12 EL AIRE DE INGLATERRA

Josiah Traveller trajo a la Faetón de vuelta a Inglaterra el 20 de septiembre de 1870.

El ingeniero maniobró la nave castigada por entre los fuegos de la fricción atmosférica, los vientos que cubrían todo el mundo de la atmósfera superior y finalmente una tormenta bastante devastadora: a una milla del suelo nos sentamos en los asientos, mirando temerosos por las portillas a las espadas de rayos que saltaban de nube a nube; y nos imaginamos que habíamos atravesado la Tierra hasta el infierno.

Y al final la Faetón, habiendo casi agotado las reservas de agua lunar, se posó con un golpe en la suave tierra cubierta de rastrojos de una granja de Kent. Los cohetes se apagaron por última vez, y el silencio se hizo en la Cabina de Fumar, que se había convertido en nuestra prisión. Pocket, Holden y yo nos miramos con anticipación. Luego oímos el suave suspiro del aire de Inglaterra contra la piel exterior de la nave; y gritamos al comprender que estábamos en casa.

El francés, Bourne, gemía callado contra las palmas de las manos. Me di cuenta, e, impulsado por una extraña simpatía que había adquirido para aquel hombre, hubiese dicho algunas palabras para confortarle. Pero la sangre me fluía a toda velocidad al pensar que había regresado a mi país natal; un retorno que durante casi todo nuestro asombroso vuelo más allá de la atmósfera había parecido inconcebible. Así que eché a un lado las correas, aullando todavía como una foca…

… ¡Y caí al suelo, tan rápido como un labriego en una pelea, debido a mi sorprendente peso!

Las piernas se me habían doblado como el papel, y encontré que tenía la cara incómodamente apretada contra el suelo. Con brazos que me temblaban por el esfuerzo me levanté y descansé la espalda contra la pared acolchada.

—Vaya, amigos, esta gravedad nos va a causar problemas.

Holden estuvo de acuerdo.

—Ya nos advirtió Traveller de los efectos debilitadores de la falta de peso.

—Sí; y vaya con ese maldito régimen de ejercicios. ¡A la Luna con un juego de mazas de gimnasia! Bien, me gustaría ver cómo le va al gran hombre bajo este peso que nos era tan familiar… —Pero Holden me avergonzó recordándome que Traveller era un hombre mayor que no debería someter su corazón a esfuerzos. Y, por tanto, fui yo el que se arrastró como un niño débil hasta la gran escotilla situada en la pared de la cabina.

Después de muchos esfuerzos conseguí girar la rueda y abrí la escotilla de una patada.

Una bocanada de aire fresco, la esencia de una fresca tarde de otoño inglesa, entró en la nave. Oí a Holden y Pocket suspirar por el rico oxígeno, e incluso Bourne levantó la vista de sus sollozos introvertidos. Me tendí de espaldas y absorbí aquella maravillosa atmósfera, y sentí cómo me corría la sangre por las mejillas al tocarme el frío.

—¡Qué cargado estaba el aire de la nave! —dije.

Holden respiró profundamente, tosiendo.

—El sistema químico de Traveller es una maravilla científica. Pero debo estar de acuerdo, Ned; el aire envasado de esta lata se ha vuelto progresivamente más cargado.

Me puse recto y me eché hacia delante hasta que las piernas me colgaban sobre la caída de diez pies a ha tierra oscura de Kent; miré por los campos, setos, volutas de humo de los fuegos de las granjas y arboledas.

Miré abajo, preguntándome cómo llegar al suelo… y me encontré mirando el rostro ancho y colorado de un granjero. Llevaba un traje gastado pero respetable de tweed, botas wellington manchadas de barro y un sombrero de paja; y llevaba una horca muy grande, sostenida al frente para defenderse. Mientras miraba a nuestra nave imposible tenía la boca abierta, mostrando pobres dientes.

Subrepticiamente me aseguré de llevar la corbata recta y le saludé.

—Buenas tardes, señor.

Se echó atrás tres pasos, levantó la horca en mi dirección y abrió aún más la boca.

Levanté las manos y probé con mi sonrisa más diplomática.

—Señor, somos ingleses; no debe temer nada, a pesar de la forma extraordinaria de nuestra llegada —era hora de ser modestos—. Sin duda ha oído hablar de nosotros. Pertenezco a la expedición de sir Josiah Traveller, y ésta es la Faetón.

Me detuve, esperando reconocimiento instantáneo —seguro que habíamos sido objeto de las elucubraciones de la prensa desde nuestra desaparición— pero el buen rústico se limitó a fruncir el ceño y emitir una sílaba que interpreté como: «¿Quién?»

Empecé a explicarme, pero mis palabras sonaban fantásticas incluso a mis oídos, y el granjero se limitó a fruncir el ceño con mas suspicacia aún. Así que al final me rendí.

—Señor, déjeme destacar el hecho pertinente: que es que somos cuatro ingleses y un francés, que necesitan su ayuda desesperadamente. A pesar de mi juventud y salud ni siquiera puedo soportar mi propio peso, gracias a las extraordinarias experiencias a las que me he visto sometido. Por tanto le pido, de cristiano a cristiano, que nos ofrezca la ayuda que necesitamos.

La cara del granjero, roja como una manzana, era la viva imagen de la desconfianza. Pero al final, después de murmurar algo sobre los acres de tierra que habíamos quemado, bajó la horca y se acercó a la nave.

El nombre del granjero era Clay Lubbock.

