2 CRUZANDO EL CANAL

No estaba previsto que el Príncipe Alberto soltase sus amarras hasta tres semanas después, y Holden y yo decidimos esperar antes de viajar a Ostend. Fue un periodo que pasé entrando y saliendo de mis habitaciones en Bayswater. La compañía de mis amigos, mientras llenábamos los cafés, restaurantes y teatros de variedades, me parecía de pronto inexperta y despreciable; más de una vez me encontré sosteniendo sombrío un whisky con soda en la esquina de un club, mirando a mis compañeros comportarse como idiotas; imaginando lo que la elegante Françoise pensaría de tales actos.

Regresé a la exposición, pero no volví a encontrarme con Françoise. Ni tampoco encontré ninguna mención suya en las columnas de sociedad, por mucho que busqué.

Por tanto, me sentía estúpidamente encaprichado después del más breve de los encuentros…

Pero tenía veintitrés años, y dudo que alguna vez llegue a considerar mi yo más joven con algo mejor que un afecto ligeramente embarazado.

Al fin, el uno de agosto, preparé una pequeña bolsa de viaje y me dirigí a la Estación Internacional de Dover. La niebla todavía rondaba los muelles cuando salí, con los ojos legañosos, del correo ligero de Waterloo, pero allí estaba George Holden redondo y feliz como un botón; me dio la mano y me ofreció una trago celebratorio de brandy de una petaca de plata. Al principio me negué, pero el líquido caliente ejecutó con rapidez su feroz magia. El tren relucía en su raíl elevado como un pez aéreo de madera y latón, y mientras lo miraba mi futuro parecía teñido de aventura, emociones y, quizá, romance.

… pero íbamos con retraso.

El sol atravesó el cielo, cálido y blanco. Holden y yo bebimos interminables tazas de té y mordisqueamos naranjas confitadas y, al volverse amargo en mi estómago el brandy matutino, recorrimos los límites de la estación.

El problema se centraba en uno de los pilares que surgía de la plataforma para sostener el tren ligero a cien pies por encima de nuestras cabezas. Ese pilar estaba acordonado por un trozo grasiento de cuerda mientras agentes de policía inspeccionaban cada pulgada accesible. Esos condestables desafortunados, sudando bajo las gruesas guerreras de sarga, tenían un aspecto muy cómico mientras subían por las precarias escaleras. Uno de ellos se golpeó la cabeza contra una viga y el casco cayó volando sobre el macadam, para gran alegría del público presente. El agente se frotó la calva y soltó algo de lo más indigno.

Se había colocado a un policía mayor para mantener el cordón; su rostro era un charco redondeado de sudor y su voz estaba manchada por el fuerte acento rural de Kent.

—Sospechamos de la presencia de un dispositivo explosivo— dijo en respuesta a nuestras preguntas.

—¿Se refiere a una bomba? —pregunté incrédulo—. Pero una bomba lo suficientemente potente podría destruir el tren. ¡Podrían morir docenas… cientos de personas!

El policía tenía aspecto sombrío.

—¿Quién podría hacer tal cosa?

—Ah. —Se echó el casco hacia atrás—. El mundo está lleno de anarquistas, socialistas y otros lunáticos, señor; no todo el mundo es tan razonable como usted o yo.

Holden me tocó la manga y me apartó de allí.

—Quizá —murmuró, su amigo cubierto de paja tenga razón. Pero me temo que hay muchos otros sospechosos para tal atrocidad, y cualquiera de ellos podría parecer tan racional como usted o yo… o incluso como el condestable de paja de ahí.

Reí.

—¿Pero quién?

Holden se encogió de hombros.

—El tren es un artefacto hermoso, ¿no? Pero hay muchos que lo considerarían una amenaza. Todo lo nuevo es un peligro para el Viejo Orden. Todo lo nuevo exige nuevas formas de ver las cosas, nuevas formas de pensar y, en algunos lugares de nuestro continente, no gustan ideas tan revolucionarias.

Me froté la barbilla y levanté la vista; el reluciente arco del tren atravesaba el Canal, ignorante de mi confusión.

