6 Familia

Las tres ladronas contemplaron con asombro a la semielfa.

—Ya me habéis oído. Quiero la colaboración de vuestra pequeña cuadrilla de ladronas.

Rikali movió velozmente los ojos entre Elsbeth, Satén y la mujer que por fin había dejado de forcejear con la espada de Maldred y que entonces la soltó —la caída produjo un fuerte sonido metálico— para, a continuación, dirigir la mano hacia el cuchillo largo que llevaba sujeto al cinto.

—¡Cerdos! Pero si no hay motivos para mostrarse poco amistoso. Tan sólo quiero hacer un trato con vosotras, señoras. —La última palabra la pronunció con desdén y escupiendo en el suelo—. Tal y como lo veo, tenéis todo un montaje aquí. Los hombres suben para pasar un buen rato, y tal vez les ofrecéis justo lo que están buscando. Luego, los dejáis pelados y los matáis. Soborné al posadero de abajo y me contó que le alquilasteis todas las habitaciones de aquí arriba para que nadie pudiera subir a molestaros, para que nadie interfiriera; nadie, excepto yo, claro.

Satén echó una ojeada por encima del hombro y comprobó que Maldred seguía inconsciente debido al alcohol adulterado.

—Escucha elfa…

—Semielfa.

Rikali sacudió los cabellos para que pudieran ver las suaves puntas de sus orejas.

—Lo que sea. No sé de dónde has salido, mujer, pero…

—Vine de Bloten, una ciudad realmente maravillosa. —El sarcasmo resultaba bien patente en su voz—. Dhamon Fierolobo me dejó tirada allí. Dijo que volvería a buscarme. —Hizo una pausa, resoplando y mirando colérica al aludido—. Debería haber sabido que no lo haría.

Dhamon intentó mover las cuerdas, pero sus brazos no funcionaban correctamente, y todo lo que sus dedos parecieron capaces de hacer fue contraerse débilmente. No podía ver a Rikali, pero tampoco podía creer que pretendiera unirse a esas mujeres. ¿Le había oído decir realmente que siguieran adelante y lo mataran a él y a Mal? Abrió la boca para llamarla, pero únicamente salieron espumarajos.

—Le vi en Bloten hará algo más de una semana, tal vez dos, a él y a Mal. Recorrían la calle principal dándose importancia seguidos por una columna de ogros de aspecto mugriento. Fueron directos al palacio de Donnag. Luego, volvieron a salir de la ciudad. Ni se molestaron en buscarme…, y ahí estaba yo corriendo por una callejuela, intentando alcanzarlos.

—De modo que los seguiste hasta aquí —repuso Satén con una sonrisa.

—¡Cerdos, claro que lo hice! Pero sólo porque imagino que están en deuda conmigo. ¡Me deben una barbaridad! ¡Una barbaridad! Y sólo para cobrar y decirles claramente lo que pienso. ¡Al Abismo con los dos! —Volvió a escupir, esa vez en dirección a Dhamon—. Así pues, incluso los mataría por vosotras si no queréis ensuciaros las manos y me dejáis ingresar en vuestra pequeña cuadrilla; por una buena parte del botín, claro está. Supongo que sean cuantas sean las monedas que lleven, algunas deberían ser mías, de todas formas. Como os dije, están en deuda conmigo.

—Lo siento. —Elsbeth sacudió la cabeza—. Somos una familia muy unida, elfa.

—Semielfa —volvió a corregir Rikali.

—No necesitamos a seis personas en nuestra familia. Las partes ya son demasiado pequeñas tal y como están las cosas.

—Sólo veo a tres de vosotras —replicó la semielfa, que contó rápidamente.

—Cat y Keesha se han marchado hace unos minutos —repuso la otra con una risita— con las monedas que tanto te interesan.

—¡Quiero lo que se me debe! —Rikali alzó la voz y sujetó las dagas con más fuerza—. ¡No he viajado tan lejos para quedarme sin nada!

—De acuerdo, te daré lo que te mereces —indicó Elsbeth—. ¡Te daré esto!

La mujer se lanzó hacia el frente, moviendo el largo cuchillo al hacerlo; luego, se detuvo con un alarido cuando sus pies desnudos entraron en contacto con los fragmentos del espejo.

La semielfa no tenía tal problema y avanzó hacia Elsbeth triturando los cristales con las botas mientras movía las dagas con energía. A su espalda, un joven apareció de improviso en el umbral. Había estado aguardando en el pasillo, y entonces, engalanado con pieles de color verde, se adelantó balanceando ante él un bastón de roble. Satén se adelantó para ir a su encuentro.

—¡Cerdos! —gritó la semielfa a Elsbeth—. ¡Se supone que las mujeres son más listas que los hombres, y aquí estás tú andando sobre cristales rotos! Estúpida y gorda, eso es lo que eres. Supongo que Dhamon se quedó sin buen gusto en cuestión de mujeres cuando me perdió.

Cuando su adversaria se apartó dando un giro, la semielfa la acuchilló con la daga izquierda, y la hoja se hundió en el costado de la sorprendida ladrona.

—¡Satén! —chilló Elsbeth—. ¡Me han herido! ¡Sangro! ¡Ayúdame!

