14 Río de lodo

La luna llena facilitaba la contemplación del mapa hechizado que Maldred estaba desenrollando. El hombretón depositó su espadón sobre el borde septentrional para impedir que se arrollara, y sobre el borde meridional, la espada larga solámnica que Dhamon había cogido en el poblado de los dracs. La hoja de esta última centelleaba bajo la luz de la luna, mostrando una rosa que había sido grabada profundamente en el acero cerca de la empuñadura y tres o cuatro iniciales que estaban tan arañadas que resultaban ilegibles.

—Ésta no es una espada tan buena como la que se llevó la ergothiana —dijo Maldred, pensativo—. Esta hoja no es tan resistente ni tan recta.

—¡Ja! La que tu padre me vendió no servía de nada —repuso Dhamon con un bufido—, y aunque ésta no es mágica, funcionó la mar de bien para eliminar abominaciones y arañas. Servirá hasta que encuentre algo mejor.

—A lo mejor, te encontraremos un alfanje de hoja afilada en el tesoro pirata.

Los ojos del gigantón centellearon ante la perspectiva de riquezas.

—Sí —asintió el otro en voz baja—, pero espero que hallemos mucho más que viejas armas; de lo contrario, no tendré suficiente para pagar a esa misteriosa sanadora tuya, si es que existe.

La mirada de Maldred descendió hasta el muslo de su compañero, donde los pantalones ocultaban la enorme escama de dragón y unas cuantas docenas de otras más pequeñas que habían brotado a su alrededor. Había intentado preguntar a su camarada al respecto en unas cuantas ocasiones desde que abandonaron el poblado de los dracs, pero cada vez o los otros se encontraban demasiado cerca, o Dhamon se hallaba demasiado aturdido, o le interrumpía con excesiva rapidez. Decidió que entonces tenía una buena oportunidad, ya que Rikali y Varek dormían profundamente varios metros más allá, y el sivak descansaba con la espalda apoyada en un árbol.

—Ya hace tiempo que deberíamos haber hablado de ello —dijo, y señaló con la mano la pierna de su camarada—. Esas escamas, amigo mío, ¿son…?

—Asunto mío únicamente —respondió él con rapidez y con mayor brusquedad de la que había sido su intención mostrar.

Evitó de un modo muy evidente la mirada de su amigo, fingiendo estudiar el mapa.

—Dhamon.

—Mira, Mal, espero que hasta la última de las escamas se convierta en un mal recuerdo si es que esa sanadora existe…

—Existe.

—Y si el tesoro existe para que pueda pagarle.

—Estoy más que convencido de que existe.

—¡Ojalá yo también lo estuviera!

—El mapa parece dar validez a todos los relatos —indicó Maldred, frotándose la barbilla—. Puedo mostrarte otra vez…

—Si el mapa es fiable.

—Nos condujo hasta el poblado drac en el que estaba Riki.

En un esfuerzo por cambiar de tema, su compañero clavó un dedo en la sección sur del plano, que indicaba un antiguo río que desembocaba en el mar.

—Dhamon, ¿cuánto hace que las tienes? —inquirió Maldred—. Las escamas.

—He dicho que eran asunto mío.

Los ojos del hombre eran como dagas cuando los levantó del pergamino, y agitó la mano como para alejar de un manotazo un insecto.

—Puedes excluir a todos los demás —repuso el hombretón en tono sucinto.

Miró por encima del hombro para asegurarse de que la semielfa y Varek seguían profundamente dormidos; luego, clavó los ojos en los de Dhamon.

—Puedes no hacer caso de Riki cuando quieras, fingir que Varek no existe por el motivo que sea, pero no te desharás de mí con tanta facilidad.

El rostro del otro se convirtió en una máscara indescifrable.

»¡Maldita sea! Soy tu amigo, Dhamon —insistió—. Me siento tan unido a ti como lo estaría a un hermano. Nos hemos jugado la vida juntos, nos hemos salvado la vida el uno al otro. —Aspiró con fuerza—. ¿Cuánto tiempo hace que tienes esas escamas?

