20 Reflejos de demencia

Las escamas negras formaban una cortina tan ancha que Dhamon no podía ver por detrás de ella. Tras unos instantes, se produjo una interrupción en la oscuridad: inmensos ojos amarillos que brillaban sordamente, hendidos por negras pupilas achinadas que miraban directamente al frente.

Los ojos se cerraron y solamente volvió a quedar la negra pared de escamas.

Dhamon sacudió la cabeza, desterrando el sueño y despertando en medio de las tinieblas con un martilleo en la cabeza. Se recostó contra una pared revestida con paneles de madera cubiertos de moho. El aire estaba inmóvil y mohoso, y arrastraba el fuerte aroma de la putrefacción y un olor más suave, que recordaba el taller de un herrero. El sivak se hallaba cerca.

Al cabo de unos momentos, su aguda visión percibió sombras negras y grises, y algo más pálido, que, evidentemente, desprendía calor.

—¿Ragh? —susurró; escuchaba respirar al draconiano, y al concentrarse, pudo jurar que oía también el latir de su corazón, mucho más lento que el de un humano—. Ragh.

El draconiano profirió un sonido.

Dhamon se apartó los cabellos empapados de sudor de los ojos y apretó el oído contra la pared. Había al menos dos dracs hablando al otro lado del muro; discutían en voz baja en su curioso lenguaje siseante, en el que figuraban unas pocas palabras humanas. Parecía que estaban debatiendo algo referente a un trampero elfo que había capturado a un lagarto de lo más insólito; conversaron durante varios minutos, y luego, se alejaron. Dhamon acercó una mano a su cintura y descubrió que el sivak le había devuelto la espada.

Dhamon tenía calambres en las piernas, e intentó estirarlas, pero sólo consiguió dar una patada al sivak. No tenía demasiado espacio para moverse.

—¿Dónde estamos? —murmuró.

—En una caja doméstica —respondió Ragh.

—¿Una qué?

—Una caja doméstica. —El draconiano hizo una pausa—. Creo que vosotros los humanos lo llamáis un… ropero.

«Maravilloso», pensó Dhamon.

—Después de haber liquidado a los dracs, tenía que buscar algún lugar donde meterte, algún lugar al que ni a dracs ni a draconianos se les ocurriera ir. Estabas… —el sivak rebuscó en su mente las palabras.

—Inconsciente. Delirante. Lo sé.

Estuvo a punto de dar las gracias al draconiano, pero se contuvo. No conseguía resignarse a reconocer lo que le debía a su compañero. De nuevo se preguntó por qué el sivak no lo había abandonado o lo había entregado a alguna autoridad en ese lugar. Sabía que si Ragh no hubiera encontrado un lugar donde ocultarlo, probablemente lo habrían descubierto y capturado, y posiblemente lo habrían eliminado. Hizo un movimiento para ponerse en pie, se golpeó la cabeza contra un estante y lanzó una imprecación en voz baja. Había prendas colgadas allí dentro, prendas medio podridas que daban la sensación de ser pequeñas, como si pertenecieran a un elfo o a un niño.

—Esto no es el hogar de un sanador ni de un sabio —dijo Dhamon, teniendo buen cuidado de mantener la voz en un susurro—. Tal vez lo fue en una ocasión, pero no ahora. Vayamos en busca de Maldred.

Finalmente, consiguió maniobrar lateralmente hasta ponerse en pie y palpó en busca de un pestillo. Pegando la oreja a la puerta para asegurarse de que no había criaturas al otro lado, al mismo tiempo que mantenía la mano sobre el pomo de la espada larga, salió al exterior con cuidado.

El sivak lo siguió por un estrecho pasillo curvo iluminado por una antorcha. Dhamon se encontró mirando con fijeza a su compañero. El draconiano mostraba el aspecto de un drac, negro como la brea, con alas que se extendían elegantemente hasta la parte posterior de sus muslos. No había ni rastro de las cicatrices que habían infestado su plateado cuerpo.

—Olvidé —manifestó Dhamon en voz baja— que adoptas el aspecto de lo que matas.