—Ayúdate tú misma —replicó la ergothiana—. Yo ya tengo mis propias preocupaciones. —Ágil como una danzarina, la mujer se había agachado para esquivar el ataque del bastón del joven—. Así que eres rápido, cachorro —refunfuñó—, pero no tan rápido como yo.

Lanzó el cuchillo al frente, y él saltó hacia atrás, pero al mismo tiempo bajó con fuerza el bastón y le arrancó el arma de la mano.

—¡Maldición! —exclamó la mujer mientras se dejaba caer al suelo y rodaba en dirección a la cama de Maldred, alargando el brazo para localizar el cuchillo.

La tercera mujer había conseguido volver a levantar la espada del gigantón y la sostenía frente a ella como si fuera una lanza, manteniendo al joven a distancia.

—No tienes derecho a entrometerte —le siseó—. ¡Ningún derecho!

Satén buscaba a tientas bajo el lecho el cuchillo.

—¡No lo alcanzo!

Se dio por vencida y se incorporó de un salto, y en tres zancadas se plantó en la ventana y salió por ella.

—¡Elsbeth! ¡Dejadlos! ¡Gertie!, ¡suelta esa enorme espada y huye! ¡Tenemos más riquezas de las que esperábamos! ¡Salgamos de aquí! ¡Elsbeth! —gritó, y saltó, perdiéndose de vista.

—¿Satén? ¡Satén! ¡No!

Elsbeth parecía preocupada mientras seguía fintando a Rikali.

—Dos contra dos —se burló la semielfa—. Varek y yo somos mejores, desde luego; de modo que será preferible que tú y tu amiga Gertie soltéis las armas y os deis por vencidas mientras aún tenéis la oportunidad de hacerlo.

Elsbeth negó con vehemencia al mismo tiempo que retrocedía un paso en dirección a la ventana.

—La ventaja está de nuestro lado, semielfa —corrigió.

—Vuelve a pensarlo. No digas que no te concedí una oportunidad de salvar tu arrugado cuello.

La semielfa atacó con su arma.

—¡Te rebanaré el pescuezo! —replicó la otra.

La mujer se dejó caer en cuclillas, desvió sin esfuerzo el ataque de los cuchillos de Riki y obligó a su adversaria a retroceder unos pasos. Mientras la semielfa mantenía la vista fija en el largo cuchillo que sujetaba su oponente, Elsbeth alargó la mano hacia sus cabellos y soltó una horquilla afilada. La mantuvo oculta en la mano, hasta que la otra se aproximó más; entonces, alargó el brazo como si fuera a desviar un golpe, pero en su lugar clavó la horquilla. La larga aguja se hundió en el antebrazo de la semielfa.

—¡Cerdos! —chilló Rikali, echando una veloz mirada al brazo y a la aguja clavada allí, que se iba cubriendo de sangre—. ¡Maldita sea! Oye tú, eso hace daño. Y mi vestido. ¡Es un vestido nuevo! ¡Nuevo! ¡Ahora la manga quedará manchada para siempre!

Blandió las dos armas con frenesí, y las puntas alcanzaron las ropas de Elsbeth y las rajaron, pero no consiguieron llegar hasta la carne de la mujer.

—Riki… —Dhamon había conseguido recuperar la voz, aunque la palabra sonó casi ininteligible.

La semielfa echó una ojeada en dirección a la cama y vio al hombre que la miraba fijamente con los ojos vidriosos. Crispó el labio superior en una mueca enfurruñada, pero pagó un precio por la distracción. Elsbeth se adelantó de nuevo; en esa ocasión, bajó la cabeza, cargó al frente y se estrelló contra el rostro de Rikali, a la que dejó momentáneamente aturdida. Al mismo tiempo, la ladrona lanzó el cuchillo y la hoja atravesó la falda de Riki y le arañó la cadera.

—¡Cerdos, otra vez! ¡Mi vestido! —exclamó ella—. ¡Mujer asquerosa! Ahora eres mujer muerta, ¿me oyes? ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Muerta!

Dhamon sacudió la cabeza, intentando todavía desprenderse de los efectos de la droga. El dolor danzaba con fuerza en la parte posterior de sus ojos.

—Riki.

Parpadeó, descubriendo que su visión seguía borrosa, aunque pudo distinguir unas cuantas formas y colores; también olía aún al perfume Pasión de Palanthas de Elsbeth.

—Riki. —La palabra surgió con más fuerza.

Tras concentrarse, hinchó los músculos de los brazos y tiró de las cuerdas. El cáñamo se le clavó dolorosamente en las muñecas, pero siguió luchando con él mientras Rikali y Elsbeth proseguían con la pelea. La sangre tornaba resbaladizas las ataduras. Sabía que la semielfa era hábil con los cuchillos, y por un momento se preguntó si no debería aguardar a que venciera y le cortara las ligaduras. Recordaba vagamente haberle oído decir algo sobre dejar que las mujeres lo mataran a él y a Maldred, y decidió que esperar no era una idea prudente.

