1 EN LA GRAN EXPOSICIÓN

Fue en la inauguración de la Nueva Gran Exposición, el 18 de julio de 1870, donde me encontré por primera vez en persona con el famoso ingeniero Josiah Traveller, aunque había crecido con el relato de mi hermano Hedley del terror acarreado por el antihielo de Traveller en la campaña de Crimea. Nuestro primer encuentro fue muy breve y quedó enmascarado en mi mente por las maravillas de la Catedral de Cristal y todo lo que contenía —por no mencionar el rostro de una tal Françoise Michelet— pero, sin embargo, la cadena de eventos iniciada por ese primer encuentro casual llevaría de eslabón en eslabón a una aventura asombrosa que me elevaría por encima de la misma estratosfera; y que me hundiría finalmente en las profundidades de un infierno provocado por el hombre en Orléans.

En ese año culminante de 1870 yo era agregado subalterno del Foreign Office. Mi padre, desesperado por mi poco carácter y aún más reducido intelecto, había estado dispuesto a encontrar un puesto en el que pudiese realizar un significativo servicio al país. Sospecho que jugó con la idea de adquirir una comisión para mí en uno u otro servicio militar; pero, advertido como estaba por las experiencias de Hedley en Crimea, se había decidido en contra de ese curso de acción. Además, yo siempre había demostrado facilidad para los idiomas, y padre imaginaba vagamente que eso podría ser útil en puestos de ultramar (se equivocaba, por supuesto; el inglés sigue siendo la lengua común del mundo civilizado).

Y así me convertí en diplomático.

Deben imaginarme entonces, a los veintitrés años de edad, en algún lugar por debajo del primer escalón de la gran Escalera de la Diplomacia. Medía cinco pies y diez pulgadas, tenía complexión esbelta, pelo rubio e iba bien afeitado; una apariencia aceptable, si puedo decirlo, aunque no demasiado brillante. No hacía mucho que había salido de la universidad pero ya estaba aburrido de mi trabajo, que consistía en su mayor parte en mover papeles en una pequeña oficina en el fondo de Whitehall (había deseado un destino en la capital, Manchester, pero pronto había descubierto que Londres seguía siendo el centro administrativo del Imperio, a pesar de su reducido estatus nacional). ¡Cómo había esperado con ansia mi primer destino en ultramar! Mientras miraba distraído al papel secante, caminaba frente a los palacios enjoyados de los príncipes de Raj, me enfrentaba a los indios salvajes de Canadá armado sólo con notas del Tesoro y clips de cocodrilo, y mi taza de té era una goleta en la que navegaba a las órdenes de Cook hacia los brazos morenos de doncellas de los Mares del Sur.

Con todo eso para hacer durante el día, no completaba demasiados trabajos; y el señor Spiers, mi superior, empezó pronto a mostrar una presión de vapor peligrosamente alta.

Por tanto, me sentí más que feliz cuando mi facilidad para las lenguas me proporcionó una misión para asistir a la inauguración de la Nueva Gran Exposición.

Spiers apareció sobre mi escritorio manchado de tinta, las temblorosas mejillas hinchadas por la ginebra y el triste bigote de morsa colgándole sobre la boca.

—Serás el asistente de la delegación prusiana —dijo—. El viejo Bismarck en persona asistirá, o eso me han dicho.

Podía sentir un murmullo de envidia entre los compañeros de fatigas. Codearse con el príncipe Otto von Schönhausen.

Bismark, el Canciller de Hierro de Prusia, quien ni cuatro años antes le había dado a los ejércitos del viejo Franz Joseph de Austria un buen repaso en menos de dos meses… Spiers dijo:

—Los prusianos viajarán en tren ligero hasta los puertos belgas, y luego por correo rápido hasta Dover. Estarás en la delegación que los recibirá en tierra.

—Sí, ¿por qué una ruta tan complicada? El tren ligero desde Calais es mucho más rápido…

Puso los ojos en blanco.

—Vicars, siempre que pienso que te he subestimado, lo vuelves a hacer. Por la situación entre Prusia y Francia, muchacho. ¿No lees los periódicos? Por Dios, no hables con Bismark o comenzarás otra maldita guerra…

Y continuó con comentarios de ese estilo.

