18 Sogas y despedidas

Dhamon tenía la celda más grande para él solo. A pesar del grosor de los barrotes de hierro, la cerradura nueva y de la presencia de un guardia con una espada desenvainada apostado sólo unos metros más allá en el vestíbulo, los caballeros de la Legión de Acero habían considerado necesario cubrirlo de pesadas cadenas. Aquellos hombres no estaban dispuestos a correr riesgos. Su celda estaba limpia y ordenada, algo que no hubiera esperado de una prisión. Tenía un frasco con agua y un cuenco lleno de gachas de avena sazonadas con especias en el suelo, y había gruesas mantas en un catre hecho con suma pulcritud, pero se veía una fina capa de polvo en la manta superior y prácticamente en todo lo demás, por lo que Dhamon decidió que aquella cárcel no se usaba con asiduidad. Tal vez, Trigal era un lugar donde se respetaba la ley.

Había otras cuatro celdas en la prisión, tres de ellas ocupadas por sus compañeros. Maldred, con grilletes modificados para sujetarle las muñecas y los tobillos, más anchos de lo normal, yacía hecho un ovillo en el suelo, encima de lo que en una ocasión debió ser un catre, entonces aplastado bajo su cuerpo. Estaba profundamente dormido, drogado mediante algún asqueroso brebaje que los caballeros le habían hecho tragar por la fuerza antes de transportarlo al interior de la celda. El sivak instalado en la celda situada frente a la del ogro estaba igualmente drogado, aunque sin cadenas porque el herrero no había acabado aún de hacer unas esposas lo bastante grandes. No tardarían en estar allí, según había oído Dhamon comentar al guardián.

—Dhamon, ¿qué van a hacernos?

El hombre no respondió.

—¡Dhamon, te estoy hablando a ti!

Rikali se hallaba en la celda situada justo frente a la de Dhamon, sentada en el catre, con la pierna doblada bajo el cuerpo de un modo extraño debido a los grilletes de sus tobillos —no le habían encadenado las muñecas— y con la cabeza de Varek descansando sobre su regazo. La mujer no dejaba de acariciar su frente húmeda de sudor y de dedicarle mimos.

Los caballeros habían puesto vendajes nuevos al muñón del joven. Dhamon había cauterizado bien la herida, pero sabía que Varek estaba febril y todavía bajo los efectos de la conmoción producida por la amputación de la pierna.

—Mantenlo caliente, Riki —indicó a la mujer—. Usa las mantas que tienes debajo. ¿Puedes introducir la mano en la celda de Ragh y coger también la suya?

La semielfa se apartó con cuidado de debajo de su joven esposo y lo tapó primero con una manta y, luego, con la otra. Cuando terminó, se agarró con fuerza a los barrotes y miró enfurecida a Dhamon.

—¿Qué nos van a hacer? —repitió.

—Colgarnos, probablemente —fue la fría respuesta del hombre.

Se apartó de ella y fue hacia el fondo de su celda, con las cadenas tintineando y removiendo el polvo del suelo. Había una ventana en la parte alta de la pared, y Dhamon consiguió izarse por los barrotes para mirar al exterior. La ventana era demasiado pequeña para pasar por ella; ya se había dado cuenta, pero le proporcionaba vistas. Había un roble imponente de ramas gruesas y largas, y se estaba alzando una plataforma bajo la rama más grande.

—Sí, nos van a colgar, Riki.

—¿No tendremos un juicio, Dhamon? —Su voz temblaba de miedo—. Se supone que los caballeros son justos y caballerosos, y todo eso.

Él le dedicó una lacónica carcajada y contempló cómo los miembros de la Legión martilleaban sin pausa.

—¿Serviría un juicio? Robamos a los caballeros en el hospital de Khur, al fin y al cabo.

—¡Tú robaste! —replicó—. Fuiste tú quien robaste en el hospital, Dhamon Fierolobo. Yo no robé allí. Probablemente, ni siquiera conseguí mi parte real del botín.

—Luchamos para salir de la ciudad…

—De modo que algunos caballeros resultaron heridos —indicó ella—. Heridos. No hacíamos más que defendernos.

—Unos pocos podrían haber muerto, Riki —admitió Dhamon.