Fueron necesarios Lubbock y dos de sus muchachos más fuertes para sacarnos de la nave. Usaron cabestrillos de cuerda para bajarnos de un par de brazos fuertes a otro. Luego nos pusieron en el carro de bueyes y, envueltos en sábanas, nos dirigimos sobre la tierra rota hacia la granja. Traveller, con la voz inestable por los saltos del carro, señaló la ironía de nuestro rápido descenso por los estratos tecnológicos; pero su aspecto —delgado, frágil, y palidez mortal— quitaba humor a sus palabras, y ninguno de nosotros respondió.

Los rústicos miraban con silenciosa fascinación a la nariz de Traveller.

En la granja nos recibió la señora Lubbock, una mujer campechana y gris con grandes antebrazos cubiertos de pelo; sin preguntas o cómo-están-ustedes analizó nuestra situación con el ojo rápido de un comprador de animales y a pesar de algunas protestas de Traveller, pronto nos tenía tapados con mantas frente al fuego y nos servía un espeso caldo de pollo. Lubbock, mientras tanto, fue a la ciudad con su caballo mas rápido para dar la noticia de nuestro regreso.

Traveller se enfadó por ese confinamiento, diciendo que él no era un inválido y que tenía trabajo que hacer. Se sentía ansioso por llegar a una oficina de telégrafo para que pudiese empezarse lo antes posible el trabajo de transportar la Faetón a su hogar en Surrey. Holden le calmó.

—Yo también estoy ansioso por volver a la civilización —dijo—. Recuerde que soy periodista. Mi periódico, y otros, me pagarían bien si convirtiese el viaje en una narración bien contada. Pero, sir Josiah, acepto mi propia fragilidad. Seguro que en cuanto se extienda la noticia de nuestro regreso el mundo caerá sobre nosotros. He pasado por un suplicio que no tiene paralelo en la historia humana y apenas soy capaz de soportar una cuchara cargada de sopa, y agradezco la oportunidad de recuperarme durante algunas horas bajo la amable hospitalidad de la señora Lubbock. ¡Y también debería agradecerlo usted, sir Josiah!

Traveller no aceptó el argumento pero no le quedaba más elección que someterse; y así nos acomodamos en camastros duros esparcidos por todo el hogar de los Lubbock. Holden persuadió al granjero para que situase a uno de los muchachos de guardia frente a la puerta del maltrecho Bourne; pensé que era bastante mala idea, ya que Bourne no estaba en condiciones de huir por la ventana y correr por los campos hacia la libertad.

Me acosté en el jergón esperando el sueño, con la ventana abierta para dejar entrar el brillante aire de otoño, y pensé que, a pesar de las incomodidades de este mundo (la dureza del colchón bajo mi columna, por ejemplo, apenas ayudaba a reconciliarme nuevamente con la gravedad terrestre), las compensaciones —el olor de los árboles que crecían más allá de la ventana, el crujido lejano de la brisa por entre los setos, la dura caricia de las sábanas de los Lubbock contra mi cara hacía que la idea de volver a abandonar la Tierra fuese una abominación.

Por la mañana me desperté por la brillante luz del sol, sintiéndome bastante despejado, e incluso fui capaz de dar unos pasos sin ayuda hasta la palangana para lavarme. Me encontré a Traveller en la mesa de la cocina de los Lubbock; estaba sentado en una vieja silla de baño y envuelto en su propio albornoz, traído de la Faetón, y disfrutaba de una abundante comida de beicon y huevos campestres. Tenía periódicos apilados sobre la mesa y los repasaba mientras comía; y, a pesar del agradable calor de la cocina, con la luz de la mañana recorriendo el suelo para reflejarse en la cocinilla pulida, la expresión de Traveller era tan agria y tenebrosa como siempre la había visto. Levantó la vista mientras uno de los muchachos de los Lubbock me ayudaba y dijo:

—Ned, no me sorprende que el granjero Lubbock estuviese tan perplejo por nuestra llegada. Fue pura vanidad por nuestra parte suponer que nuestra desaparición hubiese sido interesante durante mucho tiempo… ¡no mientras Europa se rompe en pedazos!

Preocupado por esas palabras, empecé a repasar por mí mismo los periódicos amarillentos. Llegaban hasta unos días antes de nuestra partida el 8 de agosto: aparentemente Lubbock guardaba los periódicos viejos para cubrir los gallineros. En general, nuestra desaparición había quedado ensombrecida por el contexto más amplio —el sabotaje del Príncipe Alberto en el día de su lanzamiento— y generalmente se nos había supuesto muertos, perdidos en alguna explosión accidental, resultado del asalto a la nave. Me sorprendió descubrir que había sido imposible recuperar el Príncipe Alberto de manos de los saboteadores, o francotiradores, que lo habían robado; y, por lo que podía deducir, ¡todavía vagaba en libertad por los campos de Bélgica y el norte de Francia como una bestia huida! Las acciones de los francotiradores habían sido relacionadas con ataques a otras propiedades británicas en el, interior y el extranjero; me pregunté si el intento de sabotaje contra el tren ligero que Holden y yo habíamos presenciado en Dover había sido obra de un francés.

Y, por supuesto, no había ni palabra sobre Françoise Michelet o los otros pasajeros atrapados en el desdichado crucero; y a pesar del placer de la mañana de Kent sentí cómo se me hundía el corazón al repasar aquellos montones de áridos periódicos.