En cualquier caso, ordené mi mesa con el corazón ligero y me encaminé a Dover. La delegación prusiana viajó desde ese puerto por tren ligero hasta Londres; la compañía de ferrocarriles había dispuesto un vagón especialmente decorado con las armas del rey Guillermo de Prusia, y el águila prusiana volaba en gallardetes en cada esquina. ¡Debíamos formar un buen espectáculo al recorrer nuestro único raíl a cincuenta millas por hora y a cien pies por encima de la campiña de Kent!

La delegación cenó en la embajada imperial en la plaza de St. James, y también fue un gran espectáculo. La docena de prusianos en uniformes de gala, con los pechos brillantes por las medallas, parecían una fila de pavos reales avejentados. Con mi nueva faja, el más joven de la delegación y sin medallas, me sentí sin habla; pero en cuanto el vino y otros licores ejecutaron su magia mi espíritu pareció expandirse para llenar el espacio ornamentado del comedor de Su Excelencia. Jugué con la cubertería de plata y saboreé el aroma de un brandy embotellado antes de que Napoleón fuese un muchacho, y mi mundo de las mesas manchadas de tinta parecía tan lejano como la Pequeña Luna. Al fin, me decía, sabía por qué me, había unido al servicio diplomático.

Mientras la noche se acababa, el mismo Bismarck acabó tomándome aprecio. Otto von Bismarck era un caballero rotundo, como un abuelo; y para él yo era «Herr Vicars, mi amable anfitrión». Yo sonreía con ojos vidriosos y buscaba temas de conversación. Bismarck comía vorazmente, pero sólo bebía una cerveza germánica de terrible olor que venía en una jarra con una enorme tapa; yo suponía que filtraba los peores elementos de la cerveza por medio de su impresionante bigote. La cerveza, me susurró Bismarck en su inglés entrecortado, le ayudaba a olvidar las complejidades de su vida en la corte del rey Guillermo, y a quedarse dormido cada noche.

En la mañana del dieciocho nos levantamos temprano. La Pequeña Luna todavía era visible en el cielo de la mañana, un puño de luz que se movía sin pausa hacia el horizonte. Tomamos el tren ligero de Euston a Manchester Piccadilly, y de allí nos abrimos paso en cabriolé hasta el parque Peel, al norte de la ciudad. Al mediodía, nos habíamos unido a la procesión de dignatarios que se acercaba a las grandes puertas de la Catedral de Cristal que había sido construida en el parque. Incluso Bismarck, Coloso de Europa, se convirtió en otro rostro en la multitud; y me divertía —e impresionaba— ver cómo la redonda mandíbula prusiana caía al acercarnos al nuevo símbolo del ingenio británico.

Como el primer Palacio de Cristal —que había sido edificado en Hyde Park para la Gran Exposición de 1851— la catedral era un monumento de hierro y cristal diseñado por sir John Paxton. Distribuido en el estilo gótico cruciforme, sus paredes se elevaban sobre nosotros bajo la luz del sol de julio que se reflejaba en miles de placas de vidrio. Una conexión de tren ligero venía del este sobre fáciles pilones y entraba en el edificio por medio de un portal arqueado a unos cien pies del suelo. Sobre la entrada de la Catedral había una aguja de quinientos pies de alto; la distante punta, que mostraba una agitada bandera británica, parecía rozar las nubes.

Apenas escuché el murmullo continuado de mis colegas mientras explicaban la exposición a la sorprendida delegación prusiana.

—Con más de cincuenta acres de vidrio, el doble que el Palacio de Cristal del 51, y con cien mil compañías en exhibición (el doble que París en 1867) esta feria será realmente una exposición de las obras industriales de todas las naciones; además de ser una celebración adecuada de la nueva situación de Manchester; Manchester y el norte de Inglaterra, taller y capital de Gran Bretaña y el Imperio… los organizadores esperan un total de diez millones de visitantes; cien mil sólo el primer día…

Entramos en el edificio. Me quedé bajo el vasto y silencioso espacio: el techo de vidrio parecía estar tan alto que parecía que podrían formarse nubes bajo él, y el armazón de hierro de la construcción de sir Joseph parecía demasiado ligero, claramente incapaz de soportar el peso de tanto vidrio. La impresión total era la de un inmenso invernadero, pero sin el calor que cabía esperar; de hecho, el aire en el interior del edificio era agradablemente fresco, gracias a veinte grandes ventiladores colocados en lo alto de las paredes y propulsados, se me dio a entender, por turbinas de antihielo.

