La mañana los sorprendió en un campo en pendiente, en el que pastaban ovejas y un puñado de cabras jóvenes. Varek señaló una lejana elevación, donde se hallaba una pequeña granja y un viejo granero peligrosamente inclinado.
—Estamos cerca —declaró Maldred—, muy cerca ya. El tesoro pirata se encuentra en algún lugar bajo nuestros pies.
—Para lo que nos servirá —refunfuñó el joven—. Carecemos de palas, y me atrevería a decir que tomar prestadas algunas de esa granja sería una mala idea.
—No necesitaremos palas —replicó el hombretón.
Maldred se pasó el resto del día tumbado boca abajo en diferentes zonas de los pastos, con los dedos hundidos en la tierra, al mismo tiempo que sus mandíbulas se movían, tarareando de vez en cuando.
Varek se mantuvo cerca, en ocasiones fascinado, pero las más de las veces aburrido.
—Animalito, ¿por qué no has huido? —Rikali se había acomodado en el suelo, a prudente distancia del draconiano—. Sé que no puedes levantarte y salir volando, pero has tenido oportunidades, pues ninguno de nosotros te ha estado vigilando de cerca. Dhamon ni siquiera se encuentra aquí en estos momentos.
La criatura soltó un profundo suspiro, siseando como una serpiente.
»¿Animalito?
—Me llamo Ragh. —La susurrante voz hizo que corriera un escalofrío por la espalda de la semielfa—. A lo mejor es que no tengo nada mejor que hacer; a lo mejor lo que sucede es que encuentro a tu pequeña banda… interesante.
—O quizá quieras una parte del botín pirata —repuso ella, enarcando una ceja—. Y eso no va a suceder.
—Las monedas y las chucherías no significan nada para mí —manifestó el sivak, cerrando los ojos.
—Entonces, ¿qué? ¿Qué…? —los ojos de la semielfa se abrieron de par en par mientras se inclinaba hacia él—. Animalito…, Ragh…, ¿estás aquí porque crees que has contraído alguna especie de deuda con nosotros después de que te rescatamos de aquel pueblo?
El sivak le dirigió una veloz mirada; luego, volvió la cabeza.
—¿Un draconiano honorable? —insistió ella—. Es eso, ¿no es cierto? Bueno, no te preocupes. Guardaré tu secreto. Todo el mundo tiene algún secreto, ¿no es cierto?
Dhamon se había alejado con la excusa de explorar la zona para asegurarse de que no hubiera caballeros de la Legión de Acero por los alrededores. Sabía que no había nada que pudiera hacer para ayudar a Maldred, ya que el gigantón estaba usando magia, y la magia necesitaba tiempo. Así pues, él, por su parte, decidió utilizar ese tiempo para correr.
Sus zancadas eran largas y pausadas, y se concentró en el ritmo y la velocidad, pues el ejercicio mantenía la mente apartada de todo lo que no fuera la acción de moverse. De vez en cuando, estudiaba el paisaje que tenía delante; luego, cerraba los ojos y corría ciegamente, confiando en su memoria, permitiendo que el aire bañara su rostro. Cuando abría los ojos se dedicaba a acelerar el ritmo, con los pies golpeando el suelo con energía bajo el bombeo de las piernas, hasta que éstas ya no podían ir más deprisa. Mantenía aquella velocidad durante algún tiempo, sintiendo cómo el corazón tronaba salvajemente en su pecho y el sudor cubría su piel. Después, aminoraba el paso de mala gana, hasta dejarlo en un andar rápido, arrastrando enormes bocanadas de aire al interior de sus pulmones antes de reanudar la carrera. El ejercicio le sentaba bien, y en lugar de agotarlo, parecía darle más energías.
