8 UN DEBATE

Los días siguientes fueron borrosos. Mi vagabundeo por el espacio me había dejado agotado. Y el extraño ambiente de la Faetón —las condiciones de flotación, el ritmo del día y la noche marcado sólo por las rutinas habituales de Pocket y Holden (Traveller, enterrado en el Puente, para no vérsele nunca en la Cabina de Fumar), el aire quieto y lleno de humo que le hacía a uno desear abrir una ventana—, todo eso se combinaba para sumergirme en un estado de ensoñación. Quizá nuestro aislamiento de las condiciones naturales de la Tierra tenía algo que ver con mi estado mental distraído; quizá nuestros cuerpos humanos estén más atados de lo que creemos al ritmo diurno de nuestro mundo materno.

Pero me molestó en varias ocasiones un rugido, una presión suave que me empujaba más en el camastro. En esos momentos me preguntaba vagamente si había viajado por el tiempo así como por el vacío y de alguna forma había regresado a esos momentos de pesadilla del lanzamiento del Príncipe Alberto al espacio. Pero cada molestia desaparecía a los pocos segundos; y cada vez regresaba a mi ensueño contranatural. Supe más tarde que mi conexión de esos sucesos con el lanzamiento no era infundada, porque el sonido que había oído era verdaderamente el de los cohetes de la nave. Traveller, instalado en el asiento del piloto, activaba los motores para que recorriésemos el espacio; una vez más —brevemente— éramos amos de nuestro destino.

Pero esta vez no nos limitábamos a alejarnos de la Tierra; esta vez Traveller nos guiaba a un destino aún más extraño…

Aparte de baños agradables, alimentado de sopa y té calientes, y otros tratamientos administrados por el amable Pocket, los otros no intentaron despertarme, creyendo que era mejor que la naturaleza completase su tarea. Y no tenía deseos de salir rápidamente de ese medio ensueño uterino; porque ¿qué me encontraría al despertar? Sólo el mismo desfile de alternativas terribles que me había llevado a mi desesperado paseo por el vacío.

Pero al final el extraño sueño se disolvió, y fui expulsado, tan renuentemente como cualquier recién nacido, al mundo hostil.

Encontrándome atado ligeramente al lecho, y demasiado débil para soltarme, llamé débilmente a Pocket.

El sirviente pudo levantarme de la cama como si fuese un niño… aunque la misteriosa Ley de Reacciones Iguales y Opuestas, tal y como fue expuesta por el gran sir Isaac Newton, hizo que se tambalease malamente por el aire. Me vistió con una bata de Traveller, me dio de comer, e incluso me afeitó.

El rostro que vi en el espejo tenía las mejillas hundidas y ojos rojos rodeados de oscuridad. Era, me temía, difícilmente reconocible como el joven que sólo días antes se había unido de tan buen ánimo al lanzamiento del Príncipe Alberto.

—Buen Dios, Pocket, apenas podría llegarle a la suela de los zapatos a la bella Françoise en esta condición.

El buen hombre me puso una mano en el hombro.

—No se preocupe con esas ideas, señor. Una vez que le haya alimentado, estará usted en tan buenas condiciones como antes.

Su voz alegre y familiar, con su fondo de genuina amabilidad, era inmensamente reconfortante.

—Gracias por sus cuidados, Pocket.

—Es usted el que merece agradecimientos, señor Vicars.

En ese momento apareció Holden desde el Puente, a través de la famosa escotilla del techo ahora completamente abierta— con cierta ligera torpeza bajó su masa y flotó en el aire.

—Mi querido Ned —dijo—. ¿Cómo estás?

—Bastante bien —dije, bastante avergonzado por su efusividad.

—Puede que hayas salvado nuestras vidas gracias a tu coraje. ¡Yo nunca me hubiese podido enfrentar al paseo en la oscuridad! Incluso la idea de meter la cabeza en esa trampa de cobre me daba escalofríos…

Me eché a temblar.