El murmullo de voces emocionadas que cubría el edificio parecía confinado a unos pocos metros de atmósfera justo por encima de mi cabeza, como si el vasto volumen de aire redujese las actividades humanas a lo insignificante. La conexión de tren ligero recorría el gran espacio sin ningún medio visible de apoyo, terminando en una pequeña plataforma construida en el interior de la pared; una escalera mecánica llevaba a los pasajeros de la plataforma al suelo.

Se había construido una tarima alta en el otro extremo del edificio; y exhibía un conjunto de caballeros de aspecto distinguido con levitas y sombreros de copa… sin mencionar una orquesta completa y miles de cantantes de coro. Reyes, cancilleres y presidentes formaron mansamente en filas frente a la tarima. Guié a mi expedición de prusianos a las posiciones marcadas con cintas rojas sostenidas por apoyos de bronce. Permanecí en mi lugar pacientemente, con las manos enguantadas cruzadas frente a mí; y mirando hacia abajo, me asombré al comprobar que todo el suelo de la catedral estaba cubierto de una gruesa alfombra roja.

—Es ciertamente una ocasión muy cara.

Miré a mi derecha, sorprendido… y me encontré mirando a un par de ojos femeninos, azules como el hielo y de agudo humor, engarzados en un rostro de porcelana china.

Ensayé una respuesta entrecortada.

—Perdóneme —me dijo tolerante—. Le pillé mirando a la alfombra extensa. Yo también me sentía impresionada —me sonrió y fue como si hubiese salido el sol. Mi nueva interlocutora tenía quizás unos veinticinco años; vestía un elegante vestido de terciopelo azul pálido de delgada cintura que destacaba sus ojos perfectamente; llevaba el pelo negro como la noche en un moño simple, aunque los rizos caían encantadores por los bordes. Alrededor del cuello llevaba una cinta de terciopelo negro, y ese cuello, una escultura en pálida carne, guiaba suavemente mis ojos a zonas de piel cremosa…

Que yo, imbécil de campeonato, miraba imperdonablemente. Era vagamente consciente de un joven más allá de ella, un ejemplar delgado y moreno que me miraba sospechosamente —Perdóneme Vicars —dije al fin— Mi nombre es Vicars; Ned Vicars.

Ella me ofreció una pequeña mano enguantada; la sostuve con suavidad.

—Yo soy Françoise Michelet.

—Ah… —Su acento era ligero pero inconfundible; vocales cortas con la suave entonación de las provincias galaicas del sur, quizá Marsella—. Es francesa, señorita.

—Debería estar en su Foreign Office —dijo con sequedad.

—Lo estoy —contesté como un idiota, y luego sonreí para mí al entender el chiste—. Me temo que estoy aquí a causa de mis obligaciones oficiales.

—Estoy segura de que hay obligaciones más terribles.

—¿Y usted?

—Estrictamente por placer —dijo, la voz ligera y algo aburrida—. Éste es uno de los grandes acontecimientos de la temporada; y pronto me iré a Bélgica para el lanzamiento del Príncipe Alberto. Hay que reconocer que hoy en día los británicos dan buenas fiestas.

—Y si todos los invitados son tan encantadores como usted, estoy seguro de que las molestias valen la pena.

Levantó las cejas ante ese torpe requiebro.

—¿Asistirá usted al lanzamiento del Príncipe Alberto, señor Vicars?

Fruncí el ceño.

—Me temo que mis obligaciones con la delegación de Herr Bismarck me mantendrán ocupado hasta después del lanzamiento. Pero —me apresuré a añadir— quizá podríamos…

Pero no había ninguna posibilidad de seguir hablando con aquella encantadora extranjera; porque, a la señal del repique de un coro de voces que se reflejaba en las paredes de vidrio, la procesión real subía grandiosamente por unos tramos de escaleras hasta la tarima. Su Majestad imperial era una figura elegante de negro, casi perdida entre el escarlata y la plata de los uniformes oficiales. Un poco detrás de Eduardo marchaba Gladstone, el primer ministro, siendo su traje gris una mancha sosa entre el brillo militar.