Traveller percibió mi expresión abatida, y me preguntó qué me torturaba particularmente. De forma entrecortada —porque Josiah Traveller no era un oído dispuesto— le describí a Françoise: nuestro encuentro, y la impresión inmediata que me había causado. Mientras hablaba sentía cómo los colores me venían a la cara; porque lo que en la intimidad de mi corazón me había parecido una pasión etérea, se convirtió al relatarla en aquella iluminada cocina de granja en un encaprichamiento bastante tonto.

Traveller me escuchó sin comentarios. Luego dijo con voz neutra:

—Parece que la chica es también una francotiradora, Wickers. —Intenté protestar, asombrado, pero él continuó—:

¿Qué otra cosa podría ser si estaba tan unida a ese maldito Bourne? —aspiró—. Si tengo razón, no debería malgastar más simpatías con ella, Ned. Estaba donde había elegido estar. —Y diciendo esto, volvió a sus periódicos, dejándome devastado.

Pero, incluso en ese primer momento de impresión, percibí que lo que Traveller había sugerido era muy plausible. Los elementos de Françoise que Holden había notado, incluso yo lo había hecho —su fascinación con la ingeniería, su furiosa inmersión en la política— ocupaban su lugar bajo la hipótesis de Traveller como componentes de una personalidad mucho más compleja que la chica que yo había idealizado, y cuyo dulce rostro había proyectado sobre los océanos de la Tierra.

Quería maldecir a Traveller por colocarme tal idea en la cabeza; me maldije a mí mismo aún más por ser un tonto. Pero, sin embargo, no estaba seguro. Y el aspecto más irritante de la situación era que, con Françoise perdida en una Francia en guerra, posiblemente no pudiese llegar a conocer la verdad.

Con el corazón agitado, dirigí la atención a los periódicos. Leyendo con rapidez, Traveller y yo pudimos reconstruir la historia del conflicto europeo, según Londres, desde nuestra precipitada partida.

La guerra con los prusianos iba mal para Francia. Leyendo los relatos de angustiosas batallas luchadas y perdidas, apenas me era creíble que Francia, con su larga tradición militar, su orgullosa herencia y su ejército modelo, hubiese caído ante la agresión de Bismarck de forma tan cobarde. La estrategia francesa parecía que había consistido en líneas generales en los mariscales gemelos Bazaine y MacMahon buscándose mutuamente por todas las tierras de Francia así como en algunas posiciones defendibles, mientras perdían periódicamente pequeños encuentros con los prusianos.

En la época de nuestra partida forzada, Napoleón III había abandonado París hacia Chálons, mientras nombraba a Bazaine cabeza del Ejército del Rin. Unos días después, Bazaine, temiendo ser rodeado por los rápidos prusianos, se había retirado al oeste por el río Moselle. Pero cerca de Metz se encontró dos cuerpos de alemanes y finalmente había acabado rodeado. Mientras estábamos sentados cómodamente leyendo la historia, la fuerza de Bazaine todavía estaba atrapada en la ciudad de Metz, sitiada por doscientos mil soldados prusianos.

Vaya un papel para la mitad del Ejército francés. Del resto, el instinto de MacMahon le había indicado que permaneciese cerca de París y que ofreciese protección a la capital, pero la presión popular, producida por parisinos furiosos ante la violación de su preciosa patrie, le había impulsado a adoptar un curso más agresivo; y se había dirigido hacia Metz con la esperanza de unirse a Bazaine.

Los alemanes que rodeaban Metz, mandados por el astuto Moltke, habían dividido sus fuerzas. Bazaine se había quedado atrapado mientras que el resto de los prusianos se dirigía al encuentro de MacMahon. Las fuerzas de MacMahon, agotadas por la difícil marcha, habían sido rodeadas por los prusianos en Sedan. El propio MacMahon había resultado herido y la línea de mando francesa se había paralizado.

El Ejército estaba aniquilado. Los franceses permitieron que cien mil hombres y no menos de cuatrocientos cañones cayesen en manos prusianas.

El Segundo Imperio francés cayó en el caos. El mismo Napoleón III se había rendido a los prusianos, y en la capital había surgido el Gobierno de Defensa Nacional bajo el control del gobernador de París, general Trochu. Y mientras tanto, dos fuerzas prusianas avanzaban hacia París.

Cuando habíamos aterrizado en el campo de Kent, París, que sesenta años antes había sido la capital de la Europa de Bonaparte, se encontraba bajo el asalto prusiano. La única esperanza parecía ser Bazaine, pero seguía atrapado en Metz, y los rumores en Londres decían que se le agotaban los suministros. Mientras, los prusianos estaban evidentemente contentos como castañuelas, y se hablaba mucho de los planes del káiser Guillermo para recorrer en procesión las calles de París.

Dejé el último periódico con manos temblorosas.

—Buen Dios, Traveller. ¡Qué semanas tan asombrosas nos hemos perdido! Seguro que esta humillación a Francia quedará grabada en la mente de todos los franceses durante generaciones. Ya son un grupo bastante excitable, miré a Bourne como ejemplo. Está claro que sólo el estado de guerra puede existir entre los franceses y sus primos alemanes en el futuro.

—Quizá. —Traveller se recostó en la silla de baño, con las delgadas manos entrecruzadas sobre el albornoz que le cubría el vientre, y miró sin ver por las ventanas sucias de la granja. Con la luz del sol iluminando los mechones de pelo blanco que le salían de la cabeza, tenía un aspecto tan frágil y viejo como el que recordaba en aquel terrible momento cuando parecía que ni siquiera la Luna podría salvarnos—. Pero no es «el futuro» lo que me preocupa, Ned; es el aquí y ahora.

