22 Curvas y recodos

Dhamon clavó la mirada pasillo abajo. Éste parecía en cierto modo diferente de como era cuando lo había recorrido para llegar al laboratorio; no era curvo, sino esquinado y más estrecho en ciertos sitios. El aire también olía de manera distinta. No se percibía ni rastro del aroma a flores silvestres que había habido cuando la anciana estaba presente, y entonces la atmósfera estaba cargada y llena de humedad.

A lo mejor habían salido por un lugar que no era el mismo por el que habían entrado al laboratorio. Se volvió y descubrió que la pared se había cerrado detrás de él, y aunque recorrieron con los dedos la superficie de piedra, ni él ni el sivak consiguieron localizar un modo de volver a abrir aquella sección.

—Deberías haber obligado a la hechicera a que esperara hasta que yo despertara —dijo al draconiano.

—No quiso escucharme —replicó éste, malhumorado.

Dhamon profirió un profundo suspiro y marchó por el corredor. Dejaron atrás una antorcha tras otra, cada una sostenida por una escultura distinta en la pared: una era un elefante, y la antorcha hacía de trompa; otra, un babuino. Había varias criaturas que no pudieron identificar. Anduvieron durante varios cientos de metros sin decir una palabra, y Dhamon se preguntó por un instante si cada candelabro de pared no estaría conectado a una puerta secreta que conducía a estancias repletas de tesoros de Maab o de secuaces de Sable. En otro momento, tal vez habría querido explorar, especialmente si Mal hubiera estado con él; pero entonces todo lo que deseaba era encontrar una salida.

—Tendría que haber hecho que Mal viniera aquí con nosotros —dijo al sivak.

Viajaron, según se figuró Dhamon, durante casi un kilómetro, pero no llegaron a ningún otro pasillo. Ni tampoco encontraron una escalera que los condujera de vuelta a la torre de la anciana. La cólera de Dhamon ante la situación iba en aumento, pero hizo todo lo posible por controlarla; no era culpa del sivak que se hubieran perdido, o que la enloquecida anciana hubiera desaparecido.

—Aquí —declaró el draconiano minutos más tarde.

La criatura se había detenido frente a un candelabro que parecía la cabeza de un caimán de hocico chato.

—Noto aire que sale de una rendija aquí.

Dhamon contempló con fijeza la escultura, y luego la pared a ambos lados de ella. Distinguió grietas alrededor de dos de los ladrillos, defectos que no habría detectado antes de que sus sentidos se tornaran tan anormalmente agudos. Concentrándose, sintió el contacto del aire sobre su piel. El olor seguía siendo opresivo, pero distinto, y percibió un tenue olor a sangre y a detritus humanos. No habían olido nada parecido cuando descendieron.

—No podemos seguir estando bajo la torre —musitó Dhamon casi para sí.

—No —respondió el sivak—. Hemos andado demasiado. ¿En qué dirección? —Se preguntó, y encogió los amplios hombros.

—Hacia el oeste, creo —indicó su compañero, que dio un paso al frente, presionó los ladrillos y observó cómo una sección de la pared se apartaba para mostrar un corredor parcialmente ocupado por aguas estancadas—. Salgamos de aquí.

No había antorchas en ese pasadizo, aunque Dhamon sospechó que habían existido en el pasado. Unos candelabros muy trabajados ocupaban la pared; todos mostraban los rostros de enanos de distintas nacionalidades. Extrajo la antorcha del hocico del caimán y pasó la mano cerca de la llama, lleno de curiosidad. Como había sospechado, ésta no desprendía calor. Dejó atrás al draconiano y avanzó con cuidado el pie. Había escalones bajo el agua. Los siguió hasta encontrar el suelo del corredor, con la fría y maloliente agua llegándole hasta la cintura.

Avanzaron en silencio, viajando durante unos cientos de metros antes de que el túnel se bifurcara a derecha e izquierda. Dhamon miró por encima del hombro. Había una palabra garabateada en negro sobre los ladrillos de la derecha. «Sufrimientos», decía. Y la S doblaba el recodo dibujando una flecha.

—A la derecha, pues —indicó Dhamon sin vacilación.

Olía el dulce aroma empalagoso de la muerte en aquella dirección, y no le llegaba otra cosa que fuerte humedad desde la otra. El hombre siguió esa ruta sólo un corto trecho, antes de ascender por más peldaños sumergidos, que lo condujeron a otro corredor sinuoso, éste relativamente seco. Por desgracia, el pasillo se convirtió en un callejón sin salida al cabo de un centenar de metros más.

—Maravilloso —gruñó—. Somos un par de ratas en un laberinto.

Hizo un movimiento para retroceder sobre sus pasos; luego, cambió de idea. El olor a muerte flotaba con mucha intensidad allí. Entregó la antorcha a Ragh. Había más grietas diminutas alrededor de dos ladrillos, y escuchó apagadas voces sibilantes al otro lado del muro. Parecían una pareja de dracs en medio de una acalorada discusión. Desenvainó la espada y presionó los ladrillos. La pared giró sobre sí misma, y el hombre pasó al otro lado y se encontró cara a hocico con un sorprendido drac. Sin una vacilación, Dhamon lanzó su arma al frente y recibió una rociada de ácido, que le quemó las ropas y la piel. El otro interlocutor, un drac ligeramente más pequeño, retrocedió por el pasillo.

