, eran duras; para nada, comprendí de inmediato a pesar de mi niebla romántica, típicas de una joven belleza de sociedad de su clase. Sentí la incómoda sensación de que me quedaba mucho que aprender de mademoiselle Michelet, y sentí aún menos confianza.

—Bien —dije—, ¿se dirigen al Gran Salón, mademoiselle? He oído que ya fluye el champán…

—Buen Dios, no —sofocó un bostezo fingido con un guante delicado—. Si quisiese estudiar paredes con espejos y arabescos me hubiese quedado en París. Nos dirigimos a la sala de máquinas y calderas, señor Vicars, con la guía de un ingeniero de la nave.

Holden se rió, aparentemente agradado.

—Es una oportunidad verdaderamente única —dijo Françoise fríamente—. ¿Quiere unirse a nosotros, señor Vicars? ¿ 0 es la llamada del champán demasiado fuerte para usted?

Bourne rió por lo bajo sin ningún atractivo.

Y no me quedó elección.

—¡A la sala de máquinas! —grité. Una entrada en un lado de la nave permanecía abierta al final de la pasarela, y entramos, no sin algo de turbación, al menos por mi parte, en las entrañas oscuras de la nave.

Nuestro guía era un tal Jack Dever, un ingeniero de la Compañía James Watt que se había ocupado de los motores de la nave. Dever era un joven melancólico de rostro delgado vestido con una bata manchada de grasa. El pelo que le quedaba estaba peinado hacia atrás y me pregunté ocioso si no se habría aplicado algo de grasa de máquina.

Con todas las muestras de impaciencia e irritación, Dever nos llevó en fila india por un pasillo de metal hasta el corazón de la máquina.

Salimos a una gran cámara de paredes de hierro desnudo. Era la sala de máquinas, nos explicó renuente el guía; era una de las tres existentes —una para cada uno de los ejes de la nave— y era tan ancha como la misma nave. Un par de vigas de hierro de la altura de dos hombres recorrían el ancho de la habitación, y sobre esas vigas descansaban motores oscilantes, maquinarias de pistones, ahora paradas, de las que escapaba aceite. Los pistones estaban inclinados en parejas uno hacia el otro, como pretendientes mecánicos, y cada par soportaba un enorme huso de sección en T. El eje mismo atravesaba la sala de máquinas de lado a lado, atravesando los husos. El guía, hablando continuamente, nos contó cómo aquellos motores oscilantes estaban adaptados a la tracción por medio de correas de fricción, que podían soltarse a la orden (transmitida por tubos) desde el puente.

Miré al poderoso eje de metal e imaginé las grandes ruedas más allá del casco. En presencia de aquellos gigantes ociosos me sentí como reducido a la escala de un ratón. Intenté imaginar el aspecto que tendría aquella habitación monstruosa cuando el Príncipe Alberto navegase. Mientras las orugas pisasen las tierras de Europa, ¡cómo esos poderosos miembros de metal se tensarían y se esforzarían! La habitación sería un manicomio de órdenes a gritos, torsos cubiertos de grasa y pies corriendo.

Holden se inclinó hacia mí, con diversión amarga en los ojos.

—Ese tipo, Dever. Un muchacho agradable, eh, ¿ Ned?

Fruncí el ceño.

—Bien, es posible que esté ocupado, Holden. Uno debe hacer concesiones.

—¿En serio? El propósito del acontecimiento de hoy es conseguir fondos para la operación de la nave. Nos deberían sonreír, servirnos vino, darnos la bienvenida, incluso aquí, ¡en el apestoso interior de la nave! Estoy seguro de que el señor Dever lo sabe todo de las llaves de paso y los mamparos pero es un desastre diplomático. ¿Tienen nuestros acompañantes aspecto de estar dispuestos a hacer concesiones a este zoquete?

Eché un vistazo a los franceses, pero no estuve de acuerdo con el pesimista diagnóstico de Holden; los jóvenes continentales, con el aspecto de ser un ramillete de flores arrojado en medio de una gran máquina, miraban fijamente a los grandes motores con toda muestra de emoción y anticipación. Quizás el encanto y la novedad de la nave misma quedaba fuera del alcance de los cálculos cínicos de Holden.

