La ciudad que se extendía a sus pies era una ruina total. La mayoría de los edificios se habían desplomado, y los pocos que permanecían relativamente intactos eran achaparradas torres de piedra, cuyos laterales habían quedado ennegrecidos por algún voraz incendio. Tales construcciones estaban espaciadas a lo largo de lo que parecía ser la calle principal. Agujas de roca se alzaban en medio de montones de cascotes, como afilados dientes dirigidos de forma amenazadora hacia el cielo. Estatuas de mármol mostraban el aspecto de estar rotas y derretidas, con más apariencia de monstruos que de los hombres que tiempo atrás habían sido importantes en ese lugar.
Revoloteaban figuras alrededor de las agujas, y Dhamon se dio cuenta de que se trataba de dracs negros. Unos cuantos estaban encaramados a los costados de los edificios más altos, en tanto otros recorrían las sucias calles, apartando a empujones a la gente que se cruzaba en su camino. Un haz plateado se movía entre los dracs que volaban más alto; era un sivak. Dhamon observó que Ragh lo contemplaba con envidia.
Había tiendas de campaña desperdigadas a las sombras de los edificios, y una hilera de cobertizos se extendía por el borde occidental de la población. La gente acurrucada bajo ellos buscaba una tregua a la lluvia que martilleaba, inclemente, sobre todo el lugar.
—Si tuviéramos el mapa, podríamos estar seguros de que ésta es la ciudad correcta —declaró Dhamon.
Se encontraban sobre una elevación que rodeaba la población, situada en el centro de una depresión en forma de cuenco. Los cipreses crecían en abundancia a lo largo del cerro y descendían hasta la mitad de la pendiente, con enredaderas y serpientes colgando en espesa maraña de sus ramas.
—Es la ciudad, ya lo creo. —Maldred se frotó, pensativo, la barbilla—. Memoricé tantas cosas como pude del mapa mágico. Únicamente puede ser esta ciudad.
Dhamon aspiró con fuerza.
—Espero que tengas razón, amigo mío, pero tu mapa daba a entender que la sanadora estaba en las Praderas de Arena. Está claro que nos hallamos de regreso en la ciénaga de Sable.
Permanecieron inmóviles y en silencio varios minutos, observando cómo la lluvia caía con fuerza. El agua convertía las calles en ríos de barro y le daba a todo un aspecto más deprimente aún.
—Esta población se hallaba en las Praderas de Arena hasta hace apenas unos meses —indicó Ragh con un carraspeo.
Dhamon dedicó al sivak una mirada perpleja.
—El pantano de Sable ha estado creciendo. No es nada nuevo, ya lo sé, pero la mayoría no se dan cuenta de a qué velocidad está creciendo —continuó el draconiano—. Creo que la hembra de dragón no tardará en reclamar como suyas todas las Praderas.
—¿Ella le hizo esto a la ciudad? —inquirió Dhamon, indicando con la mano los escombros.
La criatura se encogió de hombros.
—Ella, sus aliados, el pantano; no importa, ¿no es cierto?
—No, no importa.
Dhamon sólo quería verse libre de la maldita escama, y luego, libre de ese territorio. Inició el descenso del cerro y se desvió en dirección a la hilera de tiendas de campaña con la intención de hablar con la gente que había allí. No había dado apenas ni doce pasos cuando el sivak lo alcanzó y lo detuvo posando una zarpa sobre su hombro.
—Lo que buscas, no lo encontrarás aquí —le dijo.
—No busco más que información para averiguar si alguien de aquí ha oído hablar de la sanadora.
Ragh negó con la cabeza.
—No hablarán con vosotros. —Señaló con una garra los atavíos del hombre y luego los de Maldred—. Tenéis el aspecto de esclavos huidos, o de desertores de algún ejército; a todas luces, gente a la que hay que evitar.
Dirigió, entonces, sus siguientes palabras a Dhamon.
—De ti, podrían pensar que eres alguna clase de engendro de dragón.
Dhamon llevaba puesta aún la túnica solámnica, y ésta aparecía cubierta de barro y sudor, y desgarrada en varios puntos; también los pantalones estaban hechos jirones y dejaban al descubierto las escamas de la pierna. Había más de tres docenas de escamas más pequeñas, cubriendo el muslo y deslizándose por su pantorrilla.
