XII

Tallon se encontraba en los suburbios de la ciudad cuando oyó el solitario repiqueteo de un helicóptero. Sus luces de na­vegación derivaron a través del cielo, muy altas en la grisácea claridad del amanecer. En una tecnología que había aprendido a negar la propia gravedad, el helicóptero era un aparato tos­co, pero seguía siendo la máquina de despegue vertical más eficaz que se había inventado hasta entonces, y no era proba­ble que se prescindiera de ella mientras algunos hombres tuvie­ran que andar huidos y otros tuvieran que cazarles como águi­las.

Manteniendo erguida la cabeza de Seymour, Tallon con­templó la solitaria luz perdiéndose de vista más allá del hori­zonte septentrional. Amanda no había perdido tiempo, pensó. Ahora que toda esperanza de no ser denunciado a la policía se había desvanecido, Tallon empezó a buscar un lugar seguro para esperar a que transcurriera el día a punto de nacer. Avanzaba por una pista de segunda clase para vehículos a motor, bordeada en uno de sus lados por árboles nativos y en el otro por palmeras procedentes de semillas importadas y que mostraban un deficiente desarrollo debido a la superior grave­dad de Emm Lutero. A aquella hora temprana el tráfico era prácticamente inexistente, limitándose a algún ocasional auto­móvil particular que viajaba a gran velocidad, dejando turbu­lento estelas de polvo y de hojas secas.

Tallon se mantenía cerca de los árboles, ocultándose cada vez que veía los faros de algún vehículo, y examinaba los silen­ciosos edificios buscando un lugar propicio para dormir. A medida que dejaba Sweetwell atrás, los bien cuidados jardines de las fábricas eran reemplazados gradualmente por pe­queños bloques de viviendas y luego por casas particulares pertenecientes a las personas más adineradas. Los recortados céspedes resplandecían a la luz de la pista. Varias veces, mien­tras andaba, su visión de lo que le rodeaba pareció difuminarse, y susurró severamente a Seymour, apremiando al terrier a mantenerse alerta. Pero al final tuvo que admitir que el fallo estaba en el juego de ojos. Empujó con el dedo la diminuta guía que controlaba la potencia y quedó desconcertado al des­cubrir que se encontraba casi al final de su ranura. Parecía como si el daño que había sufrido la batería de alimentación fuera de efectos progresivos, en cuyo caso…

Tallon descartó la idea y se concentró en encontrar un lugar para pasar el día. Empezaban a aparecer luces en las ventanas cuando abrió la puerta de un cobertizo rodeado de arbustos en la parte posterior de una de las viviendas más espaciosas. La oscuridad en el cobertizo estaba llena del nostálgico olor a tie­rra seca, herramientas de jardinería y aceite de máquinas. Tallon se instaló en un rincón, con Seymour, y sacó algunas de sus nuevas pertenencias. Tenía la automática incrustada en oro de Amanda Weisner, comida suficiente para varios días, un fajo de billetes, y un aparato de radio. A una hora más avanzada del día, mientras yacía en su universo privado de ne­grura, con el juego de ojos desconectado, pudo captar los pri­meros boletines de noticias.

El Recluso Samuel Tallon, decían, seguía con vida y había alcanzado la ciudad de Sweetwell. Tallon, convicto de espio­naje para la imperialista Tierra, había penetrado en un restau­rante de Sweetwell, había atacado y violado a la propietaria, y había desaparecido con la mayor parte de su dinero. Se confirmaba que el recluso en fuga, a pesar de ser ciego, estaba equipado con un aparato basado en el principio del radar que le permitía ver. Era descrito como un individuo armado y peli­groso.

Tallon sonrió sarcásticamente. El detalle de la violación era particularmente irónico, procediendo de Amanda. Logró dor­mitar durante la mayor parte del día, despertando del todo únicamente cuando los leves gruñidos de Seymour anunciaban que alguna persona andaba cerca del cobertizo. Pero no entró nadie, y Tallon acabó por dejar de pensar en lo que haría si entraba alguien. La filosofía de Winfield de que un hombre tenía que desenvolverse lo mejor que pudiera en el presente, sin pensar en el futuro, no resultaba especialmente atractiva para Tallon, pero era la única que podía aplicarse en las actua­les circunstancias.

