4 LA FAETÓN

Con las copas de champán en la mano, subimos por una escalera de mármol a la Cubierta de Paseo del Príncipe Alberto, saliendo a la intensa luz del sol.

Al final de la escalera me volví para observar a la multitud del salón. Reconocí al joven francés Bourne por su absurdo vestido de dandi —creo que nos miró con una extraña mirada astuta— pero no pude ver a Françoise; y con algo de remordimiento me volví para seguir al ingeniero.

A pesar de mí mismo, el comentario de Holden me había hecho reflexionar. Aparte de su extraordinario aspecto y figura, ¿qué tenía Françoise que me atraía tanto?… Después de todo, no sabía casi nada de ella. Con su entendimiento inusualmente amplio, por no mencionar su lengua cortante, apenas se la podía comparar a las jóvenes damas bastante duras de mollera a las que había tenido el placer de acompañar hasta ese momento.

¡Ned Vicars atraído por una mujer inteligente!

Y también estaba ese aire de misterio que Holden había señalado sin rodeos. Ciertamente, ¿por qué iba a desear una mujer, sin importar cuán inteligente, estudiar los detalles más precisos de los ejes alternantes y tuberías de vapor? ¿Y dónde iba a aprender tales cosas?

¡Ah, Françoise! Caminé por la Cubierta de Paseo ajeno a las maravillas que me rodeaban. Quizás era su misterio lo que me atraía: esa sensación de lo imprevisible, lo insondable, lo salvaje.

Me pregunté si me estaba enamorando de veras.

Antes de Françoise, hubiese testificado bajo juramento que el amor a primera vista era imposible. Si no se había producido ningún congreso de mentes la única atracción es puramente de origen glandular.

Seguro que así era.

Y, sin embargo…

¡Y, sin embargo, ya había recorrido media Europa por aquella bendita muchacha!

Me vi a través de los ojos de Françoise: un joven algo vano y superficial: uno entre los miles que circulaban por las capitales civilizadas; aunque, me permití, más encantador y atractivo que la media…

Holden me agarró por el brazo y me agitó.

—Buen Dios, Ned; ¿no siente nada de curiosidad? ¡Mire a las maravillas que pasan a su lado!

Como si saliese de un sueño, levanté la cabeza y miré a mi alrededor; y sentí cómo mi rostro, escrutado por un satisfecho Holden, se rompía en una sonrisa.

Porque la Cubierta de Paseo del Príncipe Alberto era un lugar maravilloso, si no mágico.

La mayor parte de la cubierta estaba ocupada por el césped, con árboles jóvenes (abetos, de los de raíces superficiales) plantados aquí y allá. Seguimos un sendero entre los árboles, pisando agradable gravilla bajo los pies. Había arbustos con formas y algunas estatuas, pero en general el efecto era agradablemente irregular con detalles de lo saludable y lo natural; justo como en los mejores jardines ingleses, reflexioné, que evitan los diseños presuntuosos y excesivos de, por ejemplo, los jardines franceses.

Más allá de los árboles, las chimeneas de la nave se elevaban en el aire, brillando las bandas de cobre.

¡Allí estábamos, colgados de la piel de aquel monstruo de hierro a sesenta pies por encima del paisaje campestre belga y, sin embargo, era como si paseásemos por un jardín de campo inglés!

Finalmente salimos a una amplia área despejada en el centro de la nave. A nuestra izquierda había un quiosco de música engalanado; la orquesta estaba maltratando todo lo posible a una polca, aunque el estruendo más intenso de la banda de Marines Reales subía competidor desde abajo. Y frente a nosotros yacía un reluciente disco de agua. Aquél era el celebrado estanque ornamental del Príncipe Alberto; rodeaba una estatua fuente de Neptuno, completa con tridente y todo. El sol, reflejándose en el agua, me deslumbraba.