Intenté acercarme a la fragante Françoise, pero sólo hubiese tenido éxito a costa de la discreción y las buenas maneras. Aun así, observé, para mi sorpresa, que ella no mostraba ningún signo de turbación enfrentada a esos leviatanes de acero. Más bien tenía el rostro algo sonrosado, como si estuviese emocionada; y presionaba a nuestro renuente guía con una serie de preguntas desconcertantes sobre cigüeñales y bombas de aire.

Mientras yo permanecía admirando aquel perfil de porcelana —ajeno totalmente a los encantos competidores de las máquinas grasientas que nos rodeaban— Holden se acercó sigilosamente a Françoise.

—Bastante atractivo, toda esta fuerza bruta, mademoiselle.

Ella se volvió hacia él.

—Muy cierto, señor.

—Imagine a estos pistones bombeando y empujando —dijo Holden con voz melosa— y el eje reluciendo como un miembro sudoroso al girar…

Las cejas de Françoise se elevaron no más de una fracción de pulgada y, con una ligera sonrisa, se alejó. Holden la observó irse, con una mirada calculadora en el rostro.

No me había gustado nada ese tono tan obsceno en la conversación, y mientras el grupo proseguía por la sala de máquinas hacia la sala de calderas aproveché la oportunidad para hacerle a un lado y decírselo.

Él frunció el ceño y metió los pulgares en la faja de cintura.

—Me disculpo por cualquier ofensa hacia usted, Ned —dijo, sonando poco sincero—, pero yo al menos tengo un objetivo en mente.

—¿Qué es? —pregunté fríamente.

—Piense, muchacho —murmuró Holden—. Sé que está locamente enamorado de la encantadora señorita Michelet, pero debe admitir que no es exactamente una belleza de sociedad. ¿Cuántas chicas de su edad conoce que se darían un paseo por el interior apestoso de una máquina? ¿Y cuántas de ellas demostrarían tanta comprensión de los detalles internos de la máquina?… ¿Por no mencionar los conocimientos que ha demostrado de la situación política y militar? Hay más en mademoiselle Françoise de lo que parece… y estaría bien saber más.

Me sentí distanciarme de Holden durante esa declaración. Durante los últimos días había demostrado ser un compañero agradable e informativo, y su percepción en lo que a la gente se refiere era clara; pero su distancia cínica, su constante examen bajo la superficie de la gente y de los acontecimientos —por no mencionar la vena muy extraña de excesivo patriotismo que revelaba de vez en cuando— estaban resultando ser más que irritantes.

Quizás era algo relacionado con la profesión periodística.

Le dije que no era uno de esos que consideran a las mujeres incapaces de tener ideas racionales y fundadas en la cabeza; el se rió, se disculpó graciosamente y el asunto quedó cerrado.

La sala de calderas era una de las tres a bordo del Alberto; había una para cada eje, y cada una contenía dos calderas.

Cada caldera era una caja de hierro más alta que dos hombres y más ancha que tres de ellos descansando uno tras otro; al acercarnos a la más próxima vi cómo la caldera tenía incrustadas puertas y placas de vidrio de inspección, y que una chimenea de dos pies de ancho salía de su parte superior y rompía el techo de la cámara, a unos buenos treinta pies por encima de nosotros. Yardas de tuberías de cobre y hierro como entrañas se enrollaban alrededor de cada chimenea y vestían el techo y las paredes superiores de la bodega, de forma que si el contenido de la sala de motores me había recordado los miembros de un atleta gigantesco, entonces aquello era como haber sido tragado al interior de uno de esos cuerpos gigantes.

El calor era destacable; sentí que el cuello de la camisa se me ponía blando y tuve la esperanza de que mi apariencia no se deteriorase con demasiada rapidez. No podía entender cómo alguien podía trabajar en esas condiciones durante largos periodos de tiempo, Pero, exceptuando algo de aceite vertido, no se apreciaba la suciedad y mugre que uno asocia habitualmente con una sala de calderas; las barrigas redondeadas de las calderas relucían con colores casi otoñales, y las tuberías pulidas reflejaban la luz de forma casi atractiva.