Al atardecer recogió a Seymour y el paquete y abrió caute­losamente la puerta. Cuando estaba a punto de salir, un auto­móvil de color ciruela penetró en la finca y fue a detenerse de­lante del edificio principal. Un joven robusto se apeó, con su chaqueta colgada del brazo, y saludó con la mano a alguien de la casa que estaba más allá del campo visual de Tallon. El joven echó a andar hacia la entrada, se detuvo junto a un ma­cizo de flores cantarinas de color azul celeste, y se inclinó para arrancar una mala hierba. Al contacto de sus dedos las flores iniciaron un canturreo suave y melancólico que fue claramente audible en los oscuros límites del cobertizo.

Las flores cantarinas eran una variedad nativa que se ali­mentaba de insectos, utilizando el lastimero canturreo para atraer o arrullar a sus víctimas. A Tallon nunca le habían gus­tado. Escuchó impasible unos instantes, manteniendo el ojo de Seymour pegado a la estrecha abertura de la puerta. El hom­bre robusto descubrió otras malas hierbas y las arrancó; lue­go, murmurando furiosamente, se encaminó al cobertizo. Tallon sacó la automática de su bolsillo, la cogió por el cañón y esperó, mientras los crujientes pasos se acercaban al otro lado de la puerta.

Este era exactamente el tipo de suceso que había esperado evitar. Había sido entrenado para derrotar a casi cualquier ad­versario en un combate físico; pero el tener los ojos sujetos bajo el brazo establecería una gran diferencia.

Tensó todo su cuerpo mientras la aldaba de la puerta se movía.

—¡Gilbert! —gritó una voz de mujer desde la casa—. Cámbiate de ropa si vas a trabajar en el jardín. Lo prometiste.

El hombre vaciló durante dos o tres segundos, antes de dar media vuelta y alejarse en dirección a la casa. Cuando desapa­reció de su campo visual, Tallon se deslizó fuera del cobertizo y se dirigió hacia la carretera.

Caminó durante cuatro días, pero el deterioro del juego de ojos era cada vez más acusado. Al final de la cuarta noche, las imágenes que captaba eran tan débiles que casi se las hubiera arreglado mejor con la lámpara sonar. Su nombre había desa­parecido gradualmente de los boletines de noticias, y hasta en­tonces no había visto a un solo agente de la P.S.E.L., ni tam­poco de la policía civil. Decidió empezar a viajar de nuevo a la luz del día.

Tallon anduvo durante tres días más, sin atreverse a parar a ninguno de los vehículos que circulaban por la carretera. Ahora tenía mucho dinero, pero el peligro de comer en restau­rantes o incluso en el mostrador de un bar parecía demasiado grande, de modo que vivía del pan y de las conservas que se había llevado de El Gato Persa, y bebía agua en las fuentes or­namentales que encontraba a lo largo del camino.

Viéndolo desde la perspectiva de un caminante, Tallon se daba cuenta, como nunca hasta entonces, de la desesperante necesidad de terreno de Emm Lutero. La densidad de la pobla­ción no era particularmente elevada, pero si completamente uniforme: los complejos residenciales, entreverados de centros comerciales e industriales, se extendían sin fin, llenando cada kilómetro cuadrado de terreno llano que el continente podía ofrecer. Únicamente en los lugares donde las mesetas emer­gían en un entorno montañoso hostil, las oleadas de edificios prefabricados se batían en retirada. Se habían realizado algu­nas tentativas para convertir las tierras altas en zonas de culti­vo, pero el verdadero espacio agrícola del planeta era el océa­no.

Tallon había recorrido casi dos centenares de kilómetros antes de darse cuenta de que podría ver con dificultades du­rante quizá un par de días más, y luego volvería a quedar cie­go… con casi mil quinientos kilómetros por delante.