Se hizo el silencio en el coro, los últimos ecos resonando en las placas de vidrio como aves atrapadas. Luego, el arzobispo de Canterbury se adelantó, con mitra y todo, y nos llamó, con tonos sonoros, a la oración.

Un silencio reverencial descendió sobre la gran multitud.

Entonces el mismo Eduardo se puso en pie. Yo estaba muy lejos en aquel vasto espacio del edificio, pero pude ver cómo se ajustaba los quevedos y se refería a un pequeño libro de notas. Habló en voz baja, pero aun así parecía llenar el enorme salón de vidrio.

Con palabras simples y sin afectación, recordó la primera exposición en 1851 que, como la presente, había tenido el propósito de «unir al gran arte con las grandes habilidades mecánicas», que la primera feria había sido inspirada por el padre de Eduardo, el príncipe consorte Alberto, desde entonces muerto de fiebres tifoideas; y Eduardo señaló lo orgulloso que se hubiese sentido Alberto de ver los acontecimientos de hoy.

Mientras hablaba el Rey, me asaltó una sensación de dislocación. jefes de Estado como Bismarck y Grant permanecían respetuosamente en pie, en el corazón del imperio más poderoso que el mundo hubiese conocido; un imperio cuyas naves dominaban los mares, y cuyas maravillas mecánicas de antihielo unían el globo.

Y, sin embargo, allí estaba un joven delgado de aspecto llano, hablando tranquilamente de su padre perdido.

Su Majestad acabó y se retiró, y el coro se embarcó en el Coro del Aleluya.

Françoise se inclinó hacia mí y me murmuró por entre la música.

—Una actuación bastante contenida para el nuevo Rey.

—¿Cómo dice?

—Se dice que el joven, Eduardo, con su círculo de amigos acomodados como Lipton es una especie de… ¿cuál es la palabra? ¿Un sibarita? Un hedonista tan llano encaja bien con el tipo de hombre con poder hoy en día en su país, me refiero a los industriales, cosa que su madre no pudo hacer nunca.

Respondí algo envarado.

—Victoria abdicó después de la pérdida de su marido, y la súbita retirada de Disraeli hace dos años. Y en lo que se refiere a Eduardo…

Pero sus labios húmedos formaron una deliciosa —pero jocosa— mueca.

—Oh, ¿le he ofendido?… Bien, mis disculpas. Pero Eduardo tiene razón en una cosa: Alberto se hubiese sentido orgulloso de ver esto. Y más orgulloso aún de ver el comportamiento de los ansiosos políticos de su Parlamento.

Su perfume me llenaba la cabeza, y luché por conservar el dominio del habla.

—¿Qué quiere decir, señorita?

Agitó el guante en el aire.

—Françoise, por favor. Sus parlamentarios se opusieron a la primera exposición de Alberto; pero en cuanto vieron lo bien que consiguió sus fines, se echaron unos sobre otros para apoyar eventos posteriores. —Me miró curiosa, y dos pequeñas arrugas aparecieron en su naricita—. Entiende usted el propósito de estas ferias, ¿no, señor Vicars?

—Como dijo Su Majestad, una celebración de…

El guante volvió a agitarse, un poco más impaciente.

—Para promover el comercio, señor Vicars. Su Catedral de Cristal es un vasto escaparate para los productos británicos.

Mientras forzaba mi pequeño cerebro en busca de una forma de continuar la conversación, el acompañante de Françoise le tocó el brazo.

—No debemos retener a tu nuevo amigo, querida. —Su acento era torpe, y fijó la vista en mí con mirada de pez—. Estoy seguro de que tiene obligaciones.

Nos presentamos formalmente —resultó ser un tal Frédéric Bourne, un joven francés aristocrático sin ocupación evidente y nos dimos la mano con aún más rigidez.

Françoise lo observó todo con diversión clínica.

La música había terminado; los asistentes desmontaron las cuerdas, y las filas de dignatarios se separaron. Me volví una vez más hacia Françoise.

—Ha sido un placer conocerla.

—Para mí también —dijo rápidamente en francés—. Al menos me alegró descubrir que no pertenecía a esa delegación de cerdos alemanes.

Esas palabras me sorprendieron.

—Señorita —protesté en su lengua—, tiene usted opiniones fuertes.