—¿Qué le preocupa, señor?

Con un rastro de su vieja irritación, me espetó:

—Piénselo, muchacho; se supone que es usted un diplomático. Los prusianos han derribado Francia. Está claro que ni siquiera el astuto zorro Bismarck había previsto ganancias tan asombrosas… y además de su objetivo principal.

—¿Qué es?

—¿No es evidente? —Me estudió cansado—. La unificación de Alemania, por supuesto. ¿Qué mejor forma de obligar y forzar a los estados alemanes a formar una unión política que enfrentarlos a un enemigo común? Y qué mejor que la Francia nada querida de Robespierre y Bonaparte. Predigo que veremos la proclamación de una nueva Alemania antes de que termine el año. Pero claro, será poco más que un Imperio prusiano algo mayor, porque si esos príncipes bávaros creen que Bismarck, con toda su pompa y triunfo, va a permitirles tener voto en los asuntos de la nueva entidad, se van a encontrar con una sorpresa.

Asentí pensativo.

—Así que el Equilibro de Poder está roto; ese equilibrio que ha perdurado desde el Congreso de Viena…

—Un equilibrio que Gran Bretaña ha luchado para preservar desde entonces. —Tamborileó con los dedos sobre la mesa—. Seamos francos, Ned. Al Gobierno británico no le importa un pepino si los prusianos arrasan Paris; porque los franceses, para las mentes británicas, están poseídos por los demonios gemelos de la revolución y el expansionismo militar. Y esos absurdos ataques de los francotiradores contra objetivos económicos británicos, como el viejo Príncipe Alberto, no son muy agradables.

»Pero el desarrollo de una nueva Alemania sería recibido con temor en Whitehall. Porque hace tiempo que uno de los objetivos de la política exterior británica es que no hubiese ningún poder dominante en la Europa central.

Fruncí el ceño, y me sorprendió el cinismo que demostraba ante las metas británicas… porque estaba claro que había que alabar el mantenimiento de un acuerdo pacífico.

—Dígame de qué tiene miedo, señor —dije directamente.

Los dedos huesudos tamborilearon con más fuerza.

—Ned, hasta ahora los británicos han permanecido fuera de esta maldita guerra de Bismarck; y muy bien. Pero ¿cuánto tiempo pasará antes de que los intereses británicos se vean amenazados por el surgimiento de Alemania y se vean forzados a intervenir?

Lo medité.

—Pero el Ejército británico, aunque sea el mejor del mundo, no está bien equipado para un conflicto largo en Europa central. Ni nunca lo ha estado. Y además, muchas de nuestras tropas y oficiales, están esparcidos por el mundo al servicio de Su Majestad en las colonias. Seguro que el señor Gladstone no nos implicaría en una aventura extranjera en la que no hay posibilidades de que tengamos éxito.

—Gladstone. El viejo Ojos Alegres[1] —rió sin humor—. Siempre he creído que Gladstone es un patán pomposo, y para nada está a la altura de Disraeli en astucia e inteligencia. Evidentemente, la reforma de 1867 hubiese sido un desastre para el país… ¿ Quién sabe qué daños hubiese podido causar? Se le hubiese negado a la industria su derecho a dar su opinión en los asuntos de estado… ¡quizá todavía tendríamos la absurda situación de Londres como capital! Qué idea tan ridícula. Así que quizás esté bien que Dizzy se retirase, magullado, de la política, para concentrarse en sus extrañas aventuras literarias… pero aun así, uno echa de menos el carisma de ese hombre.

»Pero quizá sea una bendición que en esta ocasión suframos a Ojos Alegres; porque, como ha dicho usted, él y su banda de cobardes whigs serán renuentes a implicarnos en una aventura absurda… Y si los rumores son ciertos, está más interesado en aventurarse en el Soho que en Sedan.

Reí a carcajadas por esa salida irrespetuosa.

Traveller siguió hablando.

—Así que puede que Gladstone no nos embarque en una guerra europea. Pero… tiene otras opciones.

—¿Qué quiere decir, sir Josiah?

Se inclinó hacia delante, con los brazos doblados sobre la mesa.

—Ned, recordará las experiencias de su hermano en la guerra de Crimea.

Por un momento, esas palabras tenebrosas, pronunciadas sepulcralmente en mitad de aquella brillante mañana campestre, no tuvieron sentido para mí; y luego, en un súbito instante, comprendí.

—Buen Dios, Traveller.

Estaba, por supuesto, sugiriendo que el Ejército británico volvería a emplear armas de antihielo; y en esta ocasión, no en una lejana península de extraño nombre en el sur de Rusia, sino en el mismo corazón de Europa.

Busqué en su rostro alguna señal de que mi interpretación era equivocada; pero todo lo que vi en aquellos rasgos largos y sombríos fue un miedo terrible, acompañado de una furia inmensa. Dijo:

—Las armas de antihielo podrían reducir el Ejército prusiano en minutos. Y Gladstone lo sabe. Está claro que Bismarck ha apostado a la falta de voluntad de los británicos para inmiscuirse en las disputas europeas… pero la presión sobre Gladstone para que use esa ventaja extraordinaria debe crecer día a día.

Vi cómo el miedo y la furia luchaban en los ojos de Traveller, y me imaginé a ese hombre brusco pero fundamentalmente amable obligado a trabajar de nuevo en armas de guerra. En un impulso le agarré la manga.

