Yo estaba dispuesto a ir directamente a la aventura, porque todavía era temprano; pero Traveller insistió en que salir directamente de la nave sin prepararme adecuadamente reduciría a cero mis pequeñas posibilidades.
Así que Traveller decidió que pasarían dos días hasta el momento en que entrase en el armario en forma de ataúd. Aunque no estaba seguro del efecto de ese retraso en mis frágiles coraje y estado mental, cedí en ese punto.
Traveller se puso a trabajar en mi adecuación física.
—Va a entrar en una región inexplorada, y es imposible estar seguro de qué efectos tendrá en su cuerpo el ambiente del espacio, cubierto en un traje protector —dijo.
Así que me puso bajo una dieta intensa de comidas ligeras, con mucho pan y sopa. Traveller insistía —y me obligaba— en que masticase cada bocado lentamente, para evitar la posibilidad de que tragase aire. Al principio me resistí al régimen, pero Traveller me señaló cortante que un estómago lleno de aire es como un globo; y que en el vacío sin aire del espacio no habría atmósfera para limitar la expansión de ese globo contra la presión del aire contenido en su interior…
Extendió esa analogía en términos brutales; y mastiqué el pan con renovado entusiasmo.
Se me alimentó con aceite de hígado de bacalao y otras soluciones de hierro, cuyo propósito era aumentar mi fuerza y, procedentes de un pequeño botiquín que Traveller llevaba, frutos secos de senna y sirope de higo, para limpiarme internamente de toda basura indeseable. Mientras sufría la agonía de esos medicamentos me pregunté si no habría entrado en una especie de Purgatorio, una antesala del Infierno sin aire al que me enfrentaría más allá del casco.
Finalmente, Traveller disolvió una sal de bromuro en mi té. Eso me sorprendió, aunque había oído que tales pociones se administraban a los soldados de infantería en el campo de batalla. Después Traveller me llevó a un lado y me explicó que el propósito del bromuro era reprimir lo que llamó ciertos impulsos comunes en un hombre joven de mi edad y temperamento, que podrían tener consecuencias desafortunadas para un cuerpo atrapado en el traje. Eso me desconcertó; porque, aunque había pensado a menudo en Françoise durante esos días oscuros, mis pensamientos adoptaban más la forma de plegarias silenciosas por su seguridad y nuestra futura reunión que la de elucubraciones más excitables; ¡y era difícil concebir que nociones como ésas fuesen a distraerme en el momento de mayor peligro!
Aun así, me tomé el bromuro de Traveller con buen humor.
La primera noche fue difícil de pasar, porque Traveller había prohibido expresamente el alcohol con mis comidas; y mientras estaba allí tendido en medio de la cabina a oscuras, mi corazón martilleaba y el sueño parecía estar imposiblemente lejos. Después de más o menos una hora me levanté y me quejé a Traveller. Con muchos murmullos de protesta él se levantó —la bolita de su gorro de dormir flotaba a su espalda mientras él se movía por el aire— y me preparó una potente pócima para dormir. Con eso en mi interior, dormí sin soñar; y Traveller repitió la dosis a la noche siguiente.
Así fue como me desperté el 15 de agosto de 1870, en algún lugar más allá de la atmósfera de la Tierra, con mi cuerpo purgado, limpio y relajado, listo para un viaje en soledad hacía el vacío infinito más allá del casco de la Faetón.
Traveller me hizo desnudarme por completo excepto por unos pequeños calzoncillos, y me dio un aceite grasiento y de mal olor que me ordenó extenderme por toda la piel por debajo del cuello.
—Esto es un extracto de grasa de ballena —dijo—. Tiene tres propósitos: el primero es nutrir la piel; el segundo es retener el calor del cuerpo; y el tercero, y más importante, es sellar el espacio entre su piel y el traje.
Holden parecía perplejo.
—¿Entonces el traje no dejará un espacio de aire alrededor del cuerpo de Ned?
—Ese espacio se hincharía inmediatamente, como un globo, bajo la presión del aire que contuviese —dijo Traveller—. Se volvería muy rígido, atrapando al viajero espacial como si estuviese crucificado en una caja inamovible. —Extendió brazos y piernas en el aire y agitó los dedos indefensos, imitando tal situación.
Yo no tenía ni idea de que el aire —invisible, intangible— pudiese ejercer tal fuerza.