El silencio era tenso, sin que ninguno de los dos hombres pestañeara o desviara la mirada. La brisa trajo el aroma de los pastos altos y de la tierra húmeda, y el olor a herrero que envolvía al sivak. Desde algún punto lejano una lechuza ululó con suavidad y reiteradamente. Rikali murmuró algo en sueños.

—¿Qué te está sucediendo, Dhamon?

—Nada, Mal.

—Dhamon.

—¡Por las cabezas de la Reina de la Oscuridad, Mal, déjalo estar!

El hombretón meneó la cabeza.

—Por la Reina de la Oscuridad… ¡oh, al demonio con todo ello! —Dhamon se ablandó, por fin, con un suspiro exasperado—. Las escamas empezaron a aparecer hace un mes, tal vez más. El tiempo ha sido como una mancha borrosa para mí. ¿Quién sabe lo que me están haciendo?

«Matarme, probablemente», añadió mentalmente.

—Nura Bint-Drax no podría haber…

—No, no fue cosa suya. Si bien ella me procuró unas cuantas más de las que preocuparme.

—Malys, entonces.

Dhamon negó con la cabeza.

—Hace mucho tiempo que desapareció la presencia de la señora suprema. No sé qué las está provocando. —Al cabo de un momento añadió—: No me importa lo que las cause; sólo quiero deshacerme de ellas.

Se produjo otro intervalo silencioso.

—A lo mejor es una enfermedad, una enfermedad mágica —dijo Maldred.

—Quizá, pero que hablemos del tema no hará que desaparezcan. —Se encogió de hombros y devolvió su atención al mapa—. Esperemos simplemente que ese tesoro pirata y tu sanadora existan.

—Existen ambas cosas. —La voz de Maldred pareció más optimista que segura—. Ella eliminará las escamas.

Dhamon soltó una lúgubre risita.

—Si no es así, a lo mejor te encontrarás en compañía de dos draconianos. Ahora, dediquémonos a localizar el tesoro.

—Como ya habíamos comentado, se supone que se halla justo más allá del valle Vociferante. —El cuerpo de Maldred se estremeció con un escalofrío que Dhamon no detectó—. El valle está por aquí —dijo, e indicó un descolorido manchón de tinta al borde de un antiguo río.

El mapa mostraba el territorio como era hacía siglos, antes del Cataclismo, cuando era una tundra: yermo, llano y helado. Había un puñado de poblaciones y ciudades indicadas, lugares que Dhamon sabía que llevaban mucho tiempo enterrados y cuyos nombres nadie recordaba. Las antiguas Praderas de Arena parecían más pequeñas de lo que era la zona en la actualidad, quizás apenas unos cinco o seis kilómetros de norte a sur, y no había la menor indicación de la existencia del glaciar, sólo un mar de un brillante color azul.

—Tarsis —dijo Dhamon, clavando los ojos en una ciudad costera.

—Tarsis, ya lo creo. —Maldred había ido a colocarse justo detrás de él—. Si recuerdo bien mis clases de historia, Tarsis era un puerto importante, grande y bullicioso, y con muelles de aguas profundas, que podían competir con cualquier otro de esta mitad del mundo. Desde luego, eso fue hace una eternidad.

—Sí —asintió su amigo.

Tarsis se hallaba entonces muy tierra adentro, a más de ciento sesenta kilómetros del mar, pues el Cataclismo había alterado esa parte del mundo de un modo considerable.

—Tarsis, antes del Cataclismo, era un lugar floreciente —siguió Maldred—. Eso también fue antes de que el Príncipe de los Sacerdotes de Istar intentara convertirse en dios. Los relatos cuentan que los dioses se encolerizaron ante su afrenta y arrastraron a Istar al fondo del mar. El mundo fue rehecho durante el transcurso de unos cuantos cientos de años después de eso, y las Praderas sufrieron las consecuencias.