—No me lo recuerdes. En cualquier caso, no nos hemos salvado; todavía estamos perdidos en el espacio, ¿no?, dependiendo de los planes excéntricos de Traveller para nuestra salvación.

—Quizá, pero al menos ahora podemos poner en marcha esos planes; sin tu valor todavía estaríamos atrapados, cayendo fuera de control en la oscuridad, con nuestras vidas bajo los designios de un cerdo francés. Después de que estuvieses inconsciente tanto tiempo, temimos que el ácido carbónico del traje te hubiese afectado, muchacho; y podría haber roto la garganta del franchute con mis propias manos, manos que durante treinta años no han sostenido nada más terrible que una pluma.

Fruncí el ceño, algo repelido por el torrente de rabia.

—Holden, ¿cuánto tiempo llevo dormido? ¿Qué fecha es hoy?

—Según los instrumentos de Traveller hoy es el 22 de agosto. Has dormido, por tanto, durante siete días enteros.

—Yo… Buen Dios. —En mi estado todavía desconcertado intenté calcular cuánto nos habíamos alejado de la Tierra en ese tiempo pero, incapaz de saber en mis condiciones de confusión si un día tenía veinticuatro o sesenta horas, abandoné el proyecto—. ¿Qué hay de él? ¿Ha recuperado la consciencia?

Holden bufó.

—Sí. Ojalá se hubiese muerto. De hecho, salió bastante más rápido que tú de su sopor inducido por el vacío.—Se volvió y señaló al camastro desplegado en la pared opuesta a la mía, y distinguí un montón sin forma de mantas bastante manchadas—. Ahí yace todavía el canalla —dijo Holden con amargura—, sobreviviendo en una nave que hubiese convertido en un ataúd de aluminio para todos nosotros.

Holden me hizo compañía durante un rato, pero luego me cansé y, disculpándome ante el periodista, hice que Pocket me ayudase a acostarme en el camastro y cerré los ojos durante varias horas.

Cuando desperté, la Cabina de Fumar estaba vacía, exceptuando a Pocket, a mí y al montón informe en el camastro del otro lado. Le pedí a Pocket algo de té; luego, refrescado, salí de la cama. Después de pasar tanto tiempo acostado, temía que las piernas no m e sostendrían, y quizás en la Tierra no lo hubiesen hecho; pero en las agradables condiciones de flotación del espacio me sentía tan fuerte como siempre, y me abrí camino cómodamente por la cabina.

Floté sobre Bourne. El francés estaba tendido de cara a la pared —podía ver que tenía los ojos abiertos— y cuando mi sombra le tocó se volvió y me miró. Apenas podía reconocerlo como el engreído y siempre arrogante acompañante de Françoise Michelet algunos días atrás. Su rostro, que ya era delgado, había quedado reducido a lo esquelético los pómulos le sobresalían como estantes— y tenía la barbilla cubierta de pelo rebelde. Los restos del traje de dandi la chaqueta roja y el chaleco a cuadros— estaban ahora manchados y arrugados, y los colores chillones resaltaban el aspecto patético.

Nos miramos durante varios minutos. Luego dijo:

—Supongo que ahora terminará el trabajo que empezó, monsieur Vicars.

—¿Qué quiere decir?

—Que tiene intención de matarme —lo dijo sin emociones, como si describiese el estado del tiempo, y siguió mirándome.

Fruncí el ceño y examiné mis sentimientos. Allí, me recordé, había un hombre que había robado el prototipo de la nave de Traveller; que me había aprisionado a mí y a mis tres compañeros y nos había lanzado al espacio Interplanetario, Probablemente a nuestra muerte; que había causado directamente la muerte de muchos espectadores inocentes con el lanzamiento de la Faetón; y que había, sin duda, estado implicado en la trama para sabotear el Príncipe Alberto, quitándole así la vida a quizá un centenar más, incluyendo, posiblemente, a Françolse Michelet, la muchacha por la que ansiaba mi tonto corazón. Dije con calma:

—Tengo todas las razones para matarle. Tengo todas las razones para odiarle.