Dever se subió a un taburete de madera gastado y abrió una ventanilla de inspección como a ocho pies del suelo; uno por uno nos subimos al taburete y miramos dentro. Cuando me tocó el turno distinguí más tuberías, de latón, cobre y hierro. Esas tuberías llevaban vapor supercalentado de las calderas a los pistones. Si aquélla hubiese sido una nave marítima, el agua hubiese venido del mar; pero el Príncipe Alberto estaba obligado a cargar con sus propias reservas, en grandes tanques de un millón de galones. ¡De hecho, la mayoría del agua pasaba por el estanque ornamental en la Cubierta de Paseo!

Dever nos dijo con deleite que si tocásemos una de las tuberías era más que probable que la carne se nos quedase pegada, asada, permitiendo que los huesos quedasen al aire como dedos en un guante…

Rechazando tonterías tan desagradables, me quedé a su lado cuando le tocó el turno a Françoise de subirse al taburete. Lancé una mirada a sus acompañantes —e incluso al pobre Holden— como desafiándoles a intentar mirar los tobillos o la parte baja de las pantorrillas de la señorita Michelet.

Cuando terminamos con las tuberías, Françoise presionó a Dever.

—El antihielo —dijo, la voz llena de entusiasmo—. Debe enseñarnos el antihielo.

Dever alargó la mano hacia una portezuela de inspección colocada como a la altura de la cabeza en la caldera, y —en un poco característico momento de teatralidad— la abrió de un golpe, para que chocase contra la piel de hierro de la caldera, y observó nuestra reacción con algo parecido a una sonrisa.

Nos echamos atrás como si fuésemos uno, sorprendidos. ¡Porque, en medio del calor infernal de la sala de calderas, la cámara que Dever había abierto estaba llena de la escarcha y el hielo del invierno! Françoise habló suavemente en su lengua materna e inclinó su bonita cabeza para mirar en el interior del contenedor de hielo. Permitió que Dever murmurase sus incomprensibles tonterías en su oído delicado, y luego se encaró con el resto de nosotros.

—En el corazón de la caldera hay un termo Dewar —dijo Françoise decidida—. Seguro que saben que ese termo contiene una capa de vacío atrapada entre dos paredes de vidrio, y está plateada por dentro y por fuera, siendo su propósito eliminar la transferencia de calor desde el interior por los procesos de conducción, convención y radiación. Y la temperatura en el interior del termo se reduce a proporciones árticas por medio de bobinas de refrigeración enrolladas alrededor del termo.

Holden se inclinó hacia mí, la nariz bulbosa le brillaba en rojo por el calor.

—Ciertamente una debutante muy poco común.

Françoise siguió explicando, atractivamente, cómo fragmentos del antihielo en el interior del termo eran alimentados por un sistema ingenioso de garfios y pistones a una pequeña cámara externa, liberando su energía confinada de forma controlada, convirtiendo el agua en vapor, cientos de galones cada minuto.

—Sin una energía tan concentrada —concluyó—, apenas sería posible propulsar motores lo suficientemente poderosos para mover este crucero terrestre.

Aplaudí y grité:

—¡Bravo! ¡Qué explicación tan clara! Y —continué hablando, mientras dejaba atrás a los franceses y me acercaba a Françoise—, ahora puedo entender lo limpio que está este sitio. Porque un horno de antihielo elimina la necesidad de chimeneas llenas de carbón ardiente, que es la causa de la suciedad y la mugre.

Me sentía muy orgulloso de esa deducción.

Françoise me miró a través de un velo de largas cejas.

—Bien pensado, señor Vicars.

—¡Ned, por favor! —dije, entusiasmado.