—Traveller, nos ha llevado a la Luna y nos ha traído de vuelta. Tiene una fortaleza inmensa; tengo plena confianza en que no permitirá que su genio se emplee de esa forma.

Pero el miedo permanecía; y Traveller agarró nuevamente los periódicos, como si buscase alguna chispa de esperanza en aquellas palabras gastadas.


Nuestro idilio no iba a durar más que unos minutos más allá del final de la conversación. El primer puño en pegar contra la puerta de los Lubbock fue el del alcalde de la ciudad más cercana —cuyo nombre ni siquiera conocíamos entonces— y, mientras estudiaba la complexión corpulenta y manchada de barro y la sonrisa vacía del caballero, comprendí, con un salto del corazón que me tomó por sorpresa, que realmente estaba en casa.

Nos sacaron de aquel rincón de Kent. Nos dieron poco tiempo para decirnos adiós; lo que quizás estuvo bien, porque sentía un vínculo sorprendentemente fuerte con mis compañeros de viaje. No iría tan lejos como para decir que sentía nostalgia de aquellas largas semanas atrapados en la Faetón, pero me sentía muy expuesto sin tener cerca a mis compañeros.

Traveller pronto se instaló en una posada agradable cerca del campo de los Lubbock, donde permanecía su preciada Faetón, y se entregó a llevar la nave a su laboratorio en Surrey. El fiel Pocket rogó por, y consiguió, unos días de permiso para visitar a sus queridos nietos y para garantizarles que seguía vivo; luego, como siempre, regresó al trabajo, sirviendo determinado y tranquilo las necesidades de su empleador.

Y en cuanto a Bourne, se le sacó de Kent sin ceremonia bajo arresto, y pronto desapareció en las complejidades de las leyes internacionales. La confusión del caso de sabotaje presentado por los británicos, la petición de extradición emitida por los belgas, y las protestas presentadas por el hostigado gobierno francés —sin mencionar las dificultades prácticas de comunicarse con esa entidad nebulosa— conspiraban entre sí para hacer que el desdichado Bourne sufriese una larga prisión incluso antes de llegar a juicio.

Holden, tan pronto como pudo, se dirigió a Manchester, insistiendo en que no revelásemos detalles de nuestra aventura a cualquier otro periodista. Era gracioso ver cómo su forma generosa. reducida al estado de un saco de patatas llevado sobre ruedas en una silla de baño, se llenaba de emoción a medida que el tamaño de la historia que debía contar —y los honorarios posteriores que ganaría— crecía en su mente de escritorzuelo. Era como si uno pudiese ver cómo le picaban los dedos.

Aun así, el relato de Holden, cuando apareció en la prensa de Manchester unos días después, estaba muy cerca de hacer justicia a la aventura. Leí la prosa bastante espeluznante y debo admitir algunos estremecimientos de terror cuando se dedicaba a evocar mi paseo por el vacío y (cómo la exageró) mi batalla con los monstruos de roca de la Luna. El artículo en el Manchester Guardian estaba muy bien ilustrado por litografías de diversas escenas del relato, y estaba encabezado por una reproducción de la famosa fotografía que Holden había tomado del desafortunado modelo del crucero de Brunel y de mí mismo.

Mi única desilusión fue con el poco compasivo retrato que Holden hacía de Traveller. El periodista se centraba demasiado en las simpatías casi anarquistas de Traveller en una forma que produjo comentarios adversos sobre el ingeniero, incluso en aquel momento de mayor fama. Yo aproveché la oportunidad de leer más ampliamente a los diversos pensadores anarquistas, olvidándome de los locos insurreccionistas como Bakunin, y concentrándome en los pensadores más profundos como Proudhon, que declaraba que el deseo de propiedad y poder político servía sólo para estimular el elemento violento e irracional del ser humano.

Evidentemente, pensé, la situación actual en Europa es prueba suficiente de la tesis de Proudhon, y lamenté la deslealtad de Holden.

En todo caso, gracias al relato de Holden, me hice famoso durante un tiempo.

Regresé a la comodidad de la casa de mis padres en Sussex; mi familia estaba excesivamente feliz de verme entero y con buena salud. Sufrí una emotiva reunión con mi hermano Hedley; el rostro lleno de cicatrices se doblaba de placer mientras yo describía a Josiah Traveller, quien se había convertido en algo cercano a una fascinacion para Hedley desde su encuentro unilateral en Crimea, Mis amigos de Londres, varios de los cuales me visitaron, me animaron a realizar una reentrada dramática en sociedad, con todo lo posible para capitalizar mi situación heroica. Miré sus caras, que me parecían asombrosamente jóvenes y alegres, y decliné las invitaciones -no por un poco característico ataque de modestia, en serio, porque hubiese disfrutado mucho de la atención admirada de las bellezas de la temporada mientras yo describía lo terrible de mi aventura, sino por una persistente sensación de aislamiento-. Y además, mis sentimientos confusos hacia Françoise eran en mi interior una tormenta que no amainaba.

Daba largos y solitarios paseos por los bosques cercanos a la casa de mis padres, explorando esos extraños sentimientos. Era casi como si habiéndome limpiado el polvo de la Tierra de las botas, me sintiese incapaz de volver con todo el corazón a la sociedad humana. Y descubrí que echaba de menos más y más la compañía de mis compañeros de antaño.