Recorrió una extensión de terreno considerable, observando la presencia de los restos de un diminuto poblado que había sido sitiado por el fuego muchos meses atrás. Una única granja seguía en pie, con un extenso terreno de labranza. La zona más alejada del campo estaba llena de maíz y mostraba algunas señales de recolección. Distinguió delgadas y sinuosas calzadas a lo lejos, y sospechó que conducían a unas cuantas de las pequeñas poblaciones que había visto en el mapa. También vio una enorme extensión de pasto, agostado por la falta de lluvia.
Se veían pocos animales salvajes por allí. Espantó a un ciervo que pastaba, y un perro lo descubrió en el extremo de un pequeño barranco y salió alegremente en su persecución, aunque no tenía la menor posibilidad de alcanzarlo. En la orilla de un gran estanque, descubrió huellas de lobo, pero no eran excesivamente recientes, de modo que se dedicó a contemplar su reflejo en el agua.
Su rostro tenía un aspecto anodino; los ojos hundidos, la barba rala y los cabellos enmarañados servían para completar un semblante macilento. Se sentó en la orilla y buscó en su bolsillo un pequeño cuchillo. Tras afilarlo sobre una piedra, se afeitó, y a continuación cortó los nudos de sus cabellos. Una rápida inmersión en el estanque lo refrescó, y después, contó las escamas pequeñas de la pierna.
—Veintinueve —dijo—, veintinueve de esas malditas cosas.
Se puso en pie y volvió a correr. Al cabo de otra hora, vislumbró tres jinetes al este; eran las primeras personas que había visto en todo el día. Por sus angulosos perfiles, tuvo la seguridad de que llevaban armaduras; tal vez se tratara de más caballeros de la Legión de Acero. Intentó rodearlos para colocarse detrás de ellos, pero se movían con rapidez y tomaron una calzada que se dirigía al sudeste, y Dhamon no tenía intención de alejarse tanto de sus compañeros.
Dhamon regresó al valle pasado el mediodía, y encontró a Maldred hablando aún con la tierra. Se volvió a marchar y corrió durante unas cuantas horas más, hasta que las botas le dejaron los talones en carne viva y sintió, por fin, un atisbo de fatiga. Oscurecía cuando regresó. Varek y Rikali estaban sentados junto a una pequeña fogata, asando algo que se parecía sospechosamente a un cordero. Maldred se encontraba tumbado de espaldas, profiriendo sonoros ronquidos, y el draconiano se hallaba de pie junto a él.
—No pretendo comprender lo que intentaba hacer con su magia —dijo Varek, señalando al hombretón—, pero, fuera lo que fuera, no funcionó.
Rikali asestó un codazo a su esposo.
—Mal nos ha dicho que sencillamente éste no es el lugar correcto; que iremos un poco más al sur mañana y lo volverá a intentar.
Rikali se puso a devorar, sin respirar siquiera, un pedazo de carne que Varek le había entregado, hasta que no quedó más que el hueso.
Dhamon comió muy poco. Le apetecía sobremanera un poco de alcohol con el que bajar la comida y también relajarse. Transcurrieron horas antes de que consiguiera dormirse.
Para cuando dejaron atrás el mediodía del día siguiente, Maldred ya los había conducido a otro lugar prometedor, pero también éste resultó infructuoso. Deambularon por el territorio durante tres días; dejaron atrás un pueblo y un grupo de casas de pastores, atravesaron una pradera y llegaron, por fin, a una estrecha franja de árboles, cuyo aspecto parecía indicar que los leñadores habían trabajado allí en primavera.
Maldred volvió a tumbarse en el suelo, y de nuevo Dhamon se marchó a correr, desapareciendo de la vista en cuestión de minutos. Los dedos del hombretón examinaron cuidadosamente la hierba, que era quebradiza y amarillenta.
—El otoño se está instalando con fuerza aquí —dijo—. El tiempo no tardará en refrescar.
Transcurridos unos instantes, ya estaba canturreando y hundiendo los dedos en la tierra. Minutos más tarde, se levantó y se encaminó hacia el oeste, donde volvió a tumbarse y repitió el proceso.
