VII

¡Luz… intensa y sostenida!

¡Dolor… intenso y sostenido!

Tallon se quitó las gafas y permaneció sentado, encogido en la silla, esperando a que remitiera la terrible agonía. Sabía que sus ojos habrían estado llenos de lágrimas si las glándulas no hubieran sido reventadas por los dardos de la pistola-avispa de Cherkassky. El dolor tardó largo rato en retroceder, alcanzan­do ocasionalmente su nivel anterior, como una renuente marea baja.

—¿Qué pasa, Sam? ¿No mejora la cosa? —preguntó Hogarth en tono frío y desinteresado, lo cual significaba que esta­ba alarmado.

Tallon agitó la cabeza.

—No damos en el clavo. Hay algo que no funciona en la fase de conversión. Las señales que el nervio espera y las seña­les que le proporcionamos no son compatibles… y duelen tanto que ni siquiera puedo buscar respuestas que armonicen.

—Emprendimos una gran tarea, hijo mío —dijo Winfield tristemente—. Tal vez demasiado grande, dadas las circunstan­cias.

—No se trata de eso. Todo marchaba perfectamente, hasta la última fase. La síntesis del código glial era la única parte realmente dura, pero la estábamos superando. Yo estaba bebiéndola, hasta que oí hablar de nuestro amigo Cherkassky.

—Fue solamente un rumor. No es la primera vez que nues­tro servicio clandestino de información se equivoca.

—Tal vez, pero el efecto es el mismo, sea cierto o falso el rumor. Ahora no puedo retener el concepto. No puedo decir con seguridad si hemos estado trabajando basándonos en un error fundamental o si se trata simplemente de eliminar unos cuantos parásitos. ¿Qué me dice de un anestésico local para matar el dolor mientras examino los resultados que alcanzamos?

—Sería peligroso. Podría quemar sus nervios ópticos.

—Entonces, ¿qué diablos vamos a hacer? Hemos perdido ya dos semanas tratando de sintetizar algo que todo animal inferior que anda, vuela o nada puede hacer sin proponérselo si quiera. No hay derecho a… ¡Cristo! —exclamó Tallon súbitamente, muy excitado, mientras una nueva luz iluminaba su cerebro.

—No pierda la calma —le advirtió Winfield, intranquilo—. Ya sabe cómo se castiga la blasfemia en este planeta.

—No estaba blasfemando. Doctor, sé dónde podemos captar todo el complejo eléctrico-visual. Todo el proceso: varilla y cono, bipolares, ganglios, guales… absolutamente a punto. Preparado para que nosotros podamos utilizarlo.

—¿Dónde?

—Aquí mismo, en el taller. Los ojos de Ed son normales, ¿no es cierto?

Hogarth gimió, alarmado.

—Mis ojos están muy bien, y pretendo consérvalos así, maldito vampiro terrestre. Deje a mis ojos fuera del asunto.

—Lo haremos, pero sus ojos no nos dejan en paz a nosotros. Nos están bombardeando, a nosotros y a todo lo que le rodea a usted, con la información exacta que el doctor y yo necesitamos. Cada contracción de sus nervios ópticos nos rocía de electrones. Es usted una pequeña emisora de radio, Ed, y su tocadiscos pone una sola melodía: el código glial.

—Mi madre tenía razón —dijo Hogarth reflexivamente—. Siempre supo que cumpliría como los buenos.

—No se excite, Sam —dijo Winfield sin perder la calma.

—¿Cree que esta vez lo conseguiremos?

—Esta vez lo conseguiré.

Cuatro días más tarde, cuando el amanecer empezaba a difuminar las estrellas, Tallon vio a Winfield por primera vez.

Permaneció completamente inmóvil durante unos instantes, saboreando el milagro de la visión, sintiéndose anonadado por la repentina revelación del pináculo de tecnología humana sobre el cual se asentaba su triunfo: Los siglos de investigacio­nes sobre el complicado lenguaje de las transitorias células guales; el desarrollo de los robots de montaje y los micro-Waldos; los progresos de la filosofía cibernética que capacita­ban a un hombre para incorporar un billón de circuitos elec­trónicos a un solo trozo de cristal y utilizar únicamente aque­llos que servían a su propósito, sin saber siquiera qué circuitos eran.