Si bien Maldred seguía manteniendo su aspecto humano, sus ropas estaban hechas harapos y apenas le cubrían, y tenía el pecho entrecruzado por ronchas dejadas por una zarza que había atravesado.
—No me importa qué aspecto tengamos —declaró el hombretón—. Haremos que hablen con nosotros.
El sivak emitió un sonido estridente.
—Venid conmigo —dijo Ragh, y empezó a descender por el lado opuesto de la elevación.
Dhamon abrió la boca para protestar, pero decidió seguir a la criatura. Sólo unas pocas de las personas con las que se cruzaron se volvieron para mirarlos mientras se introducían en la población. La mayoría de los humanos que pasaban por la zona iban vestidos pobremente, pero no de forma tan andrajosa como Dhamon y Maldred. Un puñado lucía oxidadas cadenas alrededor de los tobillos, mientras que otros transportaban pesados sacos para los dracs que andaban por delante de ellos, que los conducían como si se tratara de animales de carga. La mayor parte de la gente parecían obreros. Un grupo trabajaba duramente para reforzar el que aparentemente era el edificio de mayor tamaño que seguía en pie. Unos cuantos hombres y mujeres iban vestidos con prendas limpias y en buen estado, y estas gentes se mantenían a buena distancia tanto de los obreros como de Dhamon y Maldred.
—Informadores —dijo Ragh, refiriéndose a los individuos mejor vestidos—. Vienen aquí procedentes de todas las zonas del reino de Sable y de las Praderas, y de sitios tan lejanos como Nuevo Puerto y Khuri-khan. Venden noticias sobre lo que sucede en Ansalon a los aliados de los dragones. Se les paga bien, según la utilidad de sus informaciones. Algunos venden criaturas. Sable posee todo un parque zoológico en ciudades repartidas por el pantano. Paga pequeñas fortunas a aquéllos que le llevan sus extraordinarios animales.
—¿Estos esclavos…?
Dhamon señaló a un trío que iba encadenado.
—Algunos venden gente aquí, pero por esta gente ella no paga ni mucho menos tanto como por información o por criaturas extraordinarias.
Tomaron la que parecía ser la calle más amplia y transitada, y mientras la recorrían y penetraban más en la ciudad, Dhamon observó la presencia de cierto número de pequeñas construcciones de una única habitación, edificadas con deteriorados tablones de madera y recubiertas con pieles de reptiles o tejados de lonas enceradas. Ragh se encaminó hacia uno, señalando un letrero toscamente pintado que indicaba que allí vivía un sastre.
—Tienes monedas de los caballeros de la Legión —declaró el draconiano.
Dhamon palpó en su bolsillo en busca de la bolsa de monedas; luego, irguió los hombros y desapareció por la entrada. Maldred lo siguió tras asegurarse de que el sivak custodiaría la puerta.
Abandonaron la tienda varios minutos más tarde. Dhamon iba vestido con una túnica de un gris indefinido y calzas negras. Llevaba una bolsita sujeta alrededor de la cintura, en cuyo interior había ocultado la docena de monedas que le quedaban. Maldred vestía un atuendo también pardusco, que consistía en una camisa y pantalones de un descolorido marrón terroso.
Realizaron otra parada, ésta en un colmado dirigido por el único enano que habían visto. Dhamon estaba hambriento y arrojó al propietario unas pocas monedas a cambio de una botella de licor y tres docenas de gruesas tiras de cecina de jabalí. Le pasó unas cuantas al sivak; se quedó otras cuantas para él, y entregó el resto a Maldred.
—No os había visto antes —declaró el enano, contemplando a Dhamon y a Maldred con ojos inquisitivos.
—Porque no has mirado —mintió Dhamon—. Aunque admito que no acostumbro a frecuentar esta ciudad.
El enano se metió las monedas en el bolsillo y señaló con un brazo regordete otras tinajas que contenían carnes y pescado escabechado.
—¿Os puedo interesar en alguna cosa más? —inquirió.
Dhamon negó con la cabeza.
—A mí me interesan las cosas antiguas y poco corrientes —interpuso Maldred.
—Hay gran cantidad de cosas antiguas por aquí —repuso el enano.
Paseó la mirada por detrás de Dhamon y descubrió al sivak en la entrada. Hizo una mueca de desagrado al mismo tiempo que meneaba la cabeza en dirección a la criatura.