—Puedo adoptar la forma —corrigió el draconiano— si elijo hacerlo. —Señaló a su derecha, donde el pasillo se curvaba y la luz de la antorcha apenas alcanzaba—. Hay otra escalera —indicó—. Sube y, por su olor, parece que no se utiliza. Hay otras salas y habitaciones aquí; dos huelen a muerte reciente. Estaba a punto de dejarte en el ropero para investigar, pero aparecieron más dracs y decidí evitarlos.

—Y yo desperté. —Dhamon recorrió el pasillo con la vista en dirección contraria—. ¿Sabes cómo salir de aquí?

El otro asintió.

—Entonces… —Miró más allá del sivak, y los cabellos se le erizaron en la nuca—. Entonces, investiguemos un poco más.

De repente, se puso a pensar en Palin Majere. Habían transcurrido muchos meses desde que los dos habían colaborado contra los grandes dragones. Recordaba que Palin prefería los niveles más elevados de la Torre de Wayreth.

—Los hechiceros construyen torres, creo, porque se colocan por encima del hombre corriente. Dominan el mundo desde lo alto. La mujer sabia era una hechicera Túnica Negra, de modo que podríamos encontrarla tan arriba como ella sea capaz de subir.

Se apresuró a ir hacia la escalera, seguido por Ragh.

—Dijiste que era imposible que la sanadora se encontrara aquí —protestaba el draconiano en voz baja.

La escalera era cerrada, y los peldaños de pizarra estaban desgastados. Dhamon tuvo que encoger los hombros y bajar la cabeza para subir. Ragh tuvo bastantes más problemas, con su cuerpo de casi tres metros de altura. Se arañó la piel cubierta de escamas y dejó una línea de sangre a cada lado de la escalera.

Los peldaños ascendieron en espiral durante más de nueve metros y acabaron en un pequeño rellano, hecho de pedazos de obsidiana, donde se bifurcaba un pasillo igualmente estrecho y con un techo alto. Justo delante, había una delgada puerta de madera, con la negra pintura desconchada y descolorida.

—Por lo menos, no tendremos que preocuparnos por los dracs estando aquí arriba —indicó Ragh, cuyos hombros sangraban de tanto rascar contra la piedra—. La escalera fue construida para trasgos y también para hadas.

—Y hechiceros —repuso Dhamon.

«Los hechiceros acostumbraban a estar delgados», se dijo con lúgubre regocijo.

El sivak miró a ambos lados del pasillo, que, aunque de techo alto, era prácticamente tan angosto como la escalera.

—Huelo como si nada hubiera estado aquí arriba durante años. Tal vez un niño podría recorrer estas salas.

Dhamon prescindió de los comentarios del sivak y aguzó el oído. El único sonido que captó fue el de un continuo goteo que provenía del punto del techo donde había una filtración. El agua se había acumulado sobre el suelo, dándole un aspecto aún más brillante, un espejo negro en el que podía contemplar su demacrado reflejo.

No había antorchas, pero había luz. Dhamon observó la presencia de un trío de velas negras encajadas en un candelabro de pared varios metros más allá a ambos lados del pasillo. Las mechas ardían sin pausa, pero no se apreciaban ni humo ni huellas de cera derretida.

—Magia —dijo con voz apagada.

No existían ventanas, ni tampoco había observado ninguna al contemplar el edificio desde el exterior, pero el aire allí olía a puro, por lo que debía fluir al interior por alguna parte. Alzó la mirada hacia el techo y se dijo que debía tener unos seis metros de altura. Se veían señales en el centro, tal vez los restos de una pintura o un mosaico, y si bien Dhamon pudo distinguir unas cuantas imágenes de hombres con túnicas negras, el color estaba tan descolorido que no consiguió ver qué era lo que se suponía que realizaban las figuras.

—¿Qué queremos de este lugar? —preguntó el sivak—. Tu sanadora no puede…

—No sé lo que quiero —le respondió Dhamon—. Estamos aquí, de modo que echaremos una mirada. Tengo la sensación de que hay algo en este lugar.

Desenvainó su espada a modo de precaución y marchó por el corredor situado a su derecha. El sivak se apretó contra la pared mientras el hombre pasaba a duras penas junto a él.