—Los Años Sombríos los llamaron —añadió Dhamon mientras sus dedos frotaban la irregular barba que le estaba creciendo—. Se dice que cayeron montañas, que otras nuevas brotaron del suelo, que el hambre y la peste barrieron el mundo. Una época encantadora. Probablemente tan encantadora como ésta era que estamos viviendo con los señores supremos dragones.

Maldred giró un dedo en dirección al mar.

—Las aguas retrocedieron, dejando a Tarsis y a otros puertos tierra adentro. Los barcos quedaron varados de la noche a la mañana. Terremotos terribles sacudieron las Praderas. La tierra se tragó ciudades y barcos; naves con las bodegas repletas de tesoros. Las encontraremos. Estoy totalmente seguro. Luego, localizaremos a tu sanadora. —Se meció hacia atrás sobre los tacones y elevó los ojos hacia la luna—. Leí un libro en una ocasión que afirmaba que hubo cuatrocientos terremotos en las Praderas durante aquellos Años Sombríos. Los movimientos sísmicos fueron más fuertes a lo largo de la costa, cerca de Tarsis y…

Miró a Dhamon, y luego, indicó con la cabeza en dirección a un trío de pequeños puertos que aparecían en la zona oriental del mapa. Ni siquiera un vestigio de tinta descolorida daba alguna indicación de sus nombres.

—… y fueron aún más fuertes cerca de aquí. Estas tres ciudades que muestra este viejo mapa y los relatos son el motivo de que crea que el mapa de mi padre es auténtico.

Dhamon enarcó una ceja con escepticismo.

—Se decía que la población situada en el centro era un puerto pirata, fundado por un grupo de poderosos ergothianos que encontraban mejores botines aquí que cerca de su país. —La voz de Maldred se aceleró—. No aparece en la mayoría de los viejos mapas que encontrarías en las bibliotecas. A decir verdad, no creo haber visto jamás un mapa tan viejo como éste. —Su dedo dibujó una línea en el aire ascendiendo desde el lugar donde estaba el puerto—. ¿Ves esta marca apenas perceptible aquí? Es un río, uno que no existe hoy en día. Era justo lo bastante ancho para los pocos capitanes piratas expertos que sabían cómo navegar por él. La leyenda cuenta que aquéllos que tontamente perseguían a los bucaneros río arriba acababan encallando, y los piratas daban entonces la vuelta para desvalijarlos. Dejaban en cada caso sólo un único superviviente, para que relatara el espantoso suceso.

Dhamon silbó por lo bajo.

—¿Es debido a los supervivientes que la gente averiguó la existencia de la ciudad pirata y del río desaparecido?

Su compañero asintió distraídamente.

—Algunos piratas llevaban sus naves río arriba, más allá de este puerto, y almacenaban su botín en cuevas fuertemente custodiadas, desconfiando de sus compañeros piratas de la ciudad. Las cuevas se encuentran, creo, justo más allá del valle Vociferante.

—Mapa, muéstranos el territorio tal y como es ahora —instó Dhamon.

En un abrir y cerrar de ojos, el plano cambió, reflejando la geografía de entonces, mucho mayor y temperada, con llanuras cubiertas de pastos que alcanzaban hasta un horizonte donde ondulantes colinas bajas estaban salpicadas de una amplia variedad de árboles.

Dhamon deslizó los dedos sobre el mapa, jurando que podía sentir afilados bordes rocosos en el oeste, donde estaban dibujadas las montañas. Según ese panorama, las Praderas de Arena tenían casi quinientos kilómetros de anchura en su punto más amplio, discurriendo durante unos trescientos kilómetros de norte a sur en la parte central. Tan sólo un reducido grupo de poblaciones aparecía marcado alrededor de los bordes del interior: al oeste, Tarsis y Rigitt; al sur, Zeriak, y al noroeste, Dontol, Willik y Rosa Pétrea. Polagnar se encontraba un poco al nordeste de El Tránsito de Graelor. En dirección norte, en el borde del mapa se encontraba la Ciudad del Rocío Matutino, junto con unos cuantos lugares más pequeños que recibían sus nombres de exploradores muertos hacía mucho tiempo.