—¿Le sorprende? —Levantó una ceja perfecta—. Usted es diplomático, señor; seguro que entiende la importancia del telegrama Ems.

Ese documento era la comidilla de Europa en aquel momento. Se había producido una disputa entre Francia y Prusia por la propuesta del rey Guillermo proponiendo a su pariente, el príncipe Leopoldo Hohenzollern, como candidato al trono de España (que había sido abandonado por la escandalosamente promiscua reina Isabel). Francia, por supuesto, protestó; pero las alegaciones hechas directamente a Guillermo por el embajador francés habían caído en oídos sordos. Ahora los prusianos habían manifestado de forma insultante esas alegaciones en el telegrama Ems.

—Ese documento —dijo la muchacha—, es una afrenta para Francia.

Sonreí, esperaba que indulgentemente.

—Mi querida señorita, temas tan anticuados como la sucesión española apenas tienen sentido en el mundo moderno. Señalé con la mano todas las maravillas que nos rodeaban—. ¡Y éste, señorita, es el mundo moderno!

Ella frunció el ceño.

—¿Sí? No sea paternalista conmigo, señor. Es evidente para todos menos los más ingenuos —me ruboricé— que la candidatura española tiene poco interés intrínseco, pero es un asunto que el taimado Bismarck está empleando para provocar una guerra con Francia.

Me incliné hacia ella y expresé tranquilamente el punto de vista del cuerpo diplomático británico.

—Para ser sincero, señorita, los prusianos son como un chiste, con todos esos gestos —conté con los dedos—. Primero, Francia posee el mejor ejército de Europa. Segundo, vivimos en la Edad de la Razón. Hay un equilibrio de poder que ha permanecido desde el Congreso de Viena, que siguió a la caída de Bonaparte hace más de cincuenta años; y…

Me hizo callar con un gesto.

—Bismarck es un oportunista. No le importa nada el equilibrio; su único motivo es su propia ambición.

Negué con la cabeza.

—¿Pero cómo podría ayudarle una guerra con Francia?

—Eso debe preguntárselo a él, señor Vicars. En lo que a Francia se refiere, seguro que ya sabe que nos hemos movilizado…

Sentí que se me caía la mandíbula, corno a un pez.

—Pero…

Pero el moreno Bourne le volvía a tocar la manga, y ella terminó nuestra conversación con gracia. Me maldije a mí mismo. ¡Haber permitido que aquella visión se manchase con los detalles oscuros de la candidatura de Hohenzollern! ¿En qué estaba pensando?

Le grité:

—Quizá la veré más tarde…

Pero había desaparecido en la multitud que se disolvía.

Los expositores estaban distribuidos alrededor del suelo de la catedral —y en el balcón que recorría las paredes— bajo masivos emblemas que identificaban los países de origen.

Aquellos emblemas estaban construidos con tubos que brillaban con luz eléctrica. Bismarck y su séquito recorrían las muestras con paciencia y humor. Se sintieron particularmente atraídos por los expositores de los Estados Unidos de América. Entre los revólveres Colt, tarrinas de tabaco de mascar, y otras expresiones del carácter americano, había máquinas cosechadoras de la compañía McCormick; las calderas y chimeneas parecían lo suficientemente grandes para un acorazado, y los prusianos se arremolinaron asombrados bajo las hojas de cortar de seis pies de alto.

Un extraño, un hombre bajo con rostro redondo y burlón, se inclinó hacia mi.

—Una yuxtaposición interesante ¿no cree?

—Perdone?

—Aquí, ante los frutos del ingenio anglosajón moderno, tenemos a los avejentados generales del Viejo Mundo; y mientras sus ejércitos se acercan a Francia no dudan en pensar en cómo podrían convertir ese gran arado americano en una espada mecánica.

Me reí.

—Conociendo a esos prusianos, sospecho que tiene usted razón, señor.

Me tendió la mano; la estreché.

—Me llamo George Holden —dijo. Me estudió, mirándome a la cara con una mirada sincera y clara; juzgué que tendría unos cuarenta años, con rasgos sonrosados y algo toscos bajo una mata de pelo negro. Una cadena de reloj Alberto como una cuerda le cruzaba la amplia barriga.

Me presenté.

Holden dijo:

—Me alegra conocerle. Me siento afortunado de poder mezclarme con esta compañía; soy un simple periodista, informando sobre estas festividades para el Manchester Guardian.