Dhamon dejó atrás una estrecha puerta de madera y continuó por el pasillo. Rebasó dos puertas más, ambas singularmente estrechas y balanceándose de sus oxidadas bisagras. Juró que había visto el final del pasadizo desde el descansillo, pero cuando llegó a aquel punto, el pasillo serpenteó de improviso a la izquierda y de nuevo giró de manera como si girara sobre sí mismo.

Finalmente, Dhamon llegó ante una impresionante puerca de bronce y madera de ébano, cuyo marco brillaba bajo la luz de más velas negras. Alargó la mano hacia el picaporte, pero se detuvo. Se volvió para deslizarse furtivamente hacia una puerta estrecha, cuya pintura agrietada tenía el aspecto de retazos de escamas negras.

—Hay alguien aquí dentro —susurró—. Lo huelo.

Alargó la mano hacia el picaporte mientras los dedos le temblaban ligeramente. Nervios. A su espalda, Ragh flexionó las zarpas. Los dos permanecieron sin moverse durante un buen rato; los dos escucharon con atención, pero no oyeron más que el sonido de la respiración del otro.

Tras unos instantes, Dhamon cerró la mano sobre el picaporte y abrió la puerta de par en par. Alzó la espada larga por encima de la cabeza y fue recibido por una oscuridad tan intensa como un cielo sin estrellas. Ni siquiera su aguda visión era capaz de distinguir nada.

Oyó cómo Ragh retrocedía, con las zarpas de drac tintineando suavemente sobre el suelo, y al cabo de un rato el sivak regresó con una de las velas y se la entregó.

La luz penetró las tinieblas sólo un poco, pero Dhamon pasó al interior. Su compañero permaneció en la entrada, alternando vigilantes miradas entre el pasillo y el interior de la habitación.

Hacía más frío allí que en el corredor, y el aire era más puro aún, pues transportaba el aroma de las flores silvestres primaverales. Había también otros olores: ropas viejas mohosas, residuos humanos y el inconfundible tufillo de un licor fuerte. Dhamon olfateó el aire. ¿También había animales? «Ratones o ratas», decidió.

—No seas tímido, joven. Entra. Entra. Mi hermana y yo no hemos tenido visitas desde hace bastante tiempo. Desde luego, no desde… ¿Fue ayer?

La voz sobresaltó a Dhamon. Era aterciopelada y potente, como sí quien hablaba fuera foráneo o estuviera un poco ebrio, o tal vez las dos cosas.

—¿Quién eres? —se aventuró a preguntar, y quiso añadir también: «¿Y qué eres y dónde estás?».

—No tu enemiga.

Dhamon envainó la espada al mismo tiempo que daba unos pasos al frente.

—No veo nada… —empezó a decir.

Escuchó el chasquido del pedernal, y al cabo de un instante, un quinqué brilló sobre un pequeño pedestal y ahuyentó las sombras.

—¿Mejor así?

Dhamon asintió.

La mujer era diminuta, una anciana arrugada y cargada de espaldas, con la cabeza lanzada al frente; parecía una tortuga debido a la capa apolillada que se abombaba a su espalda. La anciana estaba sentada en un taburete de madera, lo que aún hacía que pareciera más pequeña. Unos diminutos pies calzados con zapatillas colgaban a varios centímetros por encima del suelo, por lo que Dhamon imaginó que no mediría más de un metro veinte. La miríada de profundas arrugas que cubrían su rostro sugerían una edad muy avanzada, y sus ojos, de un azul hielo, daban a entender que aún podía ser más vieja.

La habitación parecía amplia a causa de su escaso mobiliario. Había una cama con varios orinales debajo, el pedestal con la lámpara a su lado, un banco que contenía una media docena de jarras del licor que Dhamon había olido y una gran jaula llena de ratones. Las paredes estaban cubiertas de mosaicos hechos de piedra negra y gris, excepto en un punto, donde colgaba un fino espejo biselado que reflejaba a la anciana.