Tiró con más fuerza y descubrió que una ligera sensación regresaba a sus piernas. Probó a doblar las rodillas hacia arriba para tensar las cuerdas atadas a los tobillos, pero las patas de la cama crujieron a modo de protesta, y notó que era más bien la madera y no las sogas lo que empezaba a ceder.

En el otro extremo de la habitación, la moza llamada Gertie empuñaba sin esfuerzo el espadón de Maldred. Avanzaba despacio con él, mientras se agachaba para esquivar los mandobles del bastón del joven, a quien finalmente obligó a retroceder, hasta tenerlo arrinconado contra la pared.

—¿Quién eres? —siseó—. ¿Quién eres tú para interferir en nuestros asuntos? ¡No tienes ningún derecho, insolente cachorro!

Entonces, se lanzó sobre él, alargando la espada hacia adelante. El blanco se movió, pero no con la suficiente velocidad, y la punta de la enorme arma consiguió herirle el costado, atravesar la túnica y clavarse en la pared de yeso para dejarlo inmóvil allí como si fuera una cucaracha.

—¡Eres fuerte! —soltó de improviso el joven—. ¡Más fuerte de lo que deberías ser!

Dirigió una ojeada a la hoja; estaba tan incrustada en el muro que sin duda debía sobresalir un buen trozo por el corredor situado al otro lado.

—¿Fuerte? —La mujer soltó el pomo de la espada, sonriendo de forma malévola ante la apurada situación de su adversario—. No has visto lo que es ser fuerte.

Empezó a danzar a un lado y a otro ante él, esquivando con facilidad los golpes del bastón, a la vez que contemplaba, divertida, cómo el joven intentaba soltarse. El muchacho no podía prescindir del bastón y utilizar ambas manos para extraer el espadón, y su túnica de cuero se negaba a desgarrarse.

—Tus prendas están bien hechas, muchacho —se mofó Gertie—. Tendrás buen aspecto enterrado con ellas. —Se dirigió dando saltitos hasta la cama a la que estaba atado Dhamon, alargó la mano hacia el cuchillo y lo puso en la garganta del hombre—. Antes de morir, muchacho, puedes contemplar cómo lo hacen primero tus camaradas. Tú y la semielfa podéis mirar.

—¡No!

La palabra brotó de los labios de Maldred. Los ojos del hombretón estaban abiertos, y mientras se esforzaba por liberarse de los efectos de la droga, había conseguido volver la cabeza en dirección a Dhamon. Cerró los puños y dio tirones a las sogas, pero sus esfuerzos eran demasiado endebles.

—¡Déjalo en paz!

—¡Eso, Gertie, déjalo en paz! —chilló Elsbeth al mismo tiempo que volvía a atacar a Rikali con el cuchillo—. A ése lo mataré yo.

—Lo siento —repuso la aludida con una sonrisa—. Ahora es mío.

—¡No! ¡Por favor!

La súplica procedió de Riki, que consiguió escabullirse de la distraída Elsbeth y corrió como un rayo hacia Dhamon. La semielfa blandió su cuchillo, partió el arma de Gertie por el pomo y la lanzó lejos justo en el instante en que la punta había alcanzado la garganta del hombre. La hoja sólo consiguió dejar una fina línea de sangre antes de chocar contra el suelo y producir un sonido metálico unos metros más allá.

—¡No matarás a Dhamon! —escupió Rikali.

Volvió a blandir la daga en un amplio arco, y Gertie retrocedió, apresuradamente, con una carcajada.

—Pensaba que habías dicho que estaba en deuda contigo, semielfa —manifestó la mujer, riendo entre dientes mientras miraba a su alrededor en busca de un arma intacta que no estuviera demasiado lejos—. Creí que habías dicho que tenía una deuda contigo, que no te importaba si moría.

—¡Ya lo creo que está en deuda conmigo! —repuso la otra en tono despectivo, y devolvió su atención a Elsbeth, esquivando por muy poco un mandoble del enorme cuchillo de ésta—. ¡Y va a estar aún más en deuda conmigo por salvarle su maldita vida!

—¡No te muevas! —exclamó Elsbeth, dirigiéndose a la semielfa.

La mujer golpeó con tanta fuerza el suelo con el pie que el talón agrietó la madera del entarimado.

—¡Haz el favor de estarte quieta para que pueda matarte y acabar con esto! ¡He permitido que la pelea durara demasiado!

Riki bajó la mirada hacia la madera resquebrajada y luego alzó los ojos para clavarlos en los de Elsbeth. Los ojos de la ladrona relucían oscuros como la noche; el color azul había desaparecido de sus pupilas.

—¿Qué eres? —musitó la semielfa.

—Tu muerte —declaró ella, y lanzó el cuchillo al frente justo en el mismo instante en que la otra daba un salto hacia atrás.

Gertie se había dirigido a los pies de la cama de Maldred y había colocado una mano sobre una de las patas. En un santiamén, consiguió arrancarla. Una esquina de la cama cayó al suelo, y el todavía atontado hombretón lanzó un gemido. La ladrona empuñó la pata como si fuera un garrote y avanzó hacia el joven, que seguía inmóvil contra la pared.

—Elsbeth cree que debemos poner fin a esto, cachorro. Supongo que tiene razón.