—Criaturas antiguas, draconianos…
—Gente —dijo Maldred—, gente muy anciana.
El enano se acarició la cabeza.
—Oíste hablar alguna vez de una mujer sabia —quiso saber Dhamon—, una anciana que…
La áspera risa inundó la pequeña tienda.
—¿Sabios? Hay uno en cada esquina.
Maldred tamborileó con los dedos sobre el mostrador del enano.
—Una mujer anciana, muy anciana; una hechicera y sanadora.
—Se dice que es anterior al Cataclismo —añadió Dhamon.
Los ojos del vendedor centellearon claramente.
—Ésa podría ser Maab. Maab la Loca, como la llaman algunos. En el pasado fue una hechicera Túnica Negra; antes de la Guerra de Caos, antes de que los dioses huyeran, antes de que la hembra de Dragón Negro llegara y su pantano engullera esta ciudad. Algunos dicen que nació mucho antes del Cataclismo, pero eso resultaría imposible, ¿no es así?
—¿La has visto?
Dhamon no conseguía controlar su impaciencia.
—No, jamás; aunque tengo amigos que afirman haberla visto hace décadas. Nadie la ha visto desde hace años, por lo que sé.
—¿Muerta? —preguntó Dhamon.
—Podría estar muerta. Probablemente, esté muerta. Se dice que intentó impedir que la ciénaga se apoderara de este lugar.
—¿Y…? —apremió Maldred.
—Bueno, el pantano nos rodea por todas partes, ¿no es cierto? Se puede decir que este lugar está prácticamente en ruinas.
—¿Dónde está su torre? —Los dedos del hombretón se aferraron al borde de la parte superior del mostrador, y los nudillos se tornaron blancos—. Se suponía que habitaba en una torre.
—¡Oh!, todavía sigue ahí, por así decirlo. Es una torre con las fauces de un dragón.
El enano les indicó cómo llegar.
Dhamon y Maldred se apresuraron calle abajo, y Ragh los siguió a una respetable distancia. No se detuvieron hasta llegar al mercado. Docenas de imágenes, sonidos y olores los asaltaron…, ninguno de ellos agradable.
No obstante la lluvia, había una multitud de pie ante una serie de jaulas de piedra y acero que bordeaban una ciénaga que en el pasado había sido un parque. Se veían niños delante de la muchedumbre, y no hacían más que lanzar ahogadas exclamaciones de asombro ante las criaturas que había en el interior de las jaulas.
—Nuevas adquisiciones —declaró Ragh—. Los agentes de Sable todavía no les han echado una mirada. Lo más selecto será llevado directamente a la hembra de dragón en Shrentak. Otras irán a una arena en las profundidades del pantano. Unas cuantas las dejarán aquí en exposición para divertir a la gente.
—¿Cómo…?
Dhamon dejó la pregunta sin acabar.
—Los tramperos los traen aquí. Es un modo lucrativo de ganarse la vida.
Dhamon contempló con asombro a algunos de los hombres mejor vestidos situados en la parte delantera de la multitud. Eran fornidos e iban armados con espadas y lanzas; sospechó que se trataba de los tramperos que habían capturado a las bestias. Uno de ellos utilizaba una lanza para dar golpecitos a un lagarto del color del barro y del tamaño de una vaca. El animal tenía una docena de patas que finalizaban en pezuñas hendidas y un cuerpo ancho, capaz de tragarse con facilidad un caimán. El hombre intentaba conseguir que el animal actuara para el público, y finalmente la bestia empezó a rugir y sisear, y lanzó un grumo de baba por entre las rejas que dio de pleno en el rostro de una joven boquiabierta. La muchacha, tras un alarido, salió huyendo.
Otra criatura parecía un enorme oso negro, pero su cabeza era la de un águila, con plumas blancas y de color arena que se abrían en abanico a partir de un imponente pico y se ondulaban sobre sus amplias espaldas. Tenía un triste aspecto; sentada en su jaula, devolvía las miradas de la gente. Junto a aquel ser había un búho inmenso, un animal magnífico que medía casi seis metros desde las zarpas a la punta de la cabeza. Se hallaba apretujado en su jaula, sin que pudiera permanecer totalmente erguido, y tenía un ala herida y las plumas recubiertas de sangre seca. Observaba al público con sus ojos inmóviles.