—Cuéntanos lo peor, hijo mío.

—Perfecto, doctor; funciona. Puedo verle a usted. Lo malo es que también puedo verme a mí mismo.

Tallon rió su propia humorada y luchó por adaptarse a la situación increíblemente anómala de tener el cuerpo en un lugar y los ojos en otro. Para la primera prueba del nuevo juego de ojos, Winfield y él se habían sentado juntos en un ex­tremo del taller, mientras Hogarth permanecía en el otro extre­mo con instrucciones estrictas de no apartar la mirada de ellos. Tallon no se había movido, pero sus nuevos ojos le decían que estaba al otro lado de la habitación, mirando a Win­field y a él mismo.

El doctor se parecía notablemente a la imagen mental que Tallon se había formado de él: un viejo gigante de rostro rubi­cundo y cabellos plateados. Sujetaba un bastón con una mano, y su cabeza, a la cual estaba atada la caja gris de su lámpara sonar, se mantenía en la actitud erguida y alerta del hombre ciego.

Tallon se examinó a sí mismo con curiosidad. Su rostro, de­trás de la armazón del juego de ojos, parecía más alargado y más pensativo que nunca, y lo ancho que le quedaba el mono pardo del Pabellón revelaba que había perdido alrededor de media docena de kilos desde que llegó a la prisión. Aparte de eso tenía el mismo aspecto de siempre, algo que Tallon encontró sorprendente, teniendo en cuenta cómo se sentía. Su atención se volvió de nuevo hacia Winfield, cuyo rostro estaba tenso de concentración mientras esperaba oír lo que Tallon tu viera que decirle.

—Relájese, doctor. Ya se lo he dicho: funciona perfectamente. Sólo estoy acostumbrándome a verme a mí mismo tal como me ven los demás.

Winfield sonrió; en aquel preciso instante Tallon abrió mucho la boca y se agarró a los lados de la silla en busca de apoyo, mientras el taller parecía deslizarse por debajo de sus pies y alejarse de él, rebotando.

—¡Quieto, Ed! —gritó frenéticamente—. Deje de dar saltos. Recuerde que estoy conectado a usted.

—No me importa —dijo Hogarth—. Voy a estrechar su mano. Tenía mis dudas acerca de usted, Sam, pero veo que es un muchacho brillante, a pesar de su educación universitaria.

—Gracias, Ed.

Tallon contempló fascinado cómo su propia imagen se hacía más amplia y más cercana en tanto que las muletas metálicas de Ed fluctuaban en el borde inferior de su campo visual. Extendió su mano y observó que otro Sam Tallon realizaba un movimiento idéntico. Finalmente vio la delgada mano de Hogarth que agarraba la suya. El contacto de los dedos, produciéndose en el momento exacto, fue como un shock eléc­trico.

Tallon se quitó el juego de ojos con su mano libre, sumergiéndose en una amable oscuridad, y luchó contra el mareo. Por un instante, la desorientación había sido absoluta.

—Ahora le toca a usted —dijo, alargando el juego de ojos hacia Winfield—. Quíteselos en cuanto note las primeras molestias, y no se alarme demasiado por sus sensaciones.

—Gracias, hijo mío. No se preocupe sintiéndose ligeramente incómodo, Tallon permaneció sen­tado mientras el doctor realizaba la prueba. El anciano había estado ciego durante ocho años y era probable que experimen­tara una impresión más fuerte incluso que la que había ex­perimentado Tallon.

En lo que respecta a la calidad de la visión, el juego de ojos funcionaba perfectamente, aunque quizá no había prestado la atención suficiente a las implicaciones de ver sólo —y concre­tamente— lo que podía ser visto por la persona cuyos impulsos nerviosos estaba robando. Desde un punto de vista práctico, sería preferible una peor calidad de imagen captada por un re­ceptor situado directamente encima del juego de ojos. Por otra parte, si dispusiera de algo como una ardilla amaestrada para instalarla sobre su hombro…

—Por el amor de Dios, Ed —exclamó Winfield—, deje de mover por unos segundos esa huesuda cabecita suya. Me está mareando.