Me miró sin miedo.

—¿Y?

Miré en mi corazón, y al rostro delgado y lleno de sufrimiento de Bourne.

—No lo sé —dije honradamente—. Tengo que pensarlo.

Asintió.

—Bien —dijo secamente—. Sospecho que su compañero no comparte su calma.

—¿Quién? ¿Traveller?

—¿El ingeniero? No. El otro; el gordo.

—¿Holden? ¿Le ha amenazado?

Bourne se rió y volvió el rostro a la pared; cuando volvió a hablar tenía la voz apagada.

—Como el ingeniero evitó que me estrangulase en mis condiciones de debilidad, su monsieur Holden ha decidido matarme de hambre; o quizá secarme como una hoja de otoño.

—¿Qué quiere decir? —Me volví hacia el sirviente, que nos había estado observando cautelosamente—. ¿Pocket? ¿Es eso cierto?

Pocket asintió, pero se tocó la delgada nariz.

—Ya estaba medio muerto Por todos esos días en el Puente sin comida ni agua, señor, Pero no iba a permitir que nadie se muriese de hambre; le he estado dando sobras cuando nadie mira.

Sentí un gran alivio ante el hecho de que la crueldad sistemática de Holden hubiese sido subvertida.

—Bien por usted, Pocket; ha hecho muy bien. ¿Qué tenía que decir sir Josiah de todo esto?

Pocket se encogió filosóficamente de hombros.

—Después de calmar al señor Holden, el día en que usted realizó su gran acto… bien, señor, ya sabe cómo es sir Josiah. Supongo que se ha olvidado del franchute; apenas ha bajado aquí.

Sonreí.

—Supongo que sí.

—No pedí la caridad del sirviente —dijo Bourne con frialdad.

—Y no ha recibido caridad, muchacho —dijo Pocket—. Pero si cree que iba a pasar mis últimos días en una lata con el cadáver de un franchute, será mejor que lo piense de nuevo —habló severamente, pero más bien como un padre amonestando a un niño; y comprendí que no había malicia en ninguna esquina de aquel personaje excepcional.

Me volví una vez más hacia el francés.

—¿Por qué, Bourne?

Giró la cabeza, distorsionando el rostro en el movimiento.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué robó la nave y causó tanto daño y sufrimiento?

Apartó el rostro sin contestar.

Con fuerzas que me sorprendieron, le agarré los hombros y le di la vuelta.

—Creo que me debe una explicación —le susurré.

—No tiene sentido. Los británicos nunca lo entenderían.

Apreté los labios, suprimiendo la furia.

—Dígamelo de todas formas.

—Por la tricolor —me respondió—. ¡La tricolor!

Se liberó de mí y, a pesar de mis esfuerzos, se negó a decir nada más.

Descubrí para mi horror que Bourne estaba retenido por ataduras improvisadas con cinturones y trozos de manguera; ante mi insistencia —y con la provisión de que permaneciese en su camastro y que uno de nosotros siempre estaría vigilándolo— al día siguiente fue liberado y se sentó cautelosamente, masajeándose muñecas y tobillos, que tenía azules.

Sintiéndome con más fuerzas, trepé tras Holden por la escotilla del techo.

Cuando había forzado la entrada del puente varios días antes, mis impresiones habían sido borrosas y fragmentarias, a modo de una pesadilla; ahora, sin embargo, vi que el lugar en vuelo era un cuenco de maravillas mecánicas. Los dispositivos zumbaban y chasqueaban continuamente, por lo que uno tenía la impresión de una verdadera mente artificial que realizaba sus operaciones a bordo de la nave; y el conjunto estaba cubierto por la red de vidrio del morro de la Faetón. Ese domo admitía ahora un flujo de luz argentina de la Luna, que se veía enorme —ominosamente enorme— en lo alto de la nave.