Dhamon intentó apagar de un soplo su vela, pero la luz se negó a parpadear siquiera. La mujer lanzó una risita e hizo un gesto con los dedos para apagarla.

—¿Mi hermana y yo nos preguntamos qué te trae a nuestro castillo? Los criados no te anunciaron. Tal vez es tarde, y ya están en la cama. O a lo mejor son unos holgazanes y tendremos que sustituirlos. Otra vez. —Echó una ojeada al espejo y asintió—. ¿Qué es lo que dices, hermana? ¡Oh, lo siento! Me dice que he olvidado mis modales.

La anciana alargó una mano deformada en dirección a su visitante. Era una mano esquelética, con la piel tensada hasta el límite sobre los huesos, y tan pálida y fina que las azules venas resaltaban por debajo de ella. Las articulaciones eran sarmentosas, en especial en la muñeca, y Dhamon observó un curvo tatuaje negro que empezaba justo después de la muñeca y se extendía manga arriba, pero no consiguió ver lo suficiente para determinar qué era. A tan corta distancia de la mujer, pudo oler claramente el fuerte aliento a alcohol que ésta desprendía. La mano de la anciana estaba fría, y él sólo la sostuvo unos instantes.

—Mi hermana me indica que he vuelto a ser descortés. Y tiene razón. Siempre la tiene. Me llamo Maab. —Añadió otra risita y una sonrisa, y sus ojos centellearon.

En los ojos de la mujer no había blanco, y tampoco pupilas que Dhamon pudiera distinguir; eran simplemente de un uniforme color azul hielo. La anciana no intentó erguir la espalda.

—Soy lady Maab de Asta de Alce, señora de este castillo. ¿Y tú eres…?

—Dhamon Fierolobo —respondió él con una inclinación de cabeza—. Mi compañero se llama Ragh.

—Ragh. —La anciana asintió también y habló de nuevo a su reflejo en el espejo—. No, hermana, tampoco yo sabía que esos dracs tuvieran nombres.

Volvió a mirar a Dhamon.

—Asegúrate de que tu bestia permanece en el exterior. Nunca me han gustado esa clase de seres… Son malolientes y toscos. Si entra, me veré obligada a matarlo.

El sivak se mantuvo en la entrada, paseando la mirada entre Dhamon y la mujer, para a continuación echar una veloz ojeada al pasillo y asegurarse de que no venía nadie. Golpeó el suelo con el pie para indicarle a Dhamon que se sentía inquieto y no deseaba permanecer mucho tiempo allí.

Dhamon miró con fijeza a la anciana; deseaba hacerle una docena de preguntas. Maab. Aquél era el nombre que el tendero enano había dado a la hechicera. Miró más allá de ella hacia los mosaicos. A lo mejor algunas de sus respuestas se encontraban en las paredes.

—Mi hermana quisiera saber si tienes sed. Nuestros sirvientes nos trajeron algunas jarras de cerveza la semana pasada.

Maab señaló el banco, y Dhamon olisqueó cada uno de los recipientes.

—Cerveza —dijo— y ron amargo. ¿Es eso todo lo que te traen?

—Les pedimos agua y vino, pero parece que no consiguen encontrarlos. Fabricamos nuestra propia agua de vez en cuando; hacemos que llueva sobre la ciudad, de modo que las goteras del techo traigan un poco aquí. Pero eso también hace que el suelo se vuelva resbaladizo, y tengo miedo de caer. ¿Hambriento? —Señaló la jaula llena de ratones—. Mi hermana y yo tenemos muchos para compartir.

—¿Tus sirvientes te traen ratones para comer y licor para beber? —inquirió Dhamon, apretando los dientes.

Ella asintió, lanzando un suave suspiro.

—No estamos demasiado satisfechas con nuestros criados. Matamos alguno de vez en cuando, pero los que los reemplazan son igual de malos, si no peores.

—¿Tus sirvientes son humanos?

—¡Ajá!

Dhamon tomó aquello por un sí.

—Estuvieron un tiempo sin venir a servirnos este verano —añadió—. Pensamos que estaban enojados con mi hermana y conmigo, e intentaban matarnos de hambre para heredar este castillo y nuestra fortuna. Creemos que intentaban matarnos.