Distinguí la figura alta y vestida de negro de Traveller al otro lado del estanque alejándose de nosotros, el sombrero se le había ladeado un poco. El señor Pocket iba a su lado como una sombra.

Luego miré más allá de Traveller y vi por primera vez su nave aérea Faetón.

A mis ojos deslumbrados me parecía como si frente al fondo de su magnífica nave, Traveller estuviese caminando sobre la superficie de su mar de hierro portátil y, sólo por un breve instante, adquirió a mis ojos el aura de lo mágico.

La forma general de la Faetón era como una bala de mortero colocada de pie sobre la base… o más bien sobre tres patas de aspecto muy frágil fabricadas con hierro forjado que elevaban el cuerpo del navío a diez pies por encima de la cubierta. Pero la bala tenía en la punta un domo de vidrio emplomado de unos quince pies de ancho; y la parte baja del casco estaba marcada por lo que consideré escotillas y portillas, todo encajado sobre la superficie. Cerca del fondo una escotilla del domo de vidrio estaba abierta, y una escalerilla plegable de cuerda y madera colgaba de ella, por un lado de la nave hasta la cubierta.

Un dispositivo achaparrado sentado sobre la cubierta del Príncipe Alberto, quizá de unos treinta pies de alto. El casco brillaba en plata como un faro debido a la luz del sol.

Un pequeño grupo de curiosos se veía limitado por una cuerda roja sostenida por postes de latón. Un único policía británico patrullaba por el interior del círculo de cuerda, con las manos tras la espalda y con aspecto de tener mucho calor dentro del pesado uniforme negro.

Nos unimos a Traveller y Pocket dentro de la barrera; Traveller se reclinó bastante ostentosamente contra una de las tres patas de la Faetón, y ahora yo veía que las patas terminaban en patines —como los de un trineo, pero montados sobre suspensiones universales, sin duda para permitir que la nave descansase sobre superficies irregulares— y que estaban decoradas con filigranas. Tres toberas, como bocas entreabiertas, colgaban de la sombra del mediodía de la nave, y notaba ahora cómo la superficie de la cubierta bajo las toberas mostraba señales de quemaduras, incluso —en uno o dos lugares— de haberse fundido.

Traveller dijo:

—Ha disfrutado del paseo, ¿no? Pensé que su amigo tenía más sed, Wickers. —Alargó la mano y nos quitó las copas de champán vacías—. Y no van a necesitar estos vasos de limonada. —Se volvió y arrojó las dos copas por el aire todo lo lejos que pudo. Centelleando y girando volaron por encima del costado del Príncipe Alberto, e hice una mueca de dolor cuando oí el golpe y los gritos de protesta de la multitud de tierra.

El policía observó las copas divertido.

Me volví una vez más hacia Traveller… ¡para descubrir que se había desvanecido! Confundido, miré por entre las patas llenas de filigranas, las toberas… hasta que una voz llegó desde arriba.

—¿A qué esperan? Pocket, ayúdeles.

Holden me sonrió burlón.

—Me parece que ésta va a ser una tarde interesante. —Vacilando, pero valiente, se subió a la escalera de cuerda y elevó su masa esférica en el aire.

El hombre de Traveller fijó la base de la escalera para Holden. A pesar del calor del día tenía un aspecto tan pálido como el hielo; una capa grasienta de sudor cubría su frente, y las manos flacuchas le temblaban continuamente.

—¿Está bien, Pocket?

Inclinó la pequeña cabeza huesuda.

—Oh, sí, señor; no debe preocuparse de mí. —Su acento era del East End teñido con algo del áspero acento de Manchester de Traveller, lo que indicaba años de servicios al ingeniero.

—Pero tiene aspecto de estar muy enfermo.

Se inclinó hacia mí y me susurró:

—Son las alturas, señor. No puedo soportarlas. Me mareo subiéndome al bordillo de una acera.

Miré a la balanceante escalera de cuerda.

—Buen Dios —dije—. ¿y, sin embargo, va a seguirnos allá arriba?