Una vez que estuve cubierto de grasa, Pocket abrió el armario de aire y extrajo el traje patentado de Traveller. El traje estaba compuesto de unas prendas interiores y una pieza completa; las prendas interiores —combinación, guantes y medias como botas— estaban hechas de caucho. Se me obligó a expeler cualquier burbuja de aire en el espacio entre la goma y mi piel. Tuve la fortuna de tener una constitución similar a la de Traveller para quien se había diseñado el traje, y las prendas interiores encajaban bastante bien, irritándome sólo un poco en axilas y rodillas.
Luego se fijó una banda fuerte de goma y cuero alrededor de mi pecho. Aquella cosa parecida a un corsé estaba incómodamente apretada, pero me explicó que el dispositivo ayudaría a los músculos de mi pecho cuando intentase respirar sin la ayuda de la presión externa del aire.
A continuación me coloqué la capa exterior, que era una combinación de una pieza con manoplas y botas. Aquella prenda estaba hecha con cuero tratado con resina. Se usaba el cuero, me explicó Traveller, por la tendencia del caucho a secarse y a volverse frágil en el vacío. El aspecto más sorprendente de la prenda exterior es que era plateada; un proceso ingenioso había permitido laminarla en plata por lo que tenía aspecto de haber sido tejida con mercurio. Aquello tenía por propósito evitar los rayos directos del sol, me dijo Traveller, y empecé a entender las complicaciones paradójicas a las que se había enfrentado el ingeniero espacial; la luz directa del sol, sin la cubierta de la atmósfera, es violenta y uno debe resguardarse de ella, pero simultáneamente el calor se escapa de cualquier región en sombra porque, una vez más, no hay capa de aire para retenerlo.
El traje exterior se abría por delante y me metí con torpeza en su interior. El traje tenía en el cuello un collar de cobre del tamaño justo para permitir el paso de la cabeza. Ese collar se unía al traje interior de caucho, formando un sello hermético; el aire se eliminó de la zona entre los trajes interiores y exteriores y el exterior se selló con faldones y correas.
Levanté mi mano enguantada y plateada.
—Me siento extraño. Engrasado y encerrado en esta prenda, con sus guantes y botas, ¡soy como un niño grotesco!
Traveller gruñó con impaciencia.
—Wickers, ese traje no se ha diseñado por su efecto cómico. ¿Qué necesidad tiene, por ejemplo, de pesadas botas de infantería si sus pies no tienen que soportar ningún peso? Ahora si ha terminado con su cháchara déjeme que le ponga el casco.
La parte de arriba del traje consistía en un casco globular de cobre; en el metal había incrustadas unas ventanas circulares de un vidrio grueso, y un par de tubos, unidos entre sí, salían de la parte de arriba del casco. Esos tubos llegaban, me explicó Traveller, a bombas situadas en el interior del armario de aire. Traveller flotaba frente a mí sosteniendo aquella aterradora jaula entre los largos dedos, y decía:
—Bien, Ned, una vez que esté encerrado aquí dentro, tendremos dificultades para hablar. —Colocó una mano sobre el hombro del traje y dijo—: Le deseo velocidad, muchacho. Tenía razón, por supuesto: no es ninguna virtud el hundirse en la oscuridad sin luchar.
Tuve que tragar antes de contestar.
—Gracias, señor.
Pocket se inclinó hacia mí.
—Cuenta usted también con mis plegarlas, señor Vicars.
—Ned. —El rostro de Holden estaba sombrío, y tenía los ojos hundidos al borde de las lágrimas—. Desearía tener veinte años menos y poder ocupar su lugar.
—Lo sé, George. —Mientras flotaba metido en aquella vestidura extraña, encontraba las miradas directas de todos mis colegas de lo más angustioso. Luchando por mantener la compostura de mi cara, dije—: Creo que no tiene sentido retrasarse más, sir Josiah. ¿El casco?
Pocket y Traveller levantaron cuidadosamente el globo sobre mi cabeza, aplastándome ligeramente las orejas con el borde. El borde se encajó con el collar de cobre del cuello, y los dos caballeros le dieron vueltas al casco. El chirrido bajo de la rosca rebotó en el interior del casco, y había un olor a cobre bruñido, a goma, resina y el pestazo incongruente de la grasa de ballena. Las cuatro ventanas del casco giraron a mi alrededor, y las imágenes de la cabina pasaban por mí visión como si me encontrase en el centro de una extraña linterna mágica.
