El suelo era una resbaladiza área de barro, y los troncos de los árboles, un conjunto de distintos tonos carbón. Incluso el cielo sobre sus cabezas, incrementando la lobreguez reinante, era oscuro y opresivo, y amenazaba lluvia. Un escalofrío involuntario recorrió la espalda de Dhamon cuando se detuvo para echar una detenida mirada a todo ello.
—Mal… —Dhamon señaló lo que, a juzgar por su forma, era probable que hubiera sido un sauce.
No estaba recubierto de corteza normal, sino que aparecía totalmente envuelto por escamas lisas y flexibles como la piel de una serpiente. Dhamon alargó la mano y lo tocó, vacilante. Efectivamente, el tronco tenía el tacto de las escamas y estaba frío a pesar del opresivo calor; además, rezumaba una fina capa de relente, producto de la humedad. Incluso las ramas estaban cubiertas con aquella piel de serpiente, y las pocas hojas que crecían tenían también forma de escamas, tan negras como un cielo sin estrellas. Las oscuras raíces, que sobresalían del barro ahí y allá, eran todas angulosas, rectas y de aspecto perturbador.
—Huesos —musitó Dhamon.
Lo que podía ver de las raíces tenía el espantoso aspecto de huesos carbonizados de brazos y piernas humanos. Las ramas más finas golpeaban entre sí bajo la tenue brisa. De algunos de los árboles, colgaban enredaderas, y éstas parecían serpientes cuyos extremos, como cabezas bulbosas, pastaran en la tierra; otros árboles estaban cubiertos con tiras de piel de serpiente desechada.
No veía aves en los árboles, aunque distinguió unas cuantas cotorras volando alto, curiosamente vívidas en medio de toda esa monotonía. No había rastro de animales, excepto algunas serpientes de agua negras, de un tamaño excepcionalmente grande, enrolladas junto a la orilla de un estanque de aguas estancadas.
Se apreciaba tan sólo un pequeño número de arbustos, sin hojas y con todo el aspecto de una colección de huesos ennegrecidos de dedos encajados entre sí. Un par de cadáveres totalmente blancos destacaban de entre lo que los rodeaba; estaban apoyados contra el tronco de un árbol.
—Este sitio me pone la carne de gallina —dijo Dhamon.
Respiraba tan someramente como le era posible, pues el olor del lugar le provocaba náuseas. La brisa transportaba un aroma a azufre, que se tornaba más intenso cuanto más al este viajaban, y el acre olor se alojaba profundamente en los pulmones del hombre. Tosió y se vio recompensado con una concentración aún mayor de aquella materia. Dirigió una ojeada a sus compañeros. Varek tenía mal aspecto, y Maldred se cubría nariz y boca con la mano.
—Sí, es un lugar encantador —reflexionó el gigantón.
—Esto fue idea tuya —refunfuñó Dhamon—, eso de ir tras Riki. No tengo más que un cuchillo como arma, y a Varek se le cayó el bastón en la ciénaga. Esto fue idea tuya, tu pésima idea, amigo mío. —Estiró el cuello alrededor de un grueso árbol recubierto de escamas y apretó los labios hasta formar una fina línea—. Sí, realmente es un sitio encantador éste al que hemos ido a parar —añadió.
Una extensión de aguas oscuras describía una curva en torno a una isla pantanosa, que se hallaba atestada de árboles-serpientes. El cielo estaba encapotado, y daba la impresión de que llovía algo más lejos. La aguda vista de Dhamon consiguió abrirse paso por entre la monótona oscuridad y vio justo lo suficiente como para saber que había alguna especie de edificaciones en la isla.
—Creo que he localizado tu poblado de dracs —manifestó, estudiando el agua—. Por todos los dioses desaparecidos, esta agua huele igual que una cloaca de Palanthas. —Soltó un sordo silbido—. Comprueba ese mapa mágico tuyo para asegurarnos de que éste es el lugar.
Avanzó pesadamente en dirección al borde del agua, deslizándose durante el último tramo de la embarrada pendiente al mismo tiempo que se movía por entre los cada vez más escasos árboles cubiertos de escamas. Dhamon se detuvo justo antes de llegar a la orilla al detectar una profusión de rechonchos cocodrilos y caimanes tan cubiertos de lodo que parecía como si se hubieran camuflado a propósito.
—Riki no vale todo esto —musitó—. Nadie vale tanto como para pasar por esto.
Maldred contempló el mapa durante un corto espacio de tiempo para asegurarse de que habían llegado al lugar correcto. Recorrieron unos ochocientos metros a lo largo de la curvada orilla, hasta que se hallaron al sudeste de la isla y llegaron a un muelle desgastado y cubierto de moho que se proyectaba hacia el interior de las aguas, con un extremo ladeándose precariamente. Había un segundo muelle, situado al otro lado y justo enfrente; atados a este último, se veían dos enormes botes de remos.
—Fantástico y realmente maravilloso —dijo Dhamon mientras bajaba los ojos con rapidez hasta un largo cocodrilo de un tono marrón amarillento—. ¿Alguna idea?
—En realidad, sí —repuso Maldred.
El hombretón se arrodilló sobre el fangoso margen con un ojo fijo en los cocodrilos, que mostraban entonces un creciente interés por el trío, e introdujo los dedos en la tierra a la vez que mascullaba algo en la lengua de los ogros.