—¡Ah, Wickers! —Su voz retumbaba desde arriba; me volví y vi, bajo las marcadas sombras lunares, el gran trono pegado a una de las paredes de la cámara. El trono, que era de damasco púrpura de suave relleno acabado con cuerdas de terciopelo, dominaba el Puente como el trono de César. Traveller estaba instalado en aquel trono; sentado con los pies levantados, con una ligera atadura a la altura de la cintura, faltándole sólo la esclava pelándole uvas para completar la imagen del potentado descansando.

—Una entrada más cómoda que la última vez, ¿eh?

—Cierto.

Me alejé del panel y floté hacia el domo de vidrio, agarré u ti saliente pintado de blanco y floté allí, muy cómodamente. Holden permaneció cerca del panel, entre el grupo de instrumentos. Desde mi nuevo punto de vista, vi cómo un par de palancas, conectadas con pivotes fijos en la pared adyacente, estaban colocadas a ambos lados del asiento de Traveller; en la parte alta de cada palanca había fijada una manilla de acero más pequeña que podía agarrarse por el puño del piloto. Más tarde descubrí que las manillas pequeñas controlaban el empuje de los cohetes de la Faetón, mientras que las palancas dirigían el giro de las toberas, para dirigir la nave por el espacio.

En aquel asiento, sin duda, era donde el maldito Bourne se había sentado durante una calurosa tarde de agosto, con la frente perlada de terrible sudor, para arrancar la nave de la Tierra.

Por encima de la cabeza de Traveller se encontraba suspendido un largo tubo pintado de blanco que terminaba en un ocular en ángulo. Pude ver cómo aquel dispositivo podía empujarse más allá del casco, por medio palancas estancas, permitiendo que el piloto tuviese un gran ángulo de visión. Por tanto, gracias al periscopio y al vidrio óptico del domo, Traveller tenía una visión panorámica del universo más allá de las paredes de la nave… así como del paisaje de metal formado por los bancos de instrumentos. El centro de aquella disposición de instrumentos era un artefacto en forma de mesa que recordaba de mi primera visita, un disco de madera de cinco pies de diámetro con un mapa circular colocado en su interior. Había instrumentos más pequeños dispuestos alrededor de aquella mesa, la cara de lectura de cada uno iluminada por una pequeña luz constante; las luces formaban pequeñas islas de iluminación amarilla en un mar de oscuridad lunar. Aquellos diales, veía ahora, estaban orientados hacia el trono (como yo lo llamaba); la intención era claramente permitir al piloto hacerse una idea instantánea desde su asiento del estado de la Faetón… pero el efecto era el de una multitud de peregrinos mecánicos, cada uno sosteniendo una vela firme frente a su pecho vueltos suplicantes hacia su señor.

Felicité a Traveller por la admirable claridad del diseño, pero añadí que la mayoría de los detalles me dejaban desconcertado.

Para mi consternación, Traveller lo consideró como una petición de conferencia.

—¿Por dónde empezar?… ¿Por dónde empezar?… Para empezar, sin duda reconocerá los dispositivos de Ruhmkorff.

¿Cómo dice?

—Los filamentos eléctricos que iluminan los instrumentos.

Aquellos filamentos, me explicó Traveller, emitían una luz más segura y firme que la de las lámparas de acetileno, y era menos probable que cubriesen de ceniza las caras de lectura de los dispositivos. Luego siguió describiendo cada instrumento, con su fabricante, función, limitaciones e incluso, en algunos casos, su precio, con el ardoroso detalle que otras personas emplean para describir a los hijos, Holden, flotando en lo más profundo del banco de instrumentos, apreció inmediatamente mi desconcierto y empezó a jugar; indicaba cada instrumento con un gesto florido como el ayudante de un mago, y empecé a meterme el puño en la boca para no estallar en carcajadas.

Traveller, por supuesto, seguía hablando sin darse cuenta.

Había cronómetros, manómetros, termómetros centígrados Eigel. Había un banco de brújulas dispuestas en una formación de tres dimensiones, para que tuviesen las esferas en ángulo unas con respecto a las otras. Traveller suspiró sobre esa disposición.