Al final el casco se encajó en su lugar, y una de las ventanas estaba frente a mi cara. Yo estaba encerrado en un silencio sólo roto por un silbido continuo sobre mi cabeza: la firma continua de las tuberías que hacían circular el aire por el casco, dando oxígeno fresco y extrayendo el ácido carbónico que yo emitía.
Traveller flotaba frente a la ventana, con los rasgos de la preocupación y la curiosidad. Su voz me llegó sólo como un susurro distante.
—¿Está bien? ¿Puede respirar cómodamente?
Respiraba superficialmente, pero sospechaba que era más achacable a los nervios que al suministro de aire, y me parecía que era capaz —dado el corsé alrededor del pecho— de respirar profundamente con toda comodidad. La única desventaja de los tubos era que el aire tenía un sabor ligeramente metálico. Y, por tanto, al fin, levanté un pulgar a Traveller, e indiqué por medio de gestos con los guantes mi impaciencia por entrar en el armario y acabar con aquello.
Traveller y Pocket me guiaron, cada uno por un brazo, hacia la abertura en la parte baja del mamparo y hacia el armario. Me depositaron cara abajo, directamente sobre el mecanismo que me permitiría abrir el casco, y sellaron la puerta detrás mí. Al desaparecer la luz de la cabina, quedé inmerso en una oscuridad manchada de cobre y únicamente con la compañía del sonido de mi respiración. Mi corazón empezó a latir como si quisiese estallar.
Alargué la mano en la oscuridad buscando la rueda frente a mí, la agarré con las manos cubiertas por los guantes y la giré con firmeza. Al principio el único resultado fue el chirrido del metal sobre el metal… y luego, con una explosión súbita y sorprendente, la compuerta giró sobre los goznes y se me escapó de las manos. El sonido murió con un susurro suave, y un momento de vendaval me golpeó en la espalda y me empujó hacia delante; ¡me agarré al marco pero los dedos envueltos en los guantes se deslizaron por el metal, y caí sin poder evitarlo de la Faetón hacia el espacio abierto!
De pronto no había nada encima, por debajo o alrededor de mí; y durante los siguientes momentos perdí el control de mis reacciones. Grité pidiendo ayuda —en silencio, por supuesto, en el vacío sin sonido del espacio— y rebusqué en mi traje y tubos de aire como un animal.
Pero esa primera reacción pasó, y con fuerza de voluntad recuperé algo parecido a la racionalidad.
Cerré los ojos e intenté regularizar la respiración, temeroso de agotar la reserva de aire. Después de todo, simplemente estaba flotando, una sensación que no podía considerarse novedosa después de tantos días, y me calmé con la ilusión de que estaba a salvo entre las paredes de aluminio de la Faetón.
Doblé codos y rodillas con cautela. Gracias al aire atrapado las articulaciones del traje estaban mucho más rígidas que en el interior de la nave, y sentía un hormigueo en los dedos y los pies, advirtiéndome de estrangulamientos en la circulación. Pero todas las elaboradas precauciones de Traveller habían tenido éxito.
Con el valor firmemente agarrado en las manos, abrí los ojos… y descubrí que me había quedado virtualmente ciego por la condensación que se había depositado sobre las ventanas del casco. Más allá de esa neblina familiar había manchones de blanco y azul que debían de ser el Sol y la Tierra; y decidí que debía de estar flotando en el vacío a algunas yardas de la nave. Levanté la mano enguantada y toqué la placa, pero la neblina, por supuesto, se había acumulado en el interior del casco. Y, comprendí abruptamente, que no tenía forma de atender desde el interior a esa cuestión; ¡mi propia cara me era tan inaccesible como las montañas de la Luna!
Por supuesto, al comprenderlo, sufrí una plaga de picores en nariz, oídos y ojos; los deseché con decisión. Pero la ceguera era un problema más serio, y me sentía frustrado. Pero después de unos momentos sospeché que la neblina se estaba aclarando ligeramente, y me pregunté si el aire bombeado estaba limpiando los paneles. Decidí esperar durante algunos minutos, durante lo que intentaría controlar la respiración todo lo que pudiese, para ver si la cosa mejoraba.