—¿Mataros? —La sarcástica pulla provino del sivak—. ¿Por qué querrían heredar este lugar?

Maab le dedicó una mueca.

—¡Oh, pero no dejamos que nos mataran de hambre! Lanzamos un conjuro, uno horrible, que convirtió el aire más allá de esta habitación en algo totalmente fétido y desagradable. Nos dieron de comer poco tiempo después de eso. —Hizo una pausa y luego añadió—: Nos alimentaron los que quedaron con vida.

Dhamon tragó saliva con fuerza.

—¿Eres una hechicera? —inquirió con un titubeo.

—Mi hermana y yo somos muy poderosas —replicó ella tras lanzar una risita enloquecida.

—Perteneces a los Túnicas Negras.

—Desde luego. —Sonrió con malicia, mostrando una hilera de rotos dientes amarillentos, aunque faltaban algunos en la parte inferior—. Somos, quizá, las hechiceras Túnicas Negras más poderosas que quedan en este mundo desesperado. Las hechiceras más poderosas de cualquier color.

Dhamon miró al espejo; luego, a la mujer.

—Tu hermana…

—Se llama Maab, también. No habla.

—Probablemente está tan loca como tú —farfulló Dhamon para sí.

—¿Mi hermana? ¡Ja! No, no está loca. No ha estado enfadada ni un solo día en toda su vida.

—¿Eres… una sanadora?

—Lo había sido.

Con cierto esfuerzo, abandonó el taburete y pasó junto a Dhamon, teniendo buen cuidado de mantenerse a la vista del reflejo del espejo. Alargó la mano hacia una de las jarras, la descorchó y tomó un sorbo. Se la ofreció, pero él la rechazó. Aunque estaba seguro de que una bebida fuerte le sentaría bien en esos momentos, no se fiaba de lo que había en el recipiente.

—¿Por qué necesitas curarte?

—Yo… —Dhamon la miró y buscó las palabras apropiadas—. Lo que necesito es…

—Ayuda, evidentemente —finalizó ella—, o de lo contrario no habrías conseguido entrar en nuestro castillo. —Regresó al taburete, y consiguió trepar a él entre resoplidos y jadeos—. ¿Qué es lo que Maab y su hermana pueden hacer por ti? ¿Padeces una parálisis o una maldición? ¿Una herida abierta que no podemos ver?

—Tiene una escama de dragón pegada a la pierna —dijo Ragh con un carraspeo—. Pertenece a un señor supremo. Esa cosa es un veneno para él. Le están creciendo más.

—Y me están matando poco a poco.

La mujer arrugó la nariz.

—Mi hermana y yo no prestamos atención a criaturas tales como los dragones. Ya no. Tienen mal genio y son irracionales. No nos gustan. —Clavó en Dhamon una mirada siniestra—. No nos gustan los dragones en absoluto. Nunca nos gustaron.

Dhamon apretó las mandíbulas, y su aliento surgió en forma de siseo por entre los dientes.

—Te pagaré —empezó a decir.

—¿Pagarme con qué? No tienes ni una moneda en el bolsillo.

—Encontraré el modo de pagarte.

Le impresionó que ella pudiera ver a través de la tela y el cuero, o tal vez le leía la mente. Apretó los puños, contrariado. Físicamente, la hechicera no era un adversario para él, pero era evidente que controlaba poderes mágicos.

—De todos modos —reflexionó la mujer—, aunque no necesitamos dinero, y no nos hacen falta más objetos mágicos, una escama de dragón en un humano resulta algo interesante. —Cerró los ojos, pensativa, por unos instantes; luego, los abrió—. Creo que días atrás, o puede que fueran décadas, mi hermana y yo estudiamos a los dragones. Nunca nos gustaron, te lo aseguro, pero valía la pena analizarlos. De hecho, su estudio nos consumió durante un tiempo. No pensábamos en nada más, no explorábamos ninguna otra clase de magia. Los Dragones Rojos en particular. A decir verdad, nosotras…

—En realidad, se trata de una escama de Dragón Rojo.