—¿Qué pasa aquí? —replicó Hogarth en tono indignado—. ¿De quién es la cabeza, a fin de cuentas? Nadie me da las gra­cias por utilizar mis ojos; todo el mundo actúa como si los hu­bieran arrancado de mi cabeza.

—No se preocupe, Ed —le tranquilizó Tallon—. Le serán de­vueltos cuando hayamos terminado con ellos.

Hogarth resopló y, como de costumbre, empezó a rezongar de un modo casi inaudible. Winfield volvió a demostrar su ca­racterística obstinación conservando puesto el juego de ojos más tiempo que Tallon, y ordenando a Hogarth que se acerca­ra a las ventanas y mirase en las direcciones que él le indicaba.

Tallon escuchó con espanto cómo el anciano emitía ruido­sos suspiros de satisfacción u ordenaba furiosamente “ojos a la derecha” y “ojos a la izquierda”, mientras las protestas de Hogarth se hacían cada vez más audibles y más violentas. Todo terminó súbitamente.

—El juego de ojos ha dejado de funcionar —anunció Win­field—. Se ha estropeado.

—Ni hablar —dijo Hogarth triunfalmente—. Me he tapado los ojos con las manos.

—¡Traidora comadreja! —dijo Winfield en un estruendoso susurro, y luego se echó a reír. Tallon y Hogarth se unieron a la risa, desahogando la tensión que se había estado acumulan­do en ellos durante semanas.

Cuando finalmente dejaron de reír, Tallon descubrió que es­taba hambriento y exhausto al mismo tiempo. Recuperó el juego de ojos y observó cómo Hogarth colocaba el otro proto­tipo, todavía sin modificar, sobre la plataforma de trabajo del robot de montaje. Vio cómo las delgadas manos del hombre se movían, como surgiendo del propio cuerpo de Tallon, y empe­zaban a pulsar botones. Las portezuelas del robot se desliza­ron de través, y se oyó un siseo cuando fue expulsado el aire de su interior. Para la clase de trabajo que iba a realizar, inclu­so las moléculas de la atmósfera tenían que ser excluidas.

Tallon se puso en pie y se dio unos golpecitos en el estóma­go.

—¿No es ya la hora del desayuno?

Hogarth permaneció sentado ante el cuadro de mandos del robot.

—Lo es, pero creo que me quedaré aquí hasta que haya ter­minado con este aparato. Algunos de los muchachos empie­zan a quejarse de que últimamente les he tenido muy descuida­dos. Y no quiero que aumente su malestar y estropeen las cosas en el último momento.

—Yo también me quedaré, hijo mío. Lo que está ahí es mi juego de ojos, y no me importa esperar unas cuantas horas para tenerlo en mi poder. Si está usted de acuerdo, le enviaré recado a la señorita Juste diciéndole que esta tarde podemos ofrecerle una demostración.

Tallon encontró extrañamente alarmante la idea de ver realmente a Helen Juste. Ella no había vuelto al taller del centro desde el día en que vio funcionar la lámpara sonar, y el inexplicable torbellino que el encuentro había creado en el interior de Tallon empezaba a aquietarse. No deseaba excitarlo de nuevo, y sin embargo…

—Desde luego. Estoy de acuerdo, doctor. Bueno, voy a ver si encuentro algo para llenar el estómago. Siento volver a mo­lestarle, Ed, pero, ¿le importaría mirarme hasta que haya cru­zado la puerta?

Tallon había decidido confiar enteramente en el juego de ojos. Dejó su sonar y su bastón sobre la mesa de trabajo y echó a andar hacia la puerta. Mientras avanzaba se concentró en la imagen de su propia espalda, tal como la veía alejarse Hogarth, y fue capaz de guiar su mano exactamente hacia el pomo de la puerta. Respiró profundamente y abrió la puerta.

—Ahora depende de usted mismo, hijo mío —le recordó Winfield detrás de él.

Tallon fue todavía capaz de captar la visión de Hogart cuando se encontraba en el rellano superior, aunque ahora re­presentaba una desventaja. Deslizó el control de la parte dere­cha de la armazón del juego de ojos hasta “pasivo”, y bajó la escalera a oscuras. Cuando llegó abajo movió de nuevo el control hasta “búsqueda y retención” y seleccionó la exten­sión máxima. Los hombres se dirigían hacia el comedor en grupos de dos y tres, y casi inmediatamente Tallon se encon­tró mirando a través de los ojos de otro prisionero.