El único y débil rayo de esperanza era que el Bloque supiera que estaba fuera del Pabellón. Todos los miembros de la red tratarían de localizarle, aunque la organización no había sido nunca poderosa en Emm Lutero. New Wittenburg era el único punto de entrada al planeta, y la P.S.E.L. establecía automáti­camente un servicio de vigilancia en torno a todo terrestre que solicitaba la carta de residencia. Era posible que en aquellos momentos agentes muy eficaces estuvieran siendo capturados debido al relajamiento de sus precauciones en sus esfuerzos para intentar localizar a Tallon. Decidió mantenerse en la ca­rretera un día más y dirigirse de nuevo hacia el ferrocarril.

El día siguiente transcurrió sin novedad. Tallon tenía consciencia de que ninguno de los boletines de noticias había dado una descripción adecuada del juego de ojos, aunque Amanda había podido facilitarla. Imaginaba que se estaba ejerciendo algún tipo de censura, tal vez para evitar un escándalo oficial por el hecho de que unos peligrosos presos políticos hubieran dispuesto de medios para fabricar unos ojos artificiales alta­mente sofisticados. Tenía la impresión de que Helen Juste podía encontrarse en dificultades; pero lo esencial, en lo que a Tallon respecta, era que el público en general no tenía la menor idea de lo que estaba buscando. Cualquiera lo bastante interesado como para buscar a alguien que utilizara “un apa­rato basado en los principios del radar” podría esperar razo­nablemente ver a un hombre con una caja negra y una antena giratoria en la cabeza. En cambio, las gafas eran un espec­táculo muy corriente, que nunca fueron reemplazadas del todo por las lentillas de contacto; y Tallon, con su polvoriento y anónimo uniforme, encajaba en la mayoría de los ambientes. Lo inconspicuo de su aspecto había sido una de sus mejores bazas como agente del Bloque.

El día siguiente fue ligeramente más frío y llovió un poco, la primera lluvia que Tallon había visto desde su detención. Su ruta no le había alejado nunca demasiado del sistema ferrovia­rio costero, y ahora empezó a marchar de nuevo hacia el océa­no. La nebulosidad del día oscurecía aún más las imágenes que proporcionaba el averiado juego de ojos, y Tallon apresu­ró el paso para aprovechar en todo lo posible la cantidad de luz que le quedaba. A última hora de la tarde tuvo una fugaz visión del océano, y poco después divisó el brillo de los raíles del ferrocarril.

Desviándose oblicuamente hacia el norte, donde suponía que se encontraba la próxima estación del ferrocarril, Tallon se dio cuenta de que se estaba acercando al primer complejo industrial realmente grande que había visto en su viaje. Más allá de una alta verja los dentados tejados de una fábrica se extendían por espacio de casi dos kilómetros antes de terminar en un bloque que evidentemente albergaba los servicios de di­seño y de administración. El rugido de unas potentes máqui­nas acondicionadoras de aire llegó a oídos de Tallon mientras andaba junto a la verja, intrigado ante el contraste entre esta enorme planta y las típicas industrias familiares que prevale­cían aún en Emm Lutero. Pasaron varios camiones de color verde oscuro, aminorando la marcha para cruzar una entrada intensamente iluminada y controlada por unos guardianes a unos cien metros de distancia, y Tallon vio fugazmente los em­blemas libro-y-estrella que los identificaban como propiedad del gobierno.

Tallon empezaba a comprender. Aquel inmenso y ruidoso complejo era uno de los factores que le habían conducido a su actual situación. Formaba parte de la cadena de fábricas gubernamentales que absorbían lo mejor de la tecnología del planeta en un programa de producción en masa para exploracio­nes interestelares.

Aquí se construían piezas para las naves robot fantástica­mente caras que despegaban de Emm Lutero al ritmo de una cada cincuenta y cinco segundos, un año sí y otro también. Más de medio millón de lanzamientos al año —tantos como los efectuados por la propia Tierra—, dirigidos a solitarios des­tinos de tránsitos-parpadeo. El planeta se había desangrado a si mismo en el esfuerzo, pero había obtenido la recompensa de un nuevo mundo.