Eran más de las nueve de la noche cuando por fin abordamos la escalera mecánica que nos elevó en el aire y nos llevó al tren. Miré al puerto. Ahora el Sol estaba cerca del agua y la Luna colgaba en lo alto del cielo, un creciente perfecto; la Pequeña Luna era una mancha en forma de patata que fluía como una nube por el cielo que se oscurecía.

Desde la escalera, hicimos cola para cruzar un puente corto. Yo miré hacia la locomotora. El gran dispositivo yacía a lo largo del único raíl como una enorme pantera de hierro, con los relucientes brazos de unión bañados por la condensación. La locomotora era más o menos cilíndrica, como los viejos modelos de carbón, aunque su chimenea era una mera caricatura, un anillo de hierro de apenas dos pulgadas de altura. Entendía que la locomotora no expulsaría grandes cantidades de humo de carbón; es más, la neblina que veía no era humo o vapor, sino condensación que se acumulaba alrededor de los grandes termos Dewar que ocupaban el interior de la locomotora, y que mantenían las preciosas onzas de antihielo a temperatura ártica.

Una placa de bronce unida al cilindro llevaba el número de la locomotora y un nombre: Volador de Dover. Sonreía ante ese rasgo pintoresco.

Le entregué la bolsa a un porteador, que la llevó por un camino aterradoramente estrecho hasta un coche de equipaje, y luego seguí a Holden hasta el nuestro. El coche en sí era más que cómodo, con anchos y bien acolchados sillones tapizados de cuero teñido de un púrpura intenso, el color de la Compañía Internacional de Ferrocarriles. Un camarero, un tipo pequeño con la cara como la de un mono colgándole incongruentemente por encima de la chaqueta blanca, nos trajo bebidas —yo tomé un escocés con agua, Holden un brandy— y, mientras esperábamos a que embarcase el resto de los pasajeros, nos acomodamos en un asiento al lado de una amplia ventanilla para fumar y hablar.

Le comenté a Holden lo pintoresco que me parecía el diseño de la locomotora, en contraste desfavorable con los nuevos dispositivos en forma de bala mostrados en la exposición. Quizá, reflexioné, las ventajas del antihielo no dejaban de tener sus costes. Durante un periodo de tiempo cómodo discutimos sobre ese punto, y nuestra charla se amplió hasta ocuparse del papel y el impacto de la tecnología del antihielo en general; y finalmente Holden, abriéndose más a medida que se relajaba, se decidió a contarme el intrigante relato del descubrimiento del antihielo…

La historia del antihielo (me dijo Holden) comenzó con las oscuras leyendas de los aborígenes australianos. Según aquellos tipos salvajes, en el mismo momento de la aparición de la Pequeña Luna por primera vez en los cielos de Europa (alrededor de 1720), «fuego atrapado en hielo» cayó desde el cielo australiano. El hielo estaba manchado de amarillo y rojo, y cualquier hombre que lo sostuviese en la mano liberaba el fuego demoníaco, para su desgracia.

El explorador británico Ross, en ruta al Antártico, quedó intrigado por esas leyendas, oídas por casualidad en un bar. Decidió encontrar su origen.

Su búsqueda le llevó al cabo Adare, una península antártica al sur del continente australiano. Ross y su grupo pasaron muchos días explorando las planicies cubiertas de hielo. Con el tiempo, se acercaron a una cordillera de montañas bajas y en forma de dientes e, inesperadamente, llegaron a una llanura salpicada de grandes rocas. Mientras el equipo de perros se abría paso por entre esos fragmentos desiguales cubiertos de hielo, Ross pensó (así lo dejó escrito en su diario) que era como si una montaña hubiese estallado y ahora yaciese esparcida en trozos sobre el hielo. Y, curiosamente, había un hueco en la cordillera de montañas; como si faltase un diente en una dentadura sana.

Al acercarse Ross al centro de aquella extraña planicie descubrió que el tamaño de los fragmentos disminuía, hasta que los trineos corrían sobre piedrecillas como gravilla. El hielo en aquella zona también era extraño; era suave como el vidrio y, si faltaban un par de pulgadas de la superficie, bastante claro, y había piedrecillas y rocas empotradas en su interior, como en ámbar.