—¿Qué hace?
Varek fue a colocarse cerca, balanceándose nerviosamente hacia adelante y hacia atrás sobre las puntas de los pies.
—Magia —respondió Dhamon, categórico—. Está realizando un conjuro.
—¿Crees que Riki está realmente allí? —El joven señaló la isla.
—Según el mapa de Mal, Polagnar se encuentra allí. Presuntamente es ahí adonde las ladronas la llevaban; de modo que sí, creo que está ahí.
Varek se estremeció y bajó la mirada hacia la punta de sus botas.
La atención de Dhamon se desvió hacia el creciente número de cocodrilos y Maldred. Aparecieron unas ondulaciones en el barro, que se abrieron hacia el exterior desde los dedos de Maldred y adoptaron una tenue tonalidad verdosa, para a continuación correr por el agua con un suave chapoteo. Al mismo tiempo, los cocodrilos se apartaron y dejaron un buen espacio de terreno libre al trío y a la magia.
—Estoy creando un puente —explicó Maldred; gruñó y el suelo gimió con él y su construcción se tornó más sólida y densa, reluciendo húmeda bajo el sol del atardecer—. Estoy subiendo parte del lodo del fondo, haciendo que sea sólido, de manera que no tengamos que arriesgarnos a nadar.
Profirió más palabras en la lengua de los ogros, y las ondulaciones de barro y agua se aceleraron para convertirse en una borrosa mancha oscura. El tono verdoso se desvaneció para dejar al descubierto un sendero de tierra de unos treinta centímetros de anchura que se extendía desde la orilla hasta un punto cercano a los botes de remos situados al otro lado.
—Sugiero que nos demos prisa —indicó el gigantón, señalando con la cabeza un cocodrilo especialmente grande que había alzado el hocico para apoyarlo contra el puente.
Había otras figuras nadando a su alrededor: unas con un aspecto que recordaba vagamente a un dragón, algunas con seis patas y otras con dos colas. Podrían haber sido caimanes contrahechos o alguna especie de lagartos acuáticos.
—Mi puente no durará mucho —siguió Maldred—, y tampoco mantendrá a raya a nuestros amigos del traje de escamas. Así pues, en marcha.
Dhamon prácticamente corrió a través del mágico sendero, chapoteando con los pies y lanzando una lluvia de barro a su espalda. Varek y Maldred lo siguieron, y los tres alcanzaron el follaje y el otro lado justo momentos antes de que el puente de lodo se disolviera.
—¿Cómo conseguiste…?
El hombretón posó un dedo sobre los labios de Varek.
—Poseo un considerable talento para la magia —respondió en voz baja— y carezco de tiempo para explicarte su mecánica.
Se abría una senda al frente, bordeada por más árboles cubiertos de escamas. Las serpientes eran demasiado numerosas para contarlas y, colgando en medio de lianas, llenaban el aire con un sonoro siseo. Las hojas y las flores eran negras, y la hierba del color de las cenizas frías. No había nada verde, y a través de una abertura entre hojas en forma de elefante de color negro como la medianoche, Dhamon captó una imagen de algo anguloso, el edificio que había divisado desde la orilla opuesta. Más cerca, clavado a una corteza peluda y oculto casi por enredaderas, había un letrero de madera cubierto de musgo, y el humano apartó la verde capa. En él cartel se leía: «Polagnar, población». Más allá, y por entre un par de troncos de cipreses, distinguió otra cabaña.
—Voy a echar una mirada. Esperad aquí —dijo Dhamon, cuya voz apenas se elevó por encima de un susurro.
Varek meneó la cabeza y señaló un par de huellas, unas pisadas más grandes que las de un hombre y que finalizaban en zarpas.
—Estas señales están por todas partes.
—Huellas de dracs —declaró Dhamon—. Regresaré enseguida. Mal, refresca la memoria de nuestro joven amigo respecto a los dracs, ¿quieres?
Dicho eso, abandonó el camino a toda velocidad y se introdujo en el follaje.
A medida que se aproximaba al poblado, Dhamon fue aminorando el paso para no pisar las serpientes que se retorcían por todas partes. Al atisbar más allá de los árboles que rodeaban Polagnar, vio un claro alfombrado de serpientes, una masa convulsa que se extendía de un extremo al otro sin dejar un solo pedazo de terreno sin ocupar.
Vio pruebas de incendios —los restos destrozados y ennegrecidos de hogares y negocios— y de lo que en una ocasión había sido Polagnar. Se habían construido chozas primitivas entre las ruinas, y éstas estaban cubiertas con una mezcla de paja y gruesos pedazos de piel de serpiente. Lagartos enormes tomaban el sol sobre los tejados. Al otro lado de donde se hallaba la choza más pequeña, se veía un círculo de piedras talladas y una viga chamuscada, posiblemente los fragmentos de un pozo. Había una enorme constrictor arrollada a él.
Al pasar por detrás de la cabaña de mayor tamaño, distinguió un corral de ganado, y en su interior vio al menos tres docenas de elfos, semielfos y enanos, así como un puñado de ogros. Todos ellos tenían un aspecto decaído y macilento. Algunos daban vueltas arrastrando los pies, pero la mayoría permanecían sentados con la espalda apoyada en la valla, sin siquiera levantar una mano para apartar de un manotazo las nubes de insectos que inundaban el aire. Había quienes hablaban, pero él se hallaba demasiado lejos para oírlos.