A Maldred, la magia le había resultado mucho más fácil de llevar a cabo cuando era joven, pero entonces se le hacía laboriosa, incluso en los hechizos más simples. El sudor empapaba sus ropas y discurría por su frente, a pesar de que el día no era especialmente caluroso. Tenía la garganta seca y la lengua hinchada, y pidió agua a Rikali antes de dirigirse a otro punto, y luego a otro y a otro más. Estaba a punto de volver a pedirle agua cuando su mente tocó algo que era de madera bajo las ramas de un algarrobo. No se trataba de raíces, y la madera no estaba viva, sino que estaba podrida y salpicada de clavos.
—¿Dónde está Dhamon? —consiguió decir Maldred, jadeando.
Varek y Rikali se encogieron de hombros al unísono.
—Corriendo —respondió el sivak—. Vigilando por si hay caballeros.
—Búscalo por mí, ¿quieres? —pidió Maldred a Varek.
El joven crispó los labios en una retorcida mueca de desagrado y sacudió la cabeza. Sin embargo, Riki dedicó a su esposo una sonrisa suplicante, y éste consintió de mala gana y se marchó veloz para seguir las huellas de Dhamon. La semielfa le siguió con la mirada mientras se alejaba; luego, devolvió su atención a Maldred.
—¿Qué encontraste, Mal? Puedes confiar en mí.
El hombre no respondió. Volvía a canturrear; cavaba hasta que sus manos quedaban cubiertas de tierra y, a continuación, las sacaba para avanzar con cuidado unos centímetros y volver a iniciar todo el proceso. La semielfa lo siguió, insistiendo en sus preguntas, y Ragh se mantuvo también a poca distancia, observándolo con atención.
Antes de que transcurriera una hora, Maldred estaba agotado, debido a la gran cantidad de energía que había tenido que depositar en su conjuro, pero se negó a parar. Cavó la tierra en media docena de lugares más antes de trasladarse a lo alto de un terraplén cubierto de maleza, sobre el que se dejó caer de espaldas, jadeante.
—¿Mal? ¡Mal!
—Estoy bien, Riki —respondió él tras unos instantes—. Sólo deja que descanse medio minuto.
Sin que él se lo pidiera, la mujer fue en busca de otro odre de agua, le sostuvo la nuca con una mano y prácticamente vertió todo el contenido del recipiente en la garganta del hombretón. Le secó el sudor de la frente con las manos.
—¿Aprendiendo a ser maternal, Riki? —preguntó él, una vez que hubo recuperado el aliento, y vio su expresión de angustia—. ¡Eh!, no quería decir nada ofensivo.
El rostro de la semielfa se relajó sólo un poco, y él rodó sobre su estómago, empezó a tararear otra vez e hincó de nuevo los dedos en la tierra.
—Hay algo aquí —anunció al cabo de unos minutos con voz rasposa a pesar del agua que había bebido—. Grande, roto.
Maldred apoyó el rostro contra el suelo para concentrarse en el contacto de la hierba seca y del polvo contra su piel, esforzándose por conseguir que sus sentidos penetraran todavía más en el interior del terreno.
La magia permitió que su mente viajara. Excavando como un topo, la mente dejó atrás los restos de raíces de un árbol que había estado allí en el pasado; dejó atrás rocas y los caparazones resecos de insectos, incluso el esqueleto de un animal pequeño. Apareció una fina lámina de pizarra, y a continuación se encontró viajando a través de más tierra, de más rocas, traspasando enormes pedazos de piedra que parecían haber sido tallados: tal vez se tratara de los restos de un edificio. Había trozos de madera finos y pulidos y, en cierto modo, conservados, a pesar del peso de la tierra, o quizá debido a ello.
—Patas de una mesa —musitó—. Un cazo.
Aparecieron más piedras talladas, con una uniformidad tosca. Sin duda, eran los ladrillos de una casa o un pozo. Y así pues, se levantó y se dirigió a otro punto situado cien metros más allá; luego, a cien más.