—Un búho de las sombras —declaró el sivak—. Hace muchos años volé con ellos en los bosques de Qualinesti. Son profundamente inteligentes. Los hombres que capturaron a este animal deben ser muy hábiles. Serán bien recompensados por los agentes de Sable.
Las otras jaulas contenían animales aún más fantásticos. Había un thanoi, un hombre-morsa del lejano sur. Se trataba de una bestia robusta de largos colmillos y una mezcla de piel gruesa y pelo, que le hacía sentir un calor insoportable en ese clima. Un joven situado cerca de la parte delantera apostaba con una muchacha que la criatura estaba tan incómoda que moriría antes de anochecer.
Había también un voluminoso ser peludo, cargado de espaldas, que tenía el aspecto de un cruce entre hombre y mono, y que olía a una mezcla de estiércol y troncos podridos. Cerca de él, había tres ranas del tamaño de un hombre, que se erguían sobre sus patas traseras y parloteaban en un extraño lenguaje gutural. Una apretó el puño y lo agitó al paso de un drac.
Dhamon se detuvo cerca de una jaula especialmente grande, y se abrió paso hasta la parte delantera. Las dos criaturas apretujadas en su interior tenían fácilmente el tamaño de pequeños dragones.
—Manticores —musitó Maldred.
—Sí. Me pregunto cómo consiguieron atraparlos los cazadores.
—Fue duro —respondió un hombre de amplio pecho situado a cierta distancia—. Nuestra empresa casi nos cuesta la vida.
Su rostro mostraba un considerable orgullo mientras señalaba a los manticores.
—Yo y mis compañeros atrapamos a sus cachorros mientras ellos probablemente estaban fuera cazando. Esta pareja no se defendió demasiado cuando regresamos y amenazamos con matar a las crías. Al final, prácticamente nos permitieron drogarlos con los restos de los polvos mágicos de Reng.
—¿Dónde están los cachorros? —inquirió Maldred.
El hombre encogió los enormes hombros.
—Los vendimos esta mañana por una buena cantidad de monedas. No vamos a poder vender a estos adultos por un buen precio hasta que curen un poco. No obstante, tenemos el tiempo de nuestra parte. Se dice que los agentes de Sable no están aquí en estos momentos. Vamos a ganar una fortuna con estas bellezas.
Los manticores habrían resultado imponentes de no ser por las enormes cadenas que rodeaban sus piernas y la multitud de heridas de sus costados. Sus cuerpos eran como los de inmensos leones, aunque su tamaño era más parecido al de un elefante macho, y de sus anchos lomos brotaban impresionantes alas correosas similares a las de los murciélagos. Sin embargo, la jaula los limitaba, y las alas estaban aplastadas contra los lados. Púas de treinta centímetros descendían formando una cresta desde sus omóplatos a la punta de sus largas colas; pero lo más sorprendente eran las cabezas, vagamente humanas en forma, pero con espesas melenas de pelo y barbas de aspecto salvaje. Sus ojos resultaban excesivamente pequeños para sus facciones y giraban a un lado y a otro, contemplando con fijeza a la muchedumbre.
El de menor tamaño emitió una especie de maullido. Dhamon lo miró a los ojos, y cuando el ser repitió el sonido, le pareció entender «por favor».
—Ya he visto suficiente —declaró.
Se apartó despacio del público y se encaminó por una calle lateral, llena de charcos fangosos. Maldred y el sivak iban tras él a unos pocos metros de distancia.
—Estuve saliendo con una kalanesti que habría palidecido ante esa visión —farfulló Dhamon—. Habría jurado liberar a cada una de esas criaturas y castigar a los hombres que las han reunido. Sin duda, habría incluido también a la hembra de Dragón Negro en el castigo.
—Por suerte, no está aquí con nosotros —indicó el sivak—. Moriría en el intento.
Dhamon no respondió.
Las indicaciones del enano para localizar la torre de la anciana no dieron ningún fruto. Encontraron una calle con tiendas de campaña y casas de madera construidas de cualquier modo, y tras otra hora de búsqueda, Dhamon rumió la posibilidad de dejarlo correr. Pero Maldred estaba decidido a buscar durante más tiempo.
La lluvia se había convertido en una llovizna al llegar el mediodía, y todo estaba tan empapado que cada esquina del embarrado sendero parecía la misma. Oscuros edificios desvencijados cobijaban tiendas de campaña a punto de desplomarse debido al agua, y la ruta estaba atestada de esclavos oprimidos y optimistas informadores.
