VIII

Cronin, el hombre de los pájaros, alzó la mirada hacia ellos con creciente suspicacia en sus enrojecidos ojos.

—No —dijo—. No tengo lechuzas, ni halcones, ni ningún pá­jaro de esa clase. Aquí, tan al sur, no hay suficientes bichos como para atraerlos. ¿Por qué quieren tener un ave rapaz?

—No la queremos —respondió Tallon rápidamente—. Nos llevaremos dos de esas de color pardo que parecen palomas. Nos basta con que estén lo suficientemente domesticadas como para quedarse con nosotros sin escaparse.

Había deseado aves rapaces porque las posiciones de sus ojos eran más coincidentes con las de los ojos humanos, lo cual significaba que resultaría más fácil acostumbrarse a su forma de visión. Era estupendo tener un centro de visión cerca de su propio cuerpo, pero a Tallon no le entusiasmaba la idea de ver por cada uno de los lados de su cabeza. Sin embargo, lo esencial era disponer inmediatamente de algún sistema óptico utilizable.

—Bueno, no sé nada de todo esto —el hombre de los pájaros miró fijamente a Tallon—: Oiga, ¿no es usted Tallon? Creí que estaba ciego o algo por el estilo.

—Lo estoy… casi. Por eso necesito los pájaros. Serán una especie de perros-guía.

—Mmmmm. No sé. No me parecen ustedes personas amantes de los pájaros. Los pájaros son muy sensibles, ¿sabe?

Winfield tosió impacientemente.

—Le daremos cuatro cartones de cigarrillos por cada uno. Creo que es el doble del precio normal.

El Recluso Cronin se encogió de hombros y sacó dos de los pájaros nativos con aspecto de palomas del tosco gallinero que había construido en el extremo meridional de la península. Ató unos cortos trozos de cordel a las patas de los dóciles y temblorosos pájaros y los entregó a sus clientes.

—Si quieren llevarlos al hombro, átenlos a sus hombreras durante un par de días hasta que se acostumbren a ustedes.

Tallon le dio las gracias, y Winfield y él se marcharon apre­suradamente con los pájaros. Cerca de los muros semidemolidos de los jardines del Pabellón original, se detuvieron y trasladaron a los pájaros a sus hombros. Cuando Tallon selec­cionó las señales visuales de su pájaro sobre una base de pro­ximidad, experimentó la sensación de que le habían levantado la parte superior de la cabeza, dejando que la luz penetrara en ella. Los ojos ampliamente espaciados del pájaro proporciona­ban a Tallon una brillante visión de 360 grados de tierra, mar y cielo. Esta visión, que permitía al pájaro localizar a cazado­res y a otros enemigos, le daba a Tallon la impresión de que estaba siendo cazado. Resultaba difícil acostumbrarse a tener el propio oído encima de su campo visual, aunque esto ofrecía la ventaja de que nadie podría pillarle por sorpresa.

Anduvieron hasta la orilla oriental de la península, donde el terreno se elevaba hasta un bajo acantilado, ofreciéndoles una vista a través del planetario océano sin mareas. Tallon quedó extasiado ante aquel cuadro de espaciosidad sin límites y de li­bertad. Experimentó la sensación de que —si pudiera recordar cómo— era capaz de respirar profundamente y remontar el vuelo por encima de la curva del mundo iluminada por el sol.

Winfield señaló hacia el norte. Más allá de los almenados tejados del Pabellón, resplandeciendo a la luz de la tarde, había un muro de niebla. Arracimados en su base había ca­pullos, brillantes faros rojos que eran visibles desde más de dos kilómetros de distancia.

—Eso es el marjal. Tiene una extensión de unos ocho kilómetros antes de que se alcance el continente propiamente di­cho.

—¿No sería más fácil nadar a lo largo de una orilla?

—Habría que nadar adentrándose en el mar durante un par de kilómetros para eludir la maleza que crece al borde del marjal, y las patrullas aéreas nos localizarían inmediatamente. No… el único camino es la línea recta por el centro. Marchan­do a través del marjal hay una gran ventaja: se nos daría por muertos al cabo de unas cuantas horas, y no investigarían de­masiado al otro extremo. De hecho, creo que lo único que ha­rían sería revisar diariamente los depósitos de proyectiles de los rifles cascabel para comprobar si habían registrado que habíamos sido alcanzados por ellos.