—¿Quiénes sois? —volvió a gritar Rikali—. Vosotras dos no sois…

Sus palabras se vieron interrumpidas por un sonoro retumbo. Maldred había conseguido, por fin, superar gran parte de los efectos de la droga y había tirado con tanta fuerza de las ligaduras que había logrado hacer pedazos el resto de la cama. El hombretón se retorció para escapar de las cuerdas.

—¡Elsbeth! —Gertie miró por encima del hombro y frunció el entrecejo—. ¡Acabemos con el juego y sigamos a Satén!

Echó hacia atrás su improvisado garrote, se agachó para esquivar el ataque del bastón del hombre sujeto a la pared y lo golpeó con fuerza en el pecho. La pata era vieja y se partió a causa del golpe. Gertie lanzó un juramento y se desprendió de la madera.

—Acabar contigo a golpes me llevará bastante tiempo —se mofó Gertie.

La ladrona alzó las manos vacías, y cuando el joven volvió a descargar el bastón, éste fue a parar sobre las palmas extendidas de Gertie, de modo que la madera chasqueó con fuerza.

—¡Maldita sea! —gritó, sorprendida, al mismo tiempo que sus dedos se cerraban con fuerza sobre el bastón—. ¡Eso me escoció! ¡Eres un cachorro forzudo!

Forcejearon durante unos instantes. La mujer tiró con tanta fuerza del bastón que, desgarrando la túnica, soltó al joven de la pared. Él cayó sobre ella, con el arma todavía entre ambos. Continuaron luchando un momento, y luego Gertie rodó sobre el joven y lo inmovilizó.

—¡Deja de forcejear, cachorro! ¡Te mataré deprisa! ¡Lo juro! Eres humano y no merece la pena venderte.

—No deberías ser tan fuerte —jadeó el joven.

A poca distancia, Maldred había conseguido soltar sus muñecas y tobillos de las cuerdas y se esforzaba por sentarse sobre el lecho roto.

—Esto… no… va… nada… bien —dijo—. Hay algo que no es como debería ser en ellas.

Intentó levantarse, pero sus piernas resultaban demasiado pesadas y se negaron a moverse; apenas si consiguió alzar los brazos.

—¿Algo no va bien? —repitió como un loro la semielfa desde el otro extremo de la estancia—. ¿De dónde has sacado eso, Mal? Atraviesan paredes de yeso con espadas, arrancan patas de la cama. ¡Son fuertes como toros! ¡Ya lo creo que hay algo que no va bien! Mal, yo debería… ¡Ah!

Elsbeth había conseguido herirla de nuevo, y Rikali se vio obligada a dedicar todos sus esfuerzos a desviar los ataques de su adversaria.

—¡Dhamon! ¡Dhamon! —llamó Maldred a su amigo desde el otro extremo de la habitación—. ¡Muévete!

El hombre se tocó las ataduras con movimientos torpes, sin dejar de contemplar la pelea entre Rikali y Elsbeth. La mujer de más edad tenía a la semielfa contra la pared y lanzaba en aquel momento el puño al frente. Rikali volvió la cabeza justo a tiempo, y el puño de su oponente se estrelló contra la gruesa pared de yeso, donde abrió un agujero.

La semielfa se quedó boquiabierta y contempló anonadada cómo la mujer sacaba tranquilamente el brazo y soplaba el polvo de yeso que cubría sus nudillos.

—No…, no…, no sé lo que sois —tartamudeó Rikali—, pero no sois vulgares ladronas.

—Desde luego, no lo somos —replicó ella a la vez que el cuchillo se abría paso a través de una manga y se hundía profundamente en el antebrazo de la semielfa—. Tal vez, Gertie tenga razón. ¡Quizá debería dejar de jugar contigo y poner fin a esta farsa! Pero no quiero provocarte heridas demasiado importantes. No eres humana y podrías valer unas cuantas monedas.

—¡Cerdos! ¡Cerdos para vosotras!

El brazo de Rikali estaba entumecido, y la semielfa volvió a maldecir cuando la daga resbaló de sus dedos; la manga del vestido estaba oscurecida por la sangre.

—Me has hecho una buena herida esta vez, piojosa… piojosa…, ¡lo que seas!

Rikali se lanzó a la izquierda, luego giró al frente y a la derecha; el movimiento cogió a Elsbeth por sorpresa, y ésta retrocedió.

Rikali corrió a los pies de la cama donde estaba Dhamon, se dio la vuelta y aplicó con energía la daga que le quedaba sobre la soga que ataba uno de los tobillos del hombre. Con dos veloces movimientos más consiguió cortarla lo suficiente como para que él se soltara; luego, corrió al otro extremo del lecho y asestó fuertes golpes con el filo a la cuerda que inmovilizaba el otro tobillo. En esa parte, el suelo estaba cubierto de pedazos del espejo roto, pero Elsbeth ya no dudó en seguirla.

La fornida mujer cargó por la habitación, chillando a medida que los cristales se clavaban en las plantas de sus pies. La semielfa apenas tuvo tiempo de volverse para repeler el ataque a tiempo, alzando la daga para detener el cuchillo de su adversaria.