—A lo mejor es ésta.
Maldred indicó con la cabeza una de las torres más intactas, a cuyo alrededor se apiñaban un trío de sivaks y una docena de dracs. Pero tras dos horas de espera, no se vio señal de ninguna otra actividad, y ni un alma entró en el lugar, de modo que siguieron adelante.
—Esto podría llevar días, como comprenderás —manifestó Ragh—; semanas, tal vez. Si es que esa sanadora realmente existe.
—No —declaró Dhamon—, no voy a pasar tanto tiempo aquí. Odio este lugar.
—A lo mejor, la sanadora también odiaba el lugar y se marchó —aventuró el sivak.
Entrada la tarde, la lluvia paró más o menos al mismo tiempo que descubrían un edificio que encajaba con la descripción que el enano les había dado del hogar de la demente hechicera. Se hallaba varias calles más allá de donde había indicado que estaría y se encontraba tapado por altos montones de cascotes apiñados a ambos lados. Estaban seguros de haber pasado cerca varias veces antes, aunque tal vez no habían advertido su presencia debido a la lluvia y la penumbra, y también a que no parecía una torre.
La estructura tenía, en el mejor de los casos, tres pisos de altura. Estaba ennegrecida como las otras construcciones que la rodeaban, pero en algunos puntos la decoración emitía destellos de plata y de bronce. Había una enorme y profunda entrada con dedos de piedra señalando hacia abajo desde la arcada, lo que le daba el aspecto de las fauces abiertas de una enorme criatura dentuda. Estaba oscuro al otro lado de la entrada en forma de arco, a excepción de un esporádico parpadeo de lo que podría ser la luz de una llama.
—Tal vez es ésta —sugirió el sivak—. El enano dijo que tenía forma de fauces de dragón.
—A lo mejor lo es.
Dhamon y Maldred se introdujeron bajo las sombras de una espira situada en el lado opuesto de la calle. El hombretón bostezó, y Dhamon observó la presencia de círculos grisáceos bajo sus ojos.
—Estás cansado.
—Mucho.
El gigantón bostezó aún más fuerte. Dirigió una ojeada al lado derecho de la calle, a lo que evidentemente era una posada. Un enorme carromato tirado por una pareja de mulas de aspecto lamentable y agotado estaba detenido enfrente, y se estaban descargando enormes barriles del vehículo en aquellos momentos. El hombre que lo había conducido hasta allí intentaba reparar una rueda que crujía. Maldred lo observó con atención.
—Lo cierto es que no deseo pasar la noche en esta ciudad, Dhamon. No creo que consiga dormir ni un minuto. Pero podríamos alquilar una habitación allí. Es mejor que permanecer en la calle, en este agujero olvidado de los dioses, diría yo. O mejor que enroscarse en un árbol en el pantano. El sol se pone, y…
—Hemos pernoctado en lugares peores —asintió su amigo, mirando a la desvencijada posada y, luego, a la torre—. La sanadora, si está viva, podría no querer verme a estas horas.
—Supongo, pero… ¡Eh!
Maldred abandonó las sombras en un santiamén y corrió hacia el carro.
Una de las ruedas traseras se había desprendido con un sonoro crujido. El vehículo volcó y dejó caer unos cuantos barriles. El hombre que los había estado descargando estaba atrapado bajo tres de los toneles, y su compañero, que había estado intentando arreglar la rueda, había quedado inmóvil bajo el carromato.
Unos cuantos transeúntes se quedaron observando, pero sólo uno de ellos intentó ayudar. Se trataba de un hombre de edad que podría haber movido ni siquiera uno de los enormes toneles. El hombre cogido bajo los barriles gimió en voz alta, pidiendo ayuda, en tanto su compañero, que estaba atrapado bajo el carro, profirió tan sólo un gemido ahogado.
En cuanto llegó junto al carromato, Maldred apoyó la espalda en él, tensando los músculos en un intento de levantarlo; pero quedaban demasiados barriles en el fondo del carro, y el peso era excesivo.
—Tendremos que bajar algunos de esos toneles primero —gruñó a Dhamon, que se había materializado junto a él—. Hemos de aligerar la carga si queremos levantar el vehículo. Los barriles deben estar cargados de ladrillos.