—¡Oh, no! —le advirtió Dhamon—, no vas a ir en busca de ayuda ni a dar la alarma.

Salió disparado tras él. Los pies golpeaban sobre la húmeda piedra. Lanzó al frente la espada y ensartó a la criatura por la espalda en el punto donde las alas se unían. El ser lanzó un chillido, se dio la vuelta y atacó, pero el otro fue más rápido; se agachó bajo las zarpas extendidas y elevó la espada para hundirla profundamente en el abdomen del oponente. El drac se estremeció y se disolvió en un estallido de ácido justo mientras su atacante retrocedía de un salto.

El sivak se introdujo con precaución en el pasillo siguiente detrás de Dhamon, sosteniendo en alto la antorcha. Allí había otras antorchas, empapadas en grasa y medio apagadas, sujetas a abrazaderas de hierro y dispuestas a intervalos regulares a lo largo de las paredes. Estas antorchas despedían olor y calor, y además iluminaban un lugar espantoso. Habían entrado en un corredor bordeado de celdas atestadas tanto de prisioneros demacrados como de cadáveres en descomposición.

—Por las cabezas de la Reina de la Oscuridad, ¿dónde estamos? —musitó Dhamon.

El sivak avanzó con cautela.

—Se encuentran calabozos por todo el pantano de Sable. Algunos son de ella. Otros pertenecen a humanos que creen poseer un cierto poder aquí. Si bien son horrendas, estas celdas nos traen buenas noticias, pues, sin duda, encontraremos escaleras y un camino hacia la superficie.

Dhamon envainó su espada y comprobó los barrotes de la celda más próxima. Descubrió que eran resistentes incluso para su considerable fuerza.

—No pensarás en liberar a estas gentes. Míralos.

Dhamon los contempló con más atención. Ninguno de aquéllos que ocupaban varias de las primeras celdas viviría más allá de unos pocos días más, pues o bien los habían dejado morir de hambre, o los habían golpeado hasta tal punto que moverlos no haría más que acelerar su fallecimiento. No obstante aquello, volvió a poner a prueba los barrotes.

—No eres ningún héroe —le dijo el draconiano—. ¿Por qué te molestas?

«Lo había sido —pensó Dhamon—. Fui el campeón de Goldmoon, y en el pasado me preocupaban otras cosas, aparte de mí mismo».

—¿Qué pueden haber hecho para merecer esto? —contestó el hombre en voz alta.

El sivak no le ofreció una respuesta.

Dhamon vaciló durante un instante, antes de decidir si debía retirarse por el pasadizo secreto y tomar la otra bifurcación, aquélla en la que no olía nada. Un vestigio de una voz conocida lo detuvo, y corrió más hacia el fondo del pasillo mientras desenvainaba de nuevo la espada.

—¿Dhamon? ¿Dhamon Fierolobo?

—Sí —dijo él, colocándose frente a otra celda para atisbar por entre los barrotes—. ¿Cómo es que mi vida parece tan entrelazada con las vuestras?

Al otro lado, había una docena de prisioneros y un número igual de cadáveres, y entre los vivos estaban Rig y Fiona.

—Sí, Rig. Soy yo.

Los dos parecían derrotados, y no tan sólo físicamente. No había brillo alguno en sus ojos, y la piel de Fiona se veía blanca como el pergamino. Rig había perdido gran cantidad de peso, y las ropas le colgaban, holgadas.

—¡Llevas a un sivak…!

—Ya habrá tiempo para respuestas más adelante —repuso Dhamon mientras entregaba la espada a su compañero.

Afianzó bien los pies en el suelo, sujetó con fuerza los barrotes de la puerta y tiró. No obstante la fuerza que poseía, las barras no se movieron, de modo que intentó doblar las que estaban más oxidadas, poniendo todo su esfuerzo en ello, con los músculos hinchados y apretando los dientes. Las venas del cuello y los brazos se lo marcaron como gruesos cordones. Al ver que los barrotes no cedían a su primer intento, Dhamon volvió a intentarlo con más energía, y finalmente se vio recompensado con el gemido del metal.

—Dhamon —gruñó el sivak—, no eres un héroe. Piensa en ti mismo.

—A lo mejor lo he estado haciendo demasiado últimamente.

—Escucha —continuó Ragh—. Oyes…

—Sí, les oigo. Vienen más dracs —respondió él.

—O draconianos —indicó el sivak—. Será mejor que te des prisa. Libéralos deprisa o sigamos adelante.

Su compañero volvió a tomar aire con fuerza y dio un nuevo tirón a los barrotes. El esfuerzo hizo aparecer danzantes motas blancas ante sus ojos cerrados, pero el metal se separó justo lo suficiente, y los prisioneros salieron al corredor. Dhamon giró en dirección al draconiano y recuperó su espada, mirando más allá de la gente y a ambos extremos del pasillo.