En el extremo meridional del mapa, las Praderas estaban bordeadas por el inhóspito glaciar del Muro de Hielo. El mapa lo señalaba con líneas irregulares que querían parecer montañas, pero que en realidad recordaban carámbanos. Dhamon se inclinó sobre ellas y sintió un viento helado alzándose desde el pergamino.

—Sorprendente —musitó.

Si bien había montañas indicadas en la sección oeste del mapa —lo que la mayoría consideraba territorio de los enanos—, en general existían pocas marcas que representaran colinas. Dhamon sabía, porque había viajado hasta allí, que había innumerables bosques y colinas ondulantes. No se veía ni rastro del anónimo antiguo río por el que habían viajado los piratas; sólo aparecía el río Toranth, que tenía su origen en la ciénaga de Sable y atravesaba el corazón de las Praderas de Arena, dividiéndose en afluentes para extenderse como los dedos de una mano abierta. Existían unos cuantos poblados a lo largo de un afluente del Toranth situado al oeste, más allá de una línea irregular, que, según Maldred, era el valle Vociferante.

—Podríamos conseguir un carro aquí —indicó el hombretón, señalando un pueblo justo al norte del valle—. En… Trigal, se llama. Y un par de caballos. Necesitaremos algo en lo que transportar el tesoro.

—Mapa, ¿hay caballeros de la Legión de Acero en la zona? —inquirió Dhamon con un carraspeo—. ¿En Trigal?

En cuestión de segundos, unas motas refulgentes que recordaban rechonchas libélulas aparecieron en varias zonas del mapa, incluida la población que Maldred había señalado.

—No hay modo de saber cuántos caballeros hay en cada punto —dijo Dhamon, pensativo—. Tal vez, uno; tal vez, cien.

—No vale la pena arriesgarse a averiguarlo —indicó su compañero, meneando la cabeza.

—De modo que encontraremos el tesoro primero; luego, ya nos preocuparemos de conseguir un carromato.

—Y tenemos a nuestro sivak con nosotros, amigo, para que transporte una buena carga.


Llevaban viajando casi tres horas, con el sol de la mañana ya muy alto en el cielo, cuando el paisaje cambió de manera espectacular para pasar de suaves llanuras cubiertas de pastos a un terreno tan agrietado y yermo que parecía las arrugas del rostro de un viejo marinero. Durante un rato, pudieron ver aún los pastos, al oeste y a su espalda, y oler débilmente el dulce aroma de las flores silvestres de principios de otoño. Pero cuando las llanuras desaparecieron por completo de su vista, el aire se tornó acre y con cierto sabor a azufre, como si algo ardiera a poca distancia. Los ojos les escocían y lloraban, pero no había ni rastro de llamas o humo.

Maldred iba en cabeza, absorto en sus pensamientos y avanzando con sumo tiento por el lecho de un río, seco desde hacía mucho tiempo. El draconiano se encontraba unos pocos metros por detrás de él, al lado de Dhamon, moviendo los ojos constantemente de izquierda a derecha y con la nariz estremeciéndose sin parar.

—¿Qué te molesta? —preguntó Dhamon.

El sivak no respondió. En su lugar, alargó un dedo terminado en una afilada uña hacia el sur y entrecerró los ojos como si intentara enfocarlos sobre algo.

—¿Qué, Ragh? —insistió, y siguió con los ojos la mirada del otro, pero no vio nada.

—¿Hay algo allí? —dijo la semielfa—. Todo lo que veo es terreno horrible, llano y maloliente, y tu espalda sin alas. —Se aproximó por detrás del draconiano, tirando de Varek—. ¿Qué es lo que ves, animalito?