—Le pareció a Ross —dijo Holden— como si la gran explosión hubiese tenido lugar en aquel punto. Una montaña había quedado destruida, con grandes rocas arrojadas por el aire durante millas; en un instante el hielo se había convertido en vapor, que se había elevado en forma de grandes nubes en el aire helado del polo. El hielo se había vuelto a condensar rápidamente, atrapando los fragmentos. —Holden golpeó la pipa para sacar el tabaco sin quemar, sus rasgos de gnomo habían cobrado vida por el ímpetu de la narración.

»Con creciente excitación, Ross siguió adelante —manifestó Holden.

Y finalmente llegó al centro de la explosión.

Un domo de alguna sustancia amarilla, quizá de unos diez pies de alto, surgía del hielo.

Al principio Ross pensó que era algún tipo de edificio y se preguntó si no habría descubierto una tribu desconocida de aborígenes antárticos. Pero pronto comprendió que no era una construcción humana; ni tampoco estaba hueco el domo. Era algún nuevo hielo muy extraño. Ross apretó la cara sobre la superficie helada, retiró algunas pulgadas de nieve y miró al enigmático interior.

Hojas de una sustancia entre rosa y roja colgaban como velos en el interior de la masa amarilla.

El grupo montó el campamento al lado del domo de hielo. Ross era consciente de que lo más seguro era llevar una muestra del hielo al barco —e incluso a Inglaterra— para un análisis con más detenimiento. Pero todavía estaba fascinado por la narración de los aborígenes.

Era un hombre inquisitivo; era, después de todo, un explorador.

Por tanto, cuando la breve noche antártica cayó sobre ellos, Ross hizo que uno de sus hombres rascase suficiente material para llenar una taza de latón; y colocaron la taza sobre el fuego.

La mayoría del grupo de Ross se reunió alrededor de la cocinilla.

—La explosión resultante —dijo Holden sombrío— mató a tres de los hombres inmediatamente, y dejó a los demás terriblemente heridos, los perros muertos o aterrorizados y los trineos volcados. El mismo Ross perdió un brazo y un ojo por ese incidente, y describió cómo encontró, en lugar de la cocinilla, un cráter de seis pies de diámetro en el hielo. —Holden sonrió—. Sus anotaciones de ese día en el diario se hicieron famosas. «El hielo amarillo nos ha dejado en un estado lamentable. De la cocinilla y de la taza de Ben no pudimos encontrar nada.»

Sentí cómo las lágrimas asomaban a mis ojos ante el coraje simple de esas palabras; ¡tan típicamente británico, pensé!

Ross y sus acompañantes —los supervivientes— volvieron a su nave y se dirigieron al puerto civilizado más cercano.

Cuando las noticias del descubrimiento llegaron a Inglaterra, la Real Sociedad envió una nueva expedición a cabo Adare, completamente equipada con los últimos dispositivos científicos; y ahora el cabo sostiene una verdadera ciudad de científicos e ingenieros. El mismo Traveller llama a ese lugar olvidado de Dios su segundo hogar. Y hay una profesión completamente nueva, los criosintesistas, caballeros que inventan formas, empleando grandes termos Dewar y demás, para transportar el antihielo desde el cabo por todo el mundo en seguras condiciones heladas.

Un silbato nos informó de que al fin estaba cargado el tren y listo para partir; y con un impulso apenas perceptible apenas suficiente para agitar el hielo en el vaso— partimos. El tren pasó junto a los edificios del puerto y luego por encima del Canal de la Mancha. Los últimos rayos de sol hacían que el agua bajo el asiento reluciese como un campo de diamantes, y sentí un ataque de emoción y orgullo.

Una de las sensaciones de la temporada había sido la incorporación de vagones comedor al estilo americano a las rutas más importantes del tren ligero; y el camarero con cara de mono vino ahora a informarnos de que la cena se serviría en quince minutos, y a rellenar los vasos.

Le dije a Holden:

—¿Por tanto, el antihielo sólo está disponible en ese lugar de la Tierra, cabo Adare?