—Legítima defensa, digo yo.

—Quemamos hasta los cimientos casi toda la ciudad —siguió él, encogiéndose de hombros.

—Un accidente. Trajín inició el fuego cuando todos intentábamos huir.

Dhamon lanzó otra carcajada.

—Trajín está muerto, de manera que no puede hacerse responsable de eso ahora, ¿no es cierto? Además, dudo que la Legión de Acero creyera a un kobold.

Oyó cómo la mujer se alejaba arrastrando los pies para acomodarse en el borde del catre.

—Soy demasiado joven para morir, Dhamon Fierolobo —declaró con voz apagada.

—Todo el mundo muere, Riki.

—Todo el mundo miente —le replicó ella—. Tú y Mal me mentisteis, maldita sea. Me hicisteis pensar que Mal era mi amigo, que era un hombre y no un… un monstruo de piel azul.

—Un ogro.

—Monstruo. —Respiró con fuerza, y el aire silbó por entre sus dientes, agitando los rizos que le caían sobre la frente—. Me mentiste al dejar que pensara que me amabas.

—Puede ser que eso no fuera una mentira del todo —repuso él en voz tan baja que ella apenas le oyó.

—Me dejaste sola en Bloten, sin la menor intención de regresar a buscarme. Con todos aquellos ogros horribles por todas partes. Y eso no es lo peor de todo, Dhamon. Mira lo que le ha sucedido a mi Varek…, y todo porque te siguió a esa caverna.

Secó el sudor de la frente del muchacho y le apartó con cuidado los mechones de pelo de los ojos.

—Y ahora nos colgarán a todos por culpa tuya.

Había transcurrido una hora o más cuando Dhamon escuchó cómo la puerta principal de la cárcel se abría y unas fuertes pisadas avanzaban en dirección a las celdas. El caballero de la Legión de Acero que se acercaba tenía un aspecto desaliñado; el barro manchaba su capote y el rostro.

—El comandante Lawlor acaba de regresar a la ciudad —anunció el recién llegado.

Los caballeros que transportaron a Dhamon y a los otros a esa prisión se habían mostrado sorprendidos al descubrir que Lawlor y varios de sus hombres se habían marchado de Trigal. «Estarán de patrulla», había dicho alguien, intentando encontrar alguna pista que explicara por qué huían los elfos silvanestis.

—Pronto dictará sentencia sobre vuestras desdichadas cabezas —añadió el caballero, girando sobre sus tacones cubiertos de barro y abandonando a grandes zancadas la prisión.

—Nos colgarán a todos —dijo Dhamon.


Anochecía casi cuando Lawlor visitó la cárcel, tras inspeccionar primero el patíbulo, que, según pareció, había sido construido a su entera satisfacción. Dhamon los había observado a él y a sus hombres desde la ventana de la celda.

—Dhamon Fierolobo —empezó el comandante. Se acarició el bigote al mismo tiempo que estudiaba despacio al prisionero de pies a cabeza; el caballero sostenía uno de los carteles de busca y captura que mostraban la imagen del prisionero.

El aludido le dedicó una mirada furiosa.

—Debes morir —siguió el otro con calma— por todos tus crímenes contra mi orden de caballería. Será antes del amanecer.

—¿También todos nosotros? —preguntó la semielfa en voz baja.

—Sólo tengo un aviso referente al señor Fierolobo —respondió el comandante, sin apartar los ojos del prisionero—, pero tengo entendido que todos vosotros sois sus seguidores. —Agitó el cartel en el que aparecía Maldred frente a Dhamon—. ¿Dónde está este hombre, tu cómplice?

—No lo he visto desde hace algún tiempo —respondió él, encogiéndose de hombros.

Lawlor lo interrogó sobre el robo en el hospital y el incendio de la ciudad situada en Khur, y también sobre los diferentes robos en los que había sido —falsamente— implicado. El comandante le preguntó repetidamente sobre el paradero de Maldred, y por fin arrojó a Dhamon los carteles de busca y captura y se volvió hacia Varek. El muchacho estaba incorporado en el catre, con Rikali sentada a su lado, sujetándole una mano. La semielfa miraba con fijeza un punto del suelo, sin levantar los ojos para devolver la mirada al caballero.