Se encogió de hombros con una débil sonrisa.

—Yo no me preocuparía de eso, señor. Gracias a sir Josiah he visto cosas más terroríficas que una escalera de cuerda.

—Apuesto a que sí.

Holden se había metido por la escotilla; y yo agarré los travesaños y trepé decidido.

La escotilla en la base del domo era un orificio circular rodeado de roscas, sin duda para sellar herméticamente el navío. Bajé dos escalones para llegar a un suelo cubierto por una alfombra, y me encontré en la punta abovedada de la Faetón. El centro de aquel sofocante invernadero era una mesa de madera, grabada en marquetería con diseños en forma de mapas. Al otro lado de la cámara circular había un enorme sofá reclinable. Dispuestos frente al sofá había una serie de instrumentos montados firmemente en plintos de cobre; reconocí un telescopio y un astrolabio, pero el resto me dejó perplejo.

Las placas de vidrio ofrecían una magnífica vista del plano paisaje belga. La luz del sol, distribuida en el espectro y en reflejos por el vidrio, llenaba la cámara de una iluminación acuosa, y se percibía el olor agradable del metal bien torneado, de la madera y el aceite.

Por medio de una escotilla con rueda situada en el piso, el perfil de platino de Traveller me miraba.

—Venga aquí, joven Wickers —soltó.

Repliqué con cortesía, pero dije que prefería esperar unos segundos. Me incliné sobre la entrada, estudiando los distintos instrumentos. En unos segundos la escalera de cuerda comenzó a agitarse, y finalmente la cara de Pocket, ahora del color de la mantequilla rancia, apareció sobre la jamba de metal.

Le ofrecí la mano. Pocket la agarró agradecido y se metió en el acogedor interior de la nave. Durante unos segundos permaneció inclinado sobre sí mismo, las manos colgándole a los lados; luego enderezó los hombros, se alisó la chaqueta, y fue una vez más la perfecta imagen del sirviente.

Me indicó la escotilla al nivel inferior.

—Si desea proceder, señor —dijo suavemente.

Le di las gracias y continué.

El carruaje transatmosférico Faetón estaba dividido en tres niveles. Arriba del todo estaba el Puente, el nombre que daba Traveller a la cámara con bóveda de vidrio por la que había entrado en la nave. El nivel más inferior, como de siete pies de alto, era la Cámara de Propulsión. Y atrapada entre el Puente y la Cámara de Propulsión, y ocupando la gran mayoría del volumen de la nave, estaba la Cabina de Fumar.

Del Puente bajé a la Cabina de Fumar por medio de una pequeña escalera de madera. Me encontré en una cámara cilíndrica de unos ocho pies de alto y doce de diámetro. El suelo estaba cubierto por hule con alfombras turcas por encima —noté que estaban fijas en su sitio por medio de ganchos y ojales— mientras que paredes y techo estaban cubiertos por piel acolchada, sujeta por tachuelas de latón en una disposición formando diamantes. Un conjunto de grabados con escenas de caza inglesa colgaba de las paredes por medio de más tachuelas de latón. La luz entraba a chorros en la cabina a través de pequeñas portillas redondas; las portillas atravesaban paredes de como un pie de espesor. Traveller y Holden estaban esperándome de pie, con inmensas copas de brandy acunadas entre las manos, con aspecto de estar tan cómodos como si se encontrasen en el saloncito privado de un club londinense. Traveller parecía perdido en sus pensamientos y sus ojos vagaban ligeramente sobre el cuero que cubría la cámara. Había colgado el sombrero de un gancho en la pared; sólo unos pocos mechones de pelo gris se desparramaban sobre su calva como un desierto. Pero su apariencia seguía siendo impresionante; la forma de su cabeza era hermosa y poderosa, con un cráneo inusualmente grande que complementaba los rasgos refinados de su rostro.

Holden me sonrió burlón, parecía que todo su cuerpo y rostro brillaban de satisfacción.