—¿Rifles cascabel?

—Sí. ¿Acaso me olvidé de mencionarlos? —Y Winfield rió sin alegría.

El borde septentrional del marjal era una línea irregular que se extendía unos diez kilómetros a través de la península. La improbabilidad de que algún prisionero la alcanzara había persuadido a los consultores de seguridad del Pabellón de que podían ahorrarse las molestias y los gastos de unas patrullas humanas a lo largo de la frontera. En vez de las patrullas, ha­bían instalado una cadena de cuarenta columnas, equipadas con rifles robot. Cada rifle tenía dos ventosas sensibles al calor ampliamente espaciadas, semejantes a las que hay en la cabe­za de una serpiente de cascabel, que les permitían disparar au­tomáticamente contra cualquier ser de sangre caliente que se pusiera a su alcance. Disparaban proyectiles rastreadores del calor, de unos tres centímetros de diámetro, equipados con di minutos motores que les daban una velocidad constante de dos mil metros por segundo. Los rifles habían entrado raramente en acción contra seres humanos, pero su eficacia había sido demostrada de otras maneras. Una semana después de haber sido instalados, todos los animales indígenas de sangre caliente del marjal habían quedado exterminados.

—Si los rifles son tan buenos, ¿cómo vamos a librarnos de ellos? —Inquirió Tallon—. ¿Cómo podremos eludirlos?

—Sígueme y te lo enseñaré.

Cruzaron la península al sur del Pabellón y anduvieron a lo largo de la costa occidental, hasta que los edificios de la pri­sión quedaron detrás de ellos y las verdosas nieblas del marjal remolinearon en el aire, delante. Una simple empalizada de troncos, con alambre de espino en la parte superior, señalaba los límites de los terrenos del Pabellón; más allá, las capricho­sas espiras de la niebla del marjal colgaban inmóviles en el aire. Tallon no se había alejado nunca tanto del Pabellón y no había tenido ocasión de comprobar lo inhóspito que era en realidad el marjal. Unas ráfagas de viento trajeron hasta él re­tazos de su aliento: un aliento pegajoso y frío, e impregnado de un hedor que removió desagradablemente su estómago.

—Precioso, ¿verdad? No es probable que nos asemos de calor ahí —dijo Winfield en tono casi de orgullo, como un pro­pietario mostrando su hacienda—. Ahora no señales ni hagas nada sospechoso, por si nos estuvieran vigilando desde la to­rre, pero echa una ojeada a la empalizada, cerca de aquella roca blanca. ¿Ves dónde quiero decir?

Tallon asintió.

—Aquella parte está hueca, llena de un tipo de orugas que carcomen la madera. El equipo de mantenimiento revisa la empalizada dos veces al año, rodándola con un insecticida pe­netrante para eliminar a las orugas. Pero yo me adelanté a pin­tar aquella zona con un producto que impide la penetración del insecticida. De modo que allí hay ahora un par de millones de orugas para las cuales debo de ser un Dios.

—Buen trabajo; pero, ¿no hubiera sido más fácil pasar por encima de la empalizada?

—Para ti, sí. Yo no estoy construido para trepar. Hace ocho años me resultó muy difícil, y mi sombra ha engordado consi­derablemente desde entonces.

—Iba usted a hablarme de los rifles.

—Sí. ¿Ves aquellas enredaderas con flores de color rojo os curo, en el mismo borde del marjal? Son plantas dringo. Sus hojas tienen más de medio centímetro de espesor y pueden ser cosidas unas con otras. Traeremos hilo y agujas y confeccionaremos unas pantallas que nos permitirán eludir los rifles.

—¿Está usted seguro de que son buenas aislantes? —pregun­tó Tallon en tono dubitativo.

—Tienen que serlo. Una especie de escorpión saltarín que no puede soportar las variaciones de temperatura vive debajo de aquellas hojas. Si se le priva de su cubierta protectora se vuel­ve loco. Pero no se preocupe; estaremos protegidos.