Elsbeth se acercó más e intentó acuchillarla, de modo que la semielfa giró y se vio obligada a ir en dirección a la ventana.

Haciendo añicos el cabecero, Dhamon se soltó de la cama, pero necesitó tres intentos para conseguir sentarse. La habitación aún le daba vueltas, pero ya veía bien a la semielfa.

Se dio cuenta de que tenía un aspecto distinto. Acostumbraba a llevar prendas excesivamente ajustadas, pero entonces lucía un vestido amplio que le caía hasta los tobillos. Solía maquillarse el rostro —labios, ojos, mejillas, las pestañas cubiertas con una gruesa capa de khol—, lo que contrastaba marcadamente con su piel pálida; sin embargo, entonces no se veía el menor signo de maquillaje, y el rostro mostraba una suavidad, casi una fragilidad, propia de una muñeca de cerámica. Los cabellos eran los mismos, una masa de rizos de un blanco plateado que se desplegaban alrededor de la cara, pero llevaba la melena más corta, pues sólo le llegaba hasta los hombros.

—Vamos —se dijo en voz alta—. Levántate.

De improviso, sus pies se hallaban sobre el suelo, y él estaba de pie. Las oscuras manchas borrosas adquirieron nitidez, y consiguió distinguir la ventana y un resplandor, diminuto, que reconoció como procedente de una vela. La luz de un farol penetraba por la puerta abierta.

Escuchó la exclamación ahogada de una mujer. ¿Rikali?

—¡No me iría mal un poco de ayuda, Dhamon, Mal! —le llegó la respuesta—. ¡No sabía que las mujeres pudieran luchar tan bien!

«Tampoco yo», pensó Dhamon, y aunque su cabeza seguía aturdida, vio que Elsbeth seguía luchando con Rikali. Gertie continuaba forcejeando en el suelo con el joven, en tanto Maldred había conseguido ponerse de rodillas y retorcía los dedos en el aire. «Está lanzando un conjuro», se dijo.

Dhamon alargó la mano hasta su espalda, hacia la pata rota de la cama en la que había colgado a Wyrmsbane, pero no encontró nada. Una parte de él recordó que la ergothiana llamada Satén se había llevado el arma y que ya no estaba allí. Maldijo en voz baja mientras arrancaba una tabla de madera para usarla como arma.

Avanzó arrastrando los pies, alzó su improvisado garrote y lo descargó con toda la fuerza que consiguió reunir para golpear con energía el hombro de Elsbeth. Sin inmutarse, la prostituta siguió hostigando a la semielfa en dirección a la ventana.

—¡Ayuda a Varek! —gritó Riki—. ¡Esa zorra va a matar a Varek! ¡Dhamon!

—¿Varek?

Dhamon dirigió una veloz mirada al suelo. Gertie tenía las manos alrededor de la garganta del joven, cuyo rostro aparecía enrojecido; los ojos estaban a punto de saltar de las órbitas. Dhamon se balanceó hacia adelante y hacia atrás sobre sus pies mientras daba un paso en dirección a la pareja. Alzó el improvisado garrote y contempló cómo la habitación giraba a su alrededor.

Varios metros más allá, Maldred proseguía con el hechizo, pero en su estado de aturdimiento, el conjuro evolucionaba despacio, aunque se negaba a darse por vencido. Se concentró en sus dedos, que cada vez notaba más calientes; agradablemente más calientes al principio, luego de un modo más doloroso.

—No quiero hacerte daño, mujer —avisó el hombretón, intentando atraer la atención de Gertie—, pero no puedo dejar que mates a ese joven.

Ella hizo caso omiso de sus palabras.

—Te lo advierto… —prosiguió él, apuntando con los dedos a la mujer.

Gertie hundió las uñas con más fuerza en la garganta de su víctima.

—Se acabó.

Maldred lanzó el conjuro, y rayos de fuego centellearon hacia la mujer, a quien golpearon en el pecho y el estómago.

Ella no reaccionó, de modo que le envió otra llameante andanada. Esto atrajo su atención; al fin, abrió las manos, se incorporó tambaleándose y se encaminó hacia Maldred. Sus escasas ropas humeaban, y la piel bajo ellas aparecía chamuscada por el ataque mágico.

—Yo abandonaría si estuviera en tu lugar —le aconsejó el gigantón, mientras el joven que ella había estado intentando estrangular hacía esfuerzos por respirar y se frotaba la garganta—. Quédate donde estás. Mujer, ¿es qué no me escuchas?

Sacudió la cabeza y extendió las manos a ambos lados, articulando una retahíla de palabras en la lengua de los ogros. Una cortina de fuego salió disparada de sus manos, alcanzó a la ladrona a la altura de la cintura y, en un instante, las llamas la engulleron. Gertie se retorció y chilló con una voz profunda y estridente que hizo que Maldred sintiera una oleada de escalofríos en la espalda.

El hombretón, haciendo un esfuerzo supremo, se puso en pie justo a tiempo, mientras ella se desplomaba hacia adelante sobre la cama rota, retorciéndose aún, con lo que las llamas se extendieron por las sábanas. En unas cuantas zancadas, Maldred llegó junto a Varek y extendió una mano para ayudarlo a incorporarse, al mismo tiempo que sostenía a Dhamon para que no cayera.