—¡Deprisa! —les instó—. Vamos a tener compañía muy pronto.

Rig ayudó a Fiona a salir. La mujer estaba tan débil que casi la llevaba en volandas.

—Gracias —murmuró el ergothiano—. Nunca pensé que me alegraría tanto de volver a verte. Creí que íbamos a morir ahí dentro.

—Todavía podemos morir —replicó el sivak—. Mirad.

Señaló con una zarpa pasillo abajo; luego, se abrió paso por entre el marinero y Fiona para colocarse hombro con hombro junto a Dhamon.

—Tú tal vez quieras ser un héroe —dijo Ragh a Dhamon, apretando los dientes con fuerza—. Todo lo que yo quiero es a la naga. No quiero esto.

Un drac de un tamaño considerable había descubierto al grupo y se abalanzaba sobre ellos pasillo adelante, con las patas palmeadas golpeando la húmeda piedra del suelo. Sujetando su espada como si fuera una lanza, Dhamon corrió al encuentro de la criatura, que, impelida por su impulso y estupidez, fue incapaz de detenerse a tiempo y se empaló a sí misma. Dhamon retrocedió a toda prisa, chocando contra Fiona y Rig a la vez que evitaba el chorro de ácido.

—Jamás pensé que quisiera volver a verte —dijo la Dama Solámnica a Dhamon—, pero en cierto modo sabía que vendrías en nuestra ayuda.

Fiona le dedicó una leve sonrisa.

Se escuchó el sonido de un barril de agua de lluvia haciéndose pedazos y otro estallido de ácido, que indicaba otro drac muerto, cortesía de Ragh.

—Dhamon, ¿cómo nos encontraste? —inquirió Rig—. ¿Cómo sabías que nos habían capturado?

Las ropas excesivamente holgadas del marinero estaban hechas jirones, desgarradas por lo que probablemente eran las zarpas de un drac, y su piel se veía llena de inflamadas cicatrices dejadas por el ácido. Tenía un profundo corte en el antebrazo, y en su cuello había una gruesa cicatriz nudosa que brillaba en un tono rosado a la luz de la antorcha. Fiona parecía macilenta y menuda sin su cota de malla, y mostraba una cicatriz en el lado izquierdo del rostro. Los dos respiraban con dificultad.

—¿Cómo pudiste saber que nos encontrábamos aquí? —insistió el marinero.

—No os buscaba a vosotros —respondió Dhamon, por fin—. No sabía que os habían capturado. Sinceramente, no me importa cómo llegasteis hasta aquí. Estaba buscando… algo.

Agitó la mano para que se movieran pasillo adelante, paseando los ojos por todos los huecos con la esperanza de encontrar unas escaleras. Penetraron en una enorme zona despejada. Allí no había ninguna antorcha, aunque sí había candelabros vacíos, primorosamente trabajados.

—Rig, toma una antorcha del pasillo de ahí atrás, ¿quieres?

El marinero obedeció al momento y distribuyó unas cuantas antorchas más a los prisioneros liberados.

—¿Buscando qué?

Una mirada severa indicó al ergothiano que era mejor no volver a preguntar.

—Nos atraparon unos tramperos —explicó Fiona—. Vimos su fogata después de dejaros a ti y a Maldred en las minas de plata. Parecía como si sólo cazaran animales.

—De los de cuatro patas —interpuso Rig.

—Bajamos la guardia, y nos cogieron. Capturaron a otros de camino aquí. Creo que hemos estado en este lugar durante… no sé cuánto tiempo; semanas, un mes, o más. No teníamos ni idea de lo que nos iban a hacer. Si no hubieras aparecido y…

—Os habrían dejado morir, por lo que parece —indicó el draconiano, mirando a la pareja y a los otros prisioneros liberados, que avanzaban desordenadamente junto a ellos—. O tal vez os habrían convertido en dracs cuando hubieran doblegado por completo vuestras voluntades.

—Hay prisioneros por todas partes aquí abajo —dijo Rig mientras se esforzaba por mantenerse a la altura de Dhamon—. Tú y yo podríamos liberarlos y…

—Tú y yo —indicó el otro en tono sucinto— podemos salir de aquí con el pellejo intacto. No podemos liberar la ciudad, Rig. Tú has conseguido huir simplemente porque yo me perdí por aquí abajo. Maldred está en alguna parte de la ciudad ahí arriba. Tengo que llegar hasta él, y luego los dos nos iremos muy lejos de este lugar.

—Todas estas personas, Dhamon…

Los ojos del marinero se abrieron de par en par.

—Las compadezco —repuso él—. Lo siento por ellas. No soy tan inhumano que no me sienta afectado por esto. —Aceleró el paso, y los que lo seguían tuvieron que correr para mantenerse a su altura—. Pero no pienso arriesgar mi vida por salvar la suya.