—Esa es la otra cosa por la que iba a preguntarle.

—Todo está en el plan, hijo mío. Cerca de aquella misma roca blanca hay una pequeña fisura en el suelo. Era uno de los lugares que yo podía encontrar sin dificultad, incluso cuando no podía ver. Allí es donde están ocultos los equipos de fuga.

—¿Equipos, en plural?

—Sí. Estaba dispuesto a marcharme solo, en caso necesario; pero sabía que tendría más posibilidades con un compañero que al menos pudiera ver el camino delante de nosotros. Eso es algo que usted descubrirá acerca de mí, hijo mío: soy estric­tamente práctico.

—Doctor —dijo Tallon, maravillado—, le adoro.

El contenido principal de los equipos de fuga de Winfield eran dos grandes trozos rectangulares de plástico delgado y re­sistente. Los había robado de la bahía de recepción del Pabe­llón, donde habían sido utilizados para cubrir paquetes de ali­mentos amontonados en el muelle. Su idea era la de practicar un agujero en el centro, lo bastante grande para que pasara la cabeza de un hombre, ponérselo y, trabajando desde dentro, pegar los bordes con cinta adhesiva. Aunque toscas, las envol­turas proporcionarían una zona de membrana lo bastante amplia para sostener el peso de un hombre sobre el cenagal. En varios años de constante sisa, Winfield había acumulado una buena cantidad de antibióticos y de medicamentos para combatir cualquier fiebre de las marismas o picadura de insectos que pudiera afectarles. Incluso tenía una jeringuilla hipodérmica, dos uniformes de guardián y una pequeña cantidad de di­nero.

—Lo único que no se me había ocurrido durante todos estos años —añadió Winfield— es que nuestros ojos viajaran por se­parado. No sé cómo les sentará el marjal a nuestros alados amiguitos. Temo que no demasiado bien.

Tallon acarició el pájaro atado a su hombro.

—Debemos protegerles, también. Si regresamos al taller ahora, podemos confeccionar dos pequeñas jaulas y cubrirlas con plástico transparente. Después de eso estaremos prepara­dos para emprender la marcha en el momento que usted diga.

—Entonces, esta misma noche. ¿Por qué habríamos de de­morarlo? Ya he perdido demasiado tiempo, demasiados años en este lugar, y tengo la sensación de que el tiempo se está acortando para todos nosotros.

Como de costumbre, la cena consistía en pescado. En los dos años que llevaba en el planeta, Tallon se había acostum­brado a que le sirvieran pescado en casi todas las comidas; el mar era la única fuente de proteínas de primera clase de Emm Lutero. Sin embargo, en el exterior de la prisión era preparado de modo que tuviera otros sabores; en el Pabellón, el pescado sabía a pescado.

Tallon jugueteó durante unos minutos con la blanca carne acecinada y las verduras marinas que recordaban vagamente a las espinacas, y luego se puso en pie y salió lentamente del comedor. Cada día le resultaba más fácil moverse en espacios limitados, utilizando únicamente una ojeada ocasional de si mismo robada a los ojos de otra persona. Operar a través del pájaro —al cual había bautizado con el nombre de Ariadna— mientras permanecía posado en su hombro, habría sido mucho mejor, pero hubiera llamada demasiado la atención en el comedor.

Winfield y él habían decidido pasar tan inadvertidos como fuera posible durante sus últimas horas en el Pabellón. Habían acordado mantenerse apartados el uno del otro y dirigirse por separado hacia la roca blanca al atardecer, dos horas antes de que los guardianes encerraran a los reclusos en sus celdas. El doctor saldría el primero, llevándose las improvisadas jaulas para los pájaros, y habría desenterrado los equipos de fuga cuando Tallon llegara allí.