—La habitación está ardiendo —indicó el gigantón.

—Sí, será mejor que salgamos de aquí.

Las palabras de Dhamon seguían sonando inarticuladas y su lengua continuaba espesa, pero su cabeza estaba algo más despejada, y cuando la sacudió, le satisfizo darse cuenta de que la habitación se hallaba entonces estable.

—¿Riki? —La palabra brotó de la boca del joven—. ¿Dónde está Riki?

Dhamon y Maldred miraron a su alrededor. No se veía ni rastro de la semielfa, y Elsbeth también había desaparecido.

—Debe de haberse largado ya —indicó Dhamon—. Sabe cuándo salir corriendo.

—No lo creo —repuso Maldred, meneando la cabeza mientras señalaba en dirección a la ventana, donde las cortinas ondeaban al viento con los bordes teñidos de sangre; había más sangre en el alféizar—. Las vi cerca de la ventana.

Sin prestar atención a las llamas, que cada vez ganaban más terreno, el hombretón cogió sus pantalones y se los puso al mismo tiempo que avanzaba dando traspiés hacia la ventana y sacaba la cabeza al exterior.

—Nada —anunció al cabo de un instante—. Ni rastro de ellas.

—Las mozas tenían esto bien planeado —dijo Dhamon—. Nos drogaron, nos robaron e iban a matarnos.

—Riki os salvó —dijo el joven—. Los dos estaríais muertos si ella no hubiera venido aquí. Debemos encontrarla.

Dhamon dirigió una veloz mirada al desconocido, pero no respondió. Tenía el aspecto de un leñador, vestido con una túnica de cuero verde, botas altas hasta los muslos y polainas de un tono verde más oscuro. Sus cabellos eran finos y rubios, y le caían rectos hasta la altura de la mandíbula. Los ojos eran de un color curioso, de un gris del tono de las cenizas.

—Hemos de salir de aquí —indicó Maldred, apartándose de la ventana a la vez que empujaba a Dhamon y al leñador hacia la puerta; el fuego se había extendido por los restos de las estructuras de las camas y empezaba a lamer la pared—. Hemos de salir ahora. Luego, nos preocuparemos por Riki.

Agarró las botas y la túnica en una mano, y después tiró con la otra hasta que consiguió soltar la espada de la pared.

—Riki —persistió el joven—. Hemos de encontrar a mi esposa.

Varek pasó por entre los dos sorprendidos hombres y se encaminó hacia las escaleras.

—¿Esposa? —preguntó Dhamon a la espalda del desconocido; no obtuvo respuesta, y apartó el pensamiento de la mente por el momento—. A lo mejor se fue por la ventana tras la moza gorda —sugirió a Maldred—, pero lo más probable es que saliera por la puerta. Esas mujeres… Había algo que no era normal en ellas.

—Riki no habría salido por una ventana en su estado —manifestó el joven por encima del hombro—, y no habría ido en pos de ninguna de aquellas mujeres.

—Estaba herida —convino el hombretón—. No creo que fuera a ninguna parte por decisión propia. La encontraremos.

Maldred empezó a toser a medida que el humo comenzaba a salir de la habitación; pasó veloz junto a Dhamon y bajó por las escaleras de dos en dos.

La escalera finalizaba en una enorme habitación en la que estaban sentados una docena de ogros; bebían en jarras de madera descomunales y arrojaban conchas y rocas de brillantes colores en el centro de un par de grandes mesas redondas. Todos ellos se pararon en seco para contemplar, boquiabiertos, al trío herido, señalando y farfullando en su lengua gutural al ver cómo el humo se filtraba escaleras abajo.

Detrás de la barra había un humano larguirucho de mediana edad, con unas greñas grasientas de color grisáceo que le caían sobre un ojo. Limpiaba un vaso con un trapo mugriento e intentaba con todas sus fuerzas no mirar en dirección a la escalera; todavía no había advertido la presencia del humo.

—¿Ha bajado una semielfa por aquí? —preguntó el joven al cantinero, y cuando éste no respondió se estiró por encima del mostrador y colocó el bastón en la barra—. Te he preguntado si ha bajado una semielfa por aquí.

El hombre limpió el vaso con más energía y dedicó al desconocido una mirada perpleja.

—¿Semielfa?

—¿Y una moza rechoncha, una de las damas que te pagaron para que hicieras caso omiso de lo que estaban haciendo arriba?

El hombre se encogió de hombros y se echó el trapo a la espalda.

—No sé de qué estás hablando. No he visto a nadie.

Varek agarró al tabernero por la barbilla, que, sorprendido, dejó caer el vaso. Dhamon giró en redondo para vigilar a los ogros; la mitad seguían sentados, observando con atención al cantinero como si se tratara del animador nocturno.

El joven tiró de la cabeza del hombrecillo y le retorció la barbilla, hasta que ésta señaló en dirección a la escalera. Un humo gris oscuro empezaba a acumularse en lo alto, y gruesos zarcillos reptaban hacia abajo al mismo tiempo que el olor de la madera quemada iba dominando los demás olores del lugar: porquería, sudor y cerveza derramada.