—El draconiano —dijo Rig después de recorrer otro centenar de metros—. ¿De qué va todo eso?

—Venganza —respondió Dhamon—. Ragh busca venganza.

Permanecieron en silencio mientras recorrían un pasillo y ascendían por el siguiente, en ocasiones dejando atrás jaulas que contenían cuerpos en descomposición y esqueletos cuyos huesos las ratas habían dejado bien pelados. En una celda, los barrotes estaban tan oxidados que Dhamon les dio un violento tirón y se rompieron. Salió una docena de hombres que apenas podían andar, y que se aferraron los unos a los otros y a las paredes para no caer al mismo tiempo que murmuraban incrédulas frases de agradecimiento.

—¿Qué pasa con los otros? —quiso saber un hombre—. Con las otras celdas.

—Fiona y yo regresaremos a buscarlos —replicó Rig—. Cuando tengamos armas y armaduras, y Caballeros de Solamnia.

Dhamon pasó junto a otras dos celdas, cuyos barrotes eran más un montón de óxido que barras de hierro. También éstas las abrió de un tirón, para seguir luego su marcha sin decir una palabra.

Los prisioneros liberados, casi treinta entonces, constituían un grupo variopinto. Algunos eran evidentemente caballeros de Solamnia y de la Legión de Acero, a juzgar por los andrajosos capotes que lucían. Otros, por sus pieles curtidas y manos encallecidas, parecían labradores o pescadores. Sus edades oscilaban entre apenas salidos de la infancia a mediados de los cincuenta, y los más jóvenes y sanos de entre ellos contaron que se les había dicho que no tardarían en ser convertidos en dracs. Apestaban a sudor y orina, y muchos de ellos tenían llagas infectadas que precisaban cuidados. Un par de hombres de un aspecto tan saludable que era evidente que no llevaban demasiado tiempo encerrados transportaban a un camarada herido entre ambos.

Un número igual de hombres tuvieron que ser dejados atrás debido a que agonizaban o estaban demasiado malheridos, o a que Dhamon no hizo el menor esfuerzo por romper los barrotes. Rig fue dejando muy claro mientras pasaba junto a ellos que haría todo lo que estuviera en su poder para regresar en busca de tantos como pudiera.

Los olores eran intensos, en especial para los agudos sentidos de Dhamon, y éste tenía que hacer grandes esfuerzos para no vomitar.

—Moveos más deprisa —dijo sin dirigirse a nadie en concreto—. Moveos u os dejaré aquí para que os pudráis.

Llegaron a un corredor que no tenía salida, y Rig estaba a punto de indicar a los que los acompañaban que dieran media vuelta cuando Dhamon lo detuvo.

—Hay una corriente de aire aquí.

Palpó los ladrillos, oprimió dos, y la pared giró a un lado. Él y Ragh se deslizaron rápidamente al pasillo situado al otro lado, seguidos por el resto.

—Vamos a tener compañía aquí —indicó Dhamon al sivak, pues su agudo sentido del oído así se lo indicaba.

Más adelante se escuchaban los apagados siseos de unos dracs. Se trataba únicamente de dos, y a los pocos instantes no eran más que charcos de ácido sobre el suelo.

El siguiente túnel que tomaron estaba seco y olía a cerrado. El techo estaba repleto de telarañas, que la cabeza del sivak iba apartando. Lo siguieron durante casi una hora mientras serpenteaba y giraba sobre sí mismo, pasando junto a innumerables antorchas mágicas, colocadas en candelabros esculpidos.

—Ya no estoy seguro de qué dirección estamos siguiendo —dijo Dhamon al draconiano—, pero da la sensación de que vamos hacia el norte. Y…

Una pizca de aire fresco llegó hasta él, proveniente de una grieta en la pared, y Dhamon se apresuró a introducirse por ella, haciendo una seña a los demás para que lo siguieran.

Algunos minutos más tarde, penetraban en una cueva recubierta de moho. Las pocas antorchas que los hombres sostenían no proyectaban luz suficiente como para llegar a todas las paredes, pero la luz que llevaba uno de los hombres mostró otra grieta, ésta más amplia y con escalones que ascendían. Sin una palabra, Dhamon encabezó la marcha, escuchando con atención, con la esperanza de oír lo que pudiera aguardarles más adelante, pero no detectó otra cosa que el golpear de pies sobre los peldaños a su espalda.

Dhamon encontró a un único drac en la parte superior, y se lanzó sobre él, blandiendo su arma antes de que su adversario pudiera reaccionar. Dos rápidos golpes acabaron con el drac, y el ácido roció una celda llena de cadáveres. Entraron, entonces, en otro pasillo, que fácilmente mediría unos seis metros de anchura y al que se abrían más celdas, aunque todas, excepto una llena de cadáveres, estaban vacías.

—Moveos.