El hombre andaba seguramente con la cabeza inclinada, ya que Tallon sólo vio pies avanzando a través del hormigón blanco. Manteniendo el control en “búsqueda y retención”, pulsó el primer botón de “rechazo”. Había incluido seis de aquellos botones en el diseño, de modo que el juego de ojos memorizara temporalmente hasta seis señales individuales y le permitiera reseleccionar cualquiera de ellas a voluntad. Un séptimo botón servía para limpiar la pequeña unidad de me­moria.

Esta vez, Tallon tuvo más suerte. Estaba mirando a través de los ojos de un hombre alto que avanzaba ágilmente, con la cabeza erguida, hacia un edificio bajo —presumiblemente el comedor—, en la esquina de una gran plaza. Otros bloques de dos y tres pisos delineaban la cuadratura, y Tallon no tenía la menor idea de cual de ellos era el taller del centro. Levantó los brazos y los agitó, como saludando a un amigo, y se vio a si mismo; una diminuta figura de pie en la entrada del segundo edificio a la derecha del comedor.

Tallon esperó hasta que su anfitrión estuvo cerca del taller; entonces echó a andar rápidamente desde la entrada hacia él, estuvo a punto de tropezar con un guardián y cayó tres pasos más allá. Un par de veces, por la fuerza de la costumbre, trató de mirar atrás por encima de su hombro, pero lo único que vio fue su propio rostro, pálido y ligeramente desencajado, vol­viéndose brevemente hacia su anfitrión.

En el vestíbulo del comedor reinaba cierto barullo a medida que los grupos convergían allí, y el anfitrión le alcanzó. Tallon se encontró mirando su propia nuca desde muy pocos centí­metros de distancia. Aunque desconcertante, la misma proximidad hizo más fácil para Tallon orientarse a través de la puerta interior y hasta un asiento vacío en una de las largas mesas. Su anfitrión se adentró más en el comedor y se sentó, mirando en una dirección que excluía a Tallon del campo vi­sual del hombre. Hurgando en el armazón del juego de ojos, Tallon limpió la unidad de memoria, conectó el alcance míni­mo de dos metros, y puso de nuevo en marcha el “búsqueda y retención”. Sufrió un momentáneo deslumbramiento mientras el juego de ojos captaba varias señales al mismo tiempo antes de seleccionar a una de ellas. De nuevo tuvo suerte: esta vez estaba mirando a través de los ojos del hombre sentado frente a él al otro lado de la mesa.

Cuando el robot en forma de torre avanzó a lo largo de la ranura central de la mesa sirviendo los desayunos, el estomago de Tallon estaba contraído a causa de la tensión. Sin embargo, se comió todo lo que le pusieron delante; tenía la impresión de que se lo había ganado.


Tallon y Winfield, con sus respectivos juegos de ojos pues­tos, adoptaron la posición de firmes cuando Helen Juste entró en el taller. Hogarth, en su condición de tullido, no estaba obli­gado a nada más que a una actitud respetuosa, pero se puso en pie y se irguió todo lo que sus muletas le permitían.

Helen Juste sonrió a Hogarth y le indicó con el gesto que vol­viera a sentarse. Tallon, que estaba conectado a Hogarth, reci­bió también la sonrisa y respondió instintivamente antes de re­cordar que no le había sido dirigida. Comprendió lo que Ho­garth había querido decir al describir a la señorita Juste como una flaca pelirroja con ojos de color naranja, y al mismo tiem­po se maravilló de que un hombre pudiera haber definido con aquella frase el fenómeno de Helen Juste. Era esbelta, no flaca, y todo en ella tenía las proporciones exactas, creando una fi­gura que hubiera emocionado a un diseñador de primera categoría de robots humanoides. Sus cabellos tenían una tonalidad más cobriza que rojiza, y sus ojos eran del color —Tallon bus­có una comparación exacta— del whisky envejecido en un frasco de brillante cristal. Se encontró a sí mismo susurrando una palabra una y otra vez: sí, sí, sí…

Helen Juste permaneció en el taller durante casi una hora, demostrando un vivo interés por los juegos de ojos, interro­gando a fondo a Winfield acerca de su funcionamiento y posi­bilidades. El doctor protestó varias veces, afirmando que el ce­rebro que estaba detrás de los juegos de ojos no era el suyo, pero aunque la señorita Juste se volvió a mirar a Tallon en aquellas ocasiones, no le dirigió la palabra. Tallon lo encontró más bien satisfactorio, complacido de haber sido situado en una categoría especial.

