XVII

Tallon se sorprendió al descubrir que tenía una ventaja sobre sus adversarios. El descubrimiento se produjo cuando captó su propia imagen en el escaparate de una tienda y no pudo, de momento, reconocerse a sí mismo. Lo que veía era un desconocido más bien alto, de cabellos casi rubios, y algo cargado de espaldas. Su rostro parecía más ancho, compuesto de planos más achatados, y Tallon supo que era él mismo sólo por el perro que llevaba bajo el brazo.

Aquello, decidió, sería también una identificación útil para los agentes terrestres. Pensó en ello unos instantes, y se le ocu­rrió una idea. Valía la pena correr el riesgo.

—Baja, Seymour —susurró—. Ya te he llevado a cuestas de­masiado tiempo.

Depositó al perro en el suelo, a sus pies, y le ordenó que se mantuviera pegado a sus talones. Seymour aulló y giró alrede­dor de los tobillos de Tallon varias veces, con una especie de frenesí. Aturdido ante el repentino remolinear de su universo, Tallon repitió la orden anterior y se sintió aliviado cuando el perro, que al parecer había expresado ya sus sentimientos a su entera satisfacción, se detuvo obedientemente tras él.

Tallon echó a andar de nuevo, guiado por la afectuosa mi­rada de Seymour a sus tacones subiendo y bajando, pero de aquel modo le resultaba difícil caminar, y ajustó los controles del juego de ojos hasta que recibió la visión de alguien que es­taba detrás de él. Helen se hospedaba en el Conan, en la calle 53 Sur, un hotel que había frecuentado en anteriores visitas ala ciudad. Se encontraba a unos seis kilómetros del espacio-puerto.

Maldiciendo periódicamente su falta de dinero para tomar un taxi, Tallon avanzó a través de un calor inusitado en aque­lla época del año, notando que los zapatos semiortopédicos empezaban a llagar sus pies. Vio coches patrulla avanzando a través del tránsito varias veces, pero era evidente que estaban realizando su servicio rutinario en la ciudad. En más de una ocasión Tallon se sorprendió a sí mismo pensando vagamente que todo resultaba demasiado fácil, que su suerte era demasia­do buena para ser verdad.

El Conan resultó ser, tratándose de Emm Lutero, un hotel de primera categoría. Tallon se detuvo en un portal al lado contrario de la calle y consideró un nuevo problema. Helen Juste era probablemente una persona conocida —como parien­te del Moderador Temporal, miembro del consejo directivo de la prisión y poseedora de cierta riqueza—, y en consecuencia un blanco fácil para la policía, especialmente alojándose en un hotel que ya había frecuentado. Dirigirse a la conserjería y preguntar por ella podría ser el último de los errores que Tallon tuviera la oportunidad de cometer.

Decidió quedarse donde estaba y esperar a que Helen salie­ra o entrara en el hotel. Transcurrió media hora y pareció una eternidad; Tallon empezó a pensar que tenía que hacer algo. Luego le asaltó otro pensamiento: ¿Cómo podía estar seguro de que Helen se encontraba allí? Podían habérsela llevado ya, o no haber encontrado habitación, o haber cambiado de idea. Esperó otrosdiez minutos, hasta que Seymour empezó a impacientarse y a tirar de la pernera de su pantalón. A Tallon se le ocurrió una idea; el perro parecía ser inteligente, de modo que, ¿por qué no…?

—Oye, muchacho —susurró Tallon, agachándose al lado de Seymour—. Busca a Helen. Allí. Busca a Helen. —Señalo la entrada del hotel, donde había varios grupos de personas de pie y hablando. A través de los ojos de un transeúnte, Tallon vio a Seymour cruzar la calle y desaparecer, agitando el rabo, en el interior del vestíbulo. Reseleccionó las señales visuales de Seymour e inmediatamente capto un deambular inseguro a través del ves­tíbulo, sólo a unos cuantos centímetros encima de la alfombra. Siguieron más primeros planos de peldaños, zócalos y jambas de puertas. Tallon, fascinado por el avance del perro, casi podía oírle olfatear buscando el olor de Helen. Finalmente, Tallon se encontró mirando la parte inferior de una puerta blanca, vio unas patas delanteras arañándola, y luego apare­ció el rostro de Helen, curioso, sorprendido, risueño.