—Tuve la esperanza de emplear la dirección del flujo magnético para navegar por el espacio —dijo—, pero me decepcionó descubrir que el efecto se desvanecía a unas pocas decenas de millas sobre la superficie de la Tierra.

—¡Muy inconveniente! —dijo Holden con guasa.

—En su lugar, depende de un sextante —dije, indicando un dispositivo de bronce grande y complejo que consistía en un tubo montado sobre una rueda dentada—. Claro —seguí—, los cartagineses hubiesen reconocido un dispositivo así… pero nunca lo hubiesen imaginado situado en tal lugar.

—Cartagineses en el espacio —meditó Traveller—. Ahí tiene una idea para una novela… pero, por supuesto, uno nunca podría hacer que semejante historia fuese lo suficientemente plausible para convencer al público moderno. Sería incluso más controvertida que las fábulas de moda de Disraeli… —Noté que Holden dejaba sus payasadas para interesarse por esa sugerencia caprichosa. Traveller siguió—. Tiene mucha razón, Wickers; entre los planetas, los principios de la navegación por las estrellas son exactamente los mismos que los que guían a los marineros por la superficie de los mares de la Tierra. Pero la práctica es algo más difícil, al requerir determinar la posición de la nave en tres coordenadas.

Traveller siguió explicando un sistema complejo —que empleaba gráficas, tablas y cartas— que había inventado para dibujar la posición de una nave que volaba por el espacio como una mosca. Los cálculos matemáticos se facilitaban por el uso de un dispositivo mecánico que Traveller llamaba un aritmómetro.

Se trataba de una caja llena de engranajes de latón, dientes y diales; tenía dos grandes cilindros que tenían fijados rollos de dígitos, y Traveller hizo que Holden demostrase cómo, girando diversas ruedas y palancas, uno podía hacer que el aritmómetro simulase el proceso de suma, resta, multiplicación y división.

Ya que nunca antes se había aventurado más allá de unas pocas millas de la superficie de la Tierra —por lo que las características del mundo natal siempre habían estado a mano, como un gran mapa iluminado—, Traveller nunca se había visto forzado a depender de sus sistemas patentados de navegación. Me parecía que disfrutaba con el desafío.

—Y en cualquier caso —siguió diciendo—, navegar por las estrellas no es nuestra forma principal de guía.

Pregunté amablemente.

—¿Y cuál es?

Como respuesta retiró la atadura de la cintura y se arrojó del trono, descansando finalmente sobre los dedos, cabeza abajo sobre la mesa circular en el centro del Puente, con las patillas flotando suavemente.

—¡Éste! —gritó—. Aquí está mi orgullo y alegría mecánica.

Me deslicé para unirme a él, y examiné la superficie de la mesa con más cuidado. Estaba, como ya había visto antes, ocupada por un mapa; ahora veía que el mapa representaba la Tierra como se vería desde un cohete que estuviese muy por encima del Polo Norte, con el norte cubierto de hielo en el centro del mapa en forma de disco, y los países ecuatoriales de África y Suramérica corriendo por el borde. Traveller nos mostró cómo, dándole a una palanca, podía invertir el disco y mostrar una imagen similar de las regiones del Polo Sur. El mapa estaba pintado, con algo de torpeza, con colores naturales: tonos azules para los océanos, y marrones y verdes para la tierra.

Traveller explicó con orgullo que la coloración estaba basada en sus propias observaciones del planeta desde la plataforma aérea de la Faetón.

Holden preguntó por qué no estaban representadas las fronteras nacionales.

Traveller dijo:

—¿Y que interés tendría la exhibición de lealtades políticas para el viajero aéreo? Señor, mire por la ventana y examine la Tierra… si puede encontrarla entre el brillo de la Luna. Desde esta altura, incluso nuestro glorioso imperio es menos dramático que las sombras del océano vacío.