Maldred se volvió para ayudar al hombre atrapado bajo los barriles y levantó el primero.
—Parece como si contuviera una tonelada de ladrillos —comentó al mismo tiempo que lo apartaba a un lado y se inclinaba para levantar el siguiente.
Dhamon se ocupaba ya del carromato. Tras apuntalar bien las piernas, curvó los dedos bajo la madera allí donde la rueda rota se inclinaba. Al bajar los ojos hacia el hombre atrapado, vio el dolor pintado en sus ojos y el hilillo de sangre que surgía de su boca.
—Eso no es nada bueno —murmuró.
Luego, tomó aire con fuerza y apretó los músculos, dobló las rodillas y levantó despacio el carro.
—Mal…, saca al hombre.
Su amigo acababa de apartar el último barril del otro herido. Lo depositó en el suelo y giró en redondo hacia Dhamon.
—Por mi padre —empezó a decir—, ¿cómo has sido capaz de…?
—El hombre —repitió Dhamon—. Saca al hombre, por favor.
Maldred lo hizo, y los anteriormente inactivos ciudadanos corrieron a ayudar para transportar a los dos heridos al interior de la desvencijada posada. Dhamon dejó el vehículo en el suelo, se limpió las manos y se encaminó de nuevo calle abajo hacia las sombras de la espira.
—Aguarda un minuto, Dhamon.
Maldred lo siguió, y no obstante sus zancadas más largas no conseguía mantenerse a su altura.
Su compañero apresuró el paso, sin prestar atención al otro. Le sorprendió encontrar al sivak todavía en las sombras, frente a la torre de la anciana hechicera. El draconiano sin alas podría haber aprovechado la oportunidad para separarse de ellos.
—¿Qué?
Dhamon se volvió hacia su fornido amigo.
—Dhamon, ¿cómo hiciste eso? ¿Cómo levantaste el carro? —Los ojos de Maldred eran como puñales—. Yo no pude levantarlo, y yo soy un…
—Ogro —terminó por él Dhamon; su rostro mostraba enojo, aunque no iba dirigido a su amigo—. No lo sé; no sé cómo lo hice. No sé cómo es que soy capaz de hacer toda una cantidad de cosas: correr durante horas sin cansarme, dormir poco y oír con tanta agudeza. No lo sé.
—En aquel poblado, en Polagnar —interrumpió el hombretón—, me impediste que matara al sivak. Con una mano detuviste mi mandoble. Eso me ha estado preocupando. En las cuevas de los barcos, cuando las rocas inmovilizaban mis piernas… Debí haberme figurado que algo no iba bien cuando pudiste mover aquellas piedras con tanta facilidad.
—No era tan fuerte entonces como lo soy ahora. —Podría haber añadido que no le gustaba sentirse tan fuerte, que no le gustaba en absoluto—. Creo que se debe a la escama.
—¿Escama? Las escamas, Dhamon. Se extienden como un sarpullido por tu pierna. Me ocultaste eso y también tu fuerza.
—Tú me hiciste creer que eras humano. Todo el mundo tiene sus secretos, Mal.
—Podría no ser la escama —ofreció él—. Tal vez sea…
—No conozco otra explicación.
Transcurrieron varios minutos de silencio mientras el trío permanecía inmóvil bajo las crecientes sombras de la espira y observaba la entrada del otro lado de la calle.
—No, supongo que tienes razón —dijo Maldred al cabo de un rato—. Supongo que debe tratarse de la escama. —El gigantón profirió un profundo suspiro, y sus hombros se hundieron—. Esperemos que la mujer sabia esté viva y ahí dentro —dijo—, antes de que te consumas como una vela.
—Sí, espero que esté ahí dentro, pero primero quiero vigilar el lugar un poco más. No hemos visto ningún movimiento todavía.
Observaron el edificio durante otra hora, hasta que la luz del crepúsculo cayó sobre la ciudad, y justo cuando Dhamon se decidía a acercarse, dos dracs flanqueando a un draconiano salieron de él. Tres esclavos humanos avanzaban arrastrando los pies tras ellos, acarreando ensangrentados sacos de lona, que por su forma, probablemente, contenían cadáveres. El draconiano era un bozak, engendrado del huevo corrompido de un Dragón de Bronce. La criatura no era tan alta como Dhamon, pero su pecho era mucho más fornido y lucía una mezcla de armadura de cuero endurecido y cota de malla. Llevaba las alas fuertemente plegadas sobre la espalda, y sus manos sujetaban una lanza de afilada hoja festoneada de cintas negras.