—Varek.

—Sí, señor.

—No estoy seguro de cómo un joven respetable como tú ha acabado uniéndose a esta banda de ladrones.

El joven hizo intención de responder, pero Lawlor lo acalló con un ademán.

—Tampoco estoy seguro de que quiera saberlo. —Se acercó más a la puerta de la celda—. Varek, tu padre y yo somos buenos amigos, y lo destrozaría saber con quién te has asociado. Dame alguna información adicional sobre este grupo, algún dato que pueda usar contra Dhamon Fierolobo, alguna idea de dónde puedo encontrar a ese otro hombre, y te dejaré marchar. Necesitas curar esa herida, y si cooperas, te dejaré marchar de buen grado.

El joven sacudió la cabeza negativamente.

»No creo que lo comprendas, hijo. Aunque no dejaré que te cuelguen, te veré consumirte en prisión… sólo por asociarte con este hombre. Dame algún dato.

Los labios de Varek formaron una línea desafiante.

»Leal, como tu padre.

El joven permaneció en silencio un instante, oprimiendo la mano de Riki.

—Todo irá bien —susurró a la mujer—. No nos colgarán. Ni siquiera nos mantendrán encerrados durante mucho tiempo…, especialmente estando tú embarazada.

—Pero yo no soy tan leal —repuso ella con suavidad, apartándose despacio de su esposo y alzando el rostro, para a continuación avanzar con pasos lentos en dirección al comandante Lawlor—. No tengo motivos para seguir siendo leal a Dhamon Fierolobo. Yo te daré todos aquellos datos que quieras contra él; cosas que nadie sabe, excepto yo.

—¡Riki, no! —casi chilló Varek; intentó ponerse en pie, pero sólo consiguió desplomarse de bruces sobre el suelo cubierto de polvo—. No tienes que decir nada para ayudarme. —Culebreó hasta el catre y empezó a levantarse—. Por favor, Riki. Saldremos de ésta de algún modo. Mi padre tiene influencia.

—Te hablaré de todos los robos que Dhamon Fierolobo ha cometido, de todos los hombres que le he visto matar, de cada oscuro secreto de su siniestro corazón. Te lo contaré todo sobre Maldred, también, el hombre de ese otro cartel que tenías. —Sus dedos se movieron en la dirección del segundo pergamino caído sobre el suelo—. ¿Ves ese monstruo de piel azulada de allí? Pues lo creas o no, ése es Maldred.

—Riki… —Varek seguía suplicándole.

—Es un mago ogro, capaz de usar la magia para adoptar el aspecto de un fornido y apuesto hombre. Probablemente, prefiere ser un humano a aparecer bajo su horrible y monstruosa apariencia real.

Lawlor sonrió con expresión sombría mientras ella seguía parloteando, las protestas de Varek se apagaban y Dhamon abría de par en par los ojos, lleno de incredulidad.

—Y ese animalito —concluyó la mujer, moviendo la cabeza en dirección a Ragh, que estaba a todas luces inconsciente—, es el único que no ha hecho nada malo. Desde luego que es una de esas criaturas, pero no se merece ser colgado; no como Dhamon y Maldred.

Lawlor dirigió una ojeada al draconiano.

—Si la criatura recupera el sentido, la interrogaremos, pero no puedo soltarla. Es un draconiano. Mis hombres acabarán con él de un modo rápido y piadoso.

Riki regresó junto a Varek con expresión desafiante.

—Varek y yo estamos casados, comandante Lawlor, y vamos a tener un hijo. —Se alisó la túnica sobre el estómago—. Y no quiero que mi bebé nazca en una cárcel.

—No lo hará —le aseguró él.

—Y no quiero que mi esposo pase más tiempo en este horrible lugar.

—A los dos se os pondrá en libertad inmediatamente. —Dio la vuelta y avanzó unos cuantos pasos, deteniéndose de improviso para mirar atrás y atraer la mirada de Varek—. Tienes una buena mujer, hijo. Cuida de ella. Dispondré para vosotros un carro y un caballo, y os dejaré una pequeña parte del tesoro que confiscamos para que os facilite las cosas: un saco de monedas… —hizo una pausa— y una pata de palo o dos. —Señaló con la mano el muñón del muchacho—. Podrás usarlas cuando desaparezca la inflamación. Confío en que utilizarás el carro para regresar con tu…, esposa de vuelta a la hacienda de tu padre.