Observé cómo los colores del otoño se extendían por los árboles, y me pregunté qué aspecto tendrían desde el espacio.

Me prometí que me sumergiría en el mundo de los hombres tan pronto como pasase mi momento de fama; y vaya si pasó… aunque no por razones agradables. Porque a medida que se alargaban las noches del invierno, así aumentaba la desesperación de los franceses.

Los prusianos mantenían su muro de hombres y cañones alrededor de París y Metz. En la prensa de Manchester aparecían constantemente relatos sobre el hambre recorriendo las calles de la capital francesa, y algunos informes algo más fiables sobre cómo las tropas del mariscal Bazaine, en Metz, languidecían en el barro, y eran cada vez mas incapaces de defenderse a sí mismas, y menos aún de liberar París.

Repasaba los periódicos con mórbida e interminable fascinación, y los editorialistas describían las posibilidades y peligros a los que se enfrentaban Gladstone y su gobierno. Ningún hombre civilizado, todo el mundo estaba de acuerdo, desearía volver a ver el antihielo como arma de guerra. Pero sin duda el Equilibrio de Poder se enfrentaba a su prueba más importante, parecía haber un sentimiento creciente a favor de algún tipo de intervención antes de que se perdiese definitivamente esa preciosa y venerable garantía de paz en Europa.

Contra eso estaban los que, recordando a Bonaparte, no tenían deseos de interceder a favor de los franceses sitiados. Y en el otro extremo los Hijos de la Gascuña y sus simpatizantes eran cada vez más escandalosos en sus exigencias de que Gran Bretaña usase su evidente poder, no sólo para restaurar la paz, sino para imponer orden entre las facciones en guerra de Europa. La influencia de esos caballeros severos en el debate parecía ir en aumento; incluso se rumoreaba que el mismo Rey sentía simpatía por ese punto de vista.

La lectura de esas cosas deprimentes me recordó mis conversaciones con Bourne en la Faetón. Ya no me sentía atado por esos argumentos, como antes de mi aventura; ahora veía con un nuevo distanciamiento cómo ese debate nacional se guía la pauta de los desvaríos de una mente trastornada, que busca imponer sus miedos y demonios interiores en aquellos que le rodean.

Por fin, a finales de octubre, llegaron noticias de que las fuerzas de Bazaine en Metz —mojadas, muertas de hambre y desmoralizadas— habían capitulado; en esa ocasión los incontrolados prusianos apresaron mil cuatrocientos cañones y más de ciento setenta mil hombres. Aunque las fuerzas francesas luchaban en diversas partes del país, en Manchester el consenso era que ya había llegado el momento decisivo de la guerra; que los prusianos, victoriosos en el campo de batalla, recorrerían pronto las calles castigadas de París… y si Gran Bretaña iba a intervenir en alguna ocasión en aquella lucha por el futuro de Europa, ahora era el momento.

El clamor de la prensa, exigiendo acciones a Gladstone, crecía hasta casi convertírse en un grito silencioso a mi alrededor, y sentí que ya no podía aguantar la tensión.

Sólo conocía una forma de resolver esos sentimientos; preparé una bolsa, me despedí apresuradamente de mis padres, y mi dirigí por medio de tren ligero y de vapor al hogar de Josiah Traveller.

Caminé las últimas millas hasta la casa de Traveller. No lejos de Farnham, el lugar estaba montado alrededor de una casa de campo reconvertida, y no hubiese llamado la atención… excepto por una forma gigantesca como de unos treinta pies de alto plantada en la parte de atrás de la casa, con su gran estructura de aluminio cubierta por lonas cosidas. Era, por supuesto, la Faetón; y al ver el mágico carruaje alzándose sobre el paisaje aburrido, sentí cómo se me levantaba el corazón.

Salí de un seto para llegar a la casa de Traveller… y allí, en la puerta principal, había un carruaje espléndido de buena madera pulida. Comprendí inmediatamente que ese día no era el único visitante de sir Josiah.

Pocket recibió mi llegada inesperada con un entusiasmo tremendo; incluso me pidió permiso para darme la mano. El sirviente se comportaba con seguridad y dinamismo ahora que estaba en tierra firme, y me dijo:

—Estoy seguro de que a sir Josiah le alegrará verle, pero por el momento tiene un visitante. Mientras tanto, ¿puedo ofrecerle una taza de té; y quizá desea ver las instalaciones, señor?

No me ofreció la identidad del «visitante», y no le pregunté.

Mientras bebía el té dije:

—Tengo que ser honrado con usted, Pocket. No tengo muy claro por qué he venido…

Sonrió con sorprendente sabiduría, y dijo:

—No tiene que explicarse, señor. En estos tiempos turbulentos, estoy seguro de que puedo hablar por sir Josiah al afirmar que esta casa es su hogar. Al igual que lo fue la Faetón.

Se me subieron los colores.

—Sabe, Pocket, ha dado en el clavo… Gracias.

No pudiendo confiar en mí mismo para seguir hablando me concentré en el té.

La casa en sí era sorprendentemente pequeña y sombría. Su principal característica era un invernadero que daba al sur y que Traveller había convertido en un extenso laboratorio. También había un granero empleado en las grandes construcciones. Los edificios estaban rodeados por varios acres de tierra. En aquellos campos escabrosos no crecía nada, y en varios puntos podían verse dramáticas quemaduras donde se habían producido pruebas de cohetes, lanzamientos, e incluso explosiones.