Observó a los prisioneros durante varios minutos, y se dio cuenta de que había dos dracs montando guardia. Decidió acercarse más para verlos mejor, pero entonces su atención se vio atraída hacia el extremo opuesto del poblado, donde descubrió a unos cuantos humanos. Toscamente vestidos, deambulaban de una choza a otra, apartando a un lado las serpientes con los pies mientras avanzaban transportando comida en bandejas de gran tamaño. Dhamon contempló a una joven que sostenía un escudo con pan, fruta y carne cruda. La muchacha desapareció en el interior de una de las chozas situadas más lejos, pero brillaba luz suficiente en la abertura de la entrada como para que el hombre pudiera ver cómo entregaba la comida a un drac. Cuando la mujer salió, llevaba el escudo vacío. El escudo estaba abollado y lucía un símbolo solámnico, la Orden de la Rosa.
Entre los dracs y las serpientes que se hallaban por doquier, parecía como si en el lugar hirvieran un centenar de marmitas. Los humanos se congregaban alrededor de un par de cobertizos recubiertos de musgo, que, según adivinó, les servían de alojamiento. Había doce chozas cubiertas con pieles de serpiente, y dieciocho dracs que pudiera ver. Las perspectivas eran muy malas.
«Magnífico —pensó Dhamon—. Sólo tengo un cuchillo diminuto como arma».
Dio una vuelta para observar con mayor claridad el corral. Los dracs que deambulaban por el poblado parecían turnarse para vigilar a todos los prisioneros.
—Magnífico —repitió en voz alta al mismo tiempo que vislumbraba algo más allá del corral—. Un draconiano, un sivak.
Se deslizó más cerca, y su boca se abrió, sorprendida.
La criatura mediría con facilidad tres metros de altura. Tenía los hombros más anchos que los de un ogro, y unas escamas de un apagado color plata le cubrían el torso y los brazos; éstas se transformaban en una piel correosa y segmentada a lo largo de la cola. La cabeza era amplia. Los ojos, negros como el azabache, estaban separados por una cresta de aspecto dentado que discurría por el largo hocico. Unos cabellos blancos y finos como una telaraña quedaban desperdigados a lo largo de la mandíbula inferior, haciendo juego con el color de los regordetes cuernos que se curvaban hacia atrás desde los laterales de la cabeza. Uno de los cuernos estaba partido por la parte central.
Llevaba una cadena gruesa alrededor de la cintura, y otra circundaba su cuello. Ambas cadenas rodeaban un ciprés e impedían que la criatura se moviera más de dos metros en cualquier dirección. Carecía de alas, pero su espalda mostraba gruesas cicatrices que señalaban el lugar donde habían estado los apéndices.
Dhamon había visto suficientes heridas recibidas en el campo de batalla como para saber que las alas habían sido amputadas. De todos los draconianos, sólo los sivaks podían volar, y a esa criatura le habían despojado de tal capacidad. «Pero ¿por qué? —articuló el hombre en silencio—. ¿Y por qué motivo se mantiene prisionero a un sivak?».
Se habían eliminado los extremos de las zarpas de la criatura, que presentaba con unos dedos romos parecidos a los de los humanos. Dhamon se preguntó si le habrían hecho lo mismo con los pies. La bestia seguía poseyendo dientes, gran cantidad de ellos, pero algo no era normal en la base de su garganta; había gruesas cicatrices y una herida abierta que no parecía haber sido causada por la cadena. Se había realizado un tosco intento de vendar la herida, pero la tela estaba enganchada en la cadena y no parecía servir más que para infectar aun más la lesión. Existían otras cicatrices por todo el imponente cuerpo de la criatura, la mayoría de ellas en los brazos.
Mientras observaba, la joven humana con el escudo solámnico volvió a aparecer. Esa vez transportaba tiras de carne, cuyo aspecto indicaba que procedían de algún lagarto de gran tamaño. El sivak retrocedió en dirección al ciprés, y ella arrojó la carne al suelo en el punto más alejado que la cadena permitía alcanzar al prisionero. Éste aguardó hasta que la joven se hubo marchado; luego, se adelantó y se arrojó sobre la comida para devorarla.
Cuando terminó, el ser alzó los ojos y olfateó el aire, curvando hacia arriba el labio deformado. Se dio la vuelta y descubrió a Dhamon. El sivak contempló al hombre durante varios minutos interminables sin parpadear y con el hocico estremecido. Finalmente, desvió la mirada, aparentemente desinteresado, y regresó a donde había sido depositada su comida, en busca de algún pedazo que le hubiera pasado por alto.
—Lo tienen como si fuera un perro —musitó Dhamon—. ¿Por qué? ¿Y dónde está Riki? —Deseaba encontrar rápidamente a la semielfa y seguir la marcha—. Ahí está.
La descubrió, apuntalada entre un elfo y un ogro, y con aspecto de estar muy mal. Tenía las ropas manchadas y hechas jirones, y los cabellos y el rostro, sucios de barro. Parecía agotada, y las mejillas hundidas indicaban que no había comido nada. Tenía los ojos abiertos y fijos en el vacío, y a pesar de estar colocada en línea directa a Dhamon, no lo veía.
—Te sacaremos de aquí —susurró él.