—Lo dicho, Vicars. Qué excursión tan maravillosa. ¿Eh?

No podía sino estar de acuerdo.

Podría suponerse que esa Cabina de Fumar estaría muy abarrotada. Pero era bastante brillante y contenía sólo una pieza de mobiliario, una pequeña mesa de nogal fijada al suelo en el centro de la habitación; unido a la mesa por medio de remaches de cobre había una cúpula de vidrio, y dentro de la cúpula había un hermoso modelo de un barco que reconocí como la obra maestra de vapor de Brunel, el Gran Oriental. Cada elemento, cada detalle de las ruedas de paletas había sido reproducido por el artesano en madera y plomo.

La cabina parecía muy grande y ventilada, incluso después de que Pocket cerrase la escotilla del techo tras él. Recuerdo haber observado tranquilamente cómo la luz del sol quedaba excluida por ese simple gesto. Si hubiese sabido cuánto tiempo pasaría antes de poder respirar de nuevo aire fresco, seguro que habría empujado a un lado al pobre Pocket y forzado la apertura de la compuerta…

Mirando las paredes desnudas de la cabina, empecé a preguntarme de dónde había venido el brandy de Holden. Quizá después de todo Traveller fuese alguna especie de mago. Holden me pilló mirando su copa y dijo alegre:

—No se preocupe, Vicars; como la hermosa mademoiselle Michelet, hay más cosas en esta pequeña cámara compacta de lo que parece.

Esas palabras parecieron sacar a Traveller de su ensueño.

—¿Quién demonios es usted?… Oh, sí… Wickers. Bien, sírvale, Pocket.

El paciente sirviente se acercó a una pared, golpeó suavemente una tachuela de latón situada a unos tres pies del suelo… y para mi sorpresa, un panel de dos pies de largo se abrió, revelando un bar bien equipado situado en el interior de la piel de la nave. Holden sonrió burlón, observando mi reacción.

—¿No es maravilloso? Toda la nave es como un juguete maravilloso, Wickers… eh, Vicars.

El bar tenía su propia luz interior, una pequeña lámpara de acetileno. Decidí que el ingenio de Traveller habría hecho que esa pequeña lámpara se encendiese al abrir el panel. Notaba ahora que había otras lámparas de acetileno situadas a intervalos alrededor de la cabina.

Pocket extrajo una pequeña bandeja y otra copa conteniendo una buena medida de brandy.

Traveller tomó un sorbo de licor, dejándolo en el paladar durante unos segundos antes de tragarlo.

—La sustancia de la vida —dijo finalmente.

Me llevé la copa a la nariz; ricos aromas me llenaron la cabeza antes de tomar algunas gotas en la lengua; y no podía sino estar de acuerdo con el veredicto de nuestro anfitrión.

Pocket cerró el pequeño bar, y la habitación quedó una vez más completa; luego, de forma extraordinaria, el sirviente se fundió con el fondo hasta tal punto que en unos momentos había olvidado virtualmente que estuviese allí.

—Bien —dijo Holden—, ¿por qué el nombre Faetón?

—¿No conoce los clásicos, caballero? —Traveller golpeó una tachuela de la pared con el puño, y un panel cayó para formar una silla tapizada con un terciopelo suntuoso y bien relleno. Dos pequeñas patas cayeron también del asiento al suelo, y Traveller se sentó y cruzó las piernas, con aspecto de estar muy cómodo. Luego se sacó una caja del bolsillo del abrigo y cogió un pequeño cigarro negro de aspecto arrugado. En segundos la cabina se llenó de ásperas nubes de humo azul; los penachos se doblaban en lo alto, conducidos sin duda por algún mecanismo de bombeo hacia las discretas rejillas.

Le murmuré a Holden:

—Turco, si no me equivoco. Uno podría casi envidiarle a sir Josiah su nariz de platino.