Ahora, las fábricas estaban siendo transformadas para la producción de todo lo necesario para poner en marcha Aitch Mühlenberg antes de que la Tierra pudiera intervenir. La su­perficie terrestre del nuevo mundo era todavía un secreto, pero si Emm Lutero podía instalar dos colonos, con apoyo mate­rial, por cada kilómetro cuadrado antes de que cualquier otra potencia pudiera llegar allí, el planeta sería enteramente suyo, de acuerdo con las leyes interestelares. Irónicamente, las leyes estelares habían sido promulgadas principalmente por la Tie­rra, pero aquello había ocurrido hacia muchísimo tiempo, cuando el planeta madre no había previsto la emancipación de sus hijos.


El coche patrulla de la policía avanzaba lentamente, diríase que como adormilado, cuando pasó junto a Tallon. Llevaba a dos oficiales uniformados delante y dos agentes de paisano de­trás. Estaban fumando cigarrillos con una apacible concentra­ción, a la espera de su inmediato relevo, y Tallon adivinó que lamentaban haberle visto por el modo de pararse el coche, casi a regañadientes. Incluso vacilaron antes de apearse y echar a andar hacia él: cuatro agentes de una pequeña ciudad, que po­dían ver enfriadas sus cenas si este polvoriento desconocido resultaba ser el hombre al que la policía tenía orden de buscar.

Tallon también lo lamentaba. Miró a lo largo de la desierta carretera y luego inclinó la cabeza y echó a correr hacia la entrada de la fábrica. Estaba a unos veinte metros delante de él, de modo que tuvo que avanzar hacia los policías durante unos segundos. Ellos apresuraron el paso, mirándose unos a otros, y luego empezaron a gritar mientras Tallon cruzaba la entrada y corría hacia el edificio más próximo. Estorbado por la carga del paquete y del perro, Tallon avanzó guiado por el puro ins­tinto, y quedó sorprendido cuando alcanzó las altas puertas sin novedad. Espiando a través de la angosta abertura, miró hacia la verja y vio que los guardianes de la fábrica se habían movilizado y estaban discutiendo con los policías.

En el interior de la espaciosa nave, hileras de bastidores de almacenaje contenían tambores de plástico amarillo, baterías para unidades electrónicas herméticamente selladas. Tallon corrió a lo largo de un pasillo, giró en uno de los pasadizos transversales más estrechos y trepó a uno de los bastidores, ocultándose entre los cilindros. Que él supiera, no había nadie en la nave cuando entró. Sacó la automática y rodeó la culata con su mano, súbitamente consciente de lo inútil que era para un hombre con su defecto particular. Era más que dudoso que lograra persuadir a Seymour de que fijara la mirada en un blanco el tiempo suficiente como para permitirle acertar ni si quiera a un elefante.

Mientras se aquietaba el tumultuoso latir de su corazón, pasó revista a su situación. Nadie había entrado aún en el edificio, pero ello se debía probablemente a que lo estaban rodeando. Cuando más tiempo esperase, menos posibilidades tendría de escapar. Tallon descendió del bastidor y corrió hacia el extremo contrario a aquel por el que había entrado. Estaba casi a oscuras, pero pudo ver que las paredes del edificio consistían en una serie de puertas correderas superpuestas. Cada una de las enormes puertas tenía incrustada una puerta de tamaño normal, lo cual significaba que podía salir por cualquier parte… con tal de que eligiera una salida que no tuviera a alguien esperándole al otro lado.

Casi al final de la nave se acercó a una de las puertas pequeñas, vaciló por espacio de un segundo, y empezó a abrirla lentamente. Se oyó un ominoso crack y algo caliente cayó sobre sus hombros. Tallon se apartó de un salto de la puerta, que ahora mostraba un orificio redondo en el lugar en el que se había fundido el metal. Seymour estaba aullando de miedo y arañando el costillar de Tallon, mientras que en el exterior los chillidos roncos de las sobresaltadas aves marinas ahoga­ban los ecos del disparo.

Se había equivocado de puerta, pensó Tallon, aturdido. Co­rrió hacia el extremo de la nave y agarró el pomo de otra puer­ta, pero no se abrió. La persona invisible que había disparado contra él esperaría probablemente a que repitiera su tentativa de salir, y podía estar esperándole al otro lado de aquella misma puerta. Tallon avanzó a través del extremo de la nave hacia otra puerta, pero se dio cuenta de que sus adversarios imaginarían también aquel movimiento. Podía regresar a la primera puerta, pero estaban transcurriendo valiosos segun­dos mientras él se entregaba al juego de las suposiciones; lle­garían refuerzos, y lo tendrían todo a su favor. Tallon ni si­quiera podía ver para disparar contra ellos, porque tenía que utilizar los ojos de… ¡Desde luego!