Un gruñido escapó de la garganta del sivak.

—Nada —respondió al cabo de un instante—. Creí ver movimiento ahí delante. Algo grande. Pero…

—¡Mal! ¿Ves algo? —inquirió Dhamon.

El aludido negó con la cabeza.

—Mi imaginación —decidió el sivak—. Mis ojos están cansados.

—Toda yo estoy cansada —refunfuñó la semielfa.

—Descansaremos unos cuantos minutos.

Maldred se detuvo y alargó la mano para coger el mapa, que abrió a continuación con cuidado, para estudiar detalles que ya había memorizado antes.

—El valle —declaró—. ¿A qué distancia estamos del valle?

Un punto sobre el pergamino se iluminó con suavidad a modo de respuesta.

—Prácticamente, encima de él —dijo el hombretón, dirigiéndose a sí mismo, al mismo tiempo que volvía a guardar el mapa y cruzaba los brazos sobre el pecho—. Nos hallamos prácticamente encima de él, pero no se le ve por ninguna parte. No lo comprendo.

—Yo sí. —El rostro de Dhamon adquirió una expresión preocupada—. Obtuvimos ese mapa de tu…, de Donnag. A lo mejor es tan inútil como la espada.

Maldred frunció el entrecejo y siguió estudiando el paisaje.

—El mapa nos mostró el camino hasta el poblado de los dracs, ¿no es cierto? Vamos. Encontraremos el valle.

Tras unos cuantos kilómetros más, el hombretón volvió a detenerse.

—Sigue sin haber valle —indicó Dhamon.

—Nada, excepto terreno horrible y llano —añadió la semielfa.

—Tiene que estar aquí. —Maldred se apartó de ellos, consultando el mapa de nuevo, para a continuación escudriñar el horizonte—. En alguna parte, pero ¿dónde?

El sivak ladeó la cabeza, con la nariz estremeciéndose aún. Frunció el labio superior para proferir un gruñido.

—¿Qué sucede, animalito? —Rikali hundió el dedo en el brazo de Ragh para atraer su atención—. ¿Vuelves a ver algo?

—Oigo algo —respondió éste.

—Tu respiración chirriante es todo lo que yo oigo —replicó la semielfa—. De hecho…

Dhamon se llevó un dedo a los labios para acallarla.

—También yo oigo algo —susurró—. Alguien que llora de un modo débil. No puede estar cerca.

—Alguien que chilla —corrigió Maldred—, y creo que es muy…

Sus palabras se apagaron cuando el suelo cedió bajo sus pies, y el hombretón desapareció.

Dhamon corrió hacia adelante, y aunque se detuvo justo antes de llegar al agujero, no fue suficiente. El terreno se agrietó bajo sus pies.

—¡Corred! —gritó a los otros mientras sus pies se agitaban en el vacío y caía.

Riki, Varek y Ragh lo acompañaron en la caída.

El aire restallaba a su alrededor y resonaba en él un gemido agudo. El sonido no hizo más que aumentar de intensidad cuando chocaron contra el fondo, unos quince metros más abajo, donde un río de lodo cenagoso amortiguó su caída.

Maldred fue el primero en salir, y se quedó de pie en una orilla rocosa, cubriéndose las orejas con las manos y con los ojos fijos en el cieno que fluía lentamente. Después, salió a la superficie Rikali, que moviendo los brazos con energía sobre el barro logró llegar a la orilla opuesta. Se arrastró fuera de la corriente y se tumbó, jadeante. Varek y Dhamon la siguieron —ambos con aspecto de hombres de barro—, calados de pies a cabeza. Todos ellos se taparon los oídos, esforzándose por no escuchar el entumecedor gemido.

Se limpiaron el lodo de los ojos, y Varek se ocupó de Rikali.

—¿El bebé? —gritó por encima del ruido.

Ella asintió y se tocó el vientre.