Se volvió para seguir una conversación entre Holden y el guía. Los dedos de Holden seguían la red de tuberías de latón que cubrían las chimeneas, y acabaron en una llave de paso justo encima de la caldera. Dever asintió con seriedad y dijo:

—Para reservar el calor residual de las chimeneas, para eso son las tuberías. —Y se embarcó en un monólogo lleno de graves profecías de desastres si la llave se cerrase y las tuberías ardiesen hasta quedarse secas, y de cómo Traveller había ignorado el consejo de sus ingenieros sobre ese peligro, todo para hacer que los motores fuesen más eficientes…

Y así más, durante un rato largo, deprimente y sombrío. Los franceses escondían los bostezos tras las manos de perfecta manicura. Y yo… yo sólo tenía ojos para Françoise. Examiné la suave curva de su espalda, el movimiento silencioso de sus manos sobre el parasol plegado, y me pregunté de manera ingenua —aunque poco científicamente— ¡si, en el interior de su amable exterior como un termo de Dewar, podría arder una llama de deseo que yo pudiera encender!

Finalmente acabó el tour, para mi tranquilidad, y nos condujeron al casco exterior del Príncipe Alberto. Pero en lugar de regresar al suelo, nos encontramos subiendo por una espectacular pasarela hasta las cubiertas de pasajeros de la nave. Los escalones eran paneles de hierro de apenas un pie de ancho —bien moldeados, con el nombre de la fundición fabricante rodeado de una delicada filigrana—, y la pasarela estaba unida con seguridad al casco blanco. El paisaje belga se abría a nuestro alrededor, y yo podía ver como en una miniatura las festividades que todavía seguían en bares y tabernas de la ciudad provisional; cuando miré hacia abajo vi caras como otras tantas monedas vueltas hacia arriba e iluminadas por el asombro. Pero no sentí vértigo, porque un tubo de vidrio cubría con seguridad aquella precaria pasarela, excluyendo incluso el viento que debía correr con fuerza a esa altura.

Y al final de la pasarela entramos una vez más en el casco. Atravesamos una galería corta, y un sitio luminoso y bien ventilado en el que se alineaban columnas de hierro y con un suelo de placas de vidrio encajados en plomo. Y, más allá de la galería, llegamos al Gran Salón del Príncipe Alberto.

Aquel salón magnífico se extendía por todo el ancho de la nave. Había un alboroto de conversaciones emocionadas de unas mil personas, todas alegremente vestidas y hablando como otros tantos pavos reales. Miré mi chaqueta algo cohibido; había sobrevivido limpia, aunque un poco arrugada por el calor.

Se acercó un camarero con una bandeja. Holden se acarició las manos y cogió copas para los dos. Se bebió la primera de un trago y cogió una segunda; yo le seguí más tranquilamente, saboreando la frialdad del buen champán.

—Qué alivio —dijo Holden, sofocando un eructo con el dorso de la mano—. Me siento como Odiseo huido de la fragua de los Cíclopes.

Pensé en buscar a Françoise y su grupo; pero ya se había fundido con la multitud. Sentí una puñalada tonta en el corazón.

Holden me puso una mano paternal en el hombro.

—No importa, Ned —me consoló—. Quedan… —consultó el reloj de bolsillo— apenas treinta minutos para el lanzamiento. ¡Y aquí estamos tragando champán en el punto más impresionante de la nave! Mire a su alrededor. Algunos dicen que este salón es una tontería italiana inapropiada para una nave… incluso para una nave terrestre. ¿Qué opina usted?

Con las copas en la mano, vagamos por el Gran Salón. Ciertamente tenía algo de italiano. Las paredes estaban divididas en paneles por medio de pilastras verdes; y los paneles exhibían atractivos arabescos que ilustraban la construcción de la nave, escenas náuticas e —incongruentemente— niños jugando. El techo estaba atravesado por las vigas de la nave, que estaban pintadas de rojo, azul y dorado; los paneles entre vigas estaban pintados de oro, lo que daba al techo un aspecto armonioso y elegante.

Dos pilares octogonales adornados con espejos atravesaban el salón, de suelo a techo.

Más espejos cubrían salidas de aire en las paredes del salón. Portieres de un rico seda carmesí colgaban de las entradas, mientras que los sofás de terciopelo de Utrecht, aparadores de nogal tallado, y mesas cubiertas de cuero estaban repartidos sobre una alfombra granate. Los candelabros brillaban con las llamas, incluso aunque la hora estaba cerca del mediodía.

Holden se me acercó.