—Bien, señor Wickers —tronó Traveller—, sus estudios puede que no hayan sido superiores a los de su amigo, pero supongo que habrán sido más recientes. Cuéntenos quién era Faetón.

El inestimable Pocket se movía discretamente por la cabina bajando más sillas ocultas, y mientras lo hacía yo rebusqué esperanzado por mi memoria vacía.

—Faetón? Ah… ¿Fue el tipo que voló demasiado cerca del sol?

Traveller resopló disgustado, pero Holden dijo suavemente:

—Su recuerdo está cerca, Ned. A Faetón, hijo de Helios y Clímene, se le permitió conducir el Carro del Sol por un día. Pero me temo que fue atravesado por un rayo de Júpiter.

—Pobre tipo. ¿Por qué razón?

—Porque —dijo Traveller magistral— en caso contrario hubiese incendiado el planeta. —Se volvió hacia Holden—: Así que después de todo conocía el mito, señor. ¿Esperaba atraparme en mi ignorancia?

—Por supuesto que no, sir Josiah. Mi pregunta se refería a la relevancia del mito con respecto a su nave. ¿Podría entonces esta nave —se atrevió Holden— incendiar el mundo? Quizá por interacción con algún fenómeno estratosférico…

—Tonterías y cuentos, caballero —soltó Traveller, evidentemente irritado—. ¡Quizá sea usted seguidor de ese bufón francés, Fourier, que cree que la temperatura en el espacio superatmosférico nunca es inferior a unos pocos grados por debajo del punto de congelación!… poniendo incluso en duda medidas directas que dicen lo contrario.

Me entusiasmaron esas palabras misteriosas —¿qué medidas directas?—, pero sir Josiah, encendido, siguió cargando:

—¡Quizá crea que la Tierra está rodeada por un anillo de fuego! ¡Quizá cree … ! Oh, ¡mecachis! —Tomó un trago de brandy y dejó que Pocket le llenase la copa.

Holden había observado cuidadosamente al ingeniero durante su estallido, de forma similar a como un pescador observa el movimiento de una mosca.

—Bien, sir Josiah… ¿Faetón?

—La Faetón está propulsada por antihielo —dijo Traveller—. Evidentemente. Y el nombre elegido se refiere al antihielo.

Pregunté con seriedad:

—¿Entonces está dando a entender que el antihielo podría quemar el planeta, señor?

Me miró, y por un momento, bajo la capa de fanfarronería, pude entrever una vez más al hombre que había conocido al principio, el que había compartido conmigo sus recuerdos de la campaña de Crimea.

—Podría ser, muchacho —dijo comparativamente con mayor suavidad—. Si se le permitiese caer en malas manos.

Fruncí el ceño.

—¿Quiere decir criminales, sir Josiah?

—¡Me refiero a todos los políticos, primeros ministros, plutócratas y príncipes! —Y con esas palabras le indicó a Pocket que nos rellenase las copas.

Me incliné hacia Holden.

—¿Cree que es republicano?

El rostro de Holden estaba en blanco e impasible.

—Sospecho que algo más extremo, Ned.

Sonó un reloj. Busqué el artefacto, y finalmente decidí que el mecanismo debía estar contenido dentro de la nave hermosamente reproducida sobre el plinto.

Holden le entregó la copa vacía a Pocket.

—Bien, sir Josiah, conté doce campanadas y el momento del lanzamiento ya está aquí. ¡Propongo que subamos al Puente y sigamos los actos!

Traveller, quejándose en voz baja, se bebió el resto del brandy y se puso en pie. Luego subió los primeros escalones de la escalera que llevaba a la escotilla del techo y empujó la cubierta. Pocket dio una vuelta a la cabina levantando los asientos a la posición de almacenamiento. Yo comenté:

—Puede que el Príncipe Alberto ya esté en movimiento, porque puedo sentir una vibración en los pies.