Los dedos de Tallon pulsaron los botones del selector del juego de ojos. A la quinta tentativa se encontró en el exterior, volando en el aire oscurecido, mientras debajo de él las figuras apenas entrevistas de dos hombres se movían a lo largo de la pared de la nave. Su vuelo en espiral le llevó más arriba… una ojeada a lo largo de uno de los costados… más figuras corrien­do… un vertiginoso descenso… otro costado del mismo edifi­cio… pequeños camiones estacionados cerca de la pared, pero ningún hombre a la vista. Tallon reseleccionó los ojos de Seymour, se orientó, y co­rrió hacia la pared más cercana. Abrió una puerta, salió, co­rrió entre dos camiones vacíos, cruzó una calzada, y entró en una nave como la que acababa de abandonar. También aquí había hileras de bastidores, pero esta nave estaba brillante­mente iluminada y por varios de sus pasillos circulaban carre­tillas que transportaban la carga a los camiones estacionados en el exterior. Tallon se obligó a si mismo a andar lentamente a través de la nave. Ninguno de los conductores de las carreti­llas pareció fijarse en él, y llegó al otro lado y salió al frío aire del anochecer sin ninguna dificultad.

El edificio siguiente estaba tan desierto como el primero. Cuando salió de él. Tallon consideró que se había alejado lo suficiente del centro de actividad como para andar al descu­bierto. Avanzó por una avenida, alejándose de la parte delan­tera del complejo industrial. En la esquina, el moribundo juego de ojos le proporcionó una vista borrosa de pequeños edificios dispersos, corrales, grúas, pilones, farolas. Al noroeste, los curvados hocicos de dos hornos se recortaban contra el cielo color índigo. Aullaban sirenas, grandes puertas se cerraban de golpe, vehículos con brillantes faros afluían hacia las entradas.

Tallon se dio cuenta de que había tenido mucha suerte al encontrarse cerca de la pesadilla industrial cuando tuvo que huir. Tenía consciencia de un cálido reguero de sangre desli­zándose por su espalda, y comprobó que sus piernas se dobla­ban debajo de él, y que estaba al borde de la ceguera.

Lo lógico ahora, pensó Tallon, sería rendirse… salvo que la lógica no entraba en sus cálculos.

Avanzó diagonalmente a través de la zona de la fábrica, tambaleándose un poco, apoyándose contra las paredes cuan­do el andar se hacía demasiado dificultoso. Tallon sabía que ofrecería una imagen lamentable a cualquiera que le viese, pero tenía dos cosas a su favor: en las grandes empresas pro­piedad del Estado los empleados tienden a ver únicamente lo que concierne a su trabajo, y al final de un turno ven todavía menos.

Transcurrieron una o dos horas; Tallon se encontró entonces en la vecindad de las cubas de los altos hornos. Consciente de que tendría que tumbarse en el suelo muy pronto, eligió su camino a través de hacinas de combustible traidoramente res­baladizas y alcanzó la parte posterior de los hornos, buscando un lugar caliente. La valla que señalaba el perímetro trasero de la zona se erguía encima de una selva de plantas trepadoras. Tallon supuso que estaba lo más lejos posible de los policías y de los guardianes de la fábrica, y buscó un lugar para descan­sar.

Entre los hornos y la valla, las plantas trepadoras y la hier­ba crecían sobre montones de cajas de embalaje y oxidados armazones de metal, que parecían las piezas dispersas de un rompecabezas. Los grandes fuegos ardían en silencio en sus hornos de cerámica, pero el calor de las cubas se proyectaba a toda la zona. Tallon examinó varios de los montones cubiertos de vegetación antes de encontrar un agujero lo bastante gran­de como para ocultarse. Se deslizó trabajosamente en el pol­voriento orifico y volvió a colocar una pantalla de hierba sobre la entrada.