—Cre…, creo que está bien. La caída no nos ha causado daños a ninguno de los dos. Ha sido como saltar dentro de un flan. ¡Cerdos, estoy cubierta de esta porquería! Quítamela, Varek.

Dhamon intentó limpiarse el lodo del rostro con los brazos mientras mantenía las manos sobre las orejas. Distinguió a Maldred, que en el otro lado hacía lo mismo.

—¿El sivak? —gritó Dhamon.

Maldred sacudió la cabeza, pues no podía oír a su amigo. Los gritos aumentaron aún más de volumen.

El sonido resonaba en los muros de la caverna, que se alzaban en ángulos rectos, tan empinados que resultaría imposible escalarlos sin el equipo adecuado. El sonido era agudo un momento, luego sordo y gimoteante al siguiente. Parecía como si se tratara de varias voces, un coro de chillidos que ellos no podían apagar de ningún modo.

—Hemos encontrado tu maldito valle —gritó Dhamon a Maldred—. ¡Deberíamos haber hallado otro modo de cruzarlo!

Sus ojos se vieron atraídos hacia el río de lodo, de donde surgió una mano cubierta de barro. Una segunda mano siguió a la primera, sujetando un bastón.

—¡Mi bastón! —chilló Varek—. Lo solté durante la caída.

Al cabo de unos instantes, el sivak trepó a la orilla y dejó caer el arma a los pies del joven. El rostro de la criatura aparecía crispado por el dolor, ya que los gemidos martilleaban su agudo sentido del oído.

—¡Salgamos de aquí! —gritó Dhamon.

El sivak vio el ademán y se puso en camino por la orilla en dirección sur justo detrás de Dhamon. Ninguno se molestó en ver si Varek y Riki los seguían.

Al otro lado del río, Maldred los imitó, dando tumbos contra la pared del cañón, con los dientes bien apretados mientras aspiraba tenues bocanadas de aire, una detrás de la otra.

—Esto es una locura —musitó Dhamon para sí.

El volumen de los gemidos, que se clavaban como un cuchillo, pareció incrementarse. Dhamon lanzó un jadeo cuando sus rodillas amenazaron con doblarse, y el draconiano le dio un codazo para que siguiera andando.

Las sombras corrían por los muros de roca, creando rostros de ancianos que los contemplaban con las bocas abiertas y los ciegos ojos fijos en ellos.

Los alaridos prosiguieron, y el eco tenía cada vez mayor intensidad. El suelo vibraba suavemente bajo sus pies en respuesta al constante ruido, y pedazos de roca y arenisca descendían por las paredes desde las alturas y también desde el fino techo de piedra.

Aunque intentaron hablarse, se vieron reducidos a comunicarse mediante ademanes y la lectura de los labios. Dhamon se esforzó por acelerar el paso, a fin de escapar antes de que sucumbieran al odioso sonido.

Recordó que Maldred le había contado semanas atrás que el valle era peligroso, que se rumoreaba que volvía locas a las personas. En aquel momento, habían decidido que valía la pena arriesgarse a tomar aquella ruta por el tesoro y la esperanza de encontrar a la sabia sanadora, pero no habían imaginado que sería algo como eso.

¿Se estaba volviendo loco? Habría jurado que un rostro pétreo lo observaba, abriendo y cerrando la boca, al mismo tiempo que sus ojos pestañeaban.

—¡Mal! —llamó, pero su amigo no podía oírle de ningún modo.

El sonido pareció cambiar de tono, entonces; se hizo más agudo, más fuerte, los consumía. Dhamon vio cómo su amigo daba un traspié en la orilla opuesta y luego vacilaba cuando ésta finalizaba en el punto donde una pared del cañón se introducía en el río.

Maldred miró a su alrededor; los ojos parecían enormes y blancos en contraste con el enlodado semblante. Divisó a su amigo y articuló algo; después se zambulló en el agua llena de barro y empezó a cruzar, bamboleante, hacia la otra orilla.