Al final los vidrios se aclararon lo suficiente para que pudiese ver, pero no se llegaron a despejar por completo, y acabé convencido de que ese problema de la condensación, que ni el genio de Traveller había podido anticipar, sería un obstáculo importante en la colonización futura del espacio. Pero la respiración regular que mantuve durante unos minutos contribuyó a calmarme.
Entonces, tan pronto como se limpió el visor, miré temeroso a mis nuevos dominios.
Flotaba en un cielo que era completamente negro; ni siquiera relucían las estrellas, ya que el Sol —una esfera demasiado brillante para mirarla, que colgaba a la izquierda— las hacía invisibles. No había nubes, por supuesto, y, en ausencia de atmósfera, ni siquiera el ligero tono azul de las noches oscuras de la Tierra.
Frente a mí la Luna colgaba fría y austera, con los mares y montañas destacadas en tonos de gris nítido. Me volví hacia la Tierra, que era una maravillosa escultura de azul y blanco; la Pequeña Luna era una chispa de luz que se arrastraba baja sobre la superficie iluminada del globo. Se podía ver perfectamente el borde de los continentes —era, comprobé, mediodía en Norteamérica— y era como si el planeta fuese un vasto reloj, dispuesto para mi diversión.
Era difícil de creer, desde mi altura sorprendente, que incluso ahora, mientras la mañana se abría paso por Europa, los ejércitos de Francia y Prusia se preparaban para enfrentarse una vez más. ¡Cuán absurdo, cuán miserable, parecía desde aquella altura! Quizá, pensé con un toque de aterrador orgullo, había adquirido la perspectiva de los dioses; quizá cuando todos los hombres hubiesen tenido la oportunidad de estudiar el mundo desde esa posición ventajosa, la guerra, la envidia, la avaricia desaparecerían de sus corazones.
Recordé a Françoise, y recé en silencio por que ella, y los otros millones atrapados en aquel cuenco de luz, superasen ese día con seguridad.
Frente a mí, colgando frente a la cara de la Luna, se encontraba la misma Faetón. La nave estaba como a unos treinta pies de mí y parecía estar apoyada de lado; sus tres patas regordetas sobresalían de la base, inútiles, y en esa base vi la portezuela abierta por la que había salido. El efecto total era el de un juguete frágil y algo absurdo, las sombras de las patas y otras características tan claras como dibujos por el casco; y sufrí una súbita sensación de dislocación al recordar la última vez que había visto la nave desde fuera, posada orgullosa sobre el Príncipe Alberto bajo el suave sol belga.
Los tubos gemelos volaban por el espacio, conectándome al armario de aire; y decidí que debía haberme desplazado por toda la longitud de los tubos y que había rebotado algunas yardas.
Me llevé la mano a la cabeza para coger el tubo que estaba fijado allí y, usando ambas manos, comencé a desplazarme torpemente por los tubos hacia el carruaje. El esfuerzo hizo que se me disparase la respiración y la ventana se me volvió a llenar de vapor; pero todavía era capaz de ver la nave y continuar. Al final fui a parar contra la esclusa del armario de aire; me agarré con fuerza a una pata de la nave y esperé varios minutos hasta que se me aclaró la visión.
Me imaginé a Holden, Pocket y Traveller a menos de diez pies por encima de mi cabeza, descansando tan cómodos y calientes como en cualquier salón.
Subí por la pata y alcancé el faldón del cuerpo principal de la nave. Sobre la piel curva, me había instruido Traveller, había muchos agarres pequeños, diseñados para ayudar a los ingenieros que hiciesen reparaciones. Esas y otras protuberancias hacían que la tarea de desplazarme por el casco de la Faetón hasta el Puente fuese bastante fácil. Avanzaba lentamente, teniendo cuidado de que las mangueras de aire no se quedasen atrapadas. Mientras actuaba, la plata se escapaba del traje, por lo que me vi envuelto en una nube de fragmentos resplandecientes.
Había preparado con Holden y Traveller la secuencia requerida desde ese punto, y, habíamos concluido con gravedad, que sólo había una posibilidad. Todo rastro de mis emociones celestes de minutos antes se había disipado. Cerré los ojos y escuché el fluir de la sangre por mis oídos. Nunca antes había matado a un hombre; ni siquiera había considerado seriamente tal posibilidad. Pero, me dije con resolución, el ocupante del Puente no era un hombre civilizado; era un huno, un animal que había intentado tomar la vida de cuatro hombres y que también, con toda probabilidad, era parte de la conspiración para destruir el Príncipe Alberto.