Dhamon dejó atrás las celdas y cruzó una puerta que distinguió al otro extremo. Ascendió a toda velocidad por otro tramo de escalones, sin detenerse más que el tiempo suficiente para asegurarse de que los otros lo seguían. Llegó a otro callejón sin salida, pero detectó fácilmente las rendijas en los ladrillos, pues entonces sabía qué buscar. Escuchó antes de presionarlos, sin oír nada al otro lado. La pared se abrió a otro pasillo sinuoso, uno que apenas medía un metro de anchura. Pasó al otro lado, indicando a los otros que se mantuvieran junto a él.

Prosiguieron su viaje por los túneles durante casi una hora antes de ir a parar a un corredor cubierto de pequeñas y relucientes escamas negras, tal y como lo habían estado los árboles en el poblado de los dracs. Dhamon alzó una mano para tocarlas. Tenían un tacto suave, como si pertenecieran a algo vivo.

—¡Por el Remolino! —musitó Rig.

Dhamon apresuró el paso. El túnel se elevó y giró hacia atrás; después se hundió bruscamente, para, a continuación, volver a elevarse de nuevo.

—Escaleras —anunció lanzando un suspiro de alivio; éstas eran de madera y ascendían hacia lo alto para mostrar el cielo nocturno—. Estamos fuera.

Los prisioneros liberados recuperaron energías con sus palabras, y en unos minutos habían subido todos los escalones y se encontraban de pie en las ruinas de lo que podría haber sido un templo décadas atrás. Las estrellas centelleaban desde las alturas.

—Ragh, ¿exactamente en qué parte de esta condenada ciudad estamos?

El sivak asomó la cabeza con cuidado por detrás de una desmoronada columna para orientarse.

—No lejos del mercado. Sospecho que hemos estado andando en círculos.

—Estoy tan cansada —susurró Fiona a Rig—. Mis piernas.

La mujer estaba apoyada contra él, con los cabellos pegados a los costados del rostro debido al sudor.

Dhamon salió a la calle. La ciudad parecía distinta de noche, cuando la oscuridad ocultaba gran parte de su fealdad. No vio a nadie por allí y adivinó, por la posición de las estrellas, que era pasada la medianoche. Faltaban sólo unas pocas horas para el amanecer. Cruzó la calzada y empezó a descender por una acera de madera. Se detuvo cuando divisó algo familiar: el establecimiento del comerciante enano. El mercado se encontraba sólo a unas manzanas de allí, y cerca de él, la posada donde encontraría a Maldred.

Regresó a toda prisa junto al sivak y los otros, y frotándose las manos en los pantalones, habló a los prisioneros liberados.

—No puedo deciros qué hacer —empezó—. Estamos cerca del centro de la ciudad. Sugiero que todos vosotros os marchéis, subáis la colina y sigáis andando hasta que hayáis abandonado el pantano.

—Yo conozco el modo más seguro de salir —dijo un hombre canoso de mediana edad—. Fui guardián aquí, antes de caer en desgracia. Hacia el este hay un paso que nadie vigila.

Dhamon asintió.

—Tómalo entonces, y todos los demás contigo. Rig, Fiona, vosotros os vais, también. No estáis en condiciones de seguirme. Tengo que encontrar a Maldred, y luego también yo me marcharé.

—Incluso aunque salvarnos fuera un accidente, te estoy agradecido por ello.

El marinero tendió su mano, y el otro la estrechó.

A continuación Dhamon se alejó, con el sivak pegado a sus talones, para correr hacia donde las sombras eran más espesas, en dirección a la desvencijada posada situada más allá del mercado. Los hombres que había liberado siguieron su misma ruta, aunque sin moverse tan deprisa y por el otro lado de la calle. Dhamon vio cómo el hombre canoso los conducía.

Justo en el momento en que la zona del mercado aparecía ante su vista, Dhamon observó que el antiguo guardián los conducía por una calle lateral en dirección este. En lo alto, escuchó el batir de unas alas, y al alzar la vista distinguió a un drac que volaba sobre su cabeza. Recortadas contra las estrellas vio otras figuras, dracs o draconianos que patrullaban la ciudad.

—La posada —anunció Ragh, deteniéndose al final de la acera y señalando más allá de la colección de jaulas del mercado.

Había unas cuantas luces encendidas en las ventanas más bajas, y también unas pocas en otras partes, pero ni con mucho tantas como Dhamon esperaba en una ciudad de ese tamaño.

Hizo intención de dirigirse hacia la posada, pero se detuvo al llegar a la hilera de jaulas. Los cabellos se le erizaron en la nuca.

—Algo no va bien —murmuró.

—En esta ciudad —le respondió el sivak en otro susurro—, nada va bien.

—No. Es más que eso.

Escudriñó las jaulas. Unas cuantas criaturas dormían, bien enroscadas en su limitado espacio, pero otras estaban despiertas. Los ojos moteados de dorado del enorme búho estaban bien abiertos y vigilantes. Los manticores también se hallaban despiertos, y el de más tamaño miraba en dirección a Dhamon. Dos dracs patrullaban el mercado por aquel lado, pero Dhamon sospechó que había más.

—Algo. Quizás algo nos está vigilando; quizás…

Sus palabras se apagaron cuando escuchó un gemido agudo que provenía del lugar por el que habían marchado los prisioneros liberados.