—Es lógico que sólo las regiones polares puedan mantener esa sustancia —dijo Holden—, porque si llega a climas más cálidos rápidamente se autodestruye, así como a buena parte de lo que la rodea. Las regiones antárticas han sido recorridas por nuestros exploradores, es interesante que la bandera británica ondease ya en el Polo Sur en el año 1860, si no fuese por el incentivo del antihielo, ¿quién sabe cuándo hubiésemos podido encontrar el deseo de montar tal expedición?, pero no se ha encontrado más antihielo.

—Así que la cantidad encontrada por Ross es todo lo que hay.

—Evidentemente. Su masa se ha estimado en unos miles de toneladas; y, por lo que sabemos, es todo lo que hay en el globo. Parece como si el viejo relato de los aborígenes fuese cierto: que el antihielo cayó del cielo, sobrevolando Australia para caer en Adare.

Me froté la barbilla.

—Cuando se considera la importancia fundamental de esa sustancia para el papel de Gran Bretaña en el mundo, parecería una cantidad extremadamente pequeña.

Holden asintió.

—Por fortuna, con un poco de antihielo puede hacerse mucho. No más que unas pocas onzas por mes, por ejemplo, serían necesarias para mover este tren… Aun así, tiene razón. Y cada día descubrimos formas más y más ingeniosas de usar esa sustancia.

»Y ése —siguió— es el argumento empleado por aquellos que se oponen a usar nuevamente el antihielo como arma de guerra. Los enemigos de Gran Bretaña no tendrían defensa contra las bombas de antihielo… excepto una: el tiempo. Cuando hubiésemos agotado las preciosas reservas de antihielo, caerían sobre nosotros como lobos.

Holden y yo nos terminamos las bebidas y nos dirigimos al vagón comedor. Al caminar con el espíritu del whisky en el interior, fui consciente de la falta de ritmo en el movimiento del tren. Parecía como si viajásemos en un teleférico. Al mirar por los ventanales, vi cómo el raíl al cruzar el mar estaba suspendido de pilones, y cómo al llegar el vagón a cada pilón se producía una ligera vibración. Los pilones eran pilares formados por armazones de hierro que parecían surgir directamente de la oscura superficie del Canal… pero yo sabía que los pilones estaban de hecho unidos a grandes pontones suspendidos bajo la superficie. La flotabilidad de los pontones los empujaba hacia arriba contra el tirón de los cables de anclaje, y el resultado era una plataforma bastante rígida y robusta considerando las grandes corrientes del Canal.

Los tres puentes del Canal se habían construido de esa forma, tal y como yo entendía, en razón de la ligereza del propio tren y la incapacidad del fondo del Canal para sostener los cimientos adecuados.

Tomamos asiento en el vagón restaurante y pronto nos sumergimos en sonidos familiares y tranquilizadores: los golpes de los cubiertos contra los platos adornados con el emblema del tren ligero, el murmullo de las conversaciones civilizadas, los ricos aromas de la buena cocina inglesa y, más tarde, el oporto, el brandy, el café y los buenos cigarros. Holden y yo hablamos poco mientras comimos; pero una vez terminada la comida me recosté en la silla, estiré las piernas y levanté el vaso de brandy en dirección a Holden.

—Brindemos por el antihielo —dije, quizás algo espeso— y su progenie, ¡las diversas maravillas de nuestra época!

—Beberé por eso. —Holden sonrió. Se echó atrás y metió los gruesos pulgares en la cadena del reloj—. Pero no le aconsejaría celebrar este brindis arrojando un cubo de antihielo en su próximo whisky. El antihielo, entienda, ha sido bautizado de esa forma por su excepcional antipatía por cualquier sustancia «normal», en ese caso el whisky y el vidrio. El antihielo y una masa igual del vaso y el whisky desaparecerían y serían reemplazados, de forma explosiva, por una enorme cantidad de energía calorífica. Interrumpiendo así su disfrute.

—Por tanto, ¿el whisky, o cualquier cosa, puede convertirse en una sustancia tan destructiva como, digamos, la dinamita?

Holden sonrió indulgente y se pasó una mano por su montón de pelo rebelde.