Antes de marcharse, Helen Juste le preguntó a Winfield si había terminado con el robot de montaje.

—No estoy seguro —dijo Winfield—. Supongo que en el ta­ller de mantenimiento desean recuperarlo lo antes posible, pero no hemos realizado aún pruebas exhaustivas con los jue­gos de ojos. Podrían ser necesarias algunas pequeñas modificaciones; de hecho, el Recluso Tallon no está realmente satis­fecho del concepto básico. Creo que desea intentarlo de nuevo con un sistema de cámaras.

La expresión de Helen Juste se hizo dubitativa.

—Bueno, como usted sabe, he estado tratando de introducir en las altas esferas de la prisión la idea de asignar responsabilidades especiales a los reclusos afectados de alguna incapaci­dad. Pero hay un límite a lo que puedo hacer en esa dirección. —Vaciló—. Me marcho de permiso dentro de tres días; para entonces tienen que haber devuelto el equipo.

Winfield la saludó a estilo militar.

—Le estamos sinceramente agradecidos, señorita Juste.

Ella se marchó, y Tallon creyó que sus ojos habían parpadeado, especulativamente, en dirección a él, pero la mirada de Hogarth estaba ya enfocada hacia otro punto, de modo que Tallon no pudo estar seguro. Se sentía deprimido por el hecho de que Helen Juste les hubiera recordado que existía un mundo fuera del Pabellón, un mundo al cual ella seguía perteneciendo.

—Creí que iba a quedarse todo el día —se quejó Hogarth amargamente encendiendo su pipa—. No puedo soportar que esa dama flacucha entre en mí taller.

Tallon resopló.

—Usted tiene aún sus ojos, Ed, pero no sabe utilizarlos.

—Muy bien dicho, hijo mío —asintió Winfield—. ¿Se ha dado cuenta de que apenas ha dirigido una mirada a sus piernas? La primera vez en ocho años que tengo la oportunidad de ver a una mujer, y el viejo chivo a cargo de los ojos se pasa el tiempo mirando a través de la ventana…

Tallon sonrió, pero se dio cuenta de que sólo estaba viendo un primer plano de la pipa de Hogart, con un dedo nudoso apretando la ceniza gris en la ennegrecida cazoleta. Tuvo la impresión de que el hombre estaba preocupado.

—¿Que pasa, Ed?

—¿Alguno de ustedes, galanes de pacotilla, ha estado hoy en el bloque de recreo para oír las noticias de última hora?

—No.

—Bueno, tendrían que haber estado. Las negociaciones entre Emm Lutero y la Tierra sobre el nuevo planeta han que­dado rotas. Los delegados terrestres han comprendido final­mente que el Moderador está dispuesto a quedarse allí para siempre, y han renunciado a continuar las conversaciones. Todo hace suponer que no tardará en estallar la primera gue­rra interestelar desde que existe el Imperio.

Tallon se llevó una mano a la sien; había estado obligándo­se a si mismo a olvidarse del Bloque y de la diminuta cápsula incrustada en su cerebro. La idea de que la pequeña esfera de tejido grisáceo pudiera ser equiparada con la inmensidad verdiazul de un mundo feraz resultaba insoportable.

—Una mala noticia —murmuró.

—Hay algo más. El servicio clandestino de información sabe algo concreto acerca de Cherkassky: llegará aquí la se­mana próxima.

Tallon continuó hablando tranquilamente a pesar del repen­tino martilleo de su pecho.

—Doctor, no hemos probado aún realmente nuestros nue­vos ojos. Creo que deberíamos dar un largo paseo.

—¿Te refieres a un paseo verdaderamente largo?

Tallon asintió sobriamente. Había dos mil kilómetros hasta New Wittenburg, y ochenta mil portales hasta la Tierra.

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