—Hierro —susurró—. Más hierro. No hay madera esta vez.
Se dejó caer, desilusionado, y estuvo a punto de dejarlo correr por aquel día, pero su mente seguía inquieta, seguía errando y tocaba un objeto tras otro.
—Hierro —repitió, y sus ojos se abrieron de par en par—. ¿Hierro? ¡Un áncora!
Maldred se negó a dejarse llevar en exceso por la excitación. Aquello rompería su concentración en el conjuro de búsqueda… y amenazaría el hechizo que ocultaba su cuerpo de ogro.
Ahondó más, buscando en círculos concéntricos lejos del ancla. ¿Qué tamaño tenía el áncora? Sus mágicos sentidos no podían decírselo. ¿Pertenecía a un bote de pesca? ¿Qué antigüedad tenía? ¿Era de un barco que navegaba por aquel río que había visto en el viejo mapa? Su hechizo no podía responder a ninguna de aquellas preguntas, y no quería detenerse para consultar el antiguo mapa.
—¡Ah, por fin! Madera. Maderos curvos. Maderas rotas.
Hablaba en la lengua de los ogros, pues le resultaba más fácil expresarse en su lengua nativa. Riki golpeó el suelo con el pie, contrariada. La mente del hombre flotó sobre secciones de madera que apenas eran otra cosa que montones de estiércol; luego, sobre piezas que habían quedado mejor protegidas por las losas de pizarra que las cubrían. Descubrió algo a lo que no pudo poner un nombre, y durante varios minutos su mente lo acarició del mismo modo como sus dedos habrían recorrido la espalda de una amante.
«Una vela, o lo que queda de ella», decidió finalmente. La veía sujeta a un palo hecho añicos. Otra áncora. Huesos; gran cantidad de huesos. Un baúl de marinero destrozado.
—¿Dónde está Dhamon? —gruñó finalmente.
La semielfa se encogió de hombros, a pesar de saber que él no podía verla teniendo el rostro apretado contra el suelo.
»¡Ve a buscar a Dhamon!
Los dedos de Maldred dejaron de moverse, y sus ojos se cerraron.
—¿Mal? —Rikali se arrodilló a su lado—. Dormido —dijo al cabo de un momento.
Con un suspiro, Rikali se sentó junto al sivak, ya que no había gran cosa que pudiera hacer, excepto aguardar el regreso de Varek y Dhamon.
Varek regresó entrado el mediodía, meneando la cabeza y rezongando. Según dijo, había seguido las huellas de Dhamon al menos durante seis kilómetros antes de darse por vencido. No había querido estar lejos de ella más tiempo, y si Maldred quería a Dhamon con tanta urgencia, podía ir él mismo en su busca. Riki no discutió, pero se llevó un dedo a los labios y señaló con la cabeza en dirección al hombretón, que seguía profundamente dormido. Varek se dejó caer junto a ella y cerró los ojos.
Dhamon llegó un poco antes de que se pusiera el sol.
La semielfa estaba ya en pie, cortándole el paso, antes de que pudiera llegar junto a Maldred. La mujer arrugó la nariz, olfateando.
—¿Alguna ciudad cerca?
—A unos doce o catorce kilómetros. Es pequeña. Te resultaría difícil incluso llamarla un pueblo.
Sabía por qué lo había preguntado la mujer. La semielfa podía ser muy observadora cuando quería y era seguro que había olido a alcohol en su persona. Dhamon había entrado en la población después de descubrir su único comercio, una posada de la que surgían seductores aromas.
Dhamon introdujo la mano en el bolsillo, sacó un pañuelo y se lo entregó a la mujer.
—Carne de venado —dijo ella, aprobadora—. Está condimentada —concluyó, y engulló las secas tiras sin siquiera pensar en compartirlas.