—Mucho más, joven Vicars. Pero no sabemos cómo. James Maxwell tiene la hipótesis de que quizá el antihielo reacciona de alguna forma química con la materia normal, de forma similar a como el oxígeno reacciona con otros elementos para liberar energía en forma de calor y luz. —Estudió mi cara que, me temía, debía estar en blanco. Dijo amablemente—: le estoy describiendo el proceso normal de la combustión. El fuego, Ned.

—… Ah. Bien, ¡entonces ahí tenemos la respuesta! El antihielo es un nuevo tipo de oxígeno, y lo que tenemos aquí es un nuevo fuego.

—Quizá. Pero Joule, continuando sus experimentos con Thomson, señala que la densidad de energía de las reacciones de antihielo es varios órdenes de magnitud mayor que la asociada con cualquier reacción química conocida. Quizás estemos tratando con fuerzas asociadas con alguna estructura más profunda de la materia, por debajo y más allá de las fuerzas conocidas que actúan en una reacción química. Puede que estemos en el nuevo siglo, Ned, antes de poder explorar con profundidad suficiente en el corazón de la materia, quizá con enormes microscopios, y conocer los secretos en su interior.

Pedí otro brandy.

—Todo eso está muy bien —dije hablador—, pero esos dos tipos famosos, Maxwell y…

—Joule.

—Joule, sí; ¿qué tienen que decir sobre lo que me parece el mayor misterio de todos, el hecho de que sea perfectamente seguro manejar la sustancia a temperaturas polares, y que sólo sea al calentarla que se convierte en explosiva, como descubrió a su costa el pobre Ross?

—Ah. —Holden golpeó la pipa, metió en ella más tabaco que sacó de una bolsita de cuero y la encendió—. Experimentos cuidadosos y peligrosos, realizados en Adare han mostrado que en el interior del antihielo fluyen muy fuertes corrientes magnéticas. Esas corrientes encapsulan la sustancia antipática, aislándola de la materia normal. Pero cuando se eleva la temperatura, los campos magnéticos se rompen… con consecuencias explosivas.

Fruncí el ceño intentando entender.

—¿Y qué produce el magnetismo? ¿Pequeños imanes esparcidos por la sustancia?

Negó con la cabeza.

—La verdad es un poco más difícil de entender…

—Eso me temía.

Holden me describió cómo los experimentos de Michael Faraday habían demostrado que la presencia de una fuerte corriente eléctrica podía inducir un campo magnético. En la sustancia antihielo parece que las corrientes eléctricas fluyen continuamente, generando así el magnetismo requerido. Holden dijo:

—Pero no hay una pequeña dinamo escondida en el material; simplemente parece como si la corriente eléctrica fluyese dando vueltas y vueltas dentro del hielo, como un río en un canal cerrado; sin principio y sin final, y sin causa primera; de forma similar a como los persas dicen que la serpiente Ourobouros sobrevive consumiendo interminablemente su propia cola.

—¿Sí, por Júpiter? Pero vamos a ver, Holden: un río no se limitaría a dar vueltas y vueltas; tarde o temprano se detendría, no se puede tener un canal circular que vaya siempre cuesta abajo… ¿ o sí? —añadí con pronta duda.

Holden inclinó la cabeza en aprobación.

—No. Pero si el canal circular estuviese recubierto de algún vidrio maravilloso carente completamente de fricción, el agua fluiría indefinidamente.

Luché por imaginar tal cosa.

—¿Y cómo ayuda ese canal a explicar el fenómeno eléctrico?

—Faraday ha dibujado caminos invisibles en muestras de antihielo… y en esos caminos no hay resistencia al paso de la corriente eléctrica. Igual que en los canales de vidrio que le he descrito. Faraday ha denominado al fenómeno «Conductancia Aumentada». Es precisamente esa conductancia la que desaparece cuando la temperatura del antihielo se eleva. Las corrientes eléctricas dejan de circular, ¿ve?, Y, por tanto, también falla el campo magnético.