Se alejó con cautela y recorrió el resto del poblado, acortando camino para regresar al lugar donde había dejado a Maldred y a Varek. Una vez allí, les relató todo lo que había visto.
—Podemos irrumpir —empezó Varek—. Podemos…
La mirada severa de Dhamon le hizo callar.
—Hay al menos dieciocho dracs, y nosotros sólo somos tres. También hay un sivak, pero por un capricho del destino, probablemente no supondrá ninguna amenaza. Tú no tienes arma, y yo tengo un cuchillo. Creo que nuestra mejor opción es escabullimos hacia el interior durante la noche y llegar al corral por detrás.
Varek carraspeó e irguió los hombros.
—¿Qué os parece esto? —dijo—. Los tres nos acercamos al poblado desde distintas direcciones y nos lanzamos al ataque a una señal mía, de modo que obtendremos un cierto elemento sorpresa. Desconcertaremos a los dracs y los separaremos, cambiaremos de adversario cuando sea necesario, acabaremos con esto y cogeremos a Riki y…
—… nos suicidaremos —terminó Dhamon por él, para a continuación proferir un profundo suspiro y hundir la frente en la mano—. ¿Qué tal si primero mejoro un poco las posibilidades? ¿Y me deshago de unos cuantos dracs antes de que irrumpáis en el interior?
Expuso rápidamente un plan, y luego salió disparado en dirección al poblado enemigo.
Dhamon se aproximó a las chozas, agazapándose tras un guillomo para aguardar hasta que hubieron pasado un par de dracs. Se escabulló entonces a toda prisa por unos metros de terreno al descubierto hasta la parte posterior de la cabaña más cercana. Pegó el oído a la pared de juncos cubiertos de escamas y escuchó con atención. No consiguió oír otra cosa que el siseo de las serpientes, que se movían por todas partes.
Utilizó el cuchillo para abrirse paso a través de la pared, y entonces comprobó que la piel de serpiente era gruesa, carnosa y sangraba. Persistió, cortando la paja que estaba situada debajo, hasta formar una entrada y deslizarse hacia adentro. Estuvo a punto de vomitar debido al olor a sudor, desperdicios y cosas que no quiso ni identificar, y también necesitó unos instantes para que sus ojos se adaptaran al oscuro interior. Le hizo falta algún tiempo más para abrirse paso entre el revoltijo.
La choza estaba vacía de dracs y humanos, pero atestada de toda clase de otras cosas. Un grueso felpudo de pieles y capas constituía un lecho; la capa situada en la parte superior lucía un símbolo solámnico procedente de la Orden de la Rosa. Había un escudo con una rosa apoyado en la pared a poca distancia.
Se veían mochilas y morrales tirados por todas partes, la mayoría hechos trizas y vacíos, aunque del interior de algunos se habían desparramado objetos. Agarró rápidamente un guardapelo. Era de plata o de platino —estaba demasiado oscuro allí dentro para estar seguro—, pero pesaba lo suficiente como para tener cierto valor. Dhamon lo introdujo en su bolsillo y se encaminó hacia la puerta, pasando por encima de los restos de un jabalí que probablemente había servido de cena a un drac. Otros pedazos de carne estropeada y fruta podrida estaban desperdigados sin orden ni concierto.
Había cajones de embalaje apilados cerca de la entrada, algunos rotulados en lengua elfa y otros en Común. Estos últimos, que Dhamon podía leer, proclamaban que en una época habían contenido vino de moras procedente de Sithelnost, en los bosques de Silvanesti, situados al este. Meneó con suavidad las cajas, y se sorprendió al encontrarlas casi llenas.
Miró el suelo a su alrededor y consideró la posibilidad de hurgar en el interior de algunas mochilas, pero un ruido al otro lado de la entrada le obligó a ocultarse tras las cajas.
Se escuchó un siseo; eran dos o tres dracs conversando. La palabra elfo surgió varias veces y humano sólo una; luego, las sibilantes voces se alejaron. Dhamon notó que sus piernas se entumecían y se dispuso a moverse, pero se escucharon más siseos, y al cabo de un momento un drac penetró en la choza. La criatura bostezó y se desperezó como lo haría un humano. Después, miró hacia la cama y se dirigió a ella, aunque se detuvo a medio camino y olfateó el aire. Había empezado a girar cuando Dhamon saltó de detrás de las cajas, cuchillo en mano y con la intención de clavarlo en un punto situado entre las alas de la criatura. La hoja se hundió con facilidad y hendió el corazón del ser. Antes de que el drac consiguiera ver quién había infligido el golpe mortal, ya había estallado en una ráfaga de ácido que cayó sobre el atacante. El ácido corrió por su piel, urticante y chisporroteando, dejando pequeños agujeros en los pantalones.
Dhamon volvió a acurrucarse tras las cajas, deseando fervientemente que ningún otro drac hubiera escuchado cómo moría su compañero. Permaneció inmóvil durante varios minutos, oyendo su propia respiración y el sonido de la leve brisa que susurraba entre la paja del tejado. Una vez que se hubo convencido de haberse deshecho del ser sin alertar a nadie, tomó la punta del cuchillo e hizo palanca en una de las cajas. Sonrió de oreja a oreja al descubrir que realmente había botellas de vino de moras en el interior. Dhamon deseaba ardientemente echar un buen trago de aquella bebida, pero sólo tenía tiempo de agarrar una mochila vacía y guardar dentro tres botellas, que acolchó con la ayuda de un capote solámnico que encontró. Echándose la bolsa sobre los hombros, se dirigió al agujero que había abierto en la parte posterior de la choza.