Se subió la pernera de los pantalones, con dedos nerviosos. El pequeño grupo de escamas pequeñas y la parte inferior de la grande quedaron a la vista y relucieron bajo la luz de la lámpara.

—No, no —rió ella por lo bajo—. Eso es claramente de un Dragón Negro.

Dhamon le contó todo lo relativo a la señora suprema Malys y cómo la escama se la colocó un Caballero de Takhisis, y cómo, algún tiempo después, un Dragón de las Tinieblas y una hembra de Dragón Plateado rompieron la conexión entre él y la hembra Roja.

—La escama se tornó negra durante el proceso —indicó.

—Chiflado, eso es lo que está —dijo Maab a su reflejo en el espejo—. El joven está loco, creo. Mal de la cabeza. ¿No te parece? Daltoniano, además. —Aguardó, ladeó la cabeza y escuchó—. Muy bien. Tal vez podamos ayudarlo, de todos modos. Sólo porque fue tan amable de venir a visitarnos. —Devolvió la mirada a Dhamon, entrecerrando los ojos, y las arrugas de su rostro parecieron aún más pronunciadas bajo la incierta luz.

»Puede ser que no tengas ni una moneda, pero hay precio para nuestra magia.

—Esto es una insensatez —refunfuñó el sivak—. Es ella la que está loca. Deberíamos irnos de aquí.

—Fíjalo —espetó Dhamon—. Di tu precio, y encontraré el modo de pagarlo.

La anciana torció la cabeza para volver a mirar al espejo y retorció los dedos.

—Ya se nos ocurrirá algo a mi hermana y a mí, algo que nos gustaría que nos consiguieses. Pero será caro, muy caro.

El sivak profirió un gemido.

—No puedes pensar esto en serio, Dhamon. No puede ayudarte. Estamos perdiendo el tiempo. —Ragh pateó el suelo a más velocidad con el pie en forma de zarpa—. Además, Dhamon, no puedo retener…

El hombre se volvió, contemplando con ojos desorbitados cómo la imagen del drac empezaba a relucir. En cuestión de instantes el disfraz de drac negro se desvaneció, y el draconiano sin alas y cubierto de cicatrices ocupó su lugar.

—… el aspecto mucho tiempo.

—Ya lo veo.

—Interesante —observó Maab—. Mantén a tu curiosa mascota fuera de mi habitación, por favor.

—La escama de mi pierna… —apuntó él, devolviendo su atención a la anciana—. Se me dijo que si me la quitaba, moriría.

—Probablemente, pero sería totalmente distinto si fuéramos mi hermana y yo quienes te la quitáramos. Nosotras comprendemos la magia de los dragones. Claro está que necesitaríamos mis herramientas. Mis libros. Hay algunos polvos que nos vendrían bien. —Miró al espejo—. ¡Oh, sí! Necesitaríamos eso, también, querida hermana. Esa querida chuchería que nos dio Raistlin. Cuando hayamos terminado, y él esté libre de todas esas escamas negras, estableceremos un precio por nuestros servicios.

Dhamon volvió a pasear la vista por la habitación, y no vio ninguna de las herramientas que la mujer había mencionado.

—¿Dónde están esos polvos y libros?

Con un considerable esfuerzo, la anciana descendió de nuevo del taburete.

—Abajo.

Avanzó pesadamente hacia la puerta, agitando una sarmentosa mano al sivak, como si lo despidiera.

—Muy abajo. Mi hermana conoce el camino.

Se volvió, incapaz de verse en el espejo, con expresión aterrorizada y llevándose las manos al pecho; luego, retrocedió despacio hasta donde pudo ver la cristalina superficie, y se relajó.

—Lo siento mucho. No podemos ayudarte después de todo, muchacho. Mi hermana no quiere abandonar nuestra habitación hoy. No se siente bien. Vuelve mañana y veremos si se siente mejor.

—Tú no tienes ninguna hermana, anciana —refunfuñó Dhamon.

La mujer adoptó una expresión herida, y sus hombros se doblaron hacia adentro aún más.

—Nos insultas.