El silencio inundó la prisión una vez que el sonido de las últimas pisadas del comandante Lawlor se hubo desvanecido.


Varek y Riki se marcharon sin decir nada más, y durante mucho tiempo Dhamon siguió con la mirada fija en la celda vacía.

—Al menos, ella está a salvo y fuera de aquí —dijo Maldred, que había conseguido eliminar suficiente cantidad de droga como para ponerse en pie y apoyarse contra los barrotes, que, entonces, intentaba mover—. Nada; retendrían incluso a un elefante.

Dhamon sacudió la cabeza.

»No habrías querido que muriera con nosotros, ¿verdad? —dijo Maldred, manteniendo los ojos cerrados.

—No, no habría querido eso.

—Con suerte, tampoco nosotros moriremos.

El gigante volvió a dejarse caer al suelo despacio. Tenía los hombros apoyados en los barrotes y los dedos bien extendidos sobre el polvo.

—¿Te queda algo de magia?

Maldred levantó los ojos para asegurarse de que no había ningún guardián a la vista.

—Un poco, creo. Sentí cómo regresaba antes de que me hicieran beber ese… brebaje.

Cerró los ojos e inclinó la cabeza al frente, dejando que la melena de blancos cabellos cayera sobre su rostro; luego, empezó a canturrear en voz baja.

Al cabo de unos minutos interminables, los grilletes cayeron de las muñecas y tobillos del gigante, demasiado grandes para su cuerpo humano. Maldred apartó las cadenas y se frotó los tobillos; luego, aspiró con fuerza y devolvió las manos al suelo. Hundió las puntas de los dedos en la tierra y empezó a salmodiar.

El hombretón había conseguido abrir un agujero casi tan grande como para que pudiera introducirse en él cuando el comandante Lawlor regresó con un cuarteto de caballeros de la Legión.

—Ha llegado la hora de morir —anunció el recién llegado, y sus ojos brillaron, satisfechos, cuando vio que Maldred se había desprendido de su figura de ogro.

Sacaron a los dos prisioneros de sus celdas con malos modos y de igual manera los condujeron por el pasillo, hasta llegar al exterior, donde una pequeña multitud de caballeros y ciudadanos se habían reunido alrededor del cadalso.

Allá en la prisión, Ragh gimió y abrió, por fin, los ojos. Miró a su alrededor para preguntarse dónde estaban Maldred y Dhamon.


—Dhamon Fierolobo —empezó el comandante Lawlor—, has sido sentenciado a morir por el incendio de toda una ciudad, por robar y crear el pánico en un hospital, por crímenes cometidos contra la Legión de Acero, y por varias ofensas cometidas contra los residentes de Khur y, sin duda, también de otros lugares.

—¡Qué su alma se pudra en el Abismo! —exclamó un ciudadano cuando hicieron subir a Dhamon a la plataforma y le ajustaron el dogal alrededor del cuello.

—¡Quemadlos! —gritó otro—. ¡La horca es demasiado buena para los ladrones!

—Maldred el Ogro —prosiguió Lawlor, hablando por encima de los insultos de la muchedumbre—, por aquellos crímenes que he enumerado, también tú compartes la culpa y serás colgado.

De improviso, un caballero de la Legión corrió hacia el patíbulo, gritando al mismo tiempo que intentaba abrirse paso por entre la multitud.

—¡Esperad! —gritó el caballero—. ¡Deteneos!

El caballero que oficiaba de verdugo no le prestó atención y, a un movimiento de cabeza de Lawlor, tiró de una palanca. El suelo del cadalso descendió bajo los pies de Maldred y Dhamon.

Y acto seguido, sucedieron varias cosas.

Maldred canceló el hechizo que le proporcionaba su forma humana. Su cuerpo de ogro, mucho más grande y pesado, era excesivo para la soga, y ésta se rompió, dejándolo caer al suelo.

Dhamon empezó a asfixiarse. Agitó los brazos con desesperación, pero luego decidió que debía aceptar la ejecución, y que eso pondría fin a los sufrimientos originados por la escama. Se relajó y notó cómo la cuerda se tensaba.

