XXII

—Esta es la última advertencia. Identifíquese inmediatamen­te.

Tallon activó el sistema de comunicaciones.

—Hagamos las cosas un poco distintas, por una vez —di­jo—. ¿Por qué no se identifica usted?

Se produjo un silencio, y cuando la voz habló de nuevo contenía una nota de indignación apenas perceptible.

—Repetiré esta advertencia una sola vez: los misiles ya han sido enviados hacia su posición.

—No los malgaste —dijo Tallon en tono casual, apoyando sus dedos sobre el botón de salto al no-espacio—. No pueden alcanzarme. Y yo repito: quiero saber su nombre y gradua­ción.

Otro silencio. Tallon se echó hacia atrás en el gran sillón. Sabía que estaba mostrándose innecesariamente desagradable, pero aquellos 35.000 años-luz habían arrancado de él los últi­mos vestigios de tolerancia hacia el sistema político-militar en el cual había pasado la mayor parte de su vida. Mientras espe­raba una respuesta, programó a la Lyle Star para un salto a través del no-espacio de sólo medio millón de kilómetros, y lo mantuvo en reserva. Cuando terminó, unas ondas prelimina­res de color parpadearon en el aire delante de él, revelando que en alguna parte los técnicos en comunicaciones estaban traba­jando para establecer contacto visual con su nave.

Los colores aumentaron bruscamente la intensidad de su brillo y se conjugaron hasta formar una imagen tridimensional de un hombre de rostro severo y cabellos grises que vestía el uniforme de mariscal. Estaba sentado, y la imagen era tan buena que Tallon podía ver la red de venas diminutas en sus pómulos. El mariscal se inclinó hacia delante, con la incredu­lidad pintada en sus ojos.

—Su nombre, por favor —dijo Tallon en tono decidido, no haciendo ninguna concesión por el efecto que su aparición iba a producirle al mariscal.

—No sé quién es usted —dijo el mariscal lentamente—, pero acaba de suicidarse. Nuestros misiles casi han alcanzado el punto de coincidencia. Ahora es demasiado tarde para dete­nerlos.

Tallon sonrió, disfrutando un momento de megalomanía; y cuando los indicadores de proximidad dieron la alarma, pulsó el botón del salto. Un torrente de resplandor inundó sus ojos, pero se trataba únicamente del ahora familiar fogonazo del no-espacio.

Cuando la Lyle Star emergió de nuevo en el espacio nor­mal, la imagen del mariscal se había desvanecido, pero volvió a formarse unos segundos después. El hombre parecía descon­certado.

—¿Cómo ha hecho eso?

—Su nombre, por favor.

—Soy el mariscal James J. Jennings, comandante del Tercer Escalón de la Gran Flota de la Tierra Imperial —el mariscal se removió nerviosamente en su asiento; tenía el aspecto de un hombre que se está tragando una píldora muy amarga.

—Escuche con mucha atención lo que voy a decirle, maris­cal; es lo que quiero que haga.

—¿Qué le hace…?

—Por favor, calle y escuche —le interrumpió Tallon fríamen­te—. Soy Sam Tallon, ex miembro de los Servicios de Inteli­gencia Amalgamados, y estoy pilotando la Lyle Star, que fue enviada a Emm Lutero para recogerme. Puede usted confir­mar esto con relativa facilidad. El mariscal se inclinó a un lado, escuchando algo que no es­taba siendo transmitido a la nave. Asintió varias veces con la cabeza y volvió a encararse con Tallon.

—Acabo de comprobarlo. La Lyle Star fue enviada a Emm Lutero, en efecto, pero tuvo problemas. Alguien de la nave dio un salto al no-espacio, con Tallon a bordo… lo cual significa que está usted mintiendo.

Tallon habló furiosamente.

—He recorrido un largo trayecto, mariscal, y estoy…

Se interrumpió al ver que Jennings se levantaba de su silla y desaparecía durante unos segundos. Luego regresó.

—Es correcto, Tallon —dijo el mariscal con una nueva nota de respeto en su voz—. Acabamos de obtener un informe vi­sual de su nave. Es la Lyle Star, en efecto.

—¿Está seguro? Yo podría haber pintado el nombre en el casco.

Jennings asintió.

—Es cierto, pero nosotros no nos guiamos por el nombre. ¿Ignora usted que arrastra un soporte para naves y varios mi­llares de metros cuadrados de hormigón de espaciopuerto? Hay también un par de hombres muertos con uniformes lute­ranos orbitando a su alrededor.

Tallon había olvidado que la Lyle Star tenía que haber arrancado un trozo de Emm Lutero y haberlo arrastrado al no-espacio. El vacío instantáneo creado por el despegue de la nave tenía que haber causado estragos en aquella zona de la terminal. Y el cadáver de Helen se encontraba muy cerca. Su necesidad de Helen, amortiguada por el peligro y la desespera­ción, fue súbitamente aguda, borrando todo lo demás en su mente. Oh, si estuviera donde reposa Helen…

—Debo disculparme con usted, Tallon —dijo Jennings—. Ha existido un estado de guerra entre la Tierra y Emm Lutero du­rante tres días. Por eso nos mostramos tan bruscos cuando su nave fue detectada tan cerca de la Tierra y tan lejos de un por­tal. Tenía todos los indicios de un ataque por sorpresa…—No se disculpe, mariscal. ¿Puede facilitarme una comuni­cación directa con el Bloque? ¿Ahora mismo?