Holden se encabritó al oírlo.

—Sir Josiah, debo estar en desacuerdo. Un dominio como el de Su Majestad es un monumento eterno.

La primera palabra de la respuesta de Traveller vino directamente de los asientos baratos de los teatros de variedades. Siguió hablando.

—Buen Dios, caballero; ¡mire por la ventana! Desde aquí, los vagabundeos de Marco Polo no son más importantes que el camino de una mosca en un vidrio; ¡el Imperio de César, Kublai Khan, Boney, y del bendito Eduardo, puestos todos juntos son menos importantes que la imperfección en un único panel de vidrio!

»Holden, desde nuestro punto de vista, las actividades de los grandes hombres se reducen a su verdadera proporción: cuentos y tonterías; y las fantasías pomposas de nuestros trastornados e incompetentes líderes se muestran tal y como son.

Holden se estiró en toda su altura, empujando el estómago en forma de barril hacia el pecho; pero como flotaba en el aire sobre la mesa de navegación como el resto de nosotros, y, además, estaba boca abajo con respecto a Traveller y a mí, el efecto fue menos impresionante de lo que él esperaba.

—Sir Josiah, le sugiero que le explique al saboteador francés cómo son de irrelevantes las disputas políticas en esta prisión celestial. Fue la política lo que nos trajo aquí, recuerde.

Traveller se encogió de hombros.

—Lo que viene a demostrar que no hay nada tan pequeño como la imaginación de un hombre.

—Y, como Bourne, señor —susurró Holden—, suena usted como un maldito anarquista.

Yo había estado buscando una forma de distender la discusión, y me sentí empujado a decir:

—Calma, Holden; creo que debería retirarlo.

Pero Traveller apoyó una mano sobre mi brazo.

—Holden, ¿ha leído las ideas de luminarias anarquistas como Proudhon?

—He leído sobre las acciones de otro como Bakurnin; eso es suficiente para mí —dijo Holden con orgullo.

Traveller rió, con el rostro iluminado desde arriba por las luces incrustadas en la mesa de navegación.

—Si hubiese estudiado más allá de la nariz, señor, sabría que los anarquistas tienen una opinión bastante positiva de sus colegas humanos. La nobleza del hombre libre…

—Basura —dijo Holden con dureza.

Traveller se volvió hacia mí.

—Ned, el anarquista no cree en comportamientos legales e ilegales. Al contrario, cree que el hombre es capaz de vivir en armonía con su hermano, ¡sin las limitaciones de la ley! Que todos los hombres son esencialmente personas decentes, sin más deseos de destruirse los unos a los otros, en general, que el inglés medio de asesinar a su esposa, hijos y perro. Y en su estado natural, el hombre vivía como un anarquista en el Edén, ¡sin ley y sin preocupaciones!

Holden murmuró algo sobre blasfemia, pero yo medité esos conceptos sorprendentes.

—Pero cómo podríamos tener orden sin ley? ¿Cómo podríamos ocuparnos de nuestras grandes empresas industriales? ¿Cómo distribuiríamos los puestos de la sociedad? ¿No envidiaría el pobre el castillo del rico, y, sin el freno de la ley, no entraría en él inmediatamente para llevarse el mobiliario?

—Con toda probabilidad, tal situación no se produciría nunca —dijo Traveller—, y si así fuese, se resolvería de forma amigable. Cada hombre conocería su lugar, y lo asumiría sin comentario o queja por el bien común.

—Tonterías piadosas —respondió Holden, ya bastante enrojecido, y me vi obligado a estar de acuerdo con él inmediatamente.

—Y —dije yo—, si en una ocasión vivimos en un estado natural sin ley, como animales…

—Animales no, Ned —me corrigió Traveller—. Como hombres libres.

—Pero si fue así, ¿por qué ahora tenemos leyes?

Traveller sonrió, y la luz de los antiguos mares lunares se reflejó en la nariz de platino.