Ragh refunfuñó una palabra que Dhamon no consiguió entender.
—Uno de los agentes de Sable —susurró—. Lo recuerdo de mi época pasada con la hembra de dragón.
—¿Y los dracs? ¿Te resultan conocidos también?
El sivak negó con la cabeza.
—Me niego a prestar atención a su especie. No son dignos de mi interés.
—Si esa mujer sabia existe, si está viva —indicó Dhamon—, podría estar aliada con el dragón.
Maldred se balanceó hacia adelante y hacia atrás sobre las puntas de los pies y volvió a bostezar.
—De acuerdo, Dhamon. Voy a conseguir habitación para nosotros en esa posada. —Señaló calle abajo, donde cuatro hombres fornidos trabajaban en el carro que seguía parado ante la puerta; alguien se había llevado las mulas—. Luego, regresaré a la zona del mercado y visitaré una taberna o dos. —Miró al sivak—. Dhamon, quédate con Ragh. Cuando hayas terminado aquí, tanto si decides abordar a esa hechicera esta noche como si no, reúnete conmigo más tarde en la posada.
—De acuerdo —asintió su compañero sin apartar los ojos de la puerta principal del edificio.
Él y Ragh aguardaron en el otro lado de la calle durante casi una hora más. Otros tres dracs abandonaron el edificio en ese tiempo. La luz volvió a parpadear.
Dieron cuenta del resto del jabalí curado, y Dhamon lo roció con un poco de licor, que no compartió. Estaba, por fin, listo para dirigirse hacia el edificio, a pesar de la cantidad de gente que paseaba por las cercanías —en apariencia, dirigiéndose hacia una taberna situada a final de la calle—, cuando un sonido atrajo su atención.
Un trío de jóvenes andrajosos corría hacia el sur, sin preocuparles la oscuridad ni los charcos, gritando. Otros se movían en esa dirección también, y en cuestión de minutos la calle quedó vacía.
—Ahora —indicó Dhamon.
Avanzó, decidido, hacia el edificio, con los ojos puestos en la entrada y atisbando a través de la oscuridad. La luz parpadeante provenía de una antorcha situada muy lejos de la entrada. El aire era mohoso bajo la arcada; olía a humedad y al sebo rancio con el que se había impregnado generosamente la antorcha. No había puerta, sólo peldaños que ascendían al interior del lugar. Dhamon los subió de dos en dos, y en unos instantes, se encontró en un gabinete espacioso y redondo.
Las paredes eran negras, pero no debido a un incendio. Estaban cubiertas con mosaico hecho de ónice y pedazos de sílex, y al mirar con más atención, Dhamon distinguió las imágenes de hombres vestidos con túnicas color pizarra.
—Un lugar habitado por hechiceros Túnicas Negras —murmuró señalando con el dedo las figuras—. Mira aquí. —Su dedo se alzó más en la pared, hasta una esfera hecha de pedacitos de perlas negras—. Nuitari, su luna mágica.
El sivak lo contempló por educación, ya que el mosaico no significaba nada para él. Dirigió una ojeada en dirección al punto donde una escalera descendía desde la alcoba circular. A poca distancia, se veía un pasillo, y Ragh aguardó, pacientemente hasta que su compañero hubo finalizado el estudio de la pared.
Entonces, Dhamon señaló el suelo de la alcoba. Estaba, también, cubierto de mosaicos y hecho a imagen de Nuitari. Vio la escalera que conducía abajo, pero miró hacia el pasillo y decidió seguir por aquel camino.
El corredor era sinuoso y redondeado.
—Como el interior de una serpiente —susurró.
De repente, se le ocurrió que el edificio los estaba engullendo a él y al sivak. Aquello le hizo estremecerse y dio la vuelta; decidió descender por las escaleras en lugar de seguir por allí.
Más allá de la escalera que iba en dirección opuesta había un pasillo cuya presencia no había advertido antes.
—Eso no estaba ahí hace un momento —dijo; también era redondeado y curvo—. Bajemos —indicó a Ragh.
Los escalones estaban hechos de pizarra, y eran lisos y cóncavos debido a la cantidad de pies que había pasado por ellos y los habían desgastado a través de las décadas. Dhamon avanzó en silencio y con agilidad; los dedos le revoloteaban de vez en cuando en dirección al pomo de la larga espada solámnica.