Fuera del comedor, Tallon se detuvo, indeciso. Faltaba casi una hora para su encuentro con el doctor. Lo único que su estómago hubiera aceptado en aquel momento era café, pero Winfield le había advertido que no comiera ni bebiera nada, debido a que tendrían que permanecer encerrados en sus envolturas de plástico durante dos días, como mínimo. Tocó los controles del juego de ojos y, utilizando la selección de proximidad, se situó detrás de los ojos de un guardián que es taba de pie cerca de la entrada. El guardián estaba fumando, de manera que Tallon encendió un cigarrillo y, alzándolo hasta sus labios cada vez que veía hacerlo al guardián, fuecapaz de alcanzar una simulación asombrosamente realista de una visión normal durante unos cuantos minutos. Disfrutó recreando un fragmento del cálido y seguro pasado. Pero las sombras reuniéndose detrás de los edificios alrededor de la plaza le recordaron que la noche estaba cayendo sobre el marjal y que él, Sam Tallon, pasaría aquella noche serpenteando a través de su hedionda negrura hacia los rifles robot.

Dejando los sonidos de las conversaciones del comedor de detrás de él, Tallon echó a andar a través de la plaza hacia los bloques de celdas. Los ojos del guardián debieron seguirle ociosamente, ya que Tallon tuvo una visión perfecta de si mismo andando hacia los bloques, silueteado contra el horizonte occidental. Por un momento cuadró los hombros, pero aquel gesto no hizo que su figura pareciera más robusta, más fuerte, ni menos solitaria.

Quena recoger a Ariadna del gran gallinero que los jefes del Pabellón habían autorizado a construir a los reclusos que deseaban tener pájaros de compañía, pero decidió pasar antes por su celda y recoger sus pertenencias, por escasas que fue­ran. Cuando llegó a su propia sección estaba casi al final del alcance de su juego de ojos, y su visión de sí mismo era poco más que la de una mancha parda acercándose a la entrada del bloque de celdas. Creyó detectar otras dos manchas, con el uniforme de color verde oscuro de los guardianes de la prisión, apartándose del portal. La visión a distancia del guardián que seguía fumando fuera del comedor no era muy buena, de modo que Tallon decidió conectar con un par de ojos más próximos a él.

Mientras levantaba sus manos hacia los controles del juego de ojos se produjo un impacto de cuerpos, y sus brazos fueron sujetados contra sus costados. Tallon vio que las manchas verdes se habían pegado a la mancha parda que era él mismo.

Con el corazón latiendo violentamente, Tallon, dijo:

—Si me han denunciado por haber robado algún instrumen­to cortante del comedor, es una mentira.

—No trate de hacerse el gracioso, Tallon —gruñó una voz en su oído—. Necesitamos también a Winfield. ¿Dónde está?

Tallon supuso que si no habían encontrado al doctor en los edificios principales, se habría marchado ya hacia el lugar de la cita. Lo cual significaba que Winfield podría salir del Pabe­llón si no se demoraba demasiado esperando ver a Tallon. Pero, ¿quién había informado a los guardianes? Hogarth no, seguramente. Aunque Hogarth hubiera sospechado lo que pensaban hacer, no habría sido capaz…

—¿Está usted sordo también, Tallon? Le he preguntado dónde estaba Winfield.

—No lo sé —Tallon trató de imaginar alguna evasiva con­vincente para darle más tiempo al doctor, pero su mente pare­cía haber sido afectada por un súbito entumecimiento. Con gran sorpresa por su parte, los guardianes no parecían estar particularmente alarmados.

—¿Cuál es la diferencia? —El hombre que estaba a su derecha habló en tono casual—. Recogemos este ahora, y le quita­mos a Winfield el suyo en cuanto le veamos.

—Supongo que es lo único que podemos hacer.

Mientras Tallon intentaba captar el significado de aquellos comentarios, una mano rozó su sien e, inmediatamente, quedó ciego. ¡Le habían quitado su juego de ojos!

—¿Qué diablos…? —gritó furiosamente, librándose de los brazos que le sujetaban y tambaleándose ligeramente mientras los guardianes se desinteresaban de él, dejándole libre pero desvalidamente ciego—. ¡Devuélvanme eso! Es de mi propie­dad, bastardos ladrones. Les denunciaré a… a la señorita Juste por esto.

Uno de los guardianes se echó a reír.

—Esta si que es buena. Winfield y usted han fabricado estas absurdas gafas con materiales robados al gobierno, Tallon. Y puede denunciarnos a la señorita Juste cuando quiera. Ella es la que nos ha ordenado que las confiscáramos.

Загрузка...