Detrás de la semielfa, Dhamon vio cómo Varek entrecerraba los ojos. «¿Tendrá celos el joven esposo? —se preguntó—. ¿O los siento yo?». Apartó a un lado los pensamientos sobre Rikali y se acercó a Maldred. Se arrodilló junto al hombretón y lo despertó golpeándolo con el dedo.
—Encontré algo —indicó Maldred, al mismo tiempo que se arrodillaba—, algo justo aquí. —Hundió el dedo en el suelo frente a él y sonrió de soslayo—. No estoy seguro de lo que es exactamente, pero creo que deberíamos echarle un vistazo.
—Sigues pareciendo cansado —comentó Dhamon.
—Eso lo provoca la magia.
Maldred se inclinó sobre el punto que había indicado y apretó la parte inferior de las palmas de las manos contra la tierra. Cerró los ojos y empezó a canturrear.
—¿Estás seguro de encontrarte en condiciones de hacer esto? —se apresuró a interrumpirle su compañero—. Lo que sea que haya ahí abajo probablemente lleva más de trescientos años enterrado. Yo diría que puede esperar un día más.
—Agradezco tu preocupación, amigo mío, pero no estoy tan cansado; no, cuando hay un tesoro pirata que conseguir.
Reanudó el canturreo, y Dhamon se sentó, en tanto Varek y Riki se acercaban en silencio.
La cancioncilla del hombre era distinta entonces, más grave y gutural, más potente y sin excesivas fluctuaciones: como una tuba que emitiera una prolongada y constante nota, para luego descender un tono a medida que el intérprete pierde el resuello. Mantuvo la monótona cancioncilla, tomando aire aquí y allá, para dejar entonces que su tarareo se tornara más suave, pero al mismo tiempo más intenso. De improviso, el sonido titubeó.
Dhamon se puso en pie al instante, indicando con un ademán a Riki y a Varek que retrocedieran. El suelo tembló con suavidad al principio, y luego, se estremeció. Fueron saltando guijarros por los aires a medida que el hombretón canturreaba con voz más potente. También Maldred se movió, gateando hacia atrás a cuatro patas sin interrumpir el conjuro. El suelo se abrió al apartarse él.
—¡Por todos los dioses desaparecidos! —exclamó Varek.
El rostro del muchacho estaba lleno de asombro, y sus pies, paralizados sobre el suelo. La semielfa lo arrastró hacia atrás de un tirón. El sivak se aproximó con cautela, claramente atónito.
Donde Maldred había estado arrodillado había entonces un enorme agujero de bordes irregulares y con el aspecto de las fauces abiertas de una bestia hambrienta. Las vibraciones continuaron, y el grupo —excepto el sivak— retrocedió, aunque el agujero no se ensanchó. Más bien adquirió profundidad, como si la magia de Maldred fuera un taladro gigante que perforaba hacia las entrañas de la tierra.
Dhamon comprobó el suelo que rodeaba la abertura. La tierra se desprendió para caer en la negrura del fondo. Se escuchó un retumbo, seguido por un temblor. Las sacudidas prosiguieron durante varios minutos más; luego, se acallaron, por fin.
—¡Cerdos!, pensaba que estabas originando un terremoto, Mal. Creí que iba a ser otra vez igual que en el valle de Caos. —La semielfa agitó un dedo ante el hombretón y después se deslizó hacia adelante, inclinándose peligrosamente sobre el margen, a pesar de los intentos de Varek por retenerla—. No puedo ver gran cosa —anunció la mujer—. Hay un gran agujero ahí abajo y no hay demasiada luz. Sólo un poco de tierra, rocas y madera.
—Madera —repitió Maldred con una sonrisa de oreja a oreja—. Madera tallada donde no debería haber.
—Gran cantidad de madera —añadió Ragh.
Dhamon estaba inclinado sobre el borde, escudriñando las sombras con su aguda visión.
—¡Oh!, hay más que madera ahí abajo —indicó forzando una curiosa sonrisa—. Veo el mástil de un barco, amigo mío, y parte de una vela. Y hay unas cuantas torres de vigía rotas.