—Es un espejo —repuso él—. No es más que un condenado espejo, y lo que contemplas es tu reflejo. Estás completamente sola aquí. No tienes ninguna hermana.

«Y no eres ninguna hechicera ni sanadora, y todo esto ha sido un viaje en balde», añadió para sí.

—Joven, siento lástima por ti —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. ¡Llevar tan poco tiempo en el mundo y estar tan sumido en la locura como lo estás tú! ¿Cómo puedes disfrutar de la vida en tu estado? Realmente, creo que has perdido la cabeza por completo. —Alzó un dedo huesudo y lo agitó ante él—. Mi hermana y yo podemos curar tu escama y tu enajenación, pues se trata de una cuestión sencilla para nosotras, aunque debo confesar que la eliminación de la locura es una hazaña más difícil de lograr. Podríamos no ser capaces de curarte eso.

Cruzó los brazos, manteniendo los ojos en su reflejo.

»Pero no podemos ayudarte hoy si mi hermana se niega a moverse de la habitación. Es bastante obstinada. Siempre lo ha sido. Es peor ahora que es más vieja. Regresa mañana o pasado mañana. Tal vez la convenceremos de abandonar esta habitación entonces.

Dhamon cerró los ojos y soltó un profundo suspiro. Dio un paso en dirección al espejo y alzó el puño para hacerlo añicos, pero descubrió que no podía moverse.

—No te atrevas a amenazar a mi hermana —advirtió Maab—. Me vería obligada a matarte. Eso pondría fin a tu problema con la escama de Dragón Negro, ¿no es cierto?

El hombre sintió una opresión en el pecho, como si hubieran extraído todo el aire de la habitación, y una oleada de vértigo lo golpeó como un martillo. Un instante después, fue liberado del hechizo, y se llevó la mano a la garganta para frotarla al mismo tiempo que aspiraba grandes bocanadas del fétido aire.

—Bien, eso está mejor —indicó ella—. Como dije, regresa mañana, y veremos si mi hermana tiene ganas de viajar.

—No. —Dhamon fue a colocarse frente a la anciana—. No regresaré mañana. Necesito tu ayuda hoy.

—Lo siento mucho —repuso la mujer, meneando la cabeza.

El hombre notó cómo el aire se enrarecía.

—Deberíamos salir de aquí, Dhamon —dijo el sivak, golpeando con suavidad el marco de la puerta.

«¿Qué estoy haciendo aquí?», pensó Dhamon, sintiéndose mareado otra vez.

—Mi hermana no es tan poderosa como yo, pero es hábil en el laboratorio —continuó Maab—. No puedo ayudarte sin ella. Además, eres descortés, y tal vez no debería atenderte.

Dhamon se pasó los dedos por los cabellos. ¿Y si realmente era lo bastante poderosa como para ayudarlo?

—Veamos si puedo convencer a tu hermana para que venga con nosotros. Puedo ser bastante persuasivo.

Se dirigió hacia el espejo despacio, de modo que la anciana no lo considerara una amenaza, y sus dedos se movieron deprisa trabajando sobre las fijaciones que sujetaban el espejo. Al cabo de unos instantes, separó con cuidado el cristal de la pared, y lo sostuvo frente a él, de forma que la mujer pudiera ver su reflejo. Cuando ésta se encaminó hacia la puerta, Dhamon empezó a andar junto a ella.

—Querida hermana, qué pena que este joven demente no haya pasado por aquí antes para convencerte de que abandonaras nuestra habitación. Hace tiempo que me habría gustado ir a dar una vuelta.

Desanduvieron el camino siguiendo el sinuoso corredor, con el sivak en cabeza y Dhamon sosteniendo el espejo justo por delante de Maab.

—Espero que esto no sea una bonita dosis de estupidez —murmuró Dhamon, dando gracias porque la anciana pareciera ser dura de oído—. Espero que realmente sea ella mi cura.

Algunos minutos más tarde, se hallaban al pie de la estrecha escalera, y los brazos y los hombros del draconiano mostraban nuevas heridas abiertas debidas a los arañazos sufridos al pasar por el exiguo espacio entre las dos paredes.