Los prusianos se habían desplazado hasta la exhibición de Canadá. Bismarck cogió una navaja suiza del tamaño de un libro pequeño de la que un cartel decía con orgullo que tenía no menos de quinientas hojas. Con el rostro maravillado, el Canciller de Hierro fue sacando una hoja tras otra.

—Mire eso —dijo Holden agriamente—. Son como niños encantados, ¿no?

En realidad, yo consideraba el disfrute juvenil de Bismarck como bastante atractivo; pero no dije nada.

El grupo se movió como un todo al siguiente expositor: el británico. Se me aceleró el pulso por la anticipación al acercarnos; pero los alemanes, sin duda deseosos de ganar algún punto, pasaron corriendo por la espectacular exhibición, con las grises cabezas militares completamente rectas. Sin embargo, vi más de un ojo reumático que se movía ligeramente a los lados; y en lo que a mí respecta, miré ansioso, deseoso de beber todos los detalles de aquellas maravillas.

La exhibición estaba dominada por grandes máquinas relucientes con pistones unidos y altas chimeneas, que en el interior de la delicada catedral parecían pájaros enjaulados. Había un nuevo tipo de tren ligero, en el que la locomotora tenía forma de bala con las bocas de las chimeneas a ras del casco. La locomotora tenía un aspecto tan ligero y grácil como si pudiese volar, y estaba montada sobre una sección del estrecho y único raíl que era la característica del tren ligero. La novedosa forma de bala, me dijo mi nuevo conocido Holden, estaba diseñada para que el aire pasase por el tren con mayor facilidad, permitiendo así que el tren ligero alcanzase mayor velocidad.

—Pero —me explicó—, es la enorme concentración de energía calorífica posible con el antihielo, y la gran eficacia mecánica consecuente, la que permite la construcción de maravillas compactas como ésta.

Un único vagón estaba unido a la locomotora (aunque un cartel nos informó que aquel modelo podía manejar con seguridad hasta cincuenta). A través de las grandes ventanillas, examiné los cómodos asientos tapizados de terciopelo rojo, y el brillo del bronce y el cuero pulido hacía que el vagón fuese tan invitador como el salón del mejor club.

Otro dispositivo que me llamó la atención fue una nueva forma de máquina excavadora. Un carruaje cerrado no mayor que una camilla de hospital tenía al frente un disco de acero endurecido. Ese disco tenía unos diez pies de diámetro y llevaba hojas y palas de todos los tamaños.

—Esto va a revolucionar la extracción de carbón y otros minerales —dijo Holden—. Aquí tenemos otro invento imposible sin el antihielo; sin las calderas compactas y limpias posibles con el antihielo, una máquina como ésta exigirla una caldera del tamaño de una locomotora, y en el interior de una mina se ahogaría en sus propios vapores.

Admiramos nuevos diseños de prensas de vapor y máquinas para algodón.

Mi imaginación juvenil se vio atrapada por la maqueta del nuevo Puerto Rey Eduardo en Liverpool, ¡incluso con pequeñas cantidades de agua para representar el Mersey, y clípers y cargueros de juguete que flotaban de verdad!

Ahora la expedición se detuvo y, mirando más allá de las espaldas rectas como baquetas de los prusianos, podía ver cómo a Bismarck se le presentaba un caballero alto, de más de setenta años. Ese caballero llevaba una gastada chistera del estilo dominante treinta o cuarenta años atrás, y su rostro, enmarcado por elegantes patillas como chuletas de ternera marcadas de gris, era una máscara arrugada de cicatrices y quemaduras, y en el centro descansaba una nariz artificial esculpida en platino.

Los brillantes ojos azules miraron a Bismarck, y sostuvo la mano del Canciller como si fuese carne muerta desde hacía un mes.

Me volví agitado hacia Holden.

—Ése es… ése es…

Le divirtió mi emoción.

—Sir Josiah Traveller; el gran ingeniero, y el heredero del manto de Brunel, en persona.

—No sabía que Traveller iba a asistir. Corren rumores de que es casi como un recluso.

—Quizás el atractivo de los presidentes y los cancilleres ha superado la timidez del gran hombre.