No había mostrado misericordia, y no la merecía.
Por tanto, con renovada decisión, subí por el reborde del globo de cristal.
Afiancé el pie contra las agarraderas situadas en el casco y giré la rueda que abriría la esclusa. La velocidad era esencial. El ocupante del Puente no tenía experiencia en el viaje espacial, por supuesto, al igual que el resto de nosotros; y, quizá, no entendería las implicaciones de la figura vestida de forma grotesca que aparecía en el exterior de la ventana. Así lo esperábamos.
Mientras actuaba aprecié el interior del Puente. Entre los bancos de instrumentos, una figura solitaria se acercaba, mirándome más con curiosidad que con miedo. Vestía una chaqueta roja chillona. No se había acercado para detenerme… pero, vi perdiendo la esperanza, que tenía una ventaja con la que debíamos haber contado.
En la mano tenía una pistola, apuntada directamente a mi pecho.
Consideré abandonar la aventura y volver a la seguridad… ¿pero de qué me serviría? Si tenía que entrar en el Puente por esa ruta, aquélla era seguramente mi mejor oportunidad. En cualquier caso, si me disparaba haría con seguridad un agujero en uno o más de los paneles de cristal, ¡permitiendo de esa forma que escapase el aire y destruyéndose a sí mismo!
… ¿Pero entendía eso el saboteador?
Pero también, cualquiera que fuese el estado del piloto, ¿qué había de mí? Ahora que veía al «huno monstruoso» como una figura humana real con una vida y un pasado propios, ¿tenía el ánimo de matarle de esa forma?
Todo eso pasó por mi alma febril en unos segundos. De golpe concluí que prefería morir de un disparo limpio al corazón que asfixiarme lentamente; y si destruía al saboteador, bien, ¡no era más de lo que él había pretendido hacer conmigo, Françoise, Traveller, y otros miles durante el lanzamiento del Príncipe Alberto!
Por tanto, con renovado vigor, giré la rueda.
El saboteador se apartó de la ventana, y agitó la mano con la que sostenía la pistola.
En un instante, el sello se rompió. La esclusa se abrió, pasando a un pelo de mi cara, y un vendaval me golpeó el pecho. Me agarré firmemente con ambas manos a la rueda; me fui a un lado y choqué contra el vidrio del Puente. Papeles y otros fragmentos volaban a mi alrededor, y en la brisa vi el reflejo de los cristales de hielo.
El saboteador no había estado preparado para nada de aquello.
Fue lanzado como una pelota por el aire hacia la escotilla; al pasar por ella, la pistola cayó inerte de sus dedos y desapareció en la oscuridad, y con la punta de los dedos se agarró a la orilla de la abertura, ¡y se quedó colgando del borde del infinito! Una bota amarilla se salió de su pie colgante y giró en el espacio; por la frente le colgaba el pelo largo y negro, y volvió una cara agonizante hacia mí, la lengua colgando y azul, y los ojos congelados.
Pero, a pesar de ese aspecto grotesco, y a pesar del peligro total del momento, reconocí al hombre y volví a sorprenderme. Porque no se trataba de un saboteador prusiano; ¡era Frédéric Bourne, el acompañante de Françoise!
Ya había escapado el último vestigio de aire; Bourne echó la cabeza hacia atrás, y sus dedos se soltaron del borde de la escotilla. Sin pensarlo más le agarré la muñeca. Luego, usando con bastante torpeza la mano libre, entré en el Puente. Las mangueras de aire y el desafortunado Bourne me siguieron, Bourne golpeando contra el marco. Una vez dentro eché a Bourne más profundamente al interior de la nave, y entré algunos pies más de manguera.
Agarré la escotilla y la cerré de un golpe, dejando atrapadas las mangueras, y giré la rueda.
Tan pronto como se bloquearon las mangueras, el sonido confortable del aire, mi acompañante constante durante toda la aventura, desapareció. Traveller había estimado que debería tener suficientes segundos de aire en el casco y en los restantes pies de manguera para permitirme abrir paso a mis colegas en la Cabina de Fumar. Pero esos cálculos me parecían muy remotos mientras me esforzaba en el interior de un traje tan apretado y opresor como una dama de hierro, y mi casco se convirtió por fin en una niebla impenetrable de condensación.