El invernadero era una gran construcción, con una estructura de grácil hierro forjado pintado de blanco que daba al lugar una sensación de ligereza; bajo la luz suave yacían diversas máquinas y herramientas como plantas extrañas. El laboratorio tenía una disposición similar a un taller de laminado; un torno de vapor en el techo movía, por medio de correas de cuero, varias máquinas de manipulado de metales, y en los bancos alrededor del laboratorio había tornos mas pequeños, y estampadoras de metal, prensas, equipos de soldadura de acetileno y tornillos de banco. Los frutos de esas herramientas estaban por todas partes y algunos de ellos me eran familiares por mi estancia en la Faetón. Pocket señaló a una tobera de cohete, por ejemplo, que relucía bajo la luz del débil sol de otoño, con la boca hacia arriba como una flor imposible.

—¿Y qué hay de la Faetón? —le pregunté a Pocket.

—Fue un trabajo endemoniado traer a la chica a casa desde los campos de ese granjero de Kent. Tuvimos que llevar una grúa de vapor allá para acostarla, puede creerlo; y durante todo el tiempo ese desdichado Lubbock protestaba por los surcos que abríamos en sus preciosos campos.

Me reí.

—No puede reprochárselo al pobre hombre. Después de todo, no pidió que le cayésemos encima de forma tan extraordinaria.

—Y en cuanto a la muchacha, sir Josiah dice que le ha ido extraordinariamente bien, considerando lo que ha sufrido; una aventura para la que, por supuesto, no se la había diseñado.

—¿ Quién de nosotros lo estaba?

—Al final, sorprendentemente sufrió muy pocos daños. Una pata de apoyo doblada, una tobera golpeada, un puñado de rasguños y hasta quemaduras, una o dos bombas usadas más allá del límite… debo añadir, que en gran parte el mérito es suyo, señor.

Salimos del invernadero y caminamos por el aire fresco, y volvimos a dirigirnos una vez más a la casa.

—¿Podrá volar de nuevo? —pregunté.

—Podría, pero creo que no lo hará, señor. Sir Josiah la ha cargado de combustible, para poder probar los motores, y ha pasado mucho tiempo reparándola, pero creo que siente que la nave ya ha cumplido. Tiene la cabeza llena de ideas para una segunda Faetón, más brillante y poderosa que la primera; creo que planea convertir la original en una especie de monumento a la nave misma.

—Y debería hacerlo —dije.

Pocket se detuvo y miró directamente al frente.

—Bien —siguió hablando en voz más baja—, sólo espero que se le permita poner en práctica esas ideas.

Sorprendido por el tono, me volví para ver a dónde miraba.

Frente a la puerta vi la figura familiar de Traveller, con su chistera tan incongruente y desafiante sobre la cabeza. Vi que estaba despidiéndose de su anterior visitante. El otro hombre, que ahora subía al carruaje, era de hombros anchos, de unos sesenta años, y su rostro me resultaba insistentemente familiar; estudié el pelo gris que recorría la cabeza, las grandes patillas blancas, los ojos bastante inanimados, la boca doblada y austera colocada sobre una cara como la luna…

—Buen Dios —le susurré a Pocket—. ¡Es el mismísimo Gladstone!

El primer ministro se despidió de Traveller; con un movimiento del látigo del conductor el carruaje se puso en marcha. Traveller recorrió lentamente un costado de la casa, estudiando ausente la hiedra que crecía sobre los ladrillos. Me hubiese acercado a él, pero Pocket me agarró la manga con firmeza, indicándome que no; y esperamos a que sir Josiah nos alcanzase a su ritmo.

Finalmente estuvo frente a nosotros. Enderezó los hombros, se colocó el sombrero con más corrección en el centro del cráneo, y se puso las manos en la espalda; la nariz de platino lanzaba destellos bajo la débil luz solar de noviembre.

—Bien, Ned —dijo, con una voz tan débil como el sol—. Le oí llegar. Me disculpo por mi… preocupación.

Le pregunté sin preámbulos:

—Ése era el primer ministro, ¿no?

—Debe abandonar su hábito de afirmar lo evidente, Ned —me reprochó; pero su tono era de distracción.

—He oído lo de la caída de Bazaine, en Metz.

—Sí. —Me miró cuidadosamente—. Eso salía en los periódicos. Pero también tengo noticias del Príncipe Alberto.

De pronto se me llenó la cabeza con imágenes de Françoise; y grité:

—¿Qué noticias? Cuéntemelas.

—Ned… —Me agarró el brazo—. El Príncipe Alberto ha sido convertido en vehículo de guerra. Los saboteadores franceses, los… —Buscó la palabra.

—Los francotiradores.

—Lo controlan, han instalado un cañón, y lo han convertido en un gigantesco castillo móvil. Y lo llevan hacia Paris, donde planean enfrentarse a los prusianos que sitian la ciudad. Ned, es una locura. El Príncipe Alberto es una nave de pasajeros, no un buque de guerra. Un disparo de cañón certero y estaría acabado para…

Las imágenes conjuradas por esas palabras eran tan fantásticas que me resultó casi imposible comprender la cadena de razonamiento.

—¿Y los pasajeros? ¿Qué hay de ellos?

—Nada.

Hablé con algo de crueldad:

—¿Y qué importancia tiene todo esto? El primer ministro de Gran Bretaña no hace visitas en persona para dar noticias, por muy dramáticas que sean, sir Josiah.