Estudié a Holden brevemente; aunque el tono era cansado y desdeñoso, vi cómo tenía los ojos fijos en Traveller con ansia. Para picarle, dije:

—Claro, los periodistas siempre dicen que sir Josiah está sobrevalorado. Es sólo su acceso virtualmente exclusivo a esa sustancia maravillosa el antihielo, lo que le da fama.

Holden gruñó.

—Descubrirá que este periodista no dice tales tonterías. Traveller es un genio, amigo. Sí, el antihielo ha convertido sus visiones en realidades; pero ningún otro hombre hubiese podido concebirlas. Los dispositivos de antihielo de Traveller tejen caminos plateados por encima y por debajo del globo. Josiah Traveller es el Leonardo de nuestro tiempo… —Se acarició inquisitivo la barbilla—. Pero eso no quiere decir, por supuesto, que sea un genio en todos los campos. Los asuntos financieros y comerciales parecen confundirle; de forma muy similar a su famoso mentor, Brunel. ¿Sabe que se duda del lanzamiento del crucero terrestre el Príncipe Alberto?

Negué con la cabeza.

—Está prácticamente terminado, pero la compañía de Traveller todavía debe obtener los fondos para mantenerlo operativo. He oído que se emitirán nuevas acciones, y que Traveller también, me han dicho, ha consultado con el Gabinete. —Holden exhaló y tiró de la cadena del reloj—. Quizás eso explique su presencia aquí. ¿Va a asistir al almuerzo, señor Vicars?

—Me temo que no —contesté sombrío—. Aunque me gustaría mucho… por varias razones —dije, pensando en Françoise.

Holden me miró con curiosidad, pero no siguió preguntando.

Examiné el disgusto en el rostro castigado pero bastante noble de Traveller, y me imaginé lo impaciente que debía sentirse por terminar con aquello y volver a sus talleres y mesas de diseño.

—Es una desgracia —le comenté a Holden— que esperemos que nuestros ingenieros sean también diplomáticos.

Holden sonrió.

—Quizá también sea una suerte que no les pidamos a nuestros diplomáticos que sean ingenieros.

Ahora los prusianos, siempre deseosos de demostrar lo poco impresionados que se sentían, se volvieron lánguidamente a otra exhibición, un conjunto de fotografías. Traveller se quedó solo, con el demacrado rostro totalmente inexpresivo; y yo, movido por un impulso, me acerqué al ingeniero.

—Sir Josiah —dije para quedar confundido a continuación, porque la mirada que bajó por el pico de platino era simultáneamente desdeñosa y penetrante—. Perdóneme señor —continué y me presenté.

Asintió cortés.

—Bien, señor diplomático —dijo—, ¿cuál es el punto de vista diplomático sobre estos juguetes que he presentado? —su voz era como el estruendo de un enorme motor de vapor, y me pregunté si su garganta y pulmones no habrían quedado tan dañados como su rostro en los accidentes que tan marcado le habían dejado.

—Juguetes, señor? —Señalé las líneas gráciles de la máquina de tren ligero, que estaba bañada por la luz azul de la catedral—. Pero si éstos son logros de la mecánica racional moderna, ayudada por el potencial del antihielo…

Se inclinó hacia mí.

—Juguetes, muchacho —dijo—. juguetes para los que son como estos prusianos suyos. Mientras estén distraídos no se les ocurrirá explotar el antihielo con propósitos más siniestros.

Creí entender.

—Se refiere a Crimea, señor.

—Sí. —Me miró con algo de curiosidad—. La mayoría de los jóvenes de su edad ignoran tan por completo esa terrible campaña como las expediciones galas de julio César.

—Yo no. —Le describí las experiencias de mi hermano Hedley. Le conté cómo, al regresar a Inglaterra herido pero vivo, Hedley había vuelto al hogar paterno, Sylvan, y ahora trabajaba tranquilamente como contable. Finalmente se había casado con la dama, antes una ayudante de cocina, con la que previamente había formado una unión indiscreta, lo que le había impulsado a huir hacia la guerra en Rusia. Hedley me había contado sus impresiones de las reacciones de Traveller al uso del antihielo. Traveller escuchó con cuidado—. Por tanto —concluí—, desde Sebastopol, usted ha decidido que la única aplicación del antihielo sería para proyectos de paz.

Asintió con los ojos azules como diamantes.