Cuando Helen salió a la calle con el perro en brazos, Tallon vio su propia figura vestida de gris esperando en el portal enfrente del hotel. Agitó una mano y Helen cruzó la calle y se acercó a él.

—¡Sam! ¿Qué te ha pasado? Pareces…

—No tenemos tiempo, Helen. ¿Sigues deseando exponerte a los tránsitos-parpadeo?

—Sabes que sí. ¿Qué es lo que tengo que llevarme?

—Lo siento, pero tampoco disponemos de tiempo para que hagas tu equipaje —habiendo llegado tan lejos, Tallon se sintió repentinamente enfermo de ansiedad, con la sensación de que la suerte que le había sonreído hasta entonces no podía durar mucho más tiempo—. Si tienes dinero para tomar un taxi po­demos marcharnos ahora mismo.

—De acuerdo, Sam. Tengo el dinero.

Con Seymour bajo el brazo, Tallon tomó la mano de Helen y echaron a andar buscando un taxi. Mientras andaban, Tallon le explicó a Helen la situación a grandes rasgos. Unos mi­nutos más tarde detuvieron a un robo-taxi vacío. Tallon se dejó caer en el asiento posterior mientras Helen marcaba su punto de destino e introducía un billete en el cilindro. Los ner­vios de Tallon vibraban como cables de alta tensión azotados por un vendaval. Deseaba gritar. El mirar a Helen e incluso el tocarla no cambiaba las cosas; todo el universo estaba desplomándose sobre él, y tendría que correr aprisa, muy aprisa…

En la última manzana antes de la terminal del espacio Tallon extendió la mano y pulsó el botón de parada del taxi. Se apearon y recorrieron a pie el resto del camino, ya que el ins­tinto de Tallon le hacía sentirse más seguro sobre el suelo.

—Cuando lleguemos a la entrada —dijo— tendremos que se­pararnos durante unos minutos. Se supone que yo soy un tri­pulante de una nave de Parane, de modo que pasaré por la en­trada del personal, situada a la derecha. Tú sacarás un billete de andén y entrarás por una de las otras puertas. Nos reunire­mos en este extremo del pasillo rodante principal en dirección norte.

—¿Saldrá todo bien, Sam? No creo que nadie pueda subir a una nave, sin formulismos de ninguna clase, y escapar.

—No te preocupes. Las terminales como esta son demasia­do enormes para unos servicios de inspección y aduanas cen­tralizados. Hay un neutralizador de campos energéticos en cada uno de los soportes que impide que la nave que reposa en él despegue hasta que los equipos de los servicios de emigra­ción y aduanas hayan llevado a cabo la inspección.

—¿No viene a ser lo mismo para nosotros?

—No, si tenemos en cuenta que en nuestro caso no se trata de una nave corriente. Tiene algo a bordo para anular al neutralizador. No tendremos que esperar ninguna inspección.

—Pero tus amigos no esperarán que me lleves a bordo…

—Confía en mí. Helen. Todo saldrá bien —Tallon distendió sus labios en una sonrisa… esperando que reflejara un optimis­mo que él distaba mucho de sentir.

Al acercarse al negro túnel de la entrada para tripulantes, Tallon notó que un sudor helado empapaba su frente. Cuando los ojos de Seymour se hubieron adaptado a la semipenumbra del túnel, Tallon descubrió que nada había cambiado. El mismo empleado de aspecto aburrido ojeó superficialmente sus documentos; los mismos hombres vestidos de paisano holgaban en la oficina detrás de él. Tallon recogió sus documentos, avanzó a través del campo iluminado por el sol, y vio a Helen esperando. Tenía un aspecto increíblemente perfecto, sonriendo como si se dispusiera a acudir a un baile, pensó Tallon, y tuvo la instintiva sensación de que no era una buena danzarina.