—Lámparas de acetileno. El diseño era con bombillas eléctricas, pero se quedaron sin dinero.

—Es usted demasiado cínico, viejo —dije—. El efecto es agradable para la vista. Y en cuanto a la acusación de decadencia, me gustaría señalar a esas vigas de ahí arriba; puede que estén decoradas, pero eso apenas oculta su naturaleza robusta.

Después de recoger más champán nos acercamos a uno de los pilares octogonales. Ahora veía que sus cuatro lados más anchos habían sido cubiertos con espejos para reducir la impresión de obstrucción mientras que los paneles más pequeños estaban adornados con arabescos de emblemas del mar.

—Y esto, sin duda —dije, señalando a la obstrucción con el champán— es alguna característica estructural de la nave, hecha atractiva por el ingenio…

—Más que una «característica estructural» por Dios —gruñó una voz tras de mí—. ¡Ésas son las chimeneas de la sala de calderas en su camino al aire fresco allá arriba, muchacho! ¿Nunca ha estado en el mar?

Di un salto, esparciendo champán sobre el cuero de mis zapatos. Las burbujas se movieron tristemente. Me volví.

Una figura imponente se alzaba frente a mí; superaba los seis pies de alto, incluso sin la chistera, y estaba vestida con un arrugado traje de mañana asombrosamente fuera de lugar entre el plumaje de los invitados reunidos. Ojos de azul antihielo miraban por encima de una nariz de platino.

—Buen Dios —tartamudeé—. Quiero decir, sir Josiah. Recuerda a mi compañero, el señor Holden.

—Apenas le recuerdo a usted, muchacho. ¿Cómo era?… ¿Wickers?… pero al menos es un rostro familiar en esta multitud estúpida. Aunque si hubiese podido oírle hacer comentarios tan estúpidos sobre la nave desde el otro lado de la habitación, dudo que me hubiese molestado en acercarme…

—Bien, me alegra…

—¿Conocen a mi hombre? —soltó el gran ingeniero, ignorándome por completo. Fui ligeramente consciente de un tipo delgado e inclinado de como sesenta años que estaba al lado de la sombra monumental de sir Josiah mirándome nervioso, los pelos plateados brillando bajo la luz de los candelabros—. Pocket, acérquese —dijo Traveller. Le di la mano. Resultó ser seca y sorprendentemente fuerte.

—Bien, es una buena reunión —dijo Traveller de buen humor, mirando a su alrededor.

Holden consultó el reloj y dijo:

—Sólo diez minutos para el lanzamiento, señor.

—No puedo soportar estas malditas reuniones —soltó Traveller—. Si no necesitase su dinero les echaría a patadas por la borda —me miró curioso—. Y en cualquier momento la maldita banda de los marines va a empezar a tocar, sabe.

—¿En serio? —dije tartamudeando—. ¿Le… le gusta la música, señor?

Eso también lo ignoró.

—Venga, Pocket —dijo—. Creo que ya hemos cumplido con los accionistas. —Se volvió y se alejó unos pasos, la cola manchada y arrugada de su chaqueta agitándose tras él. Luego se volvió a mirarnos—. ¿Bien? —tronó—. ¿Les apetece venir?

—Ah… ¿adónde, señor?

—A la Faetón, por supuesto. Está colocada en la cubierta alta. Se tiene mejor vista de los Marines Reales desde allá arriba, si les gustan ese tipo de cosas. Y puede que les divierta examinar su construcción. —Fijó los ojos en Holden con una mirada escrutadora—. Y me atrevería a decir que puedo tener algún veneno más fuerte para su amigo disoluto, que parece necesitarlo.

Echándome atrás, estuve a punto de tartamudear una excusa, cuando Holden me dio una patada —no muy suavemente— y susurró:

—¡Por amor de Dios, acepte! ¿No tiene curiosidad? La nave voladora de Traveller es la maravilla de nuestra época.

—Pero Françoise…

Holden apretó los dientes.

—Françoise seguirá aquí cuando vuelva. Vamos, Ned; ¿dónde tiene el espíritu?

Y así Holden y yo corrimos por un pasillo de miradas curiosas en pos de Traveller.

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