Dhamon empujó a Riki y a Varek para que continuaran adelante, indicándoles por gestos que no pararan. Ragh los siguió, empujando a la pareja y volviendo la cabeza sobre el escamoso hombro para vigilar a Dhamon.

Maldred necesitó varios minutos para llegar junto a su amigo, y unos minutos más aún para conseguir ponerse en pie. Vomitó lodo y se apretó las palmas de las manos contra las orejas.

—Posees magia de la tierra —chilló Dhamon—. ¿Por qué no pruebas algo?

—Demasiado fuerte —articuló él, sacudiendo la cabeza—. No me puedo concentrar.

Viajaron durante horas, o tal vez minutos, pues el tiempo no significaba nada en medio de un sonido tan martirizante. El paisaje no cambiaba, y el perezoso río fluía sin pausa, bordeado por paredes de mármol y caliza, que se elevaban sobre sus cabezas.

Dhamon se detuvo, y Maldred estuvo a punto de chocar contra él.

—Loco —articuló—. Estoy loco.

Dhamon volvió a ver un rostro enorme en lo alto, al otro lado de la corriente, cuya boca se movía y escupía guijarros. Había otros rostros cercanos a ése.

—He perdido el juicio.

Dhamon cayó de rodillas y contempló con fijeza los rostros, que parecían mirarlo directamente.

Maldred también observó las caras, con creciente comprensión, y dio una patada a su compañero para atraer su atención.

—¡Muévete! —articuló; le dio otra patada, y el caído se incorporó—. ¡Deprisa!

Volvieron a correr, sin que Dhamon se sintiera seguro de nada que no fuera el ruido, que seguía envolviéndolo. Ya no parecía doloroso, sino que se había convertido en algo reconfortante en cierto modo, como un querido compañero.

—Quedaos —parecía decir el gemido—; quedaos con nosotros para siempre.

Se detuvo de nuevo y observó varios semblantes distintos que surcaban esa parte del cada vez más oscuro desfiladero. Maldred intentó empujarlo al frente, y esa vez él se resistió.

—Loco —articuló Dhamon.

Maldred sacudió la cabeza y gritó algo que su compañero no comprendió.

—¡Muévete! —dijo, pero Dhamon se negó a moverse.

El hombretón introdujo los dedos en los oídos y avanzó, tambaleante, hasta la pared del cañón; se recostó contra ella a la vez que llenaba de aire sus pulmones. Se concentró en su corazón, y sintió cómo palpitaba; a continuación, buscó con desesperación la chispa que habitaba en su interior.

—Es demasiado fuerte —se dijo en voz baja—. No puedo…

Dhamon estaba bajo el influjo de las voces. Riki, Varek y Ragh habían desaparecido de la vista…, también bajo el influjo de las voces.

Maldred contempló cómo su amigo se aproximaba al fangoso río arrastrando los pies.

—Quedaos con nosotros para siempre —escuchó Maldred débilmente entre los gemidos—. Respirad el río. Quedaos con nosotros para siempre.

—¡No! —gritó, y concentró todos sus esfuerzos en encontrar la chispa, instándola a brillar—. Demasiado difícil —farfulló—. No puedo pensar.

Pero de algún modo lo consiguió, y su mente se arrolló a la esencia mágica de su interior, soplando sobre ella igual que soplaría una llama que acabara de prender, suplicándole que creciera.

—Debo pensar.

Maldred sintió el calor y se concentró en él, empujando los gritos al fondo de su mente. Apoyó las manos en la pared del desfiladero y sintió cómo la energía surgía de su pecho, penetraba en sus brazos, seguía adelante y llegaba a los dedos, y de allí, a la pared. La pared del cañón retumbó, y las vibraciones aumentaron en el suelo de piedra.

—¡Deteneos! —gritó el hombretón.