La inquietud de Tallon iba en aumento, aunque no podía lo­calizar su causa. Luego, mientras subían al pasillo rodante, la idea que había estado hurgando en las profundidades de su subconsciente ascendió a la superficie.

—Helen —dijo—, ¿qué distancia hay desde aquí al Pabellón?

—Alrededor de dos mil kilómetros… o un poco más; no estoy segura.

—Un largo trayecto para ser recorrido por un hombre ciego sin que le localicen, especialmente cuando le persigue alguien como Cherkassky.

—Bueno, tú mismo dijiste que habías tenido suerte.

—Eso es lo que me preocupa: hasta ahora nunca había teni­do suerte. Tengo la impresión de que Cherkassky podría haber planeado una gran jugada. Detenerme en la carretera no hu­biera añadido muchos méritos a su historial; pero suponga­mos que me detuviera en una nave terrestre…

—Eso significaría asumir una gran responsabilidad por su parte —objetó Helen.

—Tal vez no. Las negociaciones de Akkab sobre adquisicio­nes territoriales han quedado rotas, pero hay mucha gente en el Imperio que opina que los luteranos mantienen una postura de deliberada intransigencia, actuando como el perro del hor­telano. Para Emm Lutero resultaría muy oportuno un inciden­te… por ejemplo, una nave propiedad del Bloque enmascarada como un carguero de Parane y sorprendida en el acto de sacar de contrabando a un espía.

La brisa empezó a alborotar los cabellos de Helen cuando pasaron a las franjas más veloces del pasillo rodante. Helen sujetó los mechones color cobre con sus dedos extendidos.

—¿Qué vas a hacer, Sam? ¿Volver atrás? Tallon agitó la cabeza.

—He renunciado a volver atrás. Además, podría estar sobrevalorando a Cherkassky. Esto podría ser una idea entera­mente mía, y no suya. Aunque resulta muy raro que pudiera recorrer media ciudad y llegar a tu hotel sin que nadie me mo­lestara. ¿La diosa Fortuna, acaso?

—Eso parece.

—De todos modos, nos apearemos un poco antes de llegar al lugar, por si acaso.

Se apearon del pasillo rodante en N. 125, tres hileras antes de aquella en la que Tallon había encontrado a Tweedie. Tallon observó que Helen llevaba aún su uniforme verde y no parecía fuera de lugar en la anónima actividad del campo. Todo —desde las propias naves hasta las grúas y otros aparatos para manejar los cargamentos— era tan enorme, que dos man­chas adicionales de humanidad resultaban prácticamente invisibles.

Tardaron veinte minutos en llegar al final de la hilera, y em­pezaron a andar de nuevo hacia el norte. Tallon se detuvo cuando vio el verde centauro de Parane en la proa de una gran nave gris-plateada delante de ellos, a cierta distancia.

—¿Puedes leer el nombre de esa nave? Seymour es un poco corto de vista.

Helen colocó una mano a la altura de su frente, para prote­ger sus ojos del sol poniente.

—Lyle Star.

—Esa es.

Tallon tomó a Helen del brazo y la arrastró al socaire de una hilera de enormes carretillas cargadas de grandes canas­tas, y avanzaron de nuevo, manteniéndose fuera del campo visual de cualquiera que pudiera estar vigilando desde la nave. Cuando llegaron más cerca, Tallon vio que ninguno de los soportes contiguos a la Lyle Star estaba ocupado. Podía tratarse de una coincidencia… o podía ser que alguien hubiera despejado el terreno deliberadamente. La nave estaba completamente cerrada, como dispuesta para el despegue, a excepción de la escotilla por la que entraban los tripulantes, situada cerca del morro. No había ninguna señal de vida ni en la nave ni en sus proximidades.

—No tiene un aspecto normal —dijo Tallon—, ni tiene un as­pecto sospechoso. Creo que deberíamos ocultarnos en alguna parte y observar lo que pasa en los próximos minutos.