El caballero que gritaba consiguió, por fin, abrirse paso por entre la muchedumbre y saltó a la plataforma. Alzó su espada y cortó la soga de Dhamon.

—¡Detened esto! —chilló con voz ronca.

El caballero comandante había estado disfrutando con la ejecución y no aprobó la interrupción. Palpó su cintura en busca de la espada y empezó a increpar al caballero que había liberado a Dhamon y que entonces lo ayudaba a subir a la plataforma.

—¡Detente! —rugió un Lawlor de rostro furibundo—. ¡Es una insubordinación! —Se volvió hacia un grupo de soldados situados a su espalda—. ¡Cogedlos! ¡Cogedlos a los tres!

Los hombres se abalanzaron al frente, pero se quedaron paralizados al escuchar un agudo chasquido detrás de ellos. Girando en redondo como uno solo, vieron cómo el techo de paja de la prisión empezaba a arder.

Lawlor mandó a unos pocos de sus hombres a la cárcel a apagar el fuego, mientras que al resto les ordenó salir en persecución de Maldred, Dhamon y el extraño caballero, que corrían atropelladamente alejándose del patíbulo. Con un estruendoso crujido, el cadalso se incendió entonces, lo que obligó a la muchedumbre y a los caballeros a retroceder. Un nuevo crujido, y los establos de Trigal también empezaron a arder con violencia.

—¡Detenedlos! —aulló Lawlor mientras intentaba también él darles alcance.

Maldred salmodiaba mientras corría, extrayendo de su cuerpo toda la magia de que era capaz, para dirigir esa energía bajo la forma de fuego contra un edificio tras otro; entonces incendiaba Trigal del mismo modo como había quemado aquella ciudad de Khur meses atrás. El gigantón rió sonoramente entre dientes.

—Como en los viejos tiempos, amigo —gritó a Dhamon, que corría junto a él.

Dhamon no respondió. Atónito, contemplaba cómo el caballero que corría a su lado se iba transformando en el sivak Ragh.

—Igual que en los viejos tiempos —repitió Maldred.

Transcurrió una hora antes de que pudieran detenerse para recuperar el aliento, ocultos en una cueva de tierra que el hombretón había creado con su magia, y en la que el mago ogro dejó una abertura para que pudieran vigilar a la docena de caballeros que registraban la zona.

El amanecer pintó el cielo de rosa antes de que Maldred hubiera recuperado fuerzas suficientes para lanzar otro conjuro.

—Como en los buenos viejos tiempos —dijo, y se puso a canturrear, retorciendo los dedos en el aire mientras volvía a adoptar su aspecto humano.

—Sí —repuso Dhamon—. Viejos tiempos, pero no buenos. Estamos huyendo de los caballeros de la Legión de Acero.

—Huyendo y robando.

El sivak arrojó a Dhamon una bolsa de monedas que había estado en posesión del guardián que había matado, y cuyo aspecto había adoptado; lanzó a continuación la espada al suelo.

—Vuestras vidas son… interesantes —concluyó Ragh.

Dhamon se limpió la suciedad de sus andrajosas ropas y se palpó las escamas de su pierna.

—Y desesperadas. No tenemos mapa mágico y tampoco la menor posibilidad de encontrar a la sanadora ahora.

Maldred arqueó y desentumeció la espalda, girando primero a un lado y luego al otro.

—Siempre hay esperanza, Dhamon. Juré que te ayudaría a encontrar un remedio. Te aprecio tanto como a un hermano, y no te fallaré. Ya no necesitamos el mapa. Creo que sé adonde debemos ir.

Estudió el horizonte en dirección este.

—No creo que debamos arriesgarnos a permanecer por aquí. Apuesto a que colgarán más carteles, y que serán más grandes, muy pronto… Puede ser que envíen incluso un ejército.

Dhamon sonrió tristemente ante la idea.

—¿Nos ponemos en marcha?

Maldred señaló hacia el noroeste; luego, se fue en aquella dirección a buen paso. A poco, echó una ojeada por encima del hombro para asegurarse de que su compañero lo seguía.

—Muy interesante —repitió Ragh, siguiéndolos a escasos metros de distancia.

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