—Mi hermana cree que tendrías que hacer que te curaran eso —dijo Maab a Ragh—. Aunque desde luego nosotras no te curaríamos. —Le dedicó una mueca despectiva—. Nosotras no tratamos a los de tu especie.

—Lo que yo deseo es matar a Nura Bint-Drax cuando llegue a esta ciudad —siseó el sivak.

—No nos gusta tu mascota, joven —regañó la anciana—. Mi hermana cree que deberías mantenerla fuera, donde no pueda ensuciar el suelo.

Pasaron junto al ropero donde Dhamon y el sivak se habían ocultado, y Maab insistió en detenerse para recoger una capa de más abrigo.

—Hace frío y está muy húmedo allí abajo —explicó.

Dhamon consiguió abrir la puerta manteniendo al mismo tiempo el espejo enfocado hacia la mujer, y el malhumorado draconiano fue sacando una capa apolillada tras otra, hasta que Maab se sintió satisfecha con una tejida en lana negra.

Dhamon intentó pasar el espejo a Ragh, pero éste, con los ojos llenos de veneno, se negó a cargar con él. Sin embargo, la criatura sí se apresuró a extraer la espada larga de la vaina de su compañero.

—Sé usar bien estas armas —declaró el sivak—, y tienen un mayor alcance que lo que queda de mis zarpas.

Dhamon devolvió la dura mirada del otro, pero no hizo ninguna intención de protestar, pues sabía que no podía sujetar el espejo y la espada a la vez.

El sivak volvió a encabezar la marcha. Acabó con un drac que ascendía pesadamente por la escalera para volver a adoptar, acto seguido, la elegante figura negra.

—Es una mascota muy sorprendente la tuya —comentó la hechicera—. A mi hermana y a mí nos recuerda a las criaturas de Takhisis, los draconianos sivaks. Son capaces de llevar a cabo cosas muy letales y maravillosas. Poseen unos cuerpos hermosos, y hermosas alas, y vuelan.

El sivak siseó, indicando con un ademán la escalera que descendía.

—¿Es éste el camino hasta tus libros, anciana?

Ella negó con la cabeza, mirando a su reflejo en el espejo. Luego, avanzó torpemente hasta la pared situada frente a la escalera. Empujó una piedra tras otra, hasta que una sección de la pared giró sobre sí misma para mostrar una escalera casi tan estrecha como la que había conducido hasta su aposento.

—Demasiado oscuro —se quejó.

Con un molinete de sus dedos solucionó el problema, y una esfera de pálida luz rosada apareció en la palma de su mano.

Dhamon la contempló con fijeza. Recordaba que Palin Majere había realizado un conjuro similar cuando se encontraban en el desierto del gran Dragón Azul.

—Mi hermana conoce el camino mejor que yo. Dice que sigamos estas escaleras hasta el final.

Ragh se detuvo, pasándose una zarpa por la barbilla. Se quedó pensativo y con una expresión decididamente desconsolada ante la perspectiva de volver a dejarse los hombros en carne viva.

—¿Sabe tu hermana algo sobre Nura Bint-Drax, la naga que llegará aquí dentro de pocos días?

—Desde luego que no. —Maab negó con la cabeza—. Mi hermana odia a esas horrendas criaturas y no les presta la menor atención.

El sivak suspiró e inició el descenso por la estrecha escalera.

—Sin embargo, yo sé algunas cosas sobre Nura Bint-Drax y adonde viaja —añadió la anciana—. Mientras que mi hermana no siente interés por tales criaturas, yo me encargo de saber qué se arrastra por cada centímetro de esta ciudad.

—Háblame de ella —instó Ragh, cuya voz resonó suavemente—. ¿Adónde viaja?

—Si eres educado con nosotras, y después de que hayamos terminado de ayudar a tu amo.

Dhamon se apuntaló contra la pared de la escalera. Andaba de lado con un considerable esfuerzo, y despacio para seguir el ritmo de la mujer; al mismo tiempo, sostenía el espejo de modo que ella pudiera mirarse en él. Arriesgó una mirada hacia abajo en dirección a su compañero, captando un destello de la espada que la criatura sostenía en alto.

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