—Parece como si pudiese sacarse algo de interés comercial de ese asunto —reflexioné—. Aunque ahora mismo no se me ocurre qué…

—¡Absolutamente! —Holden se recostó una vez más en su silla, con la cabeza envuelta en humo—. Imagine que pudiésemos reemplazar los cables bajo el Atlántico con canales de Conductancia Aumentada. ¡Entonces la menor de las corrientes, la señal más débil, podría atravesar el océano sin la más mínima pérdida! Y más aún, si las líneas de transmisión de energía se fabricasen de material aumentado, ¡la energía eléctrica podría distribuirse por los continentes sin que el coste fuese un problema! —Golpeó con la mano libre en la mesa, haciendo que la cubertería bailase y que una o dos cabezas se volviesen curiosas en nuestra dirección—. Puedo asegurarle, Vicars, que tal transformación haría que los tesoros producidos hasta ahora por el antihielo pareciesen meras barajitas. ¡Cambiaría el mundo!

Reí, entrando en su entusiasmo.

—¿Están seguros los sabios de poder producir esos cables y conexiones?

Él suspiró, como si se desinflase.

—Tengo entendido que Josiah Traveller ha construido prototipos que emplean los caminos aumentados en el interior de bloques de antihielo. Pero no ha resultado posible aislar el componente del antihielo que produce la Conductancia Aumentada.

Asentí con simpatía, viendo en aquel rostro algo extraño y redondo: el alma de un hombre cuyo sueño —de una Europa transformada— parecía casi posible, pero seguía estando lejos de su alcance.

Me miró con un ojo, y con el otro, a mi vaso vacío de brandy.

—¿Está de humor para oír las otras ventajas del antihielo? Como las altas temperaturas que genera, lo que lleva a una impresionante eficiencia de Carnot, proporcional a la diferencia entre temperaturas…

Agité el vaso en el aire.

—Por Júpiter, buen amigo, me impresiona su erudición, pero más aún su perspicacia. ¡Tiene razón! No me siento con humor para explorar más ramificaciones científicas. Pero ¡mire ahí! —De forma algo dramática indiqué con una mano hacia la ventana.

Ya era muy tarde, y —a pesar de los reflejos de las débiles luces de gas del vagón— podía ver cómo el cielo estrellado exhibía la rica luminiscencia, la oscuridad no del todo total de pleno verano. Y, como una balsa de estrellas caídas del cielo, las luces de algún enorme barco pasaban bajo nuestro viaducto de metal. Forzamos nuestras cabezas mientras el movimiento del tren nos alejaba del barco; desde aquella perspectiva podía verse con mayor claridad cómo las luces delineaban el contorno de la nave. Toda la escena estaba enmarcada por lámparas de peligro parpadeantes montadas en los pilones del tren ligero.

—Dios santo —dijo Holden—, qué visión tan maravillosa.

Tuve que mover la cabeza de un lado a otro para apreciar toda la longitud de la nave.

—Vaya, ¡debe tener como media milla de largo! Seguro que semejante leviatán estará propulsado por antihielo.

Holden se recostó en el asiento y pidió más bebidas.

—Exacto. Ese monstruo sólo puede ser el Gran Oriental.

—¿El famoso diseño de Brunel?

—No, no; me refiero a la nave diseñada por Josiah Traveller hará unos cinco años y llamada así en honor del gran ingeniero. —Holden sonrió por encima del vaso lleno—. Es irónico que Traveller sufriese problemas económicos similares a los de Brunel para financiar el Oriental. Pero claro, el barco de Brunel no era ni carne ni pescado: un transatlántico de pasajeros demasiado feo y sucio para ofrecer algo más que la sensación de novedad. Al menos Traveller decidió desde un principio que su nave sería principalmente un buque de carga. Y así, propulsado por turbinas de antihielo lo suficientemente grandes para ser inmunes a las condiciones atmosféricas y, gracias a los criosintesistas, preservando y transportando las cargas más perecederas, ¡da vueltas al mundo sin siquiera detenerse para repostar!

Levanté la copa y dije, en una voz un poco más alta de lo que había esperado:

—¡Entonces por Traveller, y toda su obra!

Holden levantó su copa; su cuerpo redondo, con brazos sobresalientes, me hizo ver en ese momento de mareo un globo animado.