—Podría hacerlo, aunque sin garantía de seguridad.

—No importa. Nada de lo que tengo que decir en este mo­mento es materia reservada.


—Su regreso es un motivo de gran satisfacción para noso­tros, Tallon, pero esto es sumamente irregular.

El representante del Bloque era un hombre al que Tallon no había visto nunca. Su cutis sonrosado, sus manos fuertes y morenas y sus ropas vulgares le conferían un aspecto de prós­pero granjero. El fondo para su imagen era una mancha color verde pastel deliberadamente anónima.

—Irregular, pero también importante —dijo Tallon—. ¿Está usted cerca de la cumbre?

El hombre alzó sus inexpresivos ojos por espacio de un se­gundo, y Tallon supo que estaba cerca de la cumbre.

—Me llamo Seely. Antes de que diga nada, Tallon, quiero recordarle que estamos en un circuito abierto. También quie­ro…

—Deje de hablar de cosas sin importancia —le interrumpió Tallon impacientemente—, y concéntrese en mis peticiones.

¡Tallon! —Seely casi se levantó de su asiento, pero se rela­jó inmediatamente. Sonrió—. Daremos por terminada esta conversación ahora mismo. Es obvio que ha estado usted so­metido a una gran tensión, y existe la posibilidad de que aluda a temas clasificados como materia reservada. Estoy seguro de que sabe a lo que me refiero.

—¿Quiere decir que podría hacer alguna referencia acciden­tal a la cápsula incrustada en mi cerebro? ¿La que retiene aún toda la información necesaria para llegar al nuevo planeta lu­terano?

Las rubicundas mejillas de Seely adquirieron un color terro­so.

—Lamento que haya dicho eso, Tallon. Hablaré con usted aquí en el Bloque. He dado instrucciones al mariscal Jennings para que le traiga aquí sin demora de ninguna clase. Eso es todo.

—El mariscal Jennings no puede cumplir esas instrucciones —se apresuró a decir Tallon, sonriente—. Pregúntele lo que ocurrió cuando disparó contra mí algunos de sus misiles, hace media hora.

Seely pulsó una tecla en su escritorio, cortando el sonido, y habló silenciosamente con alguien fuera del alcance de la cá­mara. Luego volvió a conectar el sonido y miró a Tallon con aire preocupado.

—Me han estado dando unos informes muy singulares acer­ca de usted, Tallon. Los primeros son de que su nave emergió en el espacio normal en el interior mismo del sistema solar. ¿Ha establecido usted un nuevo portal?

—Los portales son cosa del pasado, Seely. He resuelto el problema de la astrogación en el no-espacio. Puedo ir a cual­quier parte que me plazca, sin portales.

Seely entrelazó sus robustos dedos y miró a Tallon por en­cima del puente que formaron.

—En tal caso, no tengo más alternativa que la de ordenar que se interfieran completamente todas las comunicaciones del sistema solar hasta que podamos traerle aquí para que presen­te su informe.

—Haga usted eso —dijo Tallon jovialmente— y no volverá a verme. Visitaré todos los mundos del Imperio, empezando por Emm Lutero, y difundiré el método en todas las longitudes de onda existentes.

—¿Cómo espera escapar? Podemos englobar todos…

Seely vaciló.

—Todos los portales, creo que iba a decir usted —dijo Tallon, sintiéndose inundado por una oleada de rabia—. Está usted desfasado, Seely; usted, y los portales, y el Bloque, for­man parte de la historia antigua. A partir de ahora dejaremos de pelearnos por un puñado de mundos descubiertos por pura casualidad. Todos los planetas de la galaxia están abiertos para nosotros, y habrá espacio para todo el mundo. Incluso para usted y los de su especie, Seely… aunque tendrá que cam­biar. Nadie jugará a los soldados en su patio trasero sabiendo que hay cien mil planetas nuevos y habitables.

“Y ahora… ¿va usted a escucharme, o tengo que decirle adiós? He perdido ya demasiado tiempo. —Tallon apoyó su mano sobre el rojo botón del salto al no-espacio. La nave no había sido programada para un salto controlado desde su po­sición actual, de modo que pulsar el botón podría enviar a la Lyle Star directamente a través del borde exterior del espacio; pero, Tallon sintió una oleada de salvaje placer, aquello no im­portaba ya.

Seely pareció atrapado.

—De acuerdo, Tallon. ¿Qué es lo que quiere?

—Tres cosas: una cancelación inmediata de todos los prepa­rativos para atacar a Emm Lutero; libertad para difundir los detalles de la técnica de astrogación en el no-espacio de modo que cualquiera que lo desee pueda utilizarla; y quiero ser asig­nado, con la categoría de comandante en jefe, al buque insignia del mariscal Jennings para un vuelo inmediato a Emm Lutero.