—¡Fuego! —chilló el hombre—. ¡Mi establecimiento se quema!

—Te quemarás con él si no me hablas de la semielfa —replicó Varek, sujetándolo con fuerza.

—¡No vi nada!

Había temor en los ojos del hombre, pero aparentemente decía la verdad. El joven le apretó la barbilla con energía antes de soltarlo y correr hacia al exterior.

El tabernero se agachó detrás del mostrador; las manos, convertidas en una mancha borrosa, agarraban las pocas cosas de valor que allí había y una caja de monedas.

—Todo el lugar arderá deprisa —comentó Dhamon, que, tosiendo, se encaminaba ya hacia la puerta. Se detuvo al ver que Maldred no se movía.

El hombretón había desenvainado su espada y tenía los ojos fijos en el rostro del ogro de mayor tamaño. La mayoría de los otros ogros se dirigían despacio hacia la salida, recogiendo antes sus conchas y monedas; unos pocos se llevaban también sus jarras de cerveza. Todos lanzaban juramentos.

—Las mujeres humanas —dijo Maldred en la lengua de los ogros, colocando el espadón en posición horizontal ante él—. ¿Las viste? ¿Viste a la semielfa?

El ogro de mayor tamaño negó con la cabeza y dio un paso en dirección a la puerta, pero el otro cambió de posición y se colocó entre él y la salida.

El humo flotaba entonces como una nube bajo el techo de la enorme estancia, y se distinguían puntos anaranjados ahí y allá, lo que indicaba que el fuego se había extendido por el suelo. En lo alto, junto a las escaleras, un tablón del techo crujió, se ennegreció y cayó al suelo.

—Las mujeres —repitió Maldred.

El ogro gruñó y dio un paso al frente, soltando sus conchas y extendiendo las manos con aspecto de zarpas.

—Mal… —dijo Dhamon—. Mal, salgamos de aquí. Riki es una superviviente.

Maldred hizo caso omiso de su amigo y apartó una de las manos de la empuñadura de la espada. Apuntó con el índice al enorme ogro y murmuró una retahíla de palabras, algunas en la lengua de los ogros. Había un timbre musical en ellas, y cuando terminó, el ogro gritó sorprendido. Una bola de fuego había aparecido en el aire a un milímetro del dedo del gigantón; la esfera giró, chisporroteó y siguió su movimiento, avanzando despacio en dirección al ogro.

La nube de humo era cada vez más espesa, y Dhamon retrocedió hacia la puerta, gritando a su amigo que se uniera a él. El edificio crujió a modo de protesta a su alrededor, y las llamas chasquearon y chisporrotearon con más fuerza. Se escuchaban golpes sordos en lo alto que indicaban la inmediata caída de las vigas, y desde el exterior, llegaban algunos gritos: «¡fuego!», «¡el local de Thatcher está ardiendo!», «¡Riki!». Esto último se repetía de un modo frenético.

—Mal… —instó Dhamon.

Las lágrimas resbalaban de los ojos de Maldred a causa del humo, y el gigantón tosió y movió las manos, haciendo que la bola de fuego aumentara de tamaño.

—Las mujeres. —Esa vez las palabras fueron acompañadas de un gruñido—. Tienes que saber algo.

El ogro siguió sin decir nada, y el hombretón señaló al suelo. Y la bola de fuego cayó y se rompió como si fuera un globo de agua. Las llamas se desperdigaron por el entarimado formando una línea entre Maldred y el otro.

El ogro aulló, y Dhamon lanzó un juramento.

—¡Mal! Este edificio se va a derrumbar encima de nosotros.

—¡La semielfa! —gritó el aludido, cuya voz superó los furiosos chasquidos y chisporroteos del fuego.

—¡Se la han llevado para venderla! —chilló el ogro—. Al pueblo de los dracs. Eso es lo que hacen con los elfos. Los venden en Polagnar.

Maldred se alejó describiendo un giro para seguir a Dhamon hacia el exterior. El ogro de gran tamaño saltó por encima de la línea de llamas y se abrió paso por delante de ellos.

Había luna llena, lo que facilitaba la contemplación del desvencijado poblado. El lugar constaba de apenas dos docenas de edificios, todos ellos de madera; la mayoría daban la impresión de que acabarían derrumbándose antes de que finalizara el año. Unos cuantos eran comercios: un establo, algo que daba la impresión de ser una tienda de comestibles, otro que parecía la tienda de una costurera en la que también se vendían botas, una armería y una herrería cerradas. Había una taberna al final de una calle polvorienta. La que acababan de abandonar ardía con fuerza. El resto de edificios eran o viviendas y posadas de mala muerte o estaban abandonados.

Se escuchó un sonoro crujido cuando el edificio, totalmente engullido por las llamas, se desplomó, y también algunos gritos al pasar el fuego a la tienda de botas contigua. El cantinero intentaba instigar a sus antiguos parroquianos para que fueran tras Maldred. A poca distancia, Varek llamaba a Riki.