Justo cuando apartaba a un lado los juncos y se disponía a partir, escuchó una suave pisada a su espalda en la entrada de la cabaña.
—¿Un hombre?
Dhamon soltó los juncos y giró en redondo. Se encontró con otro drac, que, encorvado al frente, quedaba enmarcado por el dintel de la puerta. Se lanzó en busca del escudo solámnico al mismo tiempo que la criatura penetraba en el interior.
—Hombre nuevo en poblado —dijo el drac, mirándolo con atención—. El hombre nuevo no debería tener arma. —Entonces el drac alargó una zarpa—. Hombre entrega arma y sssuelta essscudo. Hombre debe comportarssse.
—No, hoy —susurró Dhamon.
Sostuvo el escudo frente a él y asestó una cuchillada hacia lo alto, de modo que su arma abrió una fina línea de sangre ácida en el cuello del ser. Éste se llevó las zarpas a la garganta y profirió un sonido borboteante justo en el mismo instante en que el otro se arrodillaba tras el escudo. Se escuchó otra explosión de ácido, y Dhamon volvió a estar solo.
Regresó a toda prisa a las cajas y aguardó varios minutos más. Al ver que no entraban más dracs en la choza, se aproximó con cautela a la cama y la arregló, ocultando las capas que el ácido había quemado. No quería que cualquier criatura que entrara allí una vez que él se hubiera ido descubriera señales de una pelea. Por suerte, cuando los dracs morían, no dejaban cadáveres tras ellos.
Salió apresuradamente por la parte posterior de la cabaña y corrió a toda velocidad hasta el límite de la vegetación arbórea situado unos seis metros más allá. Soltó el morral que contenía el vino tras un guillomo, y luego, volvió a recorrer con la mirada el poblado. Cuando estuvo seguro de que nadie le vería, corrió hasta la cabaña más próxima, sin desprenderse del escudo solámnico.
Había muchas voces siseantes en el interior de esa construcción, de modo que Dhamon se encaminó a otra, que parecía vacía. Se abrió paso por entre escamas y juncos, y penetró en ella. Esta olía tan mal como la otra que había visitado y tenía un aspecto muy parecido. Un revoltijo de objetos aparecía desperdigado por todas partes: capas que mostraban símbolos solámnicos procedentes de Caballeros de la Espada y Caballeros de la Rosa, morrales, arcas, restos de comida y huesos, y una serpiente muerta a la que habían asestado unos cuantos bocados.
Tres espadas estaban clavadas en el suelo junto a lo que se suponía que era una cama, y del pomo de la situada en el centro pendía de una cadena un símbolo de plata del tamaño de la palma de una mano. Era una cabeza de bisonte, cuyos cuernos parecían hechos de pedacitos de perla negra.
—Kiri-Jolith —musitó al mismo tiempo que se apoderaba velozmente de la cadena.
El símbolo representaba la Espada de la Justicia, el dios del honor y la guerra de Krynn, que en épocas pasadas había sido el patrón de la Orden Solámnica de la Espada. Kiri-Jolith había partido hacía ya muchos años junto con todos los otros dioses de Krynn, y los Caballeros de Solamnia que sin duda habían muerto en ese poblado no habían tenido a nadie que escuchara sus plegarias. Y entonces Dhamon poseía una antigüedad que alcanzaría un precio elevado, pese a sus abolladuras y rasguños. Limpió un poco de sangre seca que manchaba el borde, y luego guardó el objeto en su bolsillo.
Introdujo el cuchillo en el cinturón y evaluó las tres espadas. Finalmente, seleccionó la del centro, que era la que mostraba el filo más cortante.
—Por fin, tengo un arma decente —murmuró.
No muy lejos del improvisado lecho había una caja de embalaje vuelta del revés, sobre la que descansaban un gran tarro de cerámica cerrado y una diminuta caja de plata. En el interior del tarro, había una mezcla de hierbas, todas cuidadosamente conservadas y demasiado difíciles de manejar como para que pudiera ocuparse de ellas en aquel momento. La diminuta caja de plata era otra cosa, ya que encajaba fácilmente en su mano. Frunció el entrecejo, pues, no obstante su pequeño tamaño, tenía una cerradura. «Más tarde», articuló en silencio. La introdujo en el bolsillo y escuchó cómo tintineaba con suavidad contra el símbolo de Kiri-Jolith.
Había muchos morrales y sacos abultados, y un examen superficial mostró prendas en la mayoría, y raíces y polvos en unos cuantos, lo que le hizo sospechar que los solámnicos debían haber estado acompañados por un médico de campaña.
Finalizada su rápida inspección, se agazapó a un lado de la entrada, aguardando y escuchando. Allí no había cajas que pudieran ocultarlo, pero las sombras eran lo bastante espesas como para esconderse en ellas.