Echó una ojeada al cielo. El drac y los draconianos habían desaparecido de la vista, pero de todos modos seguía oyendo batir de alas, y el sonido de pies que corrían y de gritos desesperados.

—Han descubierto a los hombres que liberaste —indicó el sivak—. Será mejor que nos ocultemos, o también nos perseguirán a nosotros.

Dhamon no se movió, vigilando aún la calle lateral por la que habían desaparecido los esclavos. Vislumbró a un hombre flaco y sin apenas ropas, uno de los últimos que había sacado de las celdas. Rig y Fiona se hallaban justo delante de él; el marinero les gritaba a todos que permanecieran agrupados, mientras que Fiona les indicaba que buscaran cualquier cosa que pudieran utilizar como arma. Aunque sólo brillaba un poco de luz procedente de las estrellas y de unas pocas ventanas, Dhamon distinguió con claridad la expresión de pánico del rostro de la mujer.

—Hemos de ocultarnos —dijo el sivak en voz más alta, y dio a su compañero un empujón con una zarpa para enfatizar sus palabras.

Detrás y por encima de los hombres liberados, había una docena de dracs y draconianos sivaks.

—Harán una carnicería con ellos —musitó Dhamon.

—Sí, y también con nosotros si no nos…

Dhamon desenvainó su espada, pero en lugar de correr hacia Rig y Fiona, lo hizo en dirección a las jaulas de la plaza del mercado, donde se enfrentó al ataque de los dos guardianes dracs que había visto. El sivak lo siguió a varios pasos de distancia, exigiéndole que volviera a sus cabales.

—¡No me sirves de nada muerto! —le espetó Ragh—. No puedes ayudarme contra Nura Bint-Drax si te cogen.

Su compañero puso todas sus fuerzas en un mandoble lateral de su arma y partió prácticamente en dos al primer drac. Continuó hacia el segundo objetivo mientras el primero se disolvía en un estallido de ácido, y fueron necesarios dos mandobles esa vez para acabar con el otro, aunque ninguna de las dos criaturas fue lo bastante rápida como para asestarle un zarpazo.

Corrió, a continuación, hacia los corrales; alzó la espada por encima de la cabeza y la descargó sobre la cadena que mantenía cerrada la puerta más cercana. El eslabón de metal se partió por el impacto, y Dhamon envainó el arma, manipulando torpemente la cadena para soltarla; después, usó toda la fuerza de sus brazos para abrir de un tirón la maciza puerta. Al cabo de un segundo, un enfurecido lagarto de seis patas del tamaño de un elefante salió pesadamente al exterior.

Fue seguido por otras criaturas grotescas, que Dhamon fue liberando, pero usó su fuerza para arrancar las puertas de las jaulas en vez de arriesgarse a partir su única arma.

—¿Qué haces? —chilló el sivak—. ¿Te has vuelto loco?

—¡Guardias! —gritó alguien—. ¡Los animales se escapan! ¡Guardias!

Sobre sus cabezas el frenesí de alas aumentó, y se escuchó gritar órdenes desde todas las direcciones: eran las voces de dracs y de hombres que habían decidido unir sus destinos a la hembra de dragón y a sus aliados. De zonas muy alejadas de la plaza del mercado, les llegó el golpear de pies sobre el suelo: otros guardias, según sospechó Dhamon.

—¿Qué estás haciendo, Dhamon?

—Facilitar una distracción, Ragh; dar a los dracs algo de que preocuparse que no sean unas cuantas docenas de prisioneros huidos. Tal vez algunos de ellos, tal vez Rig y Fiona, puedan liberarse de este Abismo.

El sivak se dedicó a ayudarle con las jaulas mientras mascullaba todo el tiempo que eso sería la muerte de ambos.

—Continúa con esto —le indicó Dhamon—. Eres fuerte; separa los barrotes. Voy a buscar a Mal; luego, marcharemos de aquí.

—Nura… —graznó el sivak.

—Nura Bint-Drax no es mi problema, pero te puedes quedar hasta que aparezca. No voy a ayudarte con ella, Ragh.

Dhamon corrió en dirección a la posada y atravesó la puerta como una exhalación. Despertó al propietario que había estado durmiendo en un sillón de madera de respaldo recto detrás de un escritorio manchado y agujereado.

—Maldred. Un hombretón llamado Maldred cogió una habitación aquí esta tarde.

Se detuvo para recuperar aliento.

El propietario lo miró fijamente, contemplándolo de pies a cabeza.

Las ropas y los cabellos del recién llegado estaban empapados de sudor, y su cuerpo plagado de quemaduras de ácido. Apestaba a los pasillos subterráneos y tenía las facciones cubiertas de mugre.

—Un hombre llamado Maldred —apremió Dhamon—. Un hombre de gran tamaño. ¿Qué habitación?

—No hay nadie con ese nombre —respondió el posadero, negando con la cabeza—. No hay nadie aquí con ese aspecto.