—Quizá debería ser usted filósofo, Ned. Ésas son las preguntas contra las que hombres de recto pensamiento han luchado durante muchos años. Tenemos leyes porque hay ciertos individuos, yo incluiría a todos los políticos y príncipes, que requieren leyes para subyugar a sus hermanos, para poder conseguir sus propios fines vanagloriosos.

Medité sobre esos sentimientos sorprendentes. La Inglaterra que conocía era un país racional y cristiano, una sociedad moldeada por los principios industriales y lleno de confianza en su propio poder y razón… una confianza alimentada en gran parte por las industrias a la que tanto habían contribuido las invenciones de antihielo de Traveller.

¡Pero aquí había un hombre en el corazón mismo de todos esos logros tecnológicos, que abrazaba las ideas de un ruso idealista! Me pregunté, no por primera vez, por el poder de las experiencias —en Crimea y otros lugares— que habían llevado a Traveller a esas conclusiones. Y me pregunté cómo esas mismas experiencias hubiesen modelado las ideas de alguien como George Holden…

Mientras tanto, Holden se había acercado a nosotros. Su furia era evidente en el color remolacha de su cara, y por la forma en que su pecho luchaba contra los botones de su chaleco.

—Navega cerca de la traición, señor.

Nuevamente le pedí que se disculpase; una vez más Traveller me indicó que lo dejase. Dijo con calma:

—Olvidaré que ha dicho eso, Holden.

Los carrillos carnosos de Holden se agitaban.

—¿Y ha olvidado las bombas arrojadas por sus compañeros anarquistas? Sólo el imperio de la ley se interpone entre la libertad de la que disfruta un caballero británico y las acciones de los Bourne, ¡quienes matarían por una bandera, un trozo de trapo de colores!

—Quizá —dijo Traveller, y luego replicó—, ¡pero usted también, señor, asesinaría por tales razones! Porque fue usted al que hubo que retener físicamente para que no arrojase al pobre tipo por la esclusa de aire…

—¿Va todo bien, caballeros?

La voz calmada y racional de Pocket, que había sacado cabeza y hombros por la escotilla abierta, nos hizo parar. De pronto fuimos conscientes de lo que hacíamos; Traveller y Holden estaban dispuestos como dos soldados de plomo en una caja, uno cabeza abajo con respecto al otro y gritándose insultos a los zapatos del otro; mientras yo colgaba entre ellos en el aire en un ángulo indeterminado, intentado sin éxito calmar la situación.

Nos apartamos los unos de los otros, ajustándonos los chalecos y aclarándonos la garganta. Traveller le aseguró a Pocket que todo estaba bien, y propuso que quizás el té podría recomponer nuestra agitada comunidad. Pocket, imperturbable, dijo que lo prepararía inmediatamente, y volvió a ocultar la cabeza por la escotilla. Holden estaba todavía púrpura de rabia, pero intentaba visiblemente controlarse; Traveller seguía bastante imperturbable.

—Bien, caballeros —dijo—, vaya una impresión que hemos dado de la raza isleña a nuestro amigo galo de ahí abajo. ¿Quizás en el futuro deberíamos ceñirnos a temas menos controvertidos?

—Creo que ésa sería una muy buena idea, señor —dije fervientemente.

—Perfecto, Ned— dijo Traveller, volviéndose una vez más hacia su dispositivo de navegación—, ¿dónde estábamos?

Volví a estudiar el mapa de la Tierra.

—Estaba diciendo que ésta es una mesa de navegación.

—Exacto.

Pegué la nariz a la superficie de la mesa. Vi que la mesa estaba perforada por pequeños agujeros alrededor del mapa central, por lo que la superficie era como una tosca criba de madera. Una línea de pequeñas banderas de metal, de alegres colores, sobresalía de algunos de los agujeros; la línea que formaban salía de la superficie de la Tierra y dibujaba una curva grácil. Su significado no era difícil de deducir; era una representación, sobre una superficie plana, de nuestro camino por el espacio.