Escuchaba con atención. De abajo, llegaba el sonido de agua que goteaba debido a las constantes lluvias caídas durante el día, pero de más abajo surgía el murmullo de pies sobre piedra, y de voces; una sonaba humana, y la otra, sibilante. Las voces iban aumentando de volumen. Dos personas subían por la escalera.
Dhamon se recostó contra la pared del hueco de la escalera. El sivak le imitó, con la cabeza ladeada y escuchando a todas luces lo mismo que había detectado su compañero. Segundos más tarde, un semielfo bien vestido hizo su aparición, barriendo los peldaños a su espalda con la larga capa azul. Un drac subía torpemente tras él; siseando, le decía al elfo que tendría que regresar al día siguiente para recibir su pago.
—¿Quién sois? —el semielfo se detuvo y olfateó, arrugando la nariz ante Dhamon y el sivak.
—No es asunto tuyo —replicó Ragh.
—Careces de alas —ronroneó el otro; luego, dirigió una veloz mirada a Dhamon—. Y tú de modales. Os he preguntado vuestros nombres.
—No son asunto tuyo —repitió Dhamon como un loro.
Dhamon había empezado a sudar, aunque no debido a los nervios. Notaba el calor de la escama en su pierna, captaba imágenes de escamas negras y ojos amarillos procedentes del drac, y sentía cómo el familiar e incómodo calor vibraba por todo su cuerpo. Sabía que el intenso frío no tardaría en aparecer y lo dejaría incapacitado para actuar.
—¿Qué os trae aquí? —preguntó el drac.
—Traemos información —respondió rápidamente el sivak.
El ser empujó al semielfo escaleras arriba.
—Esssta información —apuntó el drac— podéisss dármela a mí. Me ocuparé de que sea transmitida y que os paguen… si lo vale. Mañana os pagarán.
Dhamon negó con la cabeza. Los dedos de su mano izquierda localizaron un hueco en la pared a la que sujetarse, y su mano derecha apretó con fuerza la empuñadura de la espada, como si aquellos gestos pudieran servir para reducir el dolor.
—Se trata de información importante, demasiado importante para dártela a ti.
El drac instó al semielfo a seguir adelante y le dedicó un gruñido.
—Te essscucho, humano. Dime esssta información. El agente de la señora Sable no esssta aquí. Nura Bint-Drax no llegará hasssta mañana o passsado. Esss ella quien te pagará.
Dhamon se estremeció ante el nombre, recordando a la naga del poblado de los dracs.
—Nura Bint-Drax…
—Esss el agente principal de Sable aquí —finalizó el otro.
—Nuestra información no puede esperar —empezó Dhamon, pensando con rapidez—. Sabemos de un plan…
Tragó aire, sintiendo cómo lo atravesaba una helada convulsión; ésta fue seguida por un calor intenso, como si lo hubieran marcado al rojo vivo, pero aun así se obligó a concentrarse.
El drac golpeó el suelo de la escalera con el pie en forma de garra.
—Dame esssta importante información.
—No es para tus oídos —intervino Ragh.
El otro siseó. Sobre sus labios se acumuló ácido, que descendió luego al suelo y chocó contra el peldaño. El ser se aproximó más al sivak.
—Yo decido lo que esss para misss oídosss. Yo…
Dhamon retrocedió justo a tiempo de evitar la nube de ácido que cayó sobre la escalera y el sivak. Acababa de ensartar al drac por la espalda con la larga espada solámnica y acabó con él al instante.
—Hay más de ellos —dijo jadeando mientras señalaba con la cabeza la caja de la escalera—. Dracs o draconianos. Oigo sus siseos.
Se dejó caer, impotente, sobre los peldaños, sujetando aún su arma.
Ragh había resultado dañado por el ácido, principalmente alrededor del cuello, donde las escamas se habían deteriorado; pero a pesar del dolor, pasó corriendo junto a Dhamon y alargó los brazos en la oscuridad situada más allá para ir al encuentro de los dracs. Dhamon escuchó otro chapoteo de ácido, que indicaba la muerte de otro de los secuaces de Sable; luego, sintió cómo le arrebataban la espada de las manos. Ragh la había tomado y la usaba contra otro drac atacante.