—¡Él lo hizo! —exclamaba el tabernero al mismo tiempo que señalaba hacia el hombretón—. Él le prendió fuego. ¡Matadlo!

—No llevo armas —dijo Dhamon, que estaba junto a Maldred—. Son demasiados.

—El verano ha convertido este lugar en leña de primera clase —gruñó su amigo—. No necesitamos armas.

Señaló un edificio situado frente a la posada en llamas, que por su aspecto parecía un almacén. El fuego lamía los pilares que sostenían un alero de tablillas de madera. El hombretón realizó otro gesto, y las llamas chispearon sobre el tejado del establo.

—¡Incendiará toda la ciudad! —gritó el tabernero; el hombre respiraba con dificultad y agitaba los brazos—. ¡Matadlo! ¡Matadlo a él y a sus amigos!

—¡Matad a los humanos! —chilló un ogro de amplio pecho.

—¡Ocupaos de vuestra ciudad! —les gritó Maldred a modo de respuesta—. ¡O la quemaré toda!

Retrocedió, con Dhamon a su lado. Varek, que seguía llamando a Riki a gritos, se reunió con ellos.

—Mi esposa —dijo el joven, y sus ojos eran como dagas—. Tengo que encontrarla. Está…

—No está aquí —intervino Maldred—. Pero sé dónde está. ¡Vamos!

Abandonaron el pueblo a toda prisa, sin aminorar la velocidad hasta que el chisporroteo de las llamas y los gritos de los ogros fueron sólo un recuerdo.

—¿Dónde está? —le preguntó Varek al gigantón cuando se detuvieron para recuperar el aliento—. ¿Dónde está mi Riki?

—¿Mi Riki? ¿Quién eres tú? —le interrumpió Dhamon.

—Varek —farfulló el joven con el rostro enrojecido—. Varek Aldabilla. Riki es mi esposa, y pienso encontrarla. Insistió en venir aquí a buscaros y…

—Está en un lugar llamado Polagnar —repuso Maldred, introduciendo la mano en el bolsillo de sus pantalones y extrayendo un tubo de hueso para guardar pergaminos—. O más bien se dirige hacia allí.

Dhamon lanzó un profundo suspiro de alivio al ver el tubo.

—Las ladronas se llevaron nuestras gemas, pero no se lo llevaron todo.

—No. —Maldred sonrió de oreja a oreja—. No consiguieron nuestro mapa. —Lo desenrolló y habló al mapa—: Polagnar.

Una zona del mapa se iluminó, y una mancha verde se tornó más brillante. Aparecieron imágenes de árboles y papagayos, y se arremolinaron alrededor de aquel punto; luego, fueron desplazadas por el rostro de un drac de dientes rotos con relucientes ojos negros. Maldred observó la posición en el mapa y trazó una línea invisible desde allí hasta donde se encontraban ellos en esos momentos.

—A Rikali la llevan a un poblado llamado Polagnar. Si nos movemos deprisa, podemos alcanzarlas a ella y a Elsbeth antes de que lleguen allí.

Volvió a guardar el pergamino y, a continuación, devolvió el tubo a su bolsillo.

—Estupendo. —Dhamon sacudió la cabeza—. Que Varek vaya en busca de su esposa. Eso queda muy lejos de nuestro camino. Hay que tener en cuenta el valle Vociferante, Mal, el oráculo al que debo encontrar. —Los ojos del hombre no pestañeaban, y su mandíbula aparecía firme—. No vamos a penetrar en la ciénaga en busca de Riki. Ella lo comprenderá.

Varek lanzó al hombre una mirada asesina y cerró las manos con fuerza alrededor del bastón.

—Desagradecido —resopló, y se puso en marcha calzada adelante a paso ligero en dirección a Polagnar, usando la luz de la luna para guiarse.

—Esposa —masculló Dhamon, sarcástico—. ¡Qué van a ser marido y mujer! Ése sueña. Antes de casarse con ese chico, Riki…

—Vamos a ir con él, Dhamon —le interrumpió Maldred—. Nos vamos a Polagnar para encontrar a Riki. A lo mejor es su esposa, a lo mejor no lo es; pero es como si fuéramos familia.

—No, no es cierto. Nos vamos directamente al sur. —Dhamon volvió a negar con la cabeza—. Mal, yo…

El hombretón gruñó y giró para enfrentarse a su amigo; lanzó la mano al frente y agarró un puñado de cabellos para atraerlo hacia sí.

—¿Qué estás diciendo? —Escupió las palabras con energía y con un dejo de veneno en ellas—. ¿No ir en busca de Riki? Salvó nuestras vidas al ir a esa ciudad de ogros. Salvó tu vida cuando aquella mujer estaba a punto de rebanarte la garganta. Estás en deuda con ella. Estamos en deuda con ella.

La mandíbula de Dhamon se movió y sus manos se cerraron con fuerza, pero no dijo nada.

—Iremos al valle Vociferante y encontraremos el tesoro, y luego, iremos en busca del oráculo —continuó el hombretón—; pero no hasta que localicemos a Riki.

Soltó a su compañero y se marchó con sonoras pisadas en pos de Varek sin mirar hacia atrás para comprobar si el otro lo seguía.

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