Holden se cuadró con las manos a la espalda y dijo:

—Quizá tenga razón, Ned. —Miró incómodo a Traveller, quien seguía empujando la escotilla cerrada.

Traveller dijo:

—Esto es muy extraño. Pocket, cerró usted…

Y el suelo se encabritó bajo mis pies, tirándome como un muñeco. Un rugido como un tremendo grito penetró en la cabina, y era como si mi cráneo temblase con el ruido; una luz tan brillante como la del sol penetró por las pequeñas portillas.

El ruido murió. Me senté, tomé aire y miré a mi alrededor. Mis acompañantes se habían caído allí donde estaban. El ingenioso Pocket ya estaba de pie; el rotundo periodista sudaba copiosamente y se frotaba la espalda, evidentemente dolorido. Me preocupaba más Traveller, quien, en la escalera, había estado a unos pies del suelo. El distinguido caballero estaba ahora tendido de espaldas, despatarrado, mirando a la escotilla atascada; curiosamente la chistera se había caído del gancho y yacía a sus pies.

Me apresuré a su lado.

—¿Está bien?

Traveller elevó su delgado torso y contestó:

—No se preocupe por mí, muchacho; tenemos que abrir esa maldita escotilla…

Intenté retenerle colocando las manos sobre sus hombros.

—Señor, podría hacerse daño…

—Ned. Mire esto.

Me volví para ver a Holden mirando por una portilla. Pocket estaba a su lado, retorciéndose nervioso las manos, evidentemente incapaz de decidir hacia qué lado volverse.

Aprovechándose de mi distracción, Traveller me echó a un lado con sorprendente fuerza, se puso en pie y se subió una vez más a la escalera.

Me puse en pie —notando mientras lo hacía que el suelo seguía vibrando de forma extraña— y me uní a Holden en el punto de observación.

Donde había habido dos chimeneas sobre la sala de calderas del Príncipe Alberto sólo quedaba una; un muñón humeante de seis pies de alto estaba en el lugar de la otra, con el aspecto de un diente roto, y a su alrededor había fragmentos de metal retorcido, orgullosos colores pintados todavía visibles en algunos tristes pedazos.

Los abetos del bosque móvil yacían caídos y quemados. Entre las astillas de los árboles se arrastraba algo rojo y roto. Se me cerró la garganta y me volví.

—Buen Dios, Holden ——dije, intentando respirar en el aire cargado de humo de cigarrillo—, ¿ha sido destruida la sala de máquinas?

—No creo —dijo Holden, tenía el pelo negro revuelto sobre la frente roja y llena de sudor———. La devastación sería mucho mayor y las cubiertas estarían rotas.

La vibración del suelo aumentó de amplitud en un traqueteo continuo y rítmico, aumentando mi sensación de náusea. Me apoyé en la pared acolchada para sostenerme.

—Entonces, ¿qué ha sucedido?

—¿Recuerda la expedición a la sala de máquinas, en la que estudiamos el dispositivo de tuberías para aprovechar el calor alrededor de cada chimenea? Y había una llave de paso…

—Sí. Ahora lo recuerdo. Y ese tipo Dever soltó todas aquellas advertencias apocalípticas sobre las consecuencias de cerrar la llave de paso.

—Temo que eso sea exactamente lo que ha sucedido —dijo Holden, con una voz desacostumbradamente dura.

—¡Pocket! —Traveller seguía empujando la escotilla atascada.

—En el nombre de Dios, ayúdeme—.Pocket se unió a él y, apretujados en lo alto de la escalera, tiraron de la rueda que debería haber abierto la escotilla.

Lo observé ausente.

—Holden, debe haber mucha gente herida.

Me estudió durante un momento, el rostro redondo y marcado lleno de preocupación, y echó una mano a la pared para bajar una silla.

—Ned, siéntese.

Dejé que me guiase al sitio; el acolchado alivió un poco la continua vibración.

—¿Pero cómo pudo ocurrir tal accidente? Seguro que la tripulación de la nave debía ser consciente de un riesgo tan elemental.