—Pero —continué—, sir Josiah, esto es Inglaterra, no Prusia. Seguro que no debe temer que el gobierno británico vuelva a pedir el uso del antihielo para esos propósitos…

—Creo —me interrumpió, apartando la vista de mí—, que sus prusianos ya han terminado su paseo. Quizá debería reunirse con ellos.

Y sí, Bismarck y sus acompañantes se apartaban regiamente del conjunto de fotografías. Buscando algo que decir como despedida a Traveller, probé:

—Una intrigante muestra fotográfica. —De hecho eran bastante confusas; miré a una serie de superficies curvas y brillantes situadas contra fondo negro.

Traveller volvió a acercárseme.

—Intrigante, sí. ¿Sabe qué muestran?

Indiqué mi ignorancia.

—El planeta Tierra —susurró Traveller—, desde quinientas millas sobre la superficie.

Abrí la boca sorprendido, e intenté plantear una pregunta; pero Traveller ya se había dado la vuelta y sólo pude ver su espalda recta perdiéndose en la multitud.

Los prusianos formaban una fila orgullosa frente a las exhibiciones donadas por su patria, y un fotógrafo se escondió bajo su terciopelo negro. Bismarck me hizo un gesto.

—Entonces, Herr Ned Vicars —dijo—, ¿no está impresionado por lo que los alemanes tienen para ofrecer al mundo?

Improvisé una respuesta.

—Señor, sus expositores demuestran un alto grado de habilidad.

Él inclinó la cabeza y suspiró burlón.

—Nosotros pobres alemanes no tenemos su antihielo para jugar con él; así que tenemos que compensarlo con mejor ingeniería, mejores artesanos, y mejores técnicas de producción. ¿ Eh, Herr Vicars?

Enrojeciendo sin remedio, busqué una respuesta a esa burla, pero en ese momento un asistente tocó la manga de Bismarck. El Canciller escuchó atentamente. Finalmente se enderezó con los ojos brillantes y duros.

—Debe perdonarme. —Palmeó las manos una vez, dos; y la fila ordenada de prusianos se rompió inmediatamente. El fotógrafo salió de la tela, con todos los signos de la exasperación en el rostro.

Pronto los prusianos se encontraron casi en formación militar y se dirigieron con rapidez hacia la salida. Mi superior por ese día, un tal Roderick McAllister, se apresuró tras ellos; le agarré el brazo.

—McAllister, ¿qué pasa?

—Me terno que la fiesta ha terminado, Vicars. Los prusianos acortan su visita; tengo que ir a buscarles transporte…

—¿Pero qué hay de mí? ¿Qué haré?

Miró por encima de mi hombro.

—¡Quedas relevado! Vete de vacaciones… —Y desapareció; los prusianos habían creado un camino que atravesaba las sorprendidas multitudes de dignatarios, y el pobre Roderick corrió tras ellos como un perrillo.

—Tipos decididos, ¿no?

Me rasqué la cabeza.

—Un cambio muy drástico, señor Holden. ¿Sabe qué ha pasado?

Me miró sorprendido, y se aplastó el pelo negro grasiento sobre la cabeza.

—A los diplomáticos no les cuentan nada, ¿eh? El resto de la exposición conoce ya la noticia.

—¿Qué noticia?

—Francia ha declarado la guerra.

—Bien, yo… ¿con qué pretexto?

jugó con la cadena del reloj.

—Ese maldito telegrama, no debería sorprenderme. Y no es una coincidencia la oportunidad. Puede uno confiar en que los malditos franceses irían a la guerra justo cuando se inaugura la exposición; harían cualquier cosa por ser los protagonistas, ¿no?

Él me examinó.

—Aun así, es una desgracia, señor Vicars, parece que tiene usted unas vacaciones inesperadas. Supongo que todavía queda tiempo para ir al lugar del lanzamiento del Príncipe Alberto; viajo en esa dirección, por si está interesado…

Al principio, distraído, negué con la cabeza.

—Creo que debería presentarme en el trabajo, vacaciones o no…

Entonces recordé a Françoise.

Toqué la espalda de Holden.

—Pensándolo mejor, señor Holden, ésa es una magnífica idea. ¿Me dejará que le invite a té mientras la discutimos?

Atravesamos la exposición, que estaba animada por las charlas de guerra.

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