Seely abrió la boca para contestar, pero una nueva voz pe­netró en el circuito:

—Peticiones aprobadas.

Tallon reconoció la voz de Caldwin Dubois, representante designado de la Tierra y de las otras cuatro colonias humanas del sistema solar.


La reluciente quilla de mil metros de longitud del Wellington, buque insignia del Mariscal del Espacio Jennings, se desli­zó suavemente por el aire encima de New Wittenburg. Se había convertido en la segunda nave que realizaba un vuelo controlado por el no-espacio, y la primera que lo hacía desde la Tierra hasta Emm Lutero. Había transcurrido una hora desde que sus potentes transmisores habían enviado su mensa­je a través de la ancha cara del planeta.

El Wellington era demasiado enorme incluso para los ma­yores soportes de la terminal de New Wittenburg, de modo que había decidido mantenerse en el aire —aunque no en órbi­ta—, en una poderosa pero pacífica exhibición de inigualable potencia. Una sección elíptica de su casco se despegó del resto de la nave y empezó a descender, resultando ser un bote salva­vidas.

Tallon permanecía de pie delante de la principal pantalla de observación del bote, contemplando el alargado y único conti­nente que se extendía bajo él. Llevaba todavía el juego de ojos, pero durante la aproximación a New Wittenburg y la emisión del subsiguiente mensaje, los ilimitados recursos técnicos de los talleres electrónicos del Wellington le habían adaptado una cámara de televisión del tamaño de un guisante y habían codi­ficado el aparato de acuerdo con el plan original de Tallon, el cual disponía de nuevo de sus propios ojos, que le proporcio­naban una visión excelente, aunque monocular. Más tarde, le habían asegurado, podrían instalarle una cámara independien­te en cada ojo.

El continente se deslizaba, curvándose, debajo del bote, una mezcla de verdes y ocres bordeados de encaje blanco cuando discurrían junto al océano. Tallon podía captar casi todo el trayecto de su periplo nocturno con una sola ojeada: hacia el norte, semiocultos por la niebla, el Pabellón y el terrible mar­jal; la ciudad de Sweetwell y El Gato Persa; la inmensa fábri­ca, donde le habían herido; la finca de Cari Juste; y el motel de la montaña donde había pasado cinco días con Helen… y la terminal del espacio, donde Helen había recibido el disparo a quemarropa de Cherkassky.

En aquel momento, Tallon era uno de los hombres más im­portantes y más famosos del Imperio; su nombre era propaga­do de mundo en mundo, y los hombres le recordarían mientras se escribiera la historia, pero hasta entonces había temido pedir la única información que realmente le importaba. Si Helen está muerta, no quiero saberlo, pensó, mientras perma­necía sentado, inmóvil, maravillándose ante la marea de re­cuerdos que golpeaban las paredes de su consciencia, como si él hubiera existido en esa matriz emocional, antes, hacía mucho tiempo, amando a Helen en otra vida, perdiéndola en otra vida…

—Tomaremos tierra antes de un minuto —dijo el mariscal Jennings—. ¿Está usted preparado para la prueba?

Tallon asintió. La terminal del espacio se ensanchaba rápi­damente en las pantallas de observación. Tallon podía ver ahora las hileras de naves, la red de atestados caminos y pasi­llos rodantes. El espacio contiguo a la zona de recepción había sido despejado para su aterrizaje. Al cabo de unos segundos localizó las figuras vestidas de negro del comité de bienvenida oficial, que según le habían dicho incluiría al propio Modera­dor Temporal. Las cámaras de televisión esperaban grabar su llegada para transmitirla a todo el Imperio.

Súbitamente, reconoció el pálido rostro ovalado de Helen mirando hacia arriba, entre las figuras vestidas de negro; y el torbellino de su mente se apaciguó, dejando detrás de él una sensación de paz absoluta, mucho más intensa de lo que nunca había esperado experimentar.

—Disponemos simplemente del espacio suficiente para tomar tierra —observó el piloto del bote por encima de su hombro—. Este lugar está tan atestado como dicen.

—Eso es temporal —le aseguró Tallon—. Las cosas van a cambiar.

El rostro de Helen estaba alzado hacia la nave de Tallon. Pero también podía estar mirando más allá de Tallon, hacia las estrellas que habían empezado a reunirse en el cielo del atardecer. Hacia —Tallon recordó los antiguos versos— aquel tranquilo domingo que perdura incesantemente, cuando inclu­so los enamorados encuentran finalmente la paz; el verso final era: “Y la Tierra no es más que una estrella, que brilló en otros tiempos”. Pero aquello era algo en lo que Helen y él y el resto de la humanidad no tenían que pensar.

La madre envejecería algún día y se convertiría en estéril; pero entonces sus hijos ya habrían crecido a su alrededor, altos y fuertes y bellos. Y serían muy numerosos.


FIN
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