—Esta catástrofe no es un accidente, Ned.

Fruncí el ceño.

—¿Qué quiere decir?

—Esa llave de paso se cerró deliberadamente. Y cuando el capitán aumentó el vapor y activó la tracción, justo a las doce, el vapor entró en las tuberías secas y supercalentadas; con las devastadoras consecuencias que hemos presenciado.

»Ned, creo que un saboteador es responsable de este acto cruel.

Negué con la cabeza; me sentí mareado y aturdido por los acontecimientos que se sucedían con tanta rapidez. Apenas podía comprender las palabras de Holden.

—¿Pero por qué actuaría un saboteador de esa forma?

—Debemos sospechar de los prusianos —dijo Holden duramente, con la boca convertida en una línea—. Ellos, después de todo, empezaron la guerra actual con Francia con sus maliciosas intrigas con respecto al telegrama Ems. Quizás este incidente sea el telegrama Ems para nuestro Rey, ¿eh? Bien, por Dios; si creen que pueden pellizcar la cola del león…

Pero yo apenas le escuchaba, porque alguna zona deductiva sin usar estaba empezando a funcionar.

—Holden…

—¡No hay tiempo! ¡No hay tiempo! —Traveller bajó de un salto de la escalera y comenzó a sacar los asientos—. ¡Siéntense, todos! Hay arneses bajo los asientos; Vicars, yo le ayudaré. Pocket, ¡haga que ese gordo se siente!

Pero el comportamiento incomprensible de sir Josiah —incluso su uso de mi nombre correcto— me pasó vagamente.

—Holden, no puedo recordar la geografía de la nave. —Me encontré gritando sobre un ruido en ascenso, un rugido como una cascada bajo nuestros pies; Traveller vino hacia mí, el abrigo aleteándole, para ponerse el arnés por cintura y pecho—. ¡Holden! —grité—. Las chimeneas pasaban por el gran salón, ¿no?

—Sí, muchacho.

Traveller y Pocket ocuparon sus propios asientos; pronto los cuatro estuvimos atados en los cuatro puntos de la brújula de la pequeña cabina, mirándonos los unos a los otros con ojos frenéticos. Llamé a Holden.

—Y la chimenea que estalló, ¿era una de las que pasaba por el salón? Lo era, ¿no?

—Ned, ahora ya no puede hacer nada.

Toda la Faetón se agitaba a mi alrededor, pero todo lo que podía ver eran las columnas con espejos que atravesaban el abarrotado salón. Debía haber cientos de muertos.

y…

—Debo ir a por ella. —Intenté ponerme en pie, me hundí como un tonto al tirar el arnés de mí, y trasteé con los cierres de cintura y pecho.

—Vicars, ¡se lo ruego! —La voz de Traveller era un rugido que incluso ahogaba el clamor sobrenatural que venía de abajo. ¡Quédese en su asiento!

Solté el arnés, me puse en pie y fui hacia la escalera.

El suelo volvió a encabritarse a mis pies; pude ver algo del infierno por la portilla más cercana —la Cubierta de Paseo huyendo a toda velocidad, vapor vivo corriendo sobre el metal, la gente huyendo del vapor, gritando— y luego llegó la breve sensación de caída, una explosión apagada y como un golpe bajo el suelo, otro bandazo.

Choqué contra el suelo. Sentí sangre bajo la cara, y una presión constante que me apretaba contra las alfombras y el metal que había debajo.

Y desde una gran distancia oí la voz de Holden.

—Que Dios nos ayude —gritó—. ¡La Faetón está volando!

Con un gran esfuerzo levanté la cabeza una vez más hacia la portilla. Ahora el paisaje se había doblado sobre sí mismo, convirtiéndose en un cuenco azul invertido; pero todavía quedaba el ruido, la vibración, el olor de mi propia sangre…

La oscuridad me cubrió.

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