Un drac de pecho abultado penetró en la choza arrastrando los pies mientras siseaba y refunfuñaba para sí. Era la criatura de mayor tamaño de todas las que Dhamon había visto deambulando por el poblado, con un enorme cuello rechoncho, y el humano captó las palabras serpiente y comida antes de decidir que el ser se encontraba lo bastante sumido en las sombras del interior como para atacarlo sin ser visto. Hicieron falta tres estocadas en veloz sucesión, y Dhamon usó el escudo para protegerse de la acostumbrada lluvia de ácido. Tal y como había hecho antes, hizo todo lo posible por ocultar objetos que hubieran resultado dañados por el ácido, y siguió adelante, escabulléndose por detrás para dirigirse a toda prisa hacia la tercera choza.
Quedaban al menos catorce dracs en el poblado y quería deshacerse de unos cuantos más antes de que se dieran cuenta de que su número disminuía.
La cabaña siguiente albergaba dos criaturas, ambas dormidas, que proferían el sonido rasposo y sibilante que hacía las veces de ronquido. Se aproximó, sigiloso, a la de mayor tamaño; se movía con paso ligero y manteniendo el escudo ante él. Se sintió casi a punto de vomitar cuando aspiró una buena bocanada de lo que el ser sujetaba en la zarpa: un mono parcialmente destripado, que se descomponía en aquel calor. Cuando se encontró justo sobre la criatura, Dhamon contuvo la respiración y le hincó la punta de la espada en el corazón; luego, saltó atrás cuando se produjo la explosión de ácido. Sin un momento de respiro, giró en redondo y se dirigió hacia el otro drac, que seguía profundamente dormido. A éste le acuchilló el pecho, lo que provocó un aullido ahogado. Volvió a hundir el cuchillo y alzó el escudo justo a tiempo, pues la criatura estalló también.
El interior de la choza chisporroteó. Las paredes de juncos y pieles de serpiente situadas junto a las camas amenazaron con disolverse y desplomarse de un momento a otro, pues la cuerda que mantenía unida la construcción se había desintegrado en algunos puntos. Al echar una rápida mirada, Dhamon descubrió algo brillante en el suelo y se inclinó para recogerlo: un fino brazalete de plata. A Rikali podría gustarle, aunque no era tan llamativo como ella acostumbraba a preferir.
—¿Nat? ¿Eres tú, Nat?
Se volvió, encontrándose con un joven de anchos hombros en la entrada de la choza.
—Lo siento. No eres Nat. —Tenía el cabello muy corto, del color de la hierba seca, y con un aspecto desigual y sucio, y a pesar de que su piel parecía razonablemente limpia, olía poderosamente a sudor—. ¿Quién eres?
—Un amigo de Nat —mintió Dhamon.
Hizo una seña al recién llegado para que se acercara y se sorprendió cuando éste obedeció sin mostrar la menor suspicacia. Cuando el joven se encontró al alcance de su mano, Dhamon se adelantó de forma veloz y lo sujetó por el hombro; lo hizo girar y le tapó la boca con una mano antes de que pudiera chillar. Depositó al forcejeante muchacho en el suelo, rodeándolo con un brazo para impedir que se liberase.
—Quiero un poco de información —le siseó al oído—. Si me la facilitas, vivirás. Quédate quieto.
Aguardó a que el otro asintiera con la cabeza; luego, apartó la mano despacio.
—Los dracs del poblado, ¿cuántos son en total?
—Ve… veinte…, puede ser que veinticuatro —fue la tartamudeante respuesta que recibió—. A veces son más. No me molesto en contarlos, a menos que me toque a mi llenar las bandejas. Van y vienen.
—¿Cuántos hay hoy? ¿Ahora?
—Menos de lo acostumbrado, creo. Algunos salieron a cazar.
—Os obligan a servirles. —Dhamon apretó los labios hasta formar una fina línea con ellos—. Sois esclavos.
—No —negó el joven con la cabeza—, no es eso. No nos obligan. Nosotros…
—Magia, pues. Alguien os ha embrujado.
Dhamon gruñó con más fuerza y cerró con energía la mano libre. Hizo girar al joven para tenerlo cara a cara, sosteniendo la espada solámnica amenazadoramente contra su garganta.
—¿Quién? ¿Quién os obliga a servir a los dracs?
—Na…, nadie, te dije. —El hombre sacudió la cabeza—. Los ayudamos voluntariamente. Es lo que hemos elegido.
—¿Por qué? ¿Por qué servís a los dracs?
—Este poblado es un lugar seguro —indicó el hombre—. Otros poblados dracs, también. Si les servimos, no tenemos que preocuparnos por que nos conviertan en dracs. Alguien tiene que servirles.
Sudaba por el calor pero aún más por el miedo a Dhamon. Contemplaba la espada con expresión despavorida.
Dhamon entrecerró los ojos con incredulidad.
—Es mejor que trabajar en las minas de plata de la hembra de Dragón Negro —añadió el joven—. Es mejor que estar muerto. Éste es el territorio de la hembra de Dragón Negro, y los dracs son sus criaturas.
—Y vosotros sus corderitos. Despreciables, ovejas sin carácter.
—No es tan malo, en realidad. Ya lo verás. Los dracs te atraparán, y se te permitirá que los sirvas.
—O me meterán en el corral si me niego.
El hombre sacudió la cabeza, y los sucios cabellos se agitaron.
—No. Eres humano. No enjaulan a los humanos.
—¿Por qué? —insistió Dhamon en voz más alta de lo que había pretendido—. ¿Por qué se venden las otras razas a los dracs?