Me eché al suelo y busqué a ciegas por él, mirando a través del vidrio con la esperanza vana de encontrar la escotilla. Me empezó a martillear la cabeza y el pecho a dolerme, y me imaginé el ácido carbónico que expelían mis pulmones arremolinándose alrededor de mi cara como un veneno…
Mis pies, rascando el suelo, encontraron una rueda en el suelo. La agarré con ambas manos, recitando una oración ferviente de agradecimiento, y la giré con las fuerzas que me quedaban… pero sin éxito. El tacto me informó que una barra había sido atravesada entre los radios de la rueda, restringiendo completamente sus movimientos.
Sólo fue un momento retirar la barra, y luego la rueda giró con facilidad.
El casco se puso más oscuro, y me pregunté si no me estarían fallando los sentidos; el dolor de los pulmones parecía haberse extendido al cuello y todo el pecho, y los brazos estaban como si les hubiesen quitado toda la energía.
La rueda giró misteriosamente entre mis manos; un fragmento final de racionalidad me dijo que Holden y Traveller debían estar también actuando al otro lado de la escotilla. Solté la rueda y floté en la oscuridad.
El dolor se evaporó, y una suave iluminación comenzó a romper la oscuridad, una luz blanco azulada como la de la Tierra.
Caí hacia la luz.
Cuando volví a abrir los ojos esperaba ver de nuevo el interior de mi infernal casco-prisión de cobre. Pero tenía la cabeza libre; la decoración de la Cabina de Fumar me rodeaba.
La cara de Holden flotaba sobre mí, una forma redonda de preocupación.
—¿Ned? ¿Ned, puedes oírme?
Intenté hablar, pero tenía la nariz tan irritada como si la hubiesen raspado, y sólo pude susurrar:
—¿Holden? ¿Entonces he tenido éxito?
Tenía los labios apretados, y asintió con gravedad.
—Ciertamente, muchacho. Aunque me temo que todavía no hemos salido del bosque.
Me ofreció un globo de brandy; el líquido caliente recorrió mi garganta herida. Levanté la cabeza. Holden me volvió a echar, diciendo que no debía intentar moverme; pero vi que todavía llevaba el traje, excepto el casco, y estaba ligeramente amarrado al camastro por una manta.
——Bourne? —jadeé—. ¿Sobrevivió?
—Ciertamente, gracias a tu generosidad —dijo Holden—. Aunque si hubiese sido por mí hubiese arrojado al franchute por la escotilla…
—¿Dónde está?
—Al otro lado, atendido por Pocket. Pasó sin aire quizá durante un minuto… pero Traveller cree que no sufrirá ningún daño permanente. Por desgracia.
Volví a descansar la cabeza en la almohada. Por entre la tormenta de los sucesos recientes la sorpresa de la identidad de nuestro saboteador todavía brillaba como un rayo de luz.
—¿Y Traveller? —pregunté—. ¿Dónde está?
—En el Puente —sonrió—. Ned, mientras Pocket y yo os atendíamos, desenroscando el casco y demás, nuestro anfitrión se dirigió directamente a los diversos instrumentos del Puente, ¡como un niño que se reúne con sus juguetes perdidos!
Encontré fuerzas para reír.
—Bien, ése es Traveller. Holden, dijiste que todavía no habíamos salido del bosque; ¿ha alcanzado Traveller algún veredicto con sus instrumentos?
Holden asintió y se mordió la uña.
—Parece que nuestro amigo francés usó realmente demasiada agua para que sea posible el regreso a la Tierra. Pero eso no es lo peor, Ned.
Todavía anonadado, supongo, por mi reciente experiencia, absorbí la noticia con ecuanimidad, y dije:
—¿Pero qué podría ser peor que esa sentencia de muerte?
—Traveller ha cambiado. Es como si hubiese sido galvanizado por tu ejemplo de decisión y acción; ahora ha decidido, dice, que volveremos a la Tierra. Pero, Ned… —los ojos de Holden estaban abiertos de miedo— para salvarnos, ¡Traveller pretende llevarnos a la superficie de la Luna y buscar agua allí!
Cerré los ojos, preguntándome si estaba atrapado en un sueño inducido por el ácido carbónico.