Escuchó la palabra por encima de los gemidos y sintió cómo la energía que emanaba de su cuerpo aporreaba la pared del cañón. Aparecieron grietas alrededor de sus dedos, y se concentró aún más para insuflar más energía en el interior de la piedra. Las grietas se ensancharon.

—¡Deteneos! ¡De lo contrario, os mataré a todas vosotras!

Los lamentos cesaron al instante, y el único sonido que se dejó oír fue la penosa respiración de Maldred y el sordo silbido del viento que azotaba las paredes.

—Deteneos, y dejadnos pasar.

—¿Qué? —Dhamon meneó la cabeza, y sus cabellos lanzaron una lluvia de barro—. Me he vuelto loco.

Miró con fijeza al otro lado del río para contemplar los rostros. Todos ellos tenían las bocas cerradas entonces, y sus ojos, entornados con una expresión colérica, eran oscuras hendiduras.

—No es locura —dijo jadeando Maldred—. No estás loco, Dhamon. Ellas lo están.

Dhamon se acercó lentamente a su amigo. Los dedos del hombretón estaban enterrados en la piedra, y a su alrededor habían aparecido finísimas grietas. Alzó los ojos. Había más rostros en ese lado, por encima de él.

Galeb duhr —indicó Maldred—. Criaturas de piedra, tan viejas como Krynn tal vez. Son anteriores al Cataclismo, desde luego. Son ellas las que están locas.

—Intentaron atraerme al interior del río.

—A lo mejor hicieron lo mismo con Riki y los otros —repuso Maldred, asintiendo—. Ve. Ocúpate de ellos; yo te seguiré enseguida.

Dhamon no vaciló, volviéndose para mirar. Tenía la cabeza confusa aún, martilleada, y le silbaban los oídos con el recuerdo del sonido de los gritos. El cañón describía una curva, y corrió tan deprisa como pudo a lo largo de la pared, hasta que encontró a los otros en el borde del fangoso río.

Varek estaba dentro del caudal, hundido hasta la cintura, mientras que Rikali sacudía la cabeza, lanzando al aire una lluvia de barro, y tiraba del joven. El sivak estaba inclinado al frente, con las zarpas sobre las rodillas, los amplios hombros encorvados y la cabeza caída sobre el pecho.

—¡Moveos! —rugió Dhamon mientras se aproximaba.

La palabra sonó como un susurro, y señaló al extremo opuesto de la caverna, donde distinguía una abertura.

—Seguidle —dijo Ragh, jadeando.

El draconiano también vio la abertura, una estrecha hendidura junto a una aguja casi vertical, y siguió a Dhamon. Los enormes pies golpeaban con fuerza el pétreo suelo del valle Vociferante.


Estaba a punto de ponerse el sol cuando encontraron un arroyo, y todos ellos se dejaron caer junto a él y se limpiaron el lodo de los doloridos cuerpos.

No habían hablado mucho desde que habían salido del valle, principalmente porque les costaba mucho oír cualquier cosa, ya que los oídos les seguían zumbando.

—Las he amenazado con derrumbar el valle —explicó Maldred a Dhamon más tarde, aquella noche—; las he amenazado con matarlas a todas. No podría haberlo hecho, claro está.

—Pero ellas no lo sabían —indicó Dhamon.

—Por suerte, están locas —asintió el hombretón. Y al cabo de un instante, añadió:

»Es una lástima. Las galeb duhr son criaturas impresionantes, y la mayoría razonablemente benévolas.

—Si son tan antiguas como tú dices, amigo mío, puede que sobrevivir al Cataclismo las volviera locas.

Maldred se recostó sobre los codos.

—A lo mejor, también nosotros estamos locos, después de todo —siguió Dhamon—: avanzamos por ríos de lodo para ir en busca de tesoros enterrados siglos atrás, con la creencia de que puede existir una cura para mis escamas.

—El tesoro y la cura existen —repuso Maldred, que a continuación se tumbó sobre la espalda y se quedó dormido al instante.

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