Palpando a su alrededor, descubrió que podía tenderse todo lo largo que era en el limitado espacio. Extendió su brazo y compro­bó que había un túnel que conducía hacia el centro de la cuba, con el techo y las paredes levantados con materiales de dese­cho. Tallon se deslizó un poco más adentro, hasta que el es­fuerzo resultó excesivo. Entonces se desprendió del paquete, apoyó su cabeza encima de él, desconectó el juego de ojos y dejó que todo el hediondo universo se alejara de él.

—Hermano —dijo una voz en la impenetrable oscuridad—, no te has presentado a ti mismo.


Eran cuatro: Ike, Lefty, Phil y Denver.

La gran atracción, explicó Ike, era el calor. En toda socie­dad humana había unos cuantos que no estaban equipados para aprobar la asignatura, que carecían de la voluntad y de la fuerza necesarias para trabajar. De modo que vivían de las mi­gajas que caían de las mesas de los hombres ricos. Siempre se encuentran algunos de ellos en aquellos escasos lugares en los que una o más de las necesidades de la vida pueden ser satis­fechas tendiendo una mano y simplemente esperando. Aquí caían migajas de calor, que en una larga noche de invierno podían significar la diferencia entre dormir y morir.

—Quieres decir —murmuró Tallon— que sois vagabundos.

—Es una cruda manera de expresarlo —respondió Ike con su voz gangosa—. ¿Tienes algo más de ese delicioso pan duro? Tostado por la Naturaleza, lo llamo yo.

—No lo sé —a Tallon le dolía la espalda y estaba muerto de sueño—. ¿Cómo podría saberlo a oscuras, en cualquier caso?

La voz de Ike sonó desconcertada.

—Pero, hermano, tenemos encendida nuestra lumilámpara. ¿No puedes mirar en tu bolsa? Tenemos hambre. Tus nuevos amigos están hambrientos.

—Lo siento, nuevo amigo. Estoy demasiado cansado para mirar, y aunque no estuviera demasiado cansado daría lo mis­mo, porque… —Tallon hizo el esfuerzo— soy ciego.

Era la primera vez que lo anunciaba a alguien.

—Lo siento —Ike pareció lamentarlo de veras. Siguió un largo silencio; luego, Ike inquirió—: ¿Puedo hacerte una pre­gunta, hermano?

—¿De qué se trata?

—Esas pesadas gafas grises que llevas… ¿por qué los hom­bres ciegos han empezado a llevar pesadas gafas grises? ¿De qué les sirven si no tienen ojos?

Tallon alzó su cabeza unos cuantos centímetros.

—¿Qué quieres decir?

—Que no le veo la utilidad de llevar…

—¡No! —Le interrumpió Tallon—. ¿A qué te referías al decir que los hombres ciegos han empezado a llevar pesadas gafas grises?

—Bueno, hermano, el tuyo es el segundo par que he visto esta semana. A unos veinte kilómetros al norte de aquí hay una finca propiedad de un hombre muy rico que es ciego Denver y yo saltamos a menudo el muro de la finca, porque nos gusta la fruta. Allí los árboles frutales están sobrecarga­dos, de modo que hacemos una buena obra al aliviarles de sus pesos. Están los perros, desde luego, pero durante el día…

—Las gafas —volvió a interrumpirle Tallon—. ¿Qué pasa con las gafas?

—A eso iba, hermano. Esta semana vimos al ciego. Estaba paseando por uno de los huertos y llevaba unas gafas como las tuyas. Y ahora que pienso en ello, andaba como un hom­bre que puede ver…

Una oleada de excitación inundó a Tallon.

—¿Cuál es su nombre?

—Lo he olvidado —respondió Ike—. Creo que está emparen­tado con el propio Moderador, y que es matemático o algo por el estilo. Pero no recuerdo su nombre.

—Su nombre —intervino Denver— es Cari Juste.

—¿Por qué lo preguntas, hermano? —inquirió Ike—. ¿Pien­sas que podría ser un amigo tuyo?

—No, exactamente —dijo Tallon fríamente—. Soy más bien un amigo de la familia.

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