—A primeras horas de hoy.

Dhamon habló con mayor rapidez, y miró en dirección a la calle. Los sonidos de caos habían crecido en intensidad.

El hombre escuchó también el jaleo, y se incorporó con un esfuerzo, alargando el cuello para mirar por la puerta abierta.

—Lo sabría si un hombre como ése se hospedara aquí. He estado aquí todo el día. Siempre estoy aquí todo el día.

Se apartó pesadamente del escritorio y fue hacia la puerta para ver mejor.

Dhamon corrió a la escalera y llamó a gritos a su amigo.

—¡Mal! —rugió lo bastante alto como para despertar a la gente del piso superior—. ¡Maldred!

No obtuvo respuesta.

Con un gruñido, pasó corriendo junto al posadero y regresó a la calle. Se encontró con un espectáculo enloquecedor. Había dracs y draconianos en la zona, intentando contener tanto a las criaturas que huían de los corrales como a los prisioneros, a lo que los dracs habían conducido involuntariamente a la plaza del mercado. Rig y Fiona estaban usando listones de madera como armas, en un intento de defender a los más débiles de los desarmados hombres. No vio a Ragh, aunque eso no le sorprendió. Supuso que el draconiano sin alas se había escabullido y que permanecería oculto hasta que encontrara a Nura Bint-Drax.

Corrió hacia las jaulas del zoológico. Unas cuantas seguían cerradas. Alojaban a la bestia que parecía un cruce entre águila y oso, y también a los enormes manticores. Estas últimas criaturas se dedicaban a pasear la mirada entre él y la batalla. Dhamon levantó su espada mientras se acercaba a la jaula, y descargó la hoja contra la cadena al mismo tiempo que rezaba para que el arma no se partiera.

—¡Os soltaré! —gritó—, y podéis volar lejos de este infierno. Pero me llevaréis con vosotros, ¿entendido? Y a tantos hombres como podáis transportar.

—Por favor —repitió el de mayor tamaño—, libéranos.

—¿Nos sacaréis de aquí con vosotros?

Las criaturas asintieron. Tuvo que asestar tres golpes más antes de conseguir partir un eslabón de la cadena, pero al cabo de un instante ya había sacado la cadena, había abierto la jaula y había indicado a los seres que salieran.

Los animales desplegaron las alas y las agitaron; emitieron un agudo sonido, que fue aumentando de volumen hasta resultar casi insoportable. Los dracs se taparon los oídos, y los hombres escapados los imitaron rápidamente. Dhamon apretó los dientes. El sonido era una tortura.

Libres de los confines de sus jaulas, los manticores se unieron a la refriega. Inclinándose al frente sobre las patas delanteras, las criaturas lanzaron una andanada de púas desde sus largas colas, y los proyectiles acertaron a más de un blanco draconiano.

—¡Rig! —chilló Dhamon cuando volvió a divisar a su viejo camarada, y agitó violentamente el brazo para atraer su atención—. ¡Agarra a Fiona! ¡Ahora! ¡Nos vamos!

Miró a su alrededor, con la esperanza de descubrir a Maldred, pero no podía ver entre la multitud de cuerpos y criaturas, y tampoco oír por encima del agudo sonido que producían las alas de las criaturas.

—No veo nada.

Pero desde un punto de observación más elevado tal vez podría.

En un santiamén llegó junto al manticore de mayor tamaño, se agarró a su pellejo y se izó sobre el lomo. Con mucho cuidado para no ensartarse en las púas que discurrían por la cola, se montó sobre los omóplatos de la criatura y miró por encima del revoltijo de seres y hombres.

Casi la mitad de los prisioneros liberados había muerto a manos de los dracs y los draconianos, y Rig y Fiona se abrían paso a golpes hacia los manticores, llevando a algunos de los supervivientes con ellos.

Un par de draconianos bozaks combatían con el lagarto de seis patas, que tenía la lengua enroscada como un lazo alrededor de la cintura de un drac. Empezaban a encenderse luces en las ventanas, y Dhamon vio aparecer figuras en ellas, ninguna con los hombros lo bastante amplios como para ser Maldred.

—¿Lo habrían capturado? ¿Lo habrían asesinado mientras buscaba a Nura Bint-Drax?

Dhamon se hizo la pregunta en voz alta, aunque no había sido su intención hacerlo.

—Probablemente así ha sido —dijo un drac que estaba trepando al lomo del otro manticore.

Por su voz, Dhamon se dio cuenta de que se trataba de Ragh. Era evidente que el sivak había eliminado a un drac negro y había adoptado su forma.

—Échame una mano, Dhamon.

Él apenas oyó las palabras por encima de toda aquella cacofonía de ruidos. Quien hablaba era el marinero ergothiano, que izaba hasta él a un joven demacrado. Dhamon sujetó las muñecas del hombre y tiró de él hacia arriba; luego, lo instaló entre dos de las púas dorsales del manticore, y le dijo que se agarrara con fuerza.

—¡Tú eres el siguiente! —gritó a Rig—. Vienen más guardias, humanos y de los otros. Hemos de salir de aquí.