—¿ Pero cómo funciona? —le pregunté a Traveller—. ¿ De sus mapas y cartas?

Traveller sonrió.

—Observe durante unos minutos.

Flotamos sobre la mesa —incluido Holden, con la respiración todavía rápida, pero el color desapareciendo rápido y al final recibimos la recompensa de ver cómo una nueva bandera saltaba espontáneamente de uno de los agujeros. Al mismo tiempo, vi que el mapa circular también giraba, más lentamente que la manecilla de las horas en un reloj.

—Entonces —dije—, la mesa se controla a sí misma automáticamente. El mapa gira con la Tierra, una vez al día, diría yo, y las banderas salen de la superficie a medida que nos movemos por el espacio.

—Correcto —dijo Traveller con energía.

—¿Pero cómo se hace?

—Hay un mecanismo de relojería para dirigir la esfera armilar… el giro de la Tierra. De hecho, todo el dispositivo fue fabricado, con gran precisión, por el joven Boisonnas, relojero de Ginebra. Pero el secreto de los mecanismos de navegación es una serie de giroscopios, suspendidos en el interior del cuerpo de la mesa.

Como siempre, estaba confuso.

—¿Giroscopios?

Traveller suspiró.

—Pequeñas piezas giratorias, Ned. Los objetos que giran mantienen su orientación en el espacio, como puede que sepa, ésa es otra de las razones por la que los motores están diseñado para dar un ligero giro a la Faetón, y de esa forma la mesa es capaz de «sentir» los cambios en la dirección de la nave. Eso, junto con los dispositivos de resortes para medir la aceleración, es suficiente para determinar la posición de la nave en cualquier momento, sin referencias a las estrellas; uno podría tapar las ventanas del puente y, aún así, podría confiar en la navegación con un límite de unas pocas millas, gracias a este ingenioso dispositivo.

Holden golpeaba en la mesa con el dedo, cerca de la superficie del modelo de la Tierra; indicaba, vi, la representación de Inglaterra, y en particular una gruesa línea negra que atravesaba el Polo, pasaba por Londres, y salía del límite del mundo durante varias millas.

—¿Y esto?

—El Meridiano de Greenwich, por supuesto —dijo Traveller impaciente.

Holden asintió, con mucha calma, pero me miró a los ojos; y los dos meditamos el simbolismo inconsciente que nos daba aquel sorprendente caballero-anarquista: porque allí estaba el símbolo mundial de la racionalidad y la ciencia británicas, volando más allá de la superficie de la Tierra hacia las estrellas.

Seguí la línea de posición de banderas a medida que se alejaban tristemente de la superficie de la Tierra; pronto, vi, abandonaríamos completamente los límites de la mesa de navegación. Se lo mencioné a Traveller.

—Admito que no había imaginado viajar tan lejos en esta nave sin probar —dijo—. Pero la mesa no dejará de tener su uso.

Diciendo esto, metió la cabeza bajo la mesa y buscó por un armario en el suelo; salió sosteniendo unos rollos de papel de unos cuatro pies de largo, que procedió a extender y a colocar sobre la mesa. Reveló un mapa diseñado en cuatro partes y marcado con el sello de Beer y Moedler.

—A partir de este buen Mappa Selenographica —dijo Traveller— que llevo para facilitar las observaciones telescópicas por encima de la atmósfera, planeo improvisar unos análogos a los mapas polares de la Tierra que hay en la mesa. Un pequeño ajuste de las ruedas y la mesa nos servirá cuando lleguemos a nuestro destino…

Traveller resplandecía ante esa nueva muestra de su ingenio, con los ojos fijos en la carta; pero Holden y yo intercambiamos miradas de desesperación, y luego miramos a la carta en silencio. En aquel momento las preocupaciones y pesares de la Tierra parecían realmente remotos y distantes; porque aquel Mappa mostraba los mares muertos y las montañas sin aire de un mundo al que estábamos, eso parecía, irrevocablemente dirigidos: era un mapa de la Luna.

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