Se acercaron más, cruzando espacios abiertos solamente cuando las grandes grúas móviles les permitían deslizarse sin ser vistos, y se situaron a un centenar de metros de la Lyle Star. Las sombras se iban espesando, y el número de trabaja­dores de servicio era cada vez más escaso, hasta el punto de que la presencia de dos personas extrañas podría parecer sos­pechosa. Tallon miró a su alrededor buscando un escondite, y se decidió por una grúa estacionada cerca de allí. Arrastró a Helen hasta la imponente máquina amarilla, que erguía su mole por encima de sus cabezas. Abriendo una escotilla de inspección en el compartimiento del motor, Tallon sacó sus documentos, los ojeó, miró a través de la escotilla abierta, y volvió a ojear sus papeles, como si fuera un inspector de man­tenimiento en plena tarea.

—Asegúrate de que nadie te mira —le dijo a Helen—, y méte­te dentro.

Helen le miró con aire de sorpresa, pero obedeció. Tallon examinó los alrededores, entró detrás de Helen, y cerró la es­cotilla. En la sofocante oscuridad, impregnada de olor a petró­leo, avanzaron alrededor de los grandes motores giratorios hasta el lado de la grúa más próximo a la Lyle Star. Una hile­ra de respiraderos les permitía ver perfectamente la nave y la zona de hormigón contigua.

—Lamento haberte metido aquí —dijo Tallon—. Supongo que te sientes como un niño ocultándose en una caverna…

—Algo por el estilo —susurró Helen, y se acercó un poco más a Tallon en la oscuridad—, ¿Haces con frecuencia este tipo de cosas?

—No suelen ser tan ridículas, pero a veces esta clase de trabajo resulta infantil, hasta cierto punto. Tal como yo lo veo, casi todos los llamados asuntos de estado requieren que al menos undesgraciado se arrastre sobre su vientre a lo largo de una alcantarilla…

—¿Por qué no lo dejas?

—Eso me propongo hacer. Y por eso no quiero arriesgarme a caer en brazos de Cherkassky en esta fase del juego.

—Pero no crees realmente que esté en esa nave…

Tallon alzó a Seymour hasta el respiradero más próximo para mirar al exterior.

—No, sólo es una posibilidad. Pero las cosas parecen dema­siado tranquilas allí.

—¿No puedes sintonizar tu juego de ojos a alguien de dentro y ver quién está allí?

—Es una buena idea, pero impracticable; acabo de intentar lo. Las señales son altamente direccionales, y el casco debe ser demasiado grueso para permitir una visión directa a través de él.

—Entonces, ¿cuanto tiempo tendremos que esperar aquí? —preguntó Helen, en un tono que reflejaba cierto desaliento.

—Hasta que oscurezca un poco más; entonces enviaremos a Seymour. Si entra en la nave, creo que podré mantenerme en contacto con él el tiempo suficiente como para comprobar si hay un comité de recepción en el interior.

Cuando el sol se ocultó y se encendieron las luces azules alrededor del campo, Tallon depositó al perro en el suelo, en el espacio libre en la parte inferior de la chapa, y le señaló la nave. Seymour agitó el rabo, inseguro, y luego trotó hacia el oscuro casco de la Lyle Star. Utilizando los ojos de Helen por unos instantes, Tallon contempló al perro ascendiendo por la corta rampa. Al llegar arriba, Seymour quedó silueteado durante unos segundos contra los rayos luminosos color limón que surgían del interior de la nave. Tallon pulsó el botón de Seymour en el juego de ojos en el preciso instante en que el perro veía un pie calzado con una pesada bota proyectándose hacia él.

Tallon, agachado en el compartimiento de motores de la grúa a un centenar de metros de distancia, oyó el sobresaltado aullido de Seymour. Unos segundos más tarde el perro había regresado a la grúa y estaba temblando en brazos de Tallon, el cual tranquilizaba al terrier mientras se preguntaba cuál debe­ría ser su próximo movimiento.

Había sido solamente una fracción de segundo, pero le había bastado para reconocer al sargento rubio y rechoncho que había ayudado a Cherkassky con el lavacerebros la noche que trataron de dejar en blanco la mente de Tallon.

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