—¡Fiona, primero! —Rig la cogió por la cintura, y la mujer soltó la ensangrentada tabla que había estado blandiendo—. ¡Sujétala!

Dhamon se inclinó hacia adelante y la agarró por debajo de los brazos. La mujer pesaba muy poco, y su piel tenía un tacto frío y pegajoso. La colocó justo detrás de él; luego, indicó al marinero que fuera hacia el otro manticore.

—Ése es Ragh —indicó—, el sivak.

El ergothiano agitó la cabeza, pero hizo pasar a otros dos hombres por delante de él en dirección al animal. Ayudaba al primero a subir, con la ayuda de Ragh, cuando la segunda oleada de secuaces de Sable hizo su aparición. Había una mezcla de dracs y de hombres, los últimos empuñando espadas y lanzas, y arrojando dagas a cualquier cosa que diera la impresión de que intentaba escapar: a los hombres liberados y a las grotescas criaturas en especial.

—¡Deprisa! —gritó Dhamon; se instaló frente a Fiona, entre un par de púas, y sujetó con fuerza dos trozos del pellejo del manticore—. ¡Rig, muévete! ¡Maldred! ¡Maallllldred!

El marinero ayudó a otro hombre a subir al otro manticore, que entonces batía las alas a mayor velocidad, y estuvo a punto de derribar a Rig con la fuerza de las ráfagas de viento que provocaba. El ergothiano sujetó el pellejo del animal y empezó a encaramarse sobre él. Casi había conseguido izarse sobre el lomo de la bestia cuando fue alcanzado por una lanza.

Entre el estrépito, Dhamon escuchó cómo su antiguo compañero lanzaba un grito de dolor; luego, vio cómo una segunda lanza se hundía en la espalda del marinero, y éste caía al suelo como una muñeca rota. Un hilillo de sangre le brotaba de la boca, y el cuello se había torcido a causa de la caída.

Fiona contempló la escena con incredulidad.

—¿Dhamon?

Dhamon volvió a llamar al marinero, pero éste no se movió, y comprendió que no volvería a moverse. Tragó saliva con fuerza y clavó las rodillas en el lomo de la montura.

—¡Volad! —gritó—. ¡Sacadnos de aquí!

Los animales obedecieron rápidamente; cada uno transportaba tres jinetes. Fiona intentó bajarse, no obstante, alargando la mano inútilmente hacia Rig, y Dhamon tuvo que girarse para sujetarla y mantenerla en su lugar.

—Rig —dijo ella, con el rostro ceniciento, y los ojos llenos de lágrimas—. Rig está ahí abajo. Tengo que ir junto a Rig.

Dhamon consiguió colocarla delante de él, sujetándola con fuerza mientras ella se debatía.

—Tengo que ir con él —sollozó la mujer—. Le amo, Dhamon. Tengo que decirle que le amo. —Enterró la cabeza en el pecho del hombre mientras el manticore se elevaba más alto—. Vamos a casarnos.

—Se ha ido, Fiona —dijo Dhamon, cuyos ojos se llenaron también de lágrimas—. Rig se ha ido.

Atisbo por última vez por encima del costado de su montura, distinguiendo una postrera imagen del cuerpo del marinero. Vio cómo los dracs rodeaban a los hombres que quedaban y cómo las estrafalarias criaturas eran devueltas a empujones a sus jaulas. Los habitantes de lugar, llenos de curiosidad, empezaban a salir a la calle entonces que las cosas parecían un poco más tranquilas.

Dhamon no vio a la niña que se hallaba de pie detrás de una espira en un tejado cercano. No tendría más de cinco o seis años, y una melena cobriza le ondeaba sobre los hombros a impulsos de la brisa.

Ni tampoco vio Dhamon a otra figura conocida, ésta surgiendo de un portal oscuro como la noche sólo a una docena de metros del lugar en el que había estallado la pelea. Maldred había contemplado la escena desde el principio: había visto cómo Dhamon sacaba a los prisioneros liberados a la superficie, cómo los ayudaba creando el caos en la plaza del mercado como distracción, cómo subía a la Dama Solámnica al lomo del manticore. Había visto morir a Rig, y a Dhamon alejarse por los aires.

Lo había observado todo y se había mantenido aparte. No había hecho nada.

El fornido ladrón cerró los puños con fuerza, regresó al portal, y penetró en la oscura habitación situada al otro lado.

En el cielo, una docena de dracs intentaron seguir a los manticores, pero las enormes criaturas eran demasiado veloces, y rápidamente dejaron atrás la ciudad ocupada por la ciénaga. Dhamon abrazó a Fiona con el brazo derecho, y con la izquierda se inclinó hacia el frente y se las arregló para agarrar un puñado de crines. Tiró de ellas para llamar la atención del animal.

—Tenemos que aterrizar —gritó—. Debo ocuparme de estos hombres.

Hizo lo posible por localizar un claro lo bastante lejos de la ciudad como para que fuera de su agrado.

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