—Eso no es asunto tuyo —respondió el otro, por fin—. De hecho…
Con un movimiento tan veloz que el joven no pudo reaccionar, Dhamon alzó la espada, descargó el pomo con fuerza contra el costado de su cabeza y lo dejó sin sentido.
—Debería haberte matado —musitó mientras arrastraba al hombre hasta una cama y lo ataba, usando un trozo de tela; a continuación, introdujo el borde de una capa en la boca del hombre y, luego, se escabulló por la parte trasera.
Tuvo que cruzar más de nueve metros de espacio abierto, pisando serpientes siseantes mientras lo hacía, pero consiguió llegar sin ser visto. Transcurrido un segundo, ya estaba dentro. Sabía que a partir de entonces tenía que trabajar más deprisa, por si el joven despertaba o alguien lo descubría.
—Debería haberlo matado —repitió.
Dhamon consiguió introducirse en otras tres chozas, siete en total, y eliminar a diez de los dracs antes de iniciar el regreso junto a Maldred y Varek. Finalmente, escuchó lo que podría ser una alarma. Sonó una trompa con una llamada potente, prolongada y totalmente inarmónica. Echó una mirada a su espalda; unos cuatro metros de terreno abierto se extendían en dirección al espeso follaje de la ciénaga. Podía llegar hasta los árboles y ocultarse hasta decidir qué significaba el toque de trompa. Allí había un enorme sauce cubierto de escamas; podía aguardar bajo el velo de hojas y… Distinguió dos dracs que avanzaban en su dirección, patrullando el perímetro del poblado, y observó que no parecían excesivamente inquietos debido al toque de la trompa, que volvió a sonar una vez más y después se apagó. Otro corte con la espada, y ya había abierto una entrada a una cabaña pequeña. Al cabo de un instante, se hallaba en el interior, y tras cerrar el faldón de piel de serpiente, apretó la oreja contra la pared para escuchar. ¿Lo habían visto los dos dracs?
Los oyó pasar junto a él, siseando y hablando, para detenerse a poca distancia y conversar en su curioso lenguaje, en el que se entremezclaban unas cuantas palabras humanas. Captó varias palabras repetidas en Común, unas que tal vez carecían de equivalente en su propia lengua: hombre, humano, enano, ssseñora, y algo, repetido una y otra vez, que tenía más énfasis: Nur… algo.
Cuando estuvo seguro de que las criaturas habían seguido su marcha, echó una mirada a su alrededor.
Esa cabaña era la que estaba más limpia de todas las que había visitado, y también era la de mayor tamaño, pero estaba prácticamente vacía. Había unos pocos cofres dispuestos uno al lado del otro frente a una improvisada cama, que poseía una mayor cantidad de capas y pieles que las anteriores. El aire allí dentro tenía un olor almizclero, pero no resultaba desagradable; tampoco se veían restos de comida por ninguna parte. Se deslizó hasta la entrada, agazapándose junto a ella. Volvió a escuchar el sonar de la trompa, cuyas notas le parecieron entrecortadas entonces. Un drac pasó junto a la cabaña.
Dhamon deseó que la criatura entrara, pues quería acabar con otras dos o tres si le era posible. Otro drac pasó por su línea de visión, éste seguido por tres humanos jóvenes. «Entra aquí, babosa detestable…».
Lanzó una exclamación ahogada y se apartó de la entrada, sintiendo cómo el escozor de la palma de su mano igualaba al de su pierna. Antes de que pudiera volver a aspirar, la sensación en su muslo se tornó ardiente y dolorosa, como si hubieran colocado un hierro de marcar contra su piel. Dejó caer el escudo y se sujetó el muslo. Oleadas de calor corrieron al exterior desde la escama clavada en la pierna, precipitándose hacia los extremos de los dedos de sus manos y pies, e impidiéndole sujetar la espada con firmeza.
—¿Quién eres?
Escuchó las palabras por entre una neblina de dolor y, de un modo vago, se dio cuenta de que una joven había entrado en la choza y le hablaba. Estaba de pie, con la cabeza ladeada, la larga cabellera colgando y las manos bronceadas alargándose hacia él.
Dhamon sacudió la cabeza y retrocedió despacio, manteniendo la distancia al mismo tiempo que esperaba que ella lo siguiera hacia las sombras. Deseaba apartarla de la entrada; alguien podría verla y darse cuenta de que hablaba.
—¿Quién eres? —repitió la mujer—. ¿Estás con Nura Bint-Drax?
Dhamon maldijo para sí cuando se iniciaron los temblores. Los músculos de las piernas y los brazos empezaron a saltar, y los dedos de pies y manos se retorcían de un modo irrefrenable.
—¿Te encuentras bien?
La joven lo siguió, indecisa. Echó una ojeada por encima del hombro a la entrada de la choza, y luego, volvió a mirar a Dhamon.
—¿Quién eres? ¿Me entiendes? ¿Estás con Nura Bint-Drax?
Dhamon cayó de costado, con las piernas dobladas hacia arriba, el pecho jadeante y los dedos paralizados todavía sobre el pomo de la espada. Intentó decir algo, pero su garganta se secó al instante, y todo lo que pudo proferir fue una especie de boqueo ahogado. Ya resultaba bastante difícil limitarse a respirar y seguir sujetando la espada. La mujer le decía algo, pero su corazón latía con tal fuerza que apenas conseguía escucharla; parecía insistir en saber quién era él.