—No, claro que no. —Apartó los ojos de los míos, y adoptó el aspecto tenso y acorralado que había visto en la granja de Lubbock—. Las noticias sobre el Príncipe Alberto eran la forma en que Ojos Alegres pretendía ganarse mi simpatía. Creo que esperaba relacionar, en mi mente, la guerra europea con mis propios esfuerzos.

»El Gobierno ha llegado al momento de la decisión. Metz ya ha caído; pero París aguanta, contra toda razón, incluso al coste de matar de hambre a sus propios ciudadanos. Mientras tanto, los prusianos se sienten más grandiosos y belicosos. Hay pocas expectativas de un acuerdo justo en esta guerra; y el gobierno lamenta bastante que los europeos ya no puedan luchar una guerra como caballeros, terminándola según las reglas. —Negó con la cabeza—. Gladstone dice que Europa podría caer en un caos terminal durante una generación, si Gran Bretaña no interviene. Eso dice él, pero por supuesto no cree tal cosa. Como es habitual, Gran Bretaña persigue sus propios fines, y Gladstone diría cualquier cosa para ganarse mi cooperación. Pero… pero, ¿y si hay algo de verdad en lo que dice? ¿Qué derecho tengo a resistirme a la marea de la historia? —Se llevó la mano a la frente, echando atrás el sombrero, y agitó la cabeza.

Le agarré el brazo.

—Sir Josiah, ¿le ha pedido que vuelva a crear las armas de antihielo de la campaña de Crimea?

—No. No, Ned; quieren armas nuevas… Tienen ideas que ni creería. ¿Cómo pueden seres humanos, hombres como usted y yo, caminar por ahí con la cabeza llena con esos pensamientos?… Y dicen que si no coopero retirarán sus inversiones —rió con amargura—. Que ya eran bastante precarias. Me echarán de mi hogar, destruirán mi acceso al antihielo; y se preparará un equipo de hombres menores para que hagan el trabajo en mi lugar.

Miré fijamente a su rostro largo y torturado, y recordé el análisis de Holden sobre la falta de perspicacia económica de aquel hombre. ¿Era aquél el talón de Aquiles del gran ingeniero, el defecto que provocaría finalmente la ruina de su trabajo… al igual que había destruido, al final, los planes de su héroe Brunel?

Esperaba que Traveller no aceptase los planes obscenos del Gobierno, pero tenía la incertidumbre en el rostro, y lo que dijo a continuación me desalentó.

—Gladstone es un tonto y un tenorio, sin duda; pero también es un político, Ned; ¡y ha plantado una duda en mi mente! Porque si construyo esos dispositivos, quizá realmente pueda hacerlos, digamos, «científicos» en su eficacia. Pero si hombres menores empiezan a jugar con ellos podríamos enfrentarnos a desastres a una escala jamás vista. —El rostro era sincero y estaba lleno de dolor—. Dígame, Ned. ¿Qué debo hacer?… Me temo que tengo que cooperar con ellos, por temor a la alternativa…

—En el nombre de Dios, Traveller, ¿qué quieren que construya?

Dejó caer la cabeza como si estuviese avergonzado.

—Naves de cohetes. Como versiones más pequeñas de la Faetón. Pero no las conduciría un piloto humano; en su lugar, una adaptación de mi mesa de navegación, con su sistema de guía giroscópico, serviría para dirigir el cohete hasta el punto de aterrizaje.

Estaba perplejo.

—¿Pero qué propósito tendría esa Faetón no tripulada? ¿Qué saldría de ella después de aterrizar? —me pregunte vagamente si llevaría munición o comida para los parisinos sitiados, pero Traveller movía la cabeza.

—No, Ned; no lo entiende. Y no se lo reprocho, porque se necesita una imaginación de una maldad especial.

»La nave de cohetes no aterriza. Se le permite que choque contra el suelo, al igual que un proyectil de artillería. Al hacerlo, estalla un Dewar de antihielo; el antihielo se extiende al calor de la tierra, y se produce una explosión monstruosa.

Extendió los brazos y giró como si estuviese borracho.

—Tiene que admitir que la idea tiene cierta grandeza —dijo—. Desde mi propio jardín, aquí mismo, podría lanzar un proyectil que cruzaría el Canal, hasta París, y caería sobre los orgullosos prusianos como un martillo…

—¡No!

Traveller y Pocket me miraron.

Miles de emociones recorrían mi pobre corazón. Las imágenes conflictivas de Françoise luchaban en mi interior: el dulce rostro que se había convertido, durante nuestro peligroso viaje alrededor de la Luna, en un talismán para mi, un símbolo de esperanza y futuro, al que regresaría; pero por debajo, en el espacio subyacente del dulce rostro, se encontraba el espectro del francotirador, un tótem de todos aquellos que desencadenarían la guerra y la muerte sobre el cuenco frágil de la Tierra que había observado desde el aire.

¡Cómo reproducía mi mente esas percepciones! ¡Y cómo me había alejado del muchacho simple que había subido a la Faetón apenas tres meses antes!

Descubrí que tenía decidido mis pasos.

Apenas había pasado un segundo desde mi única sílaba de protesta. Sin pensarlo más, giré sobre mis talones y corrí hacia la forma cubierta de la Faetón. Oí cómo Traveller me llamaba y corría detrás de mí, pero la nave llenaba toda mi atención.

Tenía que llegar a París —tenia que encararme con Françoise, salvarla si podía, desviar las bombas británicas— y para hacerlo tenia que viajar de la forma más rápida posible… ¡a los controles de la Faetón!

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