—Josiah Traveller —reflexionó Holden—. Un hombre complejo. Al menos un ingeniero tan bueno como Brunel, y apenas mejor preparado para tratar con las complejidades del mundo. Quizás incluso menos. Al menos Brunel salía y trabajaba con sus colegas. Traveller, por lo que sé, trabaja recluido en su laboratorio de Farnham. No emplea planos ni mesas de dibujo; en su lugar construye prototipos de invenciones nuevas que hombres menores deben traducir a mecanismos operativos.

—Y, sin embargo, su visión sigue siendo suya.

—Exacto.

Me eché hacia delante con entusiasmo.

—¿Y es cierto, Holden, que Traveller ha viajado más allá del aire? Esas fotografías expuestas en Manchester…

Agitó la mano algo desdeñoso.

—¿Quién sabe? Con Traveller es difícil separar la leyenda de la verdad. Quizás esa mezcla de fantasía suya, aunque es la fuente de su fuerza creativa, sea también su defecto. Mire ese proyecto del Príncipe Alberto. ¿Necesita realmente Europa un buque terrestre? Ésa es, me temo, el tipo de pregunta realista que hace el inversor medio, que preferiría invertir el dinero en hilanderías y tornos; me temo que no hay mucha fantasía en esas almas.

Sorbí el brandy.

—No, y sospecho que los partidarios de quedarse en casa no serán los únicos contentos si el proyecto del Príncipe Alberto colapsase en la ignominia financiera.

—Ah. —Holden asintió, entrecerrando los ojos, lo que le daba un aspecto taimado—. Muy cierto. No todos los franceses verán con agrado a tal leviatán llevando la bandera inglesa hasta las puertas de París. La envidia es una emoción bastante común entre los continentales.

Me reí.

—Vaya un diplomático que estaría usted hecho, señor.

—Bien, ¡piense en ellos! —siguió con confianza—. Tiene a los franceses bajo Louis Napoleón, el supuesto sobrino de Bonaparte, conjurando continuamente los sangrientos días de antaño. Los rusos son una masa medieval que sueña con el futuro. Austria no es mucho más que una cáscara; ¡mire cómo se quebró durante la Guerra de las Siete Semanas con su prima Alemania! No me sorprende que viren sus ojos envidiosos hacia Gran Bretaña, hogar de la iniciativa y la energía; ¡hogar del futuro!

Atrapado por su vigor y su animado humor dije:

—Quizá tenga razón. Y en cuanto a los prusianos, podemos esperar que la atención de Herr Bismarck esté completamente ocupada con pensamientos franceses. ¡Ja! Pronto descubrirá que ha mordido más de lo que puede tragar, o eso me temo.

Holden parecía más atento, más pensativo.

—Qué mezcla tan combustible y volátil es Europa… Ned, ¿ha visto alguno de los panfletos de los Hijos de la Gascuña? «Una vez más a Calais»… un título emocionante. Los Hijos creen que el deber de Gran Bretaña es imponer orden a los confusos extranjeros.

—Señor —dije cuidadosamente, algo perturbado por las luces oscuras que aparecían bajo el buen humor de Holden—, recuerde que Gran Bretaña es una monarquía constitucional. Ésa es la gran diferencia entre nosotros y los vecinos continentales; en Gran Bretaña el poder está sólidamente refugiado, no en las manos de los individuos, sino en la estructura de viejas instituciones y convenciones.

—Muy cierto —dijo Holden asintiendo—. ¡y, sin embargo, nuestro Emperador Rey y su madre defienden la restauración de los Borbones al trono de Francia! ¿Qué opina de eso? ¿Es muy constitucional? ¿Eh?

Fruncí el ceño, intentando encontrar una respuesta; luego miré a la copa buscando inspiración sólo para descubrir que se había vaciado de nuevo por sí misma; y cuando miré al rostro intenso de Holden descubrí que había olvidado la pregunta.

—Creo —dije— que es hora de retirarse.

—¡Retirarse! —Sonaba sorprendido—. Muchacho, mire al frente, ésas son las luces de Ostend. Ha olvidado que vive en la Era de los Milagros, Ned; ¡hemos llegado! Venga; creo que debemos tomar algo de café antes de bajar a tierra y comenzar nuestra búsqueda sin esperanza de un coche…

Con el más suave de los suspiros, el tren comenzó a reducir velocidad.

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