—¿Estás enfermo?
Se acercó más y le acarició la frente con la mano, pero la apartó al instante, como si hubiera tocado una brasa encendida.
—Una fiebre terrible. ¿Quién eres? ¿Cómo es que tienes un arma? —decía la mujer, pero él captaba sus palabras de un modo vago—. Estás muy enfermo.
Desde algún punto en el exterior de la cabaña, la trompa siguió sonando, y justo al otro lado de la entrada escuchó el golpear de pies. Las sacudidas de un frío gélido, combatiendo el calor, empezaron a irradiar desde la escama y proyectaron a Dhamon al borde de la inconsciencia. Esa vez luchó denodadamente por mantenerse despierto.
—¿Qué haces aquí? —insistió la muchacha; dijo algo más, pero la mayor parte de ello se perdió en medio del martilleo de su cabeza—. Tú no estás con Nura Bint-Drax, ¿verdad? Tú no deberías estar aquí. —Alzó la voz—. ¿Puedes oírme? ¿Me oyes?
Él abrió la boca, en un nuevo intento de hablarle, pero sólo un gemido escapó, de modo que meneó la cabeza.
—Iré a buscar ayuda. —La mujer hablaba más fuerte aún, y desde luego él la oía con claridad—. Iré a ver a los dracs y…
«¡No!» aulló la mente de Dhamon. ¡No podían descubrirlo!; no, en aquel estado de impotencia. Los dracs lo matarían. Dhamon quiso alargar la mano para sujetar a la joven, agarrar su brazo y atraerla hacia él; quería decirle que permaneciera allí y que estuviera callada, quería explicarle que Maldred la rescataría a ella y a los otros siervos. Cuando el ataque producido por la escama cesara, la interrogaría, pero primero ella debía permanecer callada y cooperar, y él necesitaba que el dolor menguara un poco. Tenía que mantenerla junto a él e impedir que alertara a nadie. Distinguió un destello plateado, pero sólo una pequeña parte de su mente se dio cuenta de que se trataba de su espada y de que intentaba alcanzar a la muchacha con la mano equivocada. «Detente», se dijo. Era demasiado tarde. La hoja ya había hendido el aire y había penetrado en la joven.
Una expresión horrorizada apareció en el rostro de la mujer al mismo tiempo que un hilillo de sangre recorría su estómago. Cayó de rodillas y abrió la boca para chillar, pero únicamente un borboteo patético y unas motas rojas salieron al exterior. La muchacha se desplomó hacia el frente y cayó sobre Dhamon. Éste sintió cómo las piernas de la mujer se contraían una vez; luego, toda ella se quedó inmóvil.
«¡Tengo que salir de aquí! —pensó—. ¡Muévete!». La apartó de encima y encontró fuerzas suficientes para erguirse sobre las rodillas. Intentó no sentir lástima por ella; no era más que una baja, alguien que se había aventurado en el lugar equivocado en el momento equivocado. La joven sólo había intentado ayudar, y entonces su sangre lo cubría.
Se arrastró hasta la parte trasera de la choza sin sentir cómo las rodillas se movían sobre la tierra. Las ardientes sacudidas recorrían veloces todo su cuerpo, entremezcladas con punzadas de un frío intenso. Hurgando en la pared trasera, intentó hallar la salida. ¡Ahí!
—¡Ahí!
¿Había oído algo?
—¡Ahí! ¡Un intruso! ¡Un ladrón!
Las palabras fueron dichas en Común, pronunciadas por un humano, y cuando Dhamon miró por encima del hombro descubrió a un hombre, apenas más que un muchacho, de pie en la entrada de la choza. El joven realizó violentos ademanes en su dirección, y luego, hacia el cadáver de la muchacha. A su espalda se alzaba, imponente, un drac, con las zarpas extendidas y los labios echados hacia atrás en un gruñido.
Dhamon dejó de hurgar en el faldón de juncos y alzó la espada. Intentó ponerse en pie de cara a la criatura, pero no consiguió incorporarse. Levantó el arma por encima de la cabeza, pero la punta golpeó la pared de la choza que había a su espalda y se quedó atrapada allí un instante.
Sintió cómo la opresión en su pecho aumentaba a medida que el dolor crecía, y se esforzó por llevar aire a sus pulmones. El drac dio un paso al frente y, después, otro.
«¡Tienes que blandir el arma! ¡Ataca a la bestia!».
Tenía los dedos entumecidos, y el cuerpo tan torturado por el dolor producido por la escama de la pierna que no era capaz de obedecer las órdenes enviadas por su cerebro. Unas zarpas se cerraron alrededor de la mano de Dhamon y le arrancaron la espada. La garra libre del ser sujetó sus cabellos y tiró de él hacia adelante como si pesara lo mismo que una muñeca de trapo, arrastrándolo por el suelo, traspasaron el umbral.
Dhamon percibió la luz del sol cayendo desde las alturas, y el intenso calor del mediodía del pantano de Sable incrementó el ardor que recorría su cuerpo. Sintió cómo lo arrastraban por encima de las serpientes que alfombraban el suelo, y varias de ellas lo mordieron, lo que aumentó el fuego de su interior. Al cabo de un instante, todo lo que vio y